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Interferencias IV

Donde se comprueba que para Kafka la mesa de trabajo del escritor es un altar y un aparato de condena, el lugar de un rito tremendamente ambiguo pero inevitable. En la mesa tiene lugar una ceremonia de carácter sacrificial en la que el sujeto es al tiempo el oficiante y la víctima:
«Debo agregar que, en mi miedo de viajar, desempeña un papel el pensamiento de que durante algunos días estaré apartado de mi mesa de escribir. Este pensamiento ridículo es en realidad el único legítimo, pues la existencia del escritor depende en realidad de su mesa, no tiene derecho de alejarse de ella si es que quiere escapar de la locura, debe aferrarse a ella con los dientes. La definición del escritor, de ese escritor, y la explicación de la acción que ejerce (en caso de haberla): él es el chivo expiatorio de la humanidad, él permite a los hombres gozar con inocencia de un pecado, casi con inocencia.»

Dibujo de Kafka

El terrible virus del sombrero hongo, ironizaba el narrador de El cuarto mandamiento de Orson Welles. O, como diría Richard Hamilton: ¿qué es lo que hace que el sombrero hongo sea tan diferente, tan llamativo? Podemos insistir en su extrañeza, en el poder de seducción, en su simbolismo sexual – de carácter doble, por cierto, capaz de combinar elementos masculinos con latencias femeninas-. Y, a la vez, en su condición de emblema de la autoridad paterna y del universo dizque inmutable de la civilización capitalista. Todo ello ha hecho del bombín un objeto precioso de trabajo. Por parte, por ejemplo, del burlesco americano (de Fatty y Chaplin a Harry Langdon) y del mundo del circo, la farándula o el arte: de Cravan, Magritte y Satie a Beckett, de Max Ernst a Kubrick o Claes Oldenburg, de Topor a Fats Waller.

Con el bombín, la condición no funcional o levemente caprichosa o gratuita de todo sombrero se pone en su máxima evidencia. Ningún otro adminículo como él  manifiesta tamaña estolidez, unida a una evidente osadía, en el hecho mismo de ir unido siempre al órgano fundamental del cuerpo humano – al que se supone que debe servir y cubrir: la cabeza-, y justamente no hacerlo.

El sombrero hongo sirvió, en fin, a la vanidad misma del ser humano, y a la procura de ese vago concepto que llamamos honorabilidad, que circula con gran valor simbólico todavía en la sociedad que aún consideramos burguesa. Diríamos que todo en este objeto es ambivalente y dudoso, excepto su innegable funcionamiento metonímico, como signo de la propia inutilidad teatral que lo envuelve todo.

Le bouchon d`épouvante de René Magritte (1966)

Leyendo el magnífico estudio que Charles Olson dedicó a Melville (Llámenme Ismael) encuentro una serie de rasgos del carácter norteamericano que van a definir a autores situados en esa tradición que Melville, junto con Emerson o Thoreau, tal vez inaugure, pero que continuará con los pintores del Hudson, con Ansel Adams, desde luego con Robert Smithson, incluso con James Benning. La preocupación por los principios, el convencimiento de que este gran hecho antiguo de la fundación geológica o pelágica resuena todavía en cada tiempo, en cada vida particular de un ser humano. Y, por tanto, la vocación por remontarse en la duración hasta acceder a este dominio originario.

Olson explica fantásticamente la pasión por el espacio que, como consecuencia, aquí se determina: “interesado en los principios, Melville era capaz de remontarse en el tiempo, y la historia la empujaba tan atrás que del tiempo hacía espacio. Era como un emigrante volviendo a Asia, algún inca intentando hallar el hogar perdido”.  Eso es el Spiral Jetty, una alegoría del tiempo devenido figura: espacio.

Robert Smithson, Bingham Copper Mining Pit—Utah / Reclamation Project, 1973.

