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Insumisión conyugal

 

«El fin esencial de la mujer, en su función humana, es servir de perfecto complemento al hombre, formando con él, individual o colectivamente, una perfecta unidad social» (Pilar Primo de Rivera). Hasta el año 1975, el Código Civil en España recogía de forma explícita en su artículo 1263 que no podían prestar consentimiento: “los menores no emancipados, los locos y dementes y los sordomudos que no sepan escribir, y las mujeres casadas”.

 

Desde luego no es nuevo el discurso patriarcal y sexista del provocador libro de la periodista italiana Cásate y sé sumisa, es el mismo de siempre, contra el que lucharon muchas mujeres de varias generaciones anteriores a la nuestra, enfrentándose, en muchas ocasiones, a sus propias coetáneas, y sin que muchas de ellas pudiesen ver los avances en dignidad y libertad que fueron su causa. Bravo por ellas.

 

Me produce una enorme tristeza comprobar que este libro, en pocas semanas, se haya situado entre los más vendidos, incluso que aparezcan comentarios en la red alabando la valentía de «permitirse no ser políticamente correcto» y reivindicando el derecho de las mujeres a no ser libres. El libro de la polémica ha sido escrito por una mujer, confirmando que ningún poder puede mantenerse sólo mediante coerción: necesita legitimarse, o ser aceptado como conveniente por los propios dominados. Esto ya lo dijo Weber. Me provoca una profunda desolación comprobar la necesidad de pronunciamientos políticos y mediáticos de rechazo ante este mensaje que debería parecernos una broma; sólo se rechaza lo que tiene algún viso de credibilidad y seguimiento, y este libro debería haber sido silenciado y pasar como un despropósito ignorado. Me genera un terrible desconsuelo tener que contestar de alguna manera, necesitar responder a estas afirmaciones, asimilar emocionalmente que todavía puede escribir esto una mujer, porque todavía se le da pábulo y se abre polémica como si el objeto de dicho debate mereciese respeto, consideración y tiempo. Como si mereciese mis palabras. Que no las merece.

 

Imaginemos un libro escrito por un hombre negro, apoyado por una religión mayoritaria y con convenios de colaboración con el Estado titulado: Véndete y sé esclavo. No creo que hubiese opción a opinar. Porque no hay libertad de expresión cuando se atenta contra los derechos fundamentales, la tradición al margen de éstos es una guarida del autoritarismo bajo el que ningún pasado fue mejor. Nos hace peores, a hombres y mujeres.

 

Casarse es un contrato jurídico que no exige amor. Ni siquiera presupone buena fe como el resto de contratos privados. Quizá el único acto legal que confirma que hay matrimonios por amor es el divorcio, porque parece indicar que si el amor desaparece es porque previamente existió. Pero lo que sí se exige al matrimonio es la familia, cualquier resistencia a esto conlleva su penalizaciones sociales, jurídicas y económicas.

 

El matrimonio es una vieja institución social que une legalmente a dos individuos. Tradicionalmente estos individuos no eran libres, en ocasiones ni siquiera adultos, y sobre todo, no eran iguales. Así el matrimonio, hasta hace apenas unas décadas, prescribía la obediencia de la mujer al marido que, a cambio, quedaba obligado a proteger a aquella. Se señalaba así, de forma explícita, en nuestro Código Civil, y por ello, incluso cuando se aprobó en los ochenta la ley del divorcio, se exigían causas concretas de ruptura, sin que ninguna de ellas fuera la voluntad ni el desamor de quienes, se presumía, habían querido unirse libremente y por amor.

