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Mientras tantoIntelectuales cazados

Intelectuales cazados

De libros raros, perdidos y olvidados   el blog de Carlos G. Santa Cecilia

 

En los primeros textos teóricos y doctrinales que en forma de ensayo o entrevista han llegado a las librerías, los líderes de Podemos (tercera fuerza política según la última encuesta del CIS) insisten en dejar muy clara una premisa: no somos intelectuales, somos políticos. Sin embargo, un manifiesto internacional de apoyo preside la portada de su web, y lo suscriben más de una treintena de intelectuales, entre ellos Noam Chomsky, Eduardo Galeano, Naomi Klein y Toni Negri. “Es esperanzador que surjan alternativas dispuestas a dar la batalla por la democracia, los derechos sociales y la soberanía popular”, afirman.

 

Sobre el papel de los intelectuales en la política a lo largo de los siglos y su incierta supervivencia se pregunta César Antonio Molina en su último libro (La caza de los intelectuales, Destino), que recoge ensayos y reflexiones de concepción y factura muy diversas pero que va colocando con la precisión del relojero hasta descubrir los resortes que mueven el mecanismo. De la mano de Alain Minc (Una historia política de los intelectuales, Duomo, 2012), Molina explica que la denominación nace en Francia a raíz del caso Dreyfus, y con una carga en origen despectiva, para señalar a los escritores que como Émile Zola denunciaban la injusticia. El término ‘intelectual’ se extenderá desde entonces, pero sobrellevando el estigma del elitismo, en el que insistirán la extrema derecha y el comunismo totalitario. ¿Por qué Zola se embarcó en una aventura pública que poco tenía que ver con su trayectoria literaria y a la postre terminó destruyéndole?

 

El poder y su tentador influjo llega a infliltrarse incluso en las parejas, como la de Jean-Paul Sartre y Simone de Beavoir, Georde Sand y Alfred de Musset o Elsa Triolet y Louis Aragon. Benjamin Constant luchó por la libertad de prensa, por la autonomía de la justicia y se opuso a los manejos de Napoleón, al igual que su compañera sentimental, Germaine de Staël, que reinaba en los salones literarios y abominaba del autoritarismo del general corso. Pero cuando éste regresó de la isla de Elba, Constant fue llamado a la Tullerías y la relación con su amada se deterioró para siempre. Constant creyó de nuevo en Napoleón y tuvo que exiliarse tras Waterloo mientras que ella regresó triunfal con los vencedores.

 

¿Qué fue de los intelectuales en la Francia ocupada por Hitler?, se pregunta el autor en el capítulo “Cultura colaboracionista”, que se basa, entre otros, en el ensayo de Alain Riding Y siguió la fiesta (Galaxia Guttenberg, 2011). La noche del desembarco –el día D–, según contó Sartre, estaba de fiesta con Simone de Beauvoir, Albert Camus, María Casares, Raymond Queneau y otros amigos. La vida cultural de París continuó, si cabe, más activa. Sartre representó dos de sus piezas teatrales durante la ocupación; otros muchos se aislaron del exterior y continuaron con su obra, como Aragon, Malraux, Mauriac o Cocteau. Le Corbusier se trasladó a Vichy para intentar obtener trabajo y allí criticó a los judíos. Aunque no confraternizó con los alemanes, Picasso tampoco se movió de su estudio y recibió a figuras como Jünger. Colaboracionistas por omisión, ¿es posible que una cultura florezca sin libertad política? Y, sobre todo, ¿es posible que los intelectuales florezcan sin alguna connivencia con el poder?

 

Entre los muchos y terribles enfrentamientos entre los intelectuales y el poder, el de Cicerón con Marco Antonio se encuentra entre los más trágicos y Molina le dedica un largo y apasionado ensayo. “A Cicerón le costó la vida su ingenio, su carácter, sus convicciones políticas, su sabiduría”. Denunció la corrupción y el caos total del Estado ante la falta de autoridad legal. Su retórica es lúcida y corrosiva y el autor la contrapone a la pobreza de la vida política de nuestros días: “Nuestros parlamentarios, o la mayor parte de los mismos, no saben hablar si no es con un papel delante. Las referencias históricas o culturales en general, cuando raramente se llevan a cabo, son disparatadas”.

 

Algunos intelectuales rechazaron tajantemente la llamada del poder, como Spinoza la del Elector Palatino Carlos Luis, que quiso llevárselo a Heidelberg en 1673; el filósofo eligió una confortable pobreza para su vida y obra ejemplares. Luchador contra cualquier autoridad fue Jean-Jacques Rousseau, y visionario, en su defensa del autor frente a los abusos de los impresores, fue Denis Diderot que propugnaba, a mediados del siglo XVIII, que una obra es legítima propiedad de su creador y los poderes públicos debían actuar contra la piratería.

 

La esencial aportación de los intelectuales en el desarrollo de las sociedades tiene su contrapunto trágico sobre todo en España, en la larga lista de ilustrados y liberales que sufrieron la incuria y la intolerancia. Larra, Jovellanos, Campomanes, Blanco White y tantos otros desfilan por el libro de César Antonio Molina en un mismo lamento. Blanco White dice en una carta que teme menos a las bayonetas francesas que al fanatismo español. No por conocidas, algunas de estas trayectorias se leen como urgentes y necesarias para espolear nuestra tradicional desmemoria.

 

Confluye, de alguna forma, este viacrucis en una figura singular en la que el autor se detiene especialmente: Manuel Azaña. Su cuidado de los intelectuales –aunque fuera el muy histriónico caso de Valle-Inclán–, su disciplina en la reflexión que nos legó un buen número de páginas y su intento leal y valiente de transformar las obsoletas estructuras de un país anclado en el pasado, constituyen uno de los mejores capítulos del libro. El final trágico de Azaña marca el ocaso de los intelectuales, ahora excluidos de los planteamientos de los movimientos políticos emergentes y apestados ante el auge de las redes sociales.

 

Otros lo han intentado y lo seguirán haciendo, como el propio César Antonio Molina, que fue ministro de Cultura entre 2007 y 2009, y antes había dirigido el Instituto Cervantes. En un comentario frívolo El País le acusó de frivolidad y de resentimiento cuando publicó este libro, aunque debería reconocerse al menos –más allá de los aciertos y errores que sin duda tuvo– como un ejercicio de responsabilidad, esa antigua exigencia intelectual. Hay una última batalla, incluso, que Molina no rehuye, la ya famosa polémica que enfrenta a Jorge Volpi con Mario Vargas Llosa sobre la democratización de la cultura y las nuevas tecnologías. ¿Cultura elitista, cultura exigente o excluyente? El autor se posiciona junto al novelista peruano en su defensa ante los bárbaros y lanza una llamada a la reflexión.

 

El libro de César Antonio Molina se presentó en La Casa del Lector hace unas semanas por parte del Secretario de Estado de Cultura, José María Lassalle, otrora oponente político en las tareas parlamentarias del ámbito cultural y hoy convencido también –así lo afirmó en aquel acto, aunque resulte paradójico, dada su posición– de que asistimos a una verdadera caza de los intelectuales.

 

Manuel Azaña en un mitin en la plaza de toros de Las Ventas.

 

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