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Mientras tantoInstrucciones para salvar el mundo

Instrucciones para salvar el mundo


 

«Ponte el sombrero dorado, si eso ha de conmoverla; si eres capaz de saltar muy alto, hazlo también por ella, hasta que exclame: ¡Enamorado saltarín, enamorado del sombrero de oro, tendrás que ser mío!»

Epígrafe de El gran Gatsby, F. Scott Fitzgerald

 

 

Cómprate una caja de preservativos marca blanca y unos calcetines grises de algodón francés que te lleguen por lo menos a la altura de las pantorrillas. Una camisa de lino de color dudoso abierta en el penúltimo botón como en un gesto suicida y unos vaqueros remangados que dejen ver los calcetines y cuya tela barata se abra accidentalmente sobre la circunferencia deforme y triste de tu rodilla izquierda. Unas zapatillas All Star falsificadas de botín con los cordones sucios y unos calzoncillos a tu elección (importante decisión de esas que todo lo cambian): bien unos bóxer holgados que dejen que se mezan tus pelotas a la gracia de los vientos del verano sin la menor opresión o bien unos slip ajustados de dos tallas menos que compensen la congoja con un estampado en la parte delantera del símbolo de Batman.

 

Entonces, avanza ahora con soltura dejando que se agiten tus pies al caminar extraños sobre el suelo, ardiendo bajo un sol molesto que te pega sin cuidado en las costillas, sintiendo que tu bienestar y tu alma se tambalean. Tic, tac, dice el reloj de arena. A estas alturas del día ni tus argumentos más legítimos sobre el amor se sostienen y hasta tu mirar profético de ojos claros se abraza únicamente a las mañanas tristes del otoño. Avanza, avanza confiado, dispuesto a todo, con tres chelines y medio en el bolsillo trasero y el dolor de un mercenario en el pecho, avanza dejando que el sudor te empape tu frente de terciopelo que lleva escrito en verso más bien poco. Avanza silencioso con la espalda erguida doliéndote de todo, joven aventurero, que en la canción de amor que compusiste en primavera encontrarás recetas de cocina vanguardista, canalla. Avanza tropezando a la intemperie con la sonrisa puesta en el mañana, aburrido, sonríe conmovido al horizonte que se escapa y déjate escupir calor bajo este cielo. Avanza seguro y confundido, pero triste, siempre triste, mirando de reojo hacia los lados por si tus pies fallaran y descubrieses que el paisaje de tu ruta ya no cambia, es siempre el mismo. Avanza, con la serenidad de quien se cree dormido, y así sabrás llegar a donde quieras, muchacho, ¿será que salvarás el mundo sin haber elegido bien tus calzoncillos?

 

Ahora…, pinta un cuadro para el que pose ella desnuda sosteniendo entre sus labios un cigarrillo. Inventa un nombre que te convierta en alguien, susúrrale al oído que descubriste América con tanta convicción que hasta Fernando II de Aragón te crea, y déjate follar si te follara con la misma sinceridad con la que le late el cuello y se le estremece la periferia de su ombligo. Y si te hace el amor con su cuerpo totalmente desnudo pero conserva puestos aún los calcetines, grises de algodón como los tuyos subiendo hasta sus pantorrillas, sabrás que es ella, y cuando te pregunten qué es lo que más te gusta dudarás tres veces, y entonces, con la voz temblorosa rasgando tu laringe, dirás que son sus ojos, dos corazas fluorescentes que en destellos se revuelven hasta volverse irremediablemente tristes. Hasta que pienses aquello que escribía Cortázar en Rayuela, como si fueseis la Maga y Oliveira: “Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella”.

 

Acércate dispuesto a esa muchacha que te gusta, con el tórax encogido camina vacilante mirando la sombra que su figura escribe sobre el suelo y asiente varias veces rendido a la evidencia de que sea a lo que sea a lo que juegas ya has perdido. Si ni siquiera sabes qué postales te habrá escrito, si nunca compartisteis bicicleta el mes de agosto por los caminos de tierra que se embarran en invierno; si delante de ella la voz se te atraganta, tu cuerpo un balancín partido, tu piel alerta sudando cada escama. Y apenas sabes ya si el color de sus botas es granate, y no consigues respirar seguido ni que tu lengua se envaliente tanto bajo tu paladar y entre tus dientes torcidos como para lanzarse a deletrear esdrújulas. Abraza la rutina, amenaza a gritos como Oliver en Hablando del asunto con llevar tus números rojos a otra parte, o (y no tienes más remedio) salta de cabeza a los cristales rotos de tu herida. Pues, si no, vaya forma de salvar el mundo es esta. Y ya te dije yo que decidieras bien tus calzoncillos. Que aunque respires angustiado llevas en la torsión de tu cuerpo la contradicción del que quiere algo y se ha rendido.

 

Entonces, péinate la frente con saliva, estira tus tobillos, recógete las mangas hasta asomar los codos, tose, carraspea, bosteza, invéntate una excusa de cuerpo incomprensible, ladéate el sombrero hasta girar tu gesto, agáchate y abrocha tus cordones, ajusta la goma de los calcetines a mitad de tibia y mira a ver que no se rompan los condones. Salvar el mundo será más que silbar su nombre y Batman solo una ficción planchada en la tela de tus calzoncillos.

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