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Sociedad del espectáculoPantallasInstinto del más allá. La luna roja de Lois Patiño

Instinto del más allá. La luna roja de Lois Patiño

El filme se abre con un plano demorado de una carta náutica medieval en la que aparecen algunos monstruos y maravillas del océano. Luego, como si saltásemos de un orden de representación a otro –de lo imaginado a lo empírico, de lo ensoñado a lo filmado, de lo estático a lo inquieto– vemos los animales y otras formas extrañas que pululan bajo las aguas. Se intuye el sol dudoso de la superficie en una imagen que, finalmente, se abre en plena oscuridad, con el mar nocturno tranquilo, solitario, ignorado y pletórico de una vida que acaso se deslice ocultamente. Hay una inquietante impresión de soledad; como de vida vacía de cualquier cosa que pueda remitir a un pensamiento claro o activo. Y hay una tierra que es solo y toda noche, como sin recuerdos ni futuro, sin desengaños ni esperanzas. Tierra desligada de cualquier paso reglado de los días, totalmente tomada por la llegada del mar y de lo oscuro y sin mañana: rota cualquier relación con la exterioridad; con el resto –diríamos– del mundo. Pues pareciera, efectivamente, que el resto de la tierra hubiera desaparecido y solo quede aquel jirón de ella en el espacio. Ese lugar es un absoluto, donde las cosas y las personas –pronto lo comprobaremos– comparecen con una exactitud casi excesiva, como en la sospechosa inmovilidad de un decorado. Estamos en el término de Occidente: tierras del ocaso del sol, costa da morte, lugar del confín; un trozo de mar y suelo que parece ajeno al devenir del mundo. Nos hallamos, efectivamente, en el espacio del mito.

Así pues, lo que vemos es la tierra dormida y el mar insomne. El océano semeja un inmenso pozo negro, del que ascienden murmullos y chirridos, como si las arenas del fondo vivieran y se quejasen turbiamente, de forma sin duda amenazadora. El mar es lo más vivo, quizás lo único que respira. Demasiado. En ocasiones, sorprendemos en él chispazos de una latente, sombría furia interior, y como un vago y creciente sentido del mal y un concentrado anhelo de violencia. Ruge o aúlla, se enturbia y espuma como un poseído. “El mar es el demonio”.

Frente al agua, los hombres –como la gigantesca construcción hidroeléctrica– velan su impotencia, su desgracia y su atormentado cansancio. El miedo y la posesión de que son objeto en una lucha contra una invencible obsesión, un pensamiento que los ocupa y que viene precisamente del mar. En la forma de algo inasequible y sin tregua: una sombra monstruosa, algo indomeñable e inmortal que hace presa en su vida. Esa gente lo comprende como si el agua se lo estuviese susurrando. Viven, posesos, bajo tal dominio; con un temeroso sentido de lo invisible, de las cosas oscuras y mudas que envuelven la soledad de los hombres. La negrura del mar es la de la conciencia, y es la de la noche. Por eso, la existencia allí ha adquirido una dimensión frágil, dudosa: inconcebible. Marcha al filo de la tiniebla, carente de esfuerzo, de poder, de trabajo y movimiento: de luz. Ellos escuchan el relato inmóvil e impotente del fardo de la (no)vida, se diría que menos presentes que la propia tierra y el mar, el cielo y el viento que pasa; como si un fatal encantamiento los inmovilizara. Su resplandor es tan difícil de comprender como la imagen de un sueño. Como el simple destello espasmódico de un faro envuelto en sombras que se confunde con una mirada omnipotente y maligna. Es el océano y su criatura monstruosa que devora los ahogados y no los devuelve. Tal el Rubio, que había salido a acabar con la bestia y ha desaparecido en el intento. Porque el mar es el (mal) sueño, y los hombres, acaso, los soñados: rígidos e inmóviles, se hallan cautivos del fatal sortilegio. Encerrados en una dimensión de presente congelado, eternamente recomenzando –como el mar mismo y la luna– el ciclo de vida y destrucción. Las imágenes de los monstruos marinos de Lugrís y los grabados de otros tiempos así nos lo confirman. He ahí el tiempo circular del mito.