 

En efecto, el matrimonio conlleva la familia, y ésta tiene sus normas, y por eso no puede casarse cualquiera. A cualquier cosa llaman familia hoy en día, incluso a individuos que comparten su vida sin reparto de roles por sexo, quizá sin hijos, en condiciones de igualdad y autonomía. Qué barbaridad. La familia es la esposa y su trabajo reproductivo, aunque también trabaje fuera, los hijos, y una unidad de dirección ejercida por el principal proveedor, que sigue siendo el varón, como prescribía la propaganda del franquismo católico; lo demás son experimentos que no debería amparar el derecho, y mucho menos Dios, padre, por cierto, de ahí que el arzobispo de Granada opine que la obra de esta mujer, sumisa por vocación, es evangelizadora, faltaría más, sumisión y religión, eso sí que es un matrimonio de conveniencia.

 

Sólo se puede amar desde la autonomía y la libertad, desde nuestra condición de individuos, la necesidad genera servidumbres incompatibles con el sentimiento gratuito del amor. No obstante, esto no es tan fácil llevarlo a la práctica, porque mientras amamos vivimos en un contexto social que nos condiciona y nos hace sentirnos culpables, satisfechos, valientes o cobardes dependiendo de nuestra capacidad de cuestionar los mecanismos de socialización que nos mantienen en un sistema desigualitario y jerárquico. Es difícil asumir con valentía la responsabilidad de tu propio destino, compartido, o no. En esta dificultad influyen de forma decisiva los roles de género. Si seguimos repartiendo los roles sexuales en la pareja de forma que las mujeres continúen asumiendo que tienen que elegir entre su crecimiento profesional y su familia, y los hombres sigan constituyendo lo que todavía algunas de nuestras leyes llaman el «cabeza de familia» o la «persona principal», cuando desaparece el amor, la catástrofe emocional y económica está asegurada. Y aquí es donde entra la letra pequeña del matrimonio que sigue constituyendo un seguro obligatorio para la familia tradicional, como si no hubiera otra posibilidad de familia que no sea la que ha pasado por esta estructura en la que de un modo u otro, sus integrantes parecen perder su condición de individuos. Así, las consecuencias jurídicas del matrimonio nunca se exigen mientras este se mantiene. Nuestro Código Civil obliga a los cónyuges a «vivir juntos, guardarse fidelidad y socorrerse mutuamente.» Deben además, «compartir las responsabilidades domésticas y el cuidado y atención de ascendientes y descendientes y otras personas dependientes a su cargo.» Me cuesta imaginar otros actos jurídicos, como la transmisión de la propiedad, o la adquisición de la nacionalidad, por poner algún ejemplo, en los que pudiésemos permitirnos redactar artículos que jamás vamos a exigir que se cumplan.  

 

Mantener la familia dentro de determinados cánones de comportamiento social, sin duda atravesados por la jerarquía entre hombres y mujeres, sigue constituyendo un elemento imprescindible de mantenimiento del orden social y de un determinado sistema de consumo donde dicha construcción, la familia, es su principal interlocutor. La dependencia y el cuidado es algo que no va a asumir nunca el mercado de forma igualitaria para la población y, por ello, la ruptura de la estructura familiar tradicional, que asegura que el individuo podrá aportar su producción y consumo al sistema de forma neta, sin repercutir su propia necesidad de automantenimiento, va a ser penalizada con un refuerzo del rol femenino de cuidado de los hijos y del masculino de sustentador económico: custodias no compartidas a favor de la madre y pensiones de alimentos y compensatorias a cargo del varón.  

 

Hemos cambiado el concepto de matrimonio pero sigue pesando el modelo de familia tradicional; quizá de él sigue dependiendo un sistema económico que ignora la necesidad de una fuerza de trabajo de cuidado y reproductiva, trabajo que hacen gratis las sumisas y las menos sumisas, a cambio de justificaciones tramposas como el amor, el instinto o la naturaleza.

 

Sólo una sociedad más igualitaria hará posible la existencia de familias en las que sus integrantes, del sexo que sean, convivan por amor, sin jerarquías ni patrones, desde su condición de personas adultas y libres, premisa sin la que es imposible ejercer la ciudadanía democrática, porque como bien dijo el feminismo ya hace algunas décadas: lo personal es político.

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