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Mientras tantoInterfaces y nuevas mediaciones. Por un reencantamiento del espacio y los objetos

Interfaces y nuevas mediaciones. Por un reencantamiento del espacio y los objetos


Foto: Berndnaut Smilde (www.berndnaut.nl)

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Aunque su popularidad se ha multiplicado en las tres últimas décadas de revolución digital, el término interfaz está presente desde finales del siglo XIX en campos como la química (área de contacto entre dos materiales en distinto estado), la biología (membrana de interacción entre células) o la sociología (espacio de intersección entre formas de vida o sistemas de creencias). Al margen de los diferentes contextos, su significado siempre se ha vinculado a la relación entre entidades distintas y, en muchos casos, incompatibles. Una relación que, independientemente de la existencia de una palabra específica que la acogiera, ha formado parte del ser humano desde que éste ha tenido conciencia de estar habitando un mundo a través del contacto con la naturaleza, los demás y los dioses. Cuanto más complejas resultaban estas relaciones, más necesaria era la existencia de dispositivos que ayudaran a imaginarlas. Es el caso, por ejemplo, del vínculo con lo sagrado. Los objetos han sido siempre parte esencial de la logística de las religiones, de la magia, de la brujería. Son lo que podríamos llamar objetos de mediación, objetos que nos permiten sentir que somos capaces de interactuar con lo divino o lo diabólico, con lo irreal, con lo imposible: rosarios, exvotos, fetiches, ídolos, ouijas, pócimas. Ante el enfrentamiento —buscado o no— con lo ininteligible, la imaginación se hace propicia a sobreexcitaciones de las que suele surgir el encantamiento.

No hace falta recurrir a dualidades tan extremas como lo humano y lo divino, para entender la vigencia inmemorial de la idea de interfaz. El ser humano en sí mismo está hecho de mundos que con frecuencia se muestran incompatibles y necesitan del arbitraje de objetos. ¿No es acaso un libro una pasarela entre el cuerpo y la mente?

Con la revolución telemática, las relaciones entre el ser humano y la tecnología han sufrido un cambio radical basado en una tremenda paradoja: nunca habían sido más dispares en su esencia, pero a la vez nunca se habían necesitado tanto.

Si bien en la época pre-digital podía existir cierta similitud entre las lógicas operativas de la máquina y del hombre, cierta posibilidad de que éste entendiera al verla lo que aquella hacía al ser manejada por él, hoy ese acercamiento es imposible. La radical abstracción numérica que se encuentra en la esencia de cualquier dispositivo telemático, desde el más potente ordenador al más insignificante gadget, es incomprensible para su usuario, que solo puede relacionarse con él a través de la mediación de un artefacto hermenéutico. A este respecto es interesante el uso que Slavoj Žižek hace del término transparencia a la hora de diferenciar, en el último siglo y medio, las relaciones entre lenguaje y tecnología. Si la cultura moderna se esforzaba en transparentar el lenguaje de la máquina, haciendo de la interfaz una ventana abierta a su funcionamiento, la postmoderna la convierte en impenetrable, la oculta tras una mentira amigable, tras una representación ficticia tan confortable como opaca. De esta forma se nos disuade del esfuerzo de intentar comprender el funcionamiento de la computadora. La confianza ingenua en la interfaz hace irrelevante la búsqueda misma de «lo que está detrás». Žižek, que resume el problema como un desplazamiento de la cultura moderna de cálculo a la posmoderna de simulación, cita a Sherry Turkle para afirmar que en la actitud postmoderna debemos tomar las cosas por su valor de interfaz, y asociar esa confianza con una suerte de nuevo talante fenomenológico.