El mito cuenta de la sumisión y la precariedad del hombre frente al universo; de un animismo que promete una fusión extática y, en cierto modo, aniquilante: the dear old sacred terror, el antiguo y querido terror sagrado de que hablara Henry James. Señala a las estrellas como ojos vigilantes en la bóveda plenaria de una noche que se funde con el agua, abajo, como había sido en su origen y como sin duda será todo al final; y en el medio, el tiempo efímero de los hombres sometidos a una misma fuerza telúrica, mortal, inmemorial. “El cielo de la noche es un mar negro. Las estrellas, peces brillantes. La luna, un monstruo”.

Esa costa que se abre al océano define un ámbito desamparado donde solo habita la sombra de los náufragos y las voces de ahogados claman sobre la arena y la desolación de unas aguas levemente iluminadas por la Luna. ¿No será el mar, a su vez, el sueño de la Luna mortífera, un sueño de sangre? Lúa vermella: “Como si la marea llegase a la aldea llevándose la sangre de nuestro cuerpo”. El silencio parece entonces llenarse de callados espectros, de presencias tristes y sombrías y en cuyo aparecer invisible se concentran las rígidas figuras humanas de mirada fija. Sus oídos y su mente vagan entre quimeras que ocasionan pena y dolor. Quimeras invisibles que hacen contemplar la vida y la muerte como algo indeciso, con una serenidad tan noble como dolorosa. Confrontados con el mito, ellos están atentos a los espíritus que claman en la oscuridad. Ánimas del infortunio y la muerte: ahogados que –como el Rubio– anhelan el reconocimiento y el reposo, perdidos como están en el abismo del gran cementerio marino. En ese lugar los desaparecidos no callan, y los vivos, aunque vivan solos, no alcanzan la paz. El mito habla de finitud y culpabilidad. Y del cruel instinto del más allá. De fantasma o confín: presencia de una ausencia. Una incierta e indeterminable realidad, impregnada de irrealidad. Fuga de sueño perenne. Dolor de lejanías. De un (des)vivirse como en sueños, como en la más profunda saudade. Porque las saudades –dice un refrán popular– solo terminan cuando se pueden ver.

Estos hombres buscan la paz, el olvido, el tiempo en que los muertos cesen de hablar y el límite entre unos y otros vuelva a ser restituido. Poco a poco vamos comprendiendo sus deseos y temores, la cruel convicción en la que viven. Son gentes para quien el día no es día, ni la noche es noche. Ellos encarnan la esencia misma de una agitación inmóvil. Una rigidez que los vuelve lentos en el mirar y en la palabra, como si no perviviese en ellos ningún fuego interior. De manera que uno acaba por preguntarse, como ante el mar, qué es lo que hay en su fondo: quizás ceniza, rescoldos de violencia, dolor, pánico, una fuerza misteriosa y terrible capaz de mantener suspensa la vida y proporcionar la muerte.

Todo eso hay en estos seres nacidos de una poesía maldita: fantasmas apesadumbrados que sienten el peso de su irreal –su otra realidad– continuo. Ellos no se pertenecen. No están en unidad consigo mismos sino con lo otro, el otro mundo donde los muertos no reconciliados los requieren. Viven en un espacio confuso entre ser y no ser, el mundo y el allende, vivos y muertos. Se hallan en traumática correspondencia con un ámbito enigmático y cruel, profundo, abisal incluso, e indiferenciado, donde lo externo y lo interno no se delimitan claramente. Mundo de deslizamientos y analogías de difícil comprensión para nosotros: entre alma o inconsciente y naturaleza. Entre mito y sueño y realidad; entre verdad, prodigio y leyenda. Igual que la presa hidroeléctrica abandonada parece una inmensa osamenta, el vientre desecado de la bestia por el que circulan los humanos malditos. Lo cierto es que solo la magia –ya no la técnica– tiene poder efectivo en esa dimensión límbica y supernatural. Y ellos habrán de responder, por tanto, al maleficio con el único poder de que disponen: el ritual, la hechicería, el conjuro de los espejos y las meigas. Porque es absolutamente necesario el trabajo del duelo.

