Podría deciros que soy de esas mujeres desenvueltas que como Thelma y Louise se beben los kilómetros de la carretera a cucharadas, o que soy de esas otras que como Janet Leight aprietan a fondo el acelerador melena al viento, pero sería engañaros. Cuando conduzco, la tensión agarrota cada uno de mis músculos, mis dientes empiezan a castañear, empiezo a sudar. Me voy sintiendo cada vez más y más pequeña, minúscula, en medio de una carretera que se va agrandando por segundos frente a ese camión que parece engullirme desde el carril contrario. Solo tengo oídos para los pitidos de los coches, tal vez porque mi exceso de prudencia me hace ir demasiado despacio, tal vez porque me inquieta la posibilidad de ser pillada en un desliz y acabar siendo requerida por algún agente de la autoridad. O lo que es peor, ser víctima de una avería y verme tirada en mitad del arcén con el capó abierto, con el manguito del radiador humeante ante la mirada indiferente de cuantos se cruzan en mi camino…
Y no es solo eso, es que mi experiencia me dice que cualquier malentendido, una descortesía al volante, un pequeño despiste, puede bastar para despertar esa ira que llevamos acumulada. Situaciones violentas que con la ventanilla bajada transforman los improperios en bombas de relojería y convierten la conducción en una aventura de lo más temeraria.
Seguro que todos os acordáis de aquella película de Spielberg, esa en la que un camión asesino cargado de material inflamable, persigue por carreteras polvorientas a un pobre hombre cuyo único interés es volver a casa. Un adelantamiento infructuoso, desencadena la contienda. De nada le sirve dejarlo atrás, esquivarlo con un golpe de acelerador, hacer una pausa para un café largo mientras apura su cigarrillo, o variar su ruta. El camión infernal siempre aparece pequeñito en el espejo retrovisor o gigante en mitad de la carretera envuelto en una nube de polvo como el Coyote cuando trata de hincarle el diente al Correcaminos.
Pues bien, esta escena permanece invariable en mi cabeza cuando conduzco. Diréis que todo esto es una especie de sin sentido, otra estupidez de las tantas mías. Un camión asesino es algo que escapa de toda lógica. Matemáticas surrealistas en medio de la nada. Raro sería verme conduciendo por las carreteras de California rumbo al abismo si apenas lo hago por las de aquí. Y lleváis razón. Mi coche pasa más tiempo aparcado que en circulación, me he convertido en el copiloto perfecto, en la reina del abono transporte.
Por lo demás, nunca he tenido un accidente, mi currículo como conductora es impecable. Nunca he tenido una multa, ni siquiera un desconchón en la pintura de la carrocería, paso puntualmente la ITV y mis quince puntos siguen intactos. ¿Y entonces? La mía es una extraña ansiedad ante la que nada puedo hacer, si acaso respirar hondo y poco más, rezar esa novena que de nada sirve y continuar mi camino, eso sí en autobús. Un desasosiego parecido al de Pessoa cuando conducía un Chevrolet prestado por aquella carretera desierta, de Lisboa a Sintra, una inquietud sin resolución, sin nexo, sin consecuencia.
Y es que si el mismísimo Cortázar que tenía instrucciones para casi todo,incluido esto del miedo, fue incapaz de dar con la clave, tampoco voy a hacerlo yo que no soy especialista ni en esto ni en nada. Por no ser, no soy capaz de mantener la sonrisa a raya con fingida normalidad, que menuda cara de gilipollas se me queda cuando llega la hora de renovar el carnet de conducir, y no sé ni donde lo he metido. Si es que lo dejé olvidado junto a mi alma automovilística en alguna cuneta, o si es que nunca lo llegué a tener, porque a estas alturas créanme que ya dudo…
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Foto: Janet Leight en Psicosis