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Internet para todos los públicos

Después de medio año sin una conexión decente, esta semana se presentó en mi portal un técnico de Telefónica con un paquete que contenía internet. Lo esperé abajo y cada vez que me parecía verlo llegar agitaba eufórico la mano, como esas madres que reciben a sus niños al volver de excursión dando saltos mientras aparca el autobús, que cualquier día se llevan a una por delante. Una vez identificado, subimos, y al llegar al salón me dijo que podía meter el cable por rodapié, “que es lo normal”, o dejarlo atravesando el salón. Le pregunté qué tardaba menos y me dijo que hombre, meterlo directamente de un enchufe a otro dejándolo a la intemperie, y que de la otra forma era más elegante pero costaba cuarenta euros. “Venga, luego le compro una alfombra y listo, que además no sé lo que es un rodapié y me suena a timo”.

 

Mientras él se ponía a instalar el adsl yo fumaba inquieto paseando de un lado a otro del salón, y cuando me dijo que ya estaba todo listo y que se iba, me bajé los pantalones a la altura de las rodillas y me fui corriendo a ver porno. Lo que me pasó entonces fue algo histórico. Al teclear la dirección apareció de repente en la pantalla un programa llamado Canguro.net que me advertía de que no podía acceder a la página requerida ya que era de “contenido inapropiado”. “Ahora sí”, pensé. Entré en pánico y subiéndome los pantalones me abalancé sobre la puerta, pues era probable que aquel hombre todavía no hubiese cogido el ascensor. Comprobé por el ruido que ya estaba bajando, así que pensé en saltar las escaleras a la carrera antes de darme cuenta de que lo que le iba a pedir es que me quitase el filtro del porno cinco segundos después de verlo salir por la puerta. Desistí muerto de vergüenza, incapaz de creerme aquella trampa social que se me había tendido, y regresé a casa para probar páginas y más páginas hasta que lo dejé un poco angustiado, ya que se me había metido de tal manera la paja en la cabeza que por un momento pensé que si llegaba a hacerla me iba a partir la polla en dos. Me limité a respirar hondo pensando profundamente en las compañías telefónicas y en la de cosas que podrían pasar en este país si se declarase una revolución egipcia, y tras unos minutos de concentración me fui al lío: llamar al 1004.

 

Se puso al aparato una chica que me dijo, literalmente, que no había ningún problema: me lo desactivarían en siete días. Le pregunté si me estaba tomando el pelo. Le dije que a causa de mi trabajo yo necesitaba entrar en ciertas páginas que habían sido capadas sin mi permiso. Que yo había contratado un servicio y que ese servicio no se me estaba dando, y que sólo habían pasado diez minutos desde que me instalaron el adsl y ya había tenido mi primer pollo con un contestador automático. Que era una vergüenza y que siempre lo había sido, y que no había manera humana de que fuese a dejar de serlo algún día. La chica o bien parecía entenderme o bien fingía hacerlo, pero se dio cuenta de la proporción del problema, porque a un hombre se le pueden quitar muchas cosas en la vida, pero nunca la ilusión, y a mí se me había robado la ilusión de una manera salvaje. Acabé a gritos dejándola con la palabra en la boca, a falta de algo mejor, y me fui disparado a la tienda donde había firmado el contrato. Telefónica había conseguido algo que yo siempre creí que hacía con sus clientes en sentido figurado: hincharme las pelotas, y pretendía tenerme con ellas así una semana.

 

La dependienta estuvo a la altura que esperaba, porque si algo aprendí escribiendo es que hay artículos que se hacen solos. Me vio entrar como una furia y compuso cara de tragedia, pero cuando le expliqué mi problema se le relajaron los rasgos, como si acabase de salvar el cuello, y dijo: “Ah, ¿es eso? No te preocupes por nada, hombre. Ese servicio es gratuito. Sólo te lo cobran a partir del tercer mes, y ahí ya puedes darlo de baja”. Se me congestionó el rostro, pues aquello parecía una inmensa cámara oculta, una especie de show de Truman versión hardcore, y traté de decirle con toda la educación que fui capaz de reunir que estaba muy agradecido y que no sabía si me merecía tanta generosidad, pero que había cosas que incluso con la crisis no me interesaban ni siquiera gratis, de la misma manera que ella tampoco querría que el mejor cirujano del mundo le amputase una pierna sin cobrarle nada, por mucho espectáculo que diese con el bisturí.

 

Entonces, y para mi pasmo, se rebotó.

 

-Mira, con este programa de Movistar se evita entrar en páginas de muy diversas temáticas inapropiadas y de contenido sensible, como casinos on line, pornografía…

 

-Ya, ya –la interrumpí-, ya sé lo que es eso: es internet. De hecho no sé si hay algo más, nunca entré. ¿Qué me va a prohibir también mi canguro, agregar a golfas en Facebook o ver la tele a partir de las diez mientras me canta buenas noches, hasta mañana, los lunnis y los niños nos vamos para cama?

 

Me fui de allí dando un portazo y tratando de olvidarme de aquella pesadilla, pero en casa resultó imposible. Veía la televisión, jugaba a la consola. Fumaba en la terraza pensando en lo ridículo que era todo. Tenía 32 años, barba y vivía solo, pero Telefónica me había capado el ordenador como si fuese el padre de los putos Hollister. Ni siquiera era capaz de pensar. Miraba mi pecé de arriba a abajo y me preguntaba qué era lo que yo había hecho mal en la vida para acabar teniendo allí dentro a la Supernanny. Lo único que encontré navegando fue a un pajillero pidiendo en un foro consejos para desactivar su canguro porque no le dejaba entrar en páginas de “ciencias ocultas”.

 

Finalmente, ya de madrugada, di con un chat de asistencia técnica. Empecé de octavo en la cola y aguanté tres horas mi turno. Cuando estaba a punto de caerme del sueño apareció alguien por allí preguntándome cuál era mi problema y yo le dije muy amargamente que mi ordenador me estaba censurando todo el rato, y que hasta las publicidades de los periódicos no me aparecían y no podía saber el motivo. Me pidieron que fuese probando en “cualquier web” a ver si estaba ya todo en orden, y yo le daba al F5 como si se fuese a acabar el mundo, pero me salía el canguro tantas veces que a punto estuve de pasar de todo y meneármela directamente con él. Minutos después se desactivó, según me confirmó aliviado el técnico, y lo que hice fue irme de cabeza a escribir este artículo, pues era tanta la frustración acumulada que temía eyacularla.

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