La interfaz es la máscara teatral de la máquina, el dispositivo capaz de concentrar su complejidad en gestos simples inteligibles por todos. Pero si, desde el punto de vista del aparato, la interfaz actúa como simplificadora, desde el punto de vista del usuario lo hace como complejizadora, como puerta de acceso a facultades que no le han sido concedidas de forma natural. Los lentos, caducos y limitados seres humanos necesitamos de la interfaz no solo porque no seamos capaz de comunicarnos de tú a tú con el lenguaje máquina de los dispositivos digitales, sino también —y esto es lo relevante— porque nuestro cuerpo no nos sirve para llegar hasta donde ellos parecen poder llevarnos. Esta idea de la interfaz como prótesis y ventana a la vez, es clave para entender la actual obsesión de los desarrolladores por la comodidad, la potencia y la resolución de los dispositivos, como si de estos factores dependiera el alcance y la calidad de nuestra escapada hacia lo maravilloso que nos fue negado. El secreto de una buena interfaz es ocuparse con eficacia por igual de las dos partes que pone en relación, pero aparentar que está únicamente centrado en el usuario. Esa cualidad, a la que suele referirse como amigabilidad, navegabilidad o usabilidad, posee hoy en día un extremo valor comercial.

Heredada, como ya hemos visto, del mundo de la biología y la química, la idea de interfaz ha estado siempre vinculada a la de superficie. En la ciencia de materiales, superficies e interfaces son conceptos prácticamente similares. A ese respecto afirma el físico y químico Philip Ball:

Surfaces are everything […] It is at surfaces and interfaces that we conduct almost all of our interactions with the world. When I play the piano, the surfaces of my fingers meet the surfaces of the keys; they need get no more intimate than that, for this action is enough to send several others sets of surfaces impacting on and sliding over one another, until a felt hammer strikes the surface of a metal wire, and acoustic waves tickle the surfaces of my ear drums. The response of each of these components —the weighted “feel” of the key, the vibration frequency of the wire— is a consequence of the properties of the bulk materials, such density and hardness; but all the action happens at surfaces and interfaces.

Esa configuración bidimensional también ha dominado durante años el diseño de las interacciones entre el ser humano y lo telemático. Para salvar las distancias entre el esquematismo superficial y un mundo real de tres dimensiones, los diseñadores tuvieron que acudir a las metáforas, que paradójicamente se convirtieron aquí en agentes de pragmatismo.

Desde luego no era la primera vez en que tecnología y metáfora se combinaban. Pero si cuando Dickens se refería a las fábricas de Manchester como selvas mecánicas infestadas de serpientes de humo o Thoreau llamaba al ferrocarril el caballo de hierro estaban buscando un efecto expresivo, el uso de metáforas como la ventana o el escritorio en el desarrollo de la interfaz de ordenador se planteó como una cuestión meramente funcional que, en cierto modo, tuvo consecuencias castradoras.

A este respecto, Alan Kay, uno de los pioneros del diseño de interfaces entre humano y ordenador, escribía:

My main complain about is that metaphor is a poor metaphor for what needs to be done. At PARC we coined the phrase user illusion to describe what we were about when designing user interfaces. There are clear connotations to the stage, theatrics, and magic —all of which give much stronger hints as to the direction to be followed.

Kay reclamaba magia. Si la metáfora se había impuesto a la simulación, la magia debía imponerse a unas metáforas demasiado restrictivas. Aquella reivindicación iba a ir encontrando poco a poco respuesta a lo largo de los años posteriores. Hoy, conforme la atmósfera telemática recubre el mundo que habitamos y se densifica a nuestro alrededor, la idea de interfaz puede ir independizándose de lo superficial, no sólo para espacializarse a través de las tres dimensiones, sino para temporalizarse a lo largo de acciones y procesos. Hoy ya es posible pensar en la interfaz más como umbral que como membrana, más como ámbito que como dispositivo.