Hay una afirmación de Melville que, en este aspecto, resulta inolvidable; podría ser el lema, sin duda, de Smithson: “Mi memoria es una vida más allá del nacimiento”.

Y entonces se ve claro que la búsqueda de la raíz implica también la persecución del final, del límite o escaton que cierre todo el ciclo de la duración, para poder penetrar en ese vacío o meta-tiempo.

Esto, como decimos, es tan evidente en Smithson como en Ahab. Desde fuera del tiempo, el sujeto puede contemplar el tiempo mismo como una superficie que vuelve sobre sí y que, al fin de todos los fines, se cierra en sí. Ya no es una línea recta hacia el futuro, sino un inmenso anillo o un ciclo por el cual, el hombre sin lugar ni tiempo (no site, no time), podría deambular como un explorador contemplando los acontecimientos cual objetos acumulados en su seno (y viceversa: los objetos como grandes acontecimientos al modo de gigantes ballenas blancas).

Los expedicionarios, entonces, se moverían por el tiempo tal como se mueven comúnmente por el espacio, pudiendo revisar y repetir los acontecimientos de los hombres que han quedado en pie como pirámides dentro de la selva o del desierto de la temporalidad.

 

TADEUSZ KANTOR

Todo en Kantor era como si lo monstruoso no fuese o no estuviese en él, sino en el mundo. Un mundo al que la fortuna inclinará siempre hacia el derrumbe.

La crueldad, la muerte y la tortura, el crimen o el mal en sí mismo constituyen un hecho incidental, cotidiano a la vez que incorregible: el fulgor insano y grotesco en la periferia de  una deflagración mucho mayor, y eterna.

Hay, sin embargo, una jovialidad desesperada en el espíritu del que asiste o se halla en medio de esa verbena psicótica. Una auténtica feria de la devastación ante la que ya solo cabe silbar tonadas de aires macabros. Y bailar la danza de los muertos como muñecos descalabrados que, a duras penas, consiguen sostenerse en pie,  gracias precisamente a sus propios goznes rotos.

 

El desengaño: acceso al grado último – y ahora ya único – de realidad por medio de una serie de episodios de desilusión. La parca descorre el velo de Maya. Su enseñanza: cuanto más ilusoria es la vida, menos real resulta, y viceversa. Cumplido este conocimiento, ya solo queda observar el mundo y sus prestigios desde el extrañamiento, como algo ajeno o a lo que uno ya no pertenece.

El desengañado, en efecto, se ha desprendido de toda inmersión en la existencia cotidiana. Desterrado, vive en un mundo de signos caídos, meros objetos de un conocimiento impráctico que limita con la nada.

¿Qué le queda, pues, al sujeto del desengaño? O bien el silencio melancólico: sabio y culpable, o –  solución estética y nietzscheana – tratar de restaurar la vida por medio de una invención suprema que vuelva a construir la posibilidad de un mundo. Entonces, solo la alegría de un potente imaginario podría rescatar lo sensible destruido por los rayos feroces del desengaño. Pues no queda otra que rehacer una realidad – comenzando por la de uno mismo, y como uno mismo- con nuevas fábulas.

El desengaño: efecto de una operación tal vez excesiva del espíritu sobre lo inmediato sensible. Queriendo completarlo y hasta armonizarlo en forma de universo por él – por el espíritu – convertido, la totalidad de lo real se muestra, sin embargo, como dura y resistente. Existiendo de cualquier manera, disjunta, caida, deslavazada, pero al margen de él, sin él, que ahora la contempla, inerte y abrumado.

Juan de Valdés Leal, In ictu oculi, 1670-1672

Rojos, negros y azules de Nicolas de Staël. Manchas rutilantes de las cosas visibles. Lejanas, despojadas ya de todo significado convencional. Casi parece que se puedan sustituir las unas a las otras. Como si, por el temblor cromático y el empaste, hubiesen alcanzado una especie de categoría metafísica. Una pureza trascendente que las hubiese al fin nivelado.

