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Intrusos en el sueño. Sobre los Cazadores en la nieve de P. Bruegel


 

«Here he lies where he longed to be,


Home is the sailor, home from sea,


And the hunter home from the hill.»
R.L. Stevenson

O neige lumineuse au travers de notre âme!
E. Verhaeren

¿Por qué no se ve ni un solo rostro en los Cazadores en la nieve de Pieter Bruegel? La escena, de algún modo, es como el retorno del hijo pródigo. La narración triste y consoladora que Tarkovski – quien amaba tanto este cuadro de Bruegel que lo citó en varias de sus películas en momentos especialmente reveladores- representó en Solaris, en ese caso bajo el amparo de Rembrandt. Aquí, unos hombres vuelven del monte casi sin premio – apenas una pieza a cuestas-. Están rendidos, ateridos, exhaustos; hundidos como sus animales en la nieve blanda. Son tres siluetas cansadas y oscuras, mohínas, anónimas. Retornan del territorio hostil del silencio y las presencias furtivas al bullicioso hogar, quizás; todavía asediado y sepultado por el hielo. Podría ser que ahora, al fin, la blancura de la nieve fuese la claridad de la madre y la leche en el vaso, como en una escena del director ruso.

La condición de los cazadores que están entrando, por decir así, en plano, a punto de volver a tocar con los dedos la felicidad de la vida cotidiana que ya avizoran, nos abre, sin embargo, a la cuestión de la ausencia. Todo el cuadro es su recuerdo y todavía su presente. Desde luego, ellos son y vienen del invierno como pérdida: de la luz, del día, del calor, del alimento y de la esperanza; del conjunto de las cosas visibles, que en él se pierden. Pues el invierno es la carencia y la noche. O la muerte, experiencia de la negación y de acoso. Y la nieve, entonces, vendría a ser como el sudario. Ella nos proyecta en otro mundo, al otro mundo, lo otro mudo del mundo como un ámbito invisible pero que, de algún modo incógnito ha de preceder, tiene que proceder, a un alumbramiento: el que allí se les ofrece a los cazadores, nada más bajar la colina. ¿No es, acaso, la imagen del hielo la más literaria representación del infierno? En él, nos dice Milton en su Paraíso perdido, “el aire seco quema gélido, y el frío obra como el fuego”. Milton situó el infierno en el norte: tierra de hielos perpetuos, de vendavales y granizo. Pero ya Dante sabía que el verdadero infierno solo puede ser el de frío y hielo.

El cuadro está, pues, en ese punto crítico y ambiguo, entre la inminencia de la reconciliación y lo más desvalido. Frágil instante inseguro, tan incierto como el gesto de un caminante sobre una lámina de hielo en un lago que cubre un abismo. En ella, sin embargo, se puede jugar, patinar y hasta pescar. Pero ahora, por ahora, ese blanco de la nieve ha cubierto con su no significancia el mundo. Delimita, más que nada, la apertura a un no saber; al momento en que nada se distingue, excepto la apertura misma. “No hay cielo ni tierra / solo nieve incesante”, nos dice un Haikú. Por eso todo se halla ahí como en el alba- y en el alma- del mundo. ¿Es esa la razón de que la nieve luminosa de este paisaje nos recuerde a lo que en cine se llama una noche americana?: luminosidad de una transparencia diáfana, gris blanquecino de un mundo sin sombras, resplandor gélido como de un cristal de sueño que es atravesado por el vuelo fulgurante e inolvidable de una urraca. Ese instante no es propiamente de este mundo. Es una congelación de ensueño, o un espejismo, como un paisaje encerrado en una de esas bolas de nieve de cristal. Sin embargo, ha de ser por algo que se dice que el sueño es más profundo cuando el suelo está cubierto de nieve.

Lo otro de la fascinación – ha escrito Pascal Quignard- es lo perdido: es la falta de indicios de la primavera en el ambiente, la ausencia de la constelación de astros en el cielo invernal, la carencia comprobada del signo en lo visible. Y, por tanto, su espera, en medio de la añoranza. En ese intervalo crece el deseo, él es el fruto de esa retirada de señales del cielo: de-siderium. Lo que el cuadro expresa, entonces, es el momento extático de pérdida que se da en el más crudo invierno. Y cómo el pueblo que ya se otea, con su calor y sus fuegos de hogar, se dispone, ante los ojos de los cazadores que han sufrido la intemperie, en tanto que lugar de la salvación. El principio mismo de la vida. Lo que el deseo, en fin, anhela y acecha: vislumbra. Es como si la pintura nos susurrase: he ahí el secreto del universo mítico correspondiente a la renovación anual, sideral, de la vida de los animales y de los hombres que los cazan y de los perros que los persiguen.