La historia del desarrollo de la interfaz de ordenador está marcada por un deseo de eliminar los requerimientos de proximidad, por la búsqueda de la libertad de movimientos del usuario y del aumento del espacio de interacción y por el intento de involucrar a otros sentidos distintos de la vista. La imparable miniaturización del hardware informático está dando lugar a dispositivos que no solo caben en nuestro bolsillo sino que también podemos vestir como una segunda piel. Algún día entrarán en el cuerpo y se conectarán directamente con el cerebro sin necesidad de la intermediación de los sentidos. Ese día dejaríamos de hablar de interfaz o quizás, como propugnan los pervasive games, diríamos que el mundo es la interfaz. ¿Pero la interfaz de qué? Desde hace unos cuantos años estamos oyendo hablar de forma abrumadora y en casi todos los aspectos de la vida humana del concepto de experiencia de usuario. En el caso de nuestra relación con la telemática, hoy se nos vende que la bondad de esa experiencia pasa por la naturalidad y la ergonomía. Parece ser que lo ideal es que la tecnología sea cómoda y no se note, pero, al mismo tiempo, esa idea convive con un tremendo fetichismo de los dispositivos que incita a su exhibición como símbolo de un determinado estatus social o cultural. ¿Por dónde avanzará ese desencuentro entre invisibilidad y ostentación, teniendo en cuenta, además, la importancia que esos dispositivos está adquiriendo a la hora de situarnos en el mundo y condicionar la forma en que lo habitamos?

 

Desde siempre los edificios han tendido a comunicar visualmente su razón de ser, y también el estilo de vida de sus moradores. A lo largo de la historia de la humanidad, la función representativa y simbólica de la arquitectura ha prevalecido sobre lo estrictamente funcional. Vista desde el exterior, las fachadas de los edificios han sido tradicionalmente área de información sobre lo que ocurre dentro. Desde el interior, esa misma fachada se convierte en membrana protectora de la privacidad y el confort, pero también, a través de sus huecos, en superficie de intercambio mediante la cual el morador se relaciona con lo de fuera.

Si bien, como parece lógico, la función comunicativa de la arquitectura ha estado siempre más vinculada a su aspecto exterior y a las tipologías representativas, el s. XIX trajo consigo la reivindicación del interior doméstico como productor de huellas susceptibles de constituir una narración exteriorizable acerca del universo de sus moradores. En el resumen del capítulo del Libro de los Pasajes titulado El interior, la huella, Walter Benjamin incide en una idea que será clave para la consideración del interior doméstico como interfaz: el hogar es un intenso contenedor de ficciones que dejan multitud de rastros. Para Benjamin, habitar significa dejar huellas . Por eso acude a la analogía con la felpa y el terciopelo, en cuanto materiales capaz de conservarlas:

La forma prototípica de todo habitar no es estar en una casa, sino en una funda. Ésta exhibe las huellas de su inquilino. En último extremo, la vivienda se convierte en funda. El siglo diecinueve estaba más ansioso de habitar que ningún otro. Concibió la vivienda como un estuche para el hombre, insertando a éste, junto con todos sus complementos, tan profundamente en ella, que se podría pensar en el interior de la caja de un compás, donde el instrumento yace encajado junto con todos sus accesorios en profundos nichos de terciopelo, casi siempre de color violeta. 

Aunque desde los orígenes mismos de la arquitectura podamos contemplar los edificios como áreas de interacción y comunicación entre mundos diferentes (exterior/interior, público/privado, visitante/morador, humano/divino, súbdito/poder…), el concepto específico de interfaz arquitectónica empieza a tomar forma a la vez que crece la influencia de las tecnologías de la comunicación en la vida del ser humano. Desde aquella idea de arquitectura como mass-medium de Renato de Fusco o los telegramas arquitectónicos del colectivo Archigram, en los años sesenta del s. XX (herederos de los constructivistas rusos, los futuristas italianos, las escenografías nazis y las exposiciones universales), pasando por la retórica descarada de la arquitectura postmoderna durante los setenta y ochenta, las investigaciones sobre sintaxis del espacio de Bill Hillier en la Bartlett School de Londres  o los comentarios de Paul Virilio sobre las transformaciones topológicas en el espacio construido de la ciudad sobre-expuesta a los medios electrónicos, hasta las fachadas responsivas o sintientes — capaces de reaccionar sensiblemente a lo que acontece dentro o fuera del edificio—, la imaginación tecnológica y los nuevos materiales han permitido que, en los últimos cincuenta años, el concepto de interfaz haya podido tener excelentes relaciones con la arquitectura. Ese salto de escala del dispositivo manual al edificio vivo no solo ha ido modificando la fisionomía de la ciudad, sino también la forma en que sus habitantes se relacionan con ella y entre sí.

