A primera hora de la mañana estoy saboreando un café caliente delante de la ventana de la cocina. Llovizna. Con los ojos recorro distraídamente los muros de ladrillo del edificio que tengo enfrente, tropiezo por el andamiaje herrumbroso de la escalera de incendios, y dejo luego deslizar la mirada por sus escalones en zigzag hasta llegar a un pasillo de alquitrán, allá abajo, flanqueado de aligustres. Al fondo se ve la calle. O un fragmento de calle, más bien. Me quedo mirando ese cuadro inerte –el camino alquitranado, los aligustres, el trozo de calle- mientras me termino el café. Pasan varios coches: raudos, fugaces, como salpicando de barro el silencio mañanero. Ya casi al final, en el último sorbo, un bulto humano aparece por mi campo de visión caminando hacia la calle. El bulto se aleja a la vez que sostiene como puede con una mano la tela del paraguas sacudida por el viento.
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Nueve y cinco. Suena el teléfono. ¿Lo cojo, no lo cojo? No reconozco el número, ni la voz tampoco cuando finalmente me decido a contestar. Se presenta: es mi doctor. Por un momento siento una pequeña trepidación. Me llama para darme el informe de los análisis que me hice la semana pasada. Llamada protocolaria. Todo bien. No tengo ni azúcar en las venas ni problemas de próstata. Un poco de colesterol, me dice, aunque no necesito medicación. Bajo en vitamina D. Si fuera mujer, me aclara, sería algo más preocupante. Sol y ejercicio. Me recomienda también la colonoscopía. Yo le digo que sí, que lo haré. Cuelga. Me siento aliviado, como quien recibe un indulto parcial.
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Nueve y veinte. No consigo conectar con mi padre en el Skype, pero hablo, en cambio, con mi hermana Marián. Tan guapa, tan juvenil, tan sonriente. Le cuento alguna trastada de mi hija Irene y se ríe aún más. Hay seres que ríen siempre, que transmiten felicidad allí donde van, con quienes uno se siente en su presencia protegido, importante, único.
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Diez y media. La cajera es una morena de rasgos finos. No pasará de los 25 años. Al ir a cogerme la tarjeta me fijo en que está casada. Nos miramos. Si el universo es infinito, ese instante tendrá alguna vez su noche y su alba y hasta la tristeza de un adiós. Por una mirada un mundo, por una sonrisa un cielo…
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Once menos veinte. Oigo a mis espaldas el aullido de un perro. Me vuelvo. Lo acaban de atropellar. Cojea malamente. Se viene arrastrando hasta el borde de la acera. Me mira con ojos desencajados. Levanta la patita. Aplastada. Sanguinolenta. Llega corriendo hasta mí el amo. Los dejo allí a los dos, sin poder soportar el constante hipar del perrillo, el agobio del amo. Yo también tuve de niño un Foxterrier que se murió de pronto.
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Once y dos minutos. En la foto hay un joven que llora desconsoladamente. Se le ve en un primer plano. Detrás hay otros hombres todavía aturdidos, en medio de cascotes y polvo. El epígrafe, a pie de foto, dice en inglés “Maarat al-Noaman was taken by Syrian rebels a week ago, but their glory was short-lived. The scene of the airstrike Thursday”.
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Doce y veinticinco. Sigue lloviendo. Estoy ahora en la ventana del salón, sentado apaciblemente en el sofá. Las hojas han cobrado un color entre sepia y cobre. Es media mañana. Abro el iPad. Dicto algunas pocas instantáneas de este viernes de octubre. Palabra insubstancial en el tiempo.