Una de las cosas que más preocupa al ciudadano medio hoy en día es la protección de su intimidad. «Es algo terrible», te dicen, «que nos puedan escuchar al teléfono, que nos lean los correos o nos miren el Facebook». Esto último es como si alguien va desnudo por la calle tocando el bombo preocupado por si lo vigilan. La sociedad sobrevalora su intimidad. No deja de ser un acto de soberbia, porque la intimidad de la mayoría no vale un pimiento. Pero parece que aquí el que más o el que menos anda conspirando contra la monarquía. Allá donde va uno escucha eso de que fulano es “muy celoso” de su intimidad, expresión favorita de los invitados de la telebasura. Hasta molesta la videovigilancia en la calle, como si la Policía no tuviese otra cosa que hacer que decirle a su pareja que usted entró o salió de este hotel, cuando además se lo va a decir cualquiera. A mí eso del control que el poder le tenga a uno es algo que me va preocupando lo justo, y quien dice el poder dice el vecino. Y aunque tampoco es que sea yo de los que va por ahí llamando la atención de los satélites de la CIA, en general me parece estupendo ser vigilado y hasta me conviene un cierto espionaje, aunque sea aleatorio, porque cuando nadie sabe lo que estoy haciendo me pongo siempre muy nervioso, y acabo echándome al mal.