El mar, en fin, es la noche de una forma. La imagen del inaprensible fantasma de la vida; aquí, en este punto –como supo Herman Melville– está la clave de todo. Y el monstruo, entonces, es un dios que es el mar, y es el tiempo y el destino donde todo se genera y pierde su forma, su contenido. Alma del mundo, y su reverso terrible. Como el agua, se mueve y cambia sin cesar, es movimiento sin fin que comprende el cambio y la transformación. Pues la vida es algo que desde la oscuridad abisal emerge y luego se sumerge y desaparece. Solo los ahogados conocen el sentido de este eterno retorno que nada aplaca nunca, que no termina de renacer y de llorar. El monstruo es la naturaleza misma del ser: una marea desbordante cuyo flujo y reflujo dibuja un movimiento y una ansiedad interminables. El mito nos enseña a participar, precisamente, en lo monstruoso del ser. En ese tiempo que es un círculo sin salida donde debemos encontrar la fuerza para aceptar que no podemos abandonarlo. El tiempo es como una serpiente y solo conseguiremos vencer el miedo que nos inspira cuando logremos morderle su cabeza. Algo así pensaba Nietzsche: el mundo ha de mostrar su carácter monstruoso y el hombre debe renunciar a su vieja aspiración de impregnarlo de sentido. Este es el mensaje de Zaratustra: deshumanizar la naturaleza, naturalizar al hombre. No aceptar la fatalidad, sino participar en el juego cósmico del devenir: asumir –como haría una meiga– que solo hay “puntos de voluntad que constantemente aumentan o disminuyen su poder”.

También, y finalmente: la saudade. Ha de relacionarse con el sentido de soledad que los muertos evidencian dramáticamente. Esto es: el producto del alejamiento de las cosas consideradas evidentes y definidas. La Odisea, por ejemplo, nos enseñó que las fronteras de la humanidad alcanzan hasta el estrecho de Gibraltar. A partir de ahí se abren los dominios tenebrosos de los monstruos y de lo incógnito. Como la melancolía, la saudade crece en la frontera, producto de la visión de los lindes de la existencia humana y acceso al ámbito imaginario donde los conceptos de este mundo pierden su sentido. Tierra donde –como vemos en el filme– reina la piedra granítica. Todo lo que constituye la vida, la movilidad, la flexibilidad, la ligereza, el calor, la suavidad del cuerpo, se ha convertido en noche de piedra. El paramento ingente de la presa, con sus curvos conductos interiores semejando escamas, vértebras, ondulaciones y trozos de la bestia o la serpiente primera con cuyos vestigios –verdaderamente un dios en ruinas– se construye el mundo, lo evidencian. Los túmulos líticos y las habituales condensaciones pétreas de las costas del fin de Occidente nos hacen pasar inexorablemente del reino humano al mineral y, por tanto, a lo más contrario al mundo del hombre. Una vida como dominio de lo inerte. “Finisterre. Irlanda, Bretaña, nuestra Galicia, Portugal, las primeras islas del Océano… En el fondo de su alma, el pánico inmemorialmente adquirido, en el tiempo en que esas tierras se encontraban al borde de un mar a cuya extensión no se atribuía límites. No se ocupa un palco proscenio impunemente, en el gran teatro del misterio” (Eugenio d’Ors).

He ahí, pues, el origen del mito. Eso que, desde la carta náutica del inicio, ya se nos estaba contando. De una manera oblicua, sibilina, entrecortada, sin articulaciones narrativas demasiado explicitas; pero con una potencia visual y sonora ciertamente poderosa, inmersiva: necesariamente hipnótica. Pues lo fantástico también es una manera de contar.

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