Este texto no pretende centrarse en un registro de casos en los que la arquitectura funcione como interfaz, sino más bien sugerir aproximaciones al tema que incidan menos en cuestiones operativas y más en la puesta en contacto de dualidades esenciales del ser humano (consciente/inconsciente, actual/virtual, cuerpo/mente, acción/imaginación,…) que a menudo el diseño mantiene incomunicadas en aras de la funcionalidad o la complacencia estética. Es decir, usar las tecnologías de mediación como dispositivo de reencantamiento del espacio y los objetos que conforman nuestra cotidianeidad. Una de las grandes zonas de fricción conceptual dentro del mundo del diseño —no exclusiva de la contemporaneidad— es su borrosa intersección con el mundo del arte. En ese limbo conflictivo viven conceptos como diseño radical, diseño crítico o diseño desobediente, paradojas perversas para una disciplina basada en la estricta correlación funcional entre nombre y adjetivo, pero a la vez hallazgos estimulantes capaces de activar en nosotros nuevas formas de relación con lo que confirma nuestra intimidad doméstica.

Hasta ahora, el acercamiento del ser humano al diseño de su hábitat era binario: por un lado los objetos, por otro el espacio entre ellos. La operación configuradora esencial consistía en la determinada disposición de instancias de materia en un vacío inerte, que de esta forma resultaba limitado y ordenado. En ese escenario, el espacio libre —el negativo de las cosas—, si bien poseía una entidad física y química y un determinado potencial fenomenológico, carecía de toda posibilidad de agencia, cediendo todo el protagonismo constituyente a los objetos.

Sin embargo, la atmósfera digital que actualmente recubre el territorio que habitamos, permite la participación en el juego del diseño de un tercer elemento configurador: el espacio de datos, éter invisible y palpitante repleto de potencialidades. La colonización telemática puede convertir en operativo cualquier espacio antes considerado como residual. Cualquier rincón de la intemperie puede ser transformado en lugar de proceso y mediación, lo que permite revisar el papel de los edificios en la producción de habitabilidad. No solo se están repensando los espacios del trabajo, el ocio o la administración, sino también la propia idea de hogar, que tiene ahora la posibilidad de abrirse a configuraciones distintas de la máquina de habitar estable y permanente.

Cuando en el s. XVII hizo su aparición el concepto de interior, la idea de confort doméstico empezó a ir paralela a la de progreso. Pero si en aquél momento se centraba en el concepto de privacidad, hoy parece hacerlo en el de filtración. Desde el punto de vista electromagnético, la casa abandona su condición de refugio para dejarse penetrar por lo exterior. Si bien esta porosidad de doble sentido ya se inició en el momento en el que llegaron al hogar las primeras tecnologías de telecomunicación —teléfono, radio, televisión—, es con los medios telemáticos cuando se vuelve permanente e imperceptible. Además, lo telemático no solo se ha infiltrado en la parte humana de lo doméstico sino también en el mundo de los utensilios. Desde hace unos años estamos asistiendo al surgimiento de nuevo campo de las TICs llamado internet de las cosas (IoT), que se ocupa de las redes telemáticas de objetos tecnológicamente capacitados para recibir y emitir información sin necesidad de mediación humana.

¿De qué forma todos estos procesos de disolución de límites, de desdibujado de umbrales entre lo interior y lo exterior, lo privado y lo público, la casa y la ciudad, pueden desencadenar procesos imaginarios generadores de nuevos espacios de consciencia en el habitar contemporáneo?

 

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 Max Weber enunció en 1905 su famosa idea sobre el desencantamiento del mundo, dentro de la que es su obra más conocida, La ética protestante y el espíritu del capitalismo. En ella hacía referencia a una perdida del sentido de lo sobrenatural inducida por la reforma calvinista y a la consecuente racionalización del habitar humano que abrió las puertas a la mentalidad capitalista y, más tarde, a la revolución industrial.