Paysage. La Ciotat. 1952

Viendo Winter Solstice, de Hollis Frampton (1974).
En su retorno obsesivo al corazón del fuego, Hollis Frampton ha realizado el sueño filosófico por antonomasia. El gran anhelo heraclitiano que solo Empédocles llegó a cumplir: descender a las entrañas mismas de la materia, cuando ésta se halla en su momento preformal, incandescente y genético. Invitación a las profundidades tan hipnótica como peligrosa, porque la región-madre de las formas es, como no dejamos de ver, un lugar tan bello como brutal e inhabitable; el lugar ardiente: en mayor y eterno trastorno.
En su movimiento de aproximación obsesiva, la cámara de Frampton parece estar tanteando una vez tras otra, con agitación comprensible- con reiteración ansiosa- , la escena definitiva. Como si estuviera buscando siempre las condiciones más adecuadas que permitan su revelación; la de la fuente misma, que es la fuerza mortal del fuego.
Buscando ese centro telúrico, sacrifica por ello los propios resultados formales, fijos, conformes, cadenciosos, en favor del descubrimiento precipitado de las propias condiciones de visión. Se diría que solo quiere filmar en el punto siempre inestable y súbito de donde surgiría todo. Núcleo que, al tiempo, lo es también de la entera destrucción. La cámara, nerviosa, agitada, en conducción continua como el líquido ígneo, va, pues, a ir captando eso que su movimiento supone: la más poderosa potencia o posibilidad a la búsqueda de una forma.
Toda la película despliega, así, un cosmos en génesis, en estado de explosión continua, en dilataciones y destilados de sus límites porosos; en bombardeos, lluvias, atmósferas y chisporroteos atómicos. Formas nacientes y paisajes cósmicos, constelaciones y soles negros se despliegan prodigiosos ante nuestros ojos alternando brutalmente las escalas de ese violento universo en ignición, desde lo más ínfimo y celular a lo estelar. De la sangre, diríamos, a los gélidos desiertos de Marte. Del principio de la materia al fin.
Los estallidos, aplastamientos y golpes, las percolaciones ígneas como ríos de lava que dilatan fronteras informes y estabilidades, despliegan un ritornello un tanto operístico – casi wagneriano – de gestos, explosiones, dinamismos (mono)cromáticos, acoplamientos, corrientes y fisuras que nos muestran la extrema ductilidad, la plasticidad única e infinita de un mundo todavía vago, en destrucción y construcción perenne. Un ámbito plenamente originario y magmático donde toda impresión está destinada a desarrollarse en un apoteósico rumor de apocalipsis.
In girum imus nocte et consumimur igni. Vamos dando vueltas por la noche y somos consumidos por el fuego. Esta inigualable sentencia palindrómica podría también valer para lo que la hipnótica película de Hollis Frampton nos revela sobre la esencia de la visión y la escritura cinematográficas. Una potencia, en definitiva, a la procura ardiente de su forma.

 

Tres figuras rodeadas de un gran acrílico sobre lienzo a modo de telón. Su universo es el del conjuro y el sortilegio, la simulación, el secreto, incluso la treta: los juegos de manos barrocos en la suspensa, la acerada piel de lo visible cuando se cruza con las identidades ajenas, a menudo otras: extranjeras.

La penetración en lo desconocido, o en un sueño inconcluso: región de inédita causalidad.

En los confines del trampantojo: etapa previa a una indescifrable revelación arcana – ámbito siempre fabulado y de querencias sombrías -. Esa espera inaudita nos mantiene en vilo. Allí somos atraídos por una situación cuyo enigma podría pertenecer a un orden ritual. Una suerte de representación gnóstica, tal vez. La pervivencia incongrua de una liturgia de carácter hermético y sacrificial como la que, por ejemplo, desarrollaron los misterios órficos.

Juan Muñoz. The nature of visual illusion, 1994-1997.

Supervivencia de las imágenes,  o imágenes pese a todo:

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