El tema regresó con fuerza a los debates intelectuales tras las aventuras pragmáticas de la modernidad y fue reivindicado por muchos teóricos postmodernos, que urgían a devolver al mundo el componente mágico e ilusorio que un empirismo demasiado pendiente del beneficio económico estaba desterrando de la vida cotidiana. Es el caso del antropólogo social Alfred Gell, que en 1992 acuñaba el término tecnología del encantamiento, bajo el que englobaba las distintas artes que conforman el espectro sociocultural de un pueblo:

I consider the various arts-painting, sculpture, music, poetry, fiction, and so on-as components of a vast and often unrecognized technical system, essential to the reproduction of human societies, which I will be calling the technology of enchantment. […] I consider the various arts —painting, sculpture, music, poetry, fiction, and so on— as components of a vast and often unrecognized technical system, essential to the reproduction of human societies, which I will be calling the technology of enchantment.

Gell asociaba el poder de encantamiento del arte a su condición de expresión colectiva basada en la producción de objetos cotidianos a los que se dotaba de poderes espirituales o, si se prefiere, de nuevas capacidades fenomenológicas. Para Gell, la tecnología del encantamiento era el resultado de un encantamiento de la tecnología:

 The power of art objects stems from the technical processes they objectively embody: the technology of enchantment is founded on the enchantment of technology. The enchantment of technology is the power that technical processes have of casting a spell over us so that we see the real world in an enchanted form.

A Gell le interesaban más las capacidades del arte visto desde el punto de vista de la producción social, que desde la figura y actitudes del artista individual. Ese poder de embrujo asociado a una visión comunal y pretérita del arte ha sido reclamado en las dos últimas décadas por autores como Suzi Gablik en su libro The Re-Enchantment of Art. En él, tan lejos del empirismo moderno como de las postmodernas veleidades new age, Gablik hace recaer en el arte la tarea de devolver a la cultura su sentido de vitalidad, posibilidad y magia, a partir de lo que Gloria Fenam Orenstein llama la metodología de lo maravilloso.

Esta demanda de fascinación y asombro para una cotidianeidad contemporánea atascada entre el exagerado positivismo de lo rentable y los pseudomisticismos terapéuticos, ha fomentado el interés por una nueva materialidad inmaterial que, bajo el marco común del concepto de experiencia, permite situar al mismo nivel instrumental la agencia del espacio que la agencia de los objetos, es decir, la agencia del vacío que la agencia del lleno. Lo que hoy posibilita esta correspondencia esencial es, como ya hemos mencionado antes, el creciente protagonismo de los espacios de datos en el habitar contemporáneo. ¿En qué ámbito es mayor la eficacia mágica de ese nuevo éter telemático? ¿En el exterior o en el interior?

Es evidente que, desde la aparición del nomadismo encantado del flanêur, pasando por las psicogeografías situacionistas o las energías interiorizantes de actividades urbanas actuales como el parcour, el espacio de la ciudad puede ser contemplado cada vez más como lo que Angela Rui llama un gran interior enzimático:

The urban space becomes a large enzymatic interior that is continually transformed, producing plankton of information, services, networks, microclimates, products. In this general hemisphere, art and architecture are manifested as a creative act that produces a transitory concentration of corporeal experiences. 

Sin embargo, el lugar por excelencia del encantamiento es el interior. Interiores son los dormitorios de los niños, las mazmorras y las wunderkammer, en el interior habitan los espejos y los armarios de la literatura que nos llevan al otro lado, el interior es el paisaje preferido de magos, médiums, sacerdotes y redes inalámbricas. Si el exterior es físico, el interior es fenomenológico. El exterior es más espacio; el interior, más lugar.

El futuro del diseño de interiores mira ineludiblemente a la generación de experiencias multicapa que otorguen lugar a la particular intimidad contemporánea, fragmentada y polidimensional. Para ello es clave entender que la dualidad tradicional entre objetos y espacio, entre lleno y vacío, hoy aparece amalgamada por una atmósfera telemática repleta de potencialidades. La combinación inteligente entre espacios de datos y nuevos materiales es el gran reto del diseñador de mañana. Todo es mediación. Todo es interfaz.

 

 

(Texto originalmente publicado en García C., Meléndez V. y García F. (coord.) (2015)), Proyectos y metodologías de diseño dual, Madrid, Editorial ESNE, ISBN: 978-84-942154-1-4)

Foto: Berndnaut Smilde (www.berndnaut.nl)

 

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