Habría que decir, por tanto, que este cuadro – que forma parte, como sabemos, de un ciclo de los acontecimientos decisivos repartidos en diferentes momentos del año- también nos conduce, por oposición, a la promesa del alumbramiento del mundo. A una renovación deseada, ensoñada. Lo que habrá de recomenzar: la vida o la generación de vida que se tiene que producir tras el invierno. La Primavera significaría, en este contexto de sentido, el adiós definitivo a la blancura de (la) muerte: el primer tiempo del tiempo, el primum tempus en el circuito de las estaciones, del año, de los astros. Pero aquí tenemos, por el contrario, la prueba invernal que estos cazadores sin duda han sufrido en la forma de la experiencia del frío y del hambre. Ella supone también el aprendizaje impío de la inconsistencia de todas las cosas. Porque lo invernal comprende – cómo no pensarlo a la manera de Tarkovski- cierta melancólica despedida del mundo. Una melancolía, sin embargo, no exenta de jovialidad, por el logro mismo de lo cotidiano. Es esto también lo que el cuadro manifiesta, igual que un amante de la estación fría del año como Goethe, por ejemplo: “Es realmente bello. La niebla se pliega en leves nubes de nieve, el sol las atraviesa con su mirada, y la nieve cubriéndolo todo crea de nuevo una sensación de alegría.”

Alguien dijo que el fondo de la belleza es el adiós. Este cuadro parece confirmarlo doblemente. De hecho, no podemos dejar de pensar, como decimos, que encarna el anuncio de que, algún día, se dirá también adiós a todo eso. De que la nieve, magma lactescente, niega la tierra para que ésta se pueda afirmar mejor, más fértil, más negra y poderosa. Muerte que encierra un germen que luego, en verano, crecerá como el trigo esplendoroso que aparece en algunas pinturas de este ciclo de las estaciones, como La Siega del heno, o como La cosecha, tan parecida estructuralmente a Los cazadores en la nieve.

Pieter Bruegel, La cosecha, 1565.

Y, en efecto, esa vuelta de la vida se está ya insinuando, en los juegos y los gestos y las reuniones de los aldeanos que vemos indiferentes a la llegada de los cazadores, en la lejanía. Casi se está ya preparando en los trabajos, los fuegos y pertrechos, tal el de esa mujer que cruza el puente y carga tenaz y porfiada con un inmenso hato de leña; mientras otra, bajo el puente y en el río helado conduce a una compañera en un pequeño trineo hecho con un par de maderas. Casi, pero – aún- no.

Pieter Bruegel, Cazadores en la nieve (detalle).

Es cierto. No hay mayor ambigüedad que una escena de nieve. Gilbert Durand ya notó, en este sentido, lo que él llamaba el carácter profundamente dialéctico de la nieve. La nieve como gran elemento transformador. Esto acaso se deba a que el temple esencial de la nieve se extiende a muy diversos ámbitos. Forma armónicos de lo liso, lo maternal, lo hogareño, lo albo, lo inmaculado, lo blando que remite, a menudo, a un cuerpo seguro y gozoso. No se puede olvidar, tampoco, la virtud encantatoria de la nieve y el frío, con sus ángeles y leyendas. Y es que, en el universo del invierno, el pensamiento se recoge y se vuelve en buena medida angélico, puro y alelado o alejado de las exuberancias carnales del verano. Pero también anuncia lo obsesivo, el frío invasor, lo asediante, lo salvaje o agreste que necesita de la piel o el sebo. Aquello que dura a veces de manera interminable. O el obstáculo que, hostil como un gélido espejo de acero, detiene y sorprende al pensamiento. Bruegel lo sabe y nos sitúa, ante todo esto, sinestésicamente, por medio de un sutil mecanismo psico-sensorial. Dispone una experiencia fenomenológica, que se diría íntima y, al tiempo, cósmica. Como dice el poeta simbolista: la nieve luminosa atraviesa nuestra alma. Y es que la nieve – ha señalado también Gilbert Durand- participa en todo el pensamiento galáctico, aunque solo sea en nuestro inconsciente, que rememora la blancura originaria de la Vía Láctea, la nebulosa primitiva y el nevar continuo de millares de estrellas blancas en el modo de una cosmogonía elemental.

Parece evidente, por ejemplo, que el cuadro despliega una condición visual y a la vez sonora: la escena, bastante variada y cargada de pequeños avatares cotidianos, contiene, en la lejanía y como una campana, su propio silencio agitado. Bruegel hace un uso muy personal de este amortiguamiento sonoro. Lo vuelve materia poética y construye a partir de él una suerte de trampolín metafísico. La mirada observa austera, resignada, en soledad, en la distancia y con cierta melancolía el triunfo del manto negador frente al cual, sin embargo, la vida, aunque mínima, no desfallece y se activa. El campo de nieve es alcanzado por la vista como un símbolo del ser. Representa la exterioridad pura, la espacialidad radical. Su indiferenciación, su monotonía y su blancura manifiestan la desnudez absoluta de la sustancia. Su inmovilidad sólida expresa – sartreanamente– la permanencia y la resistencia objetiva del en-sí, su opacidad e impermeabilidad.

El blanco y el brillo etéreo de la luz de la nieve parecen actuar, además, como frontera porosa de lo humano y lo espiritual. Esa luminosidad tan blanca, demasiado blanca, toma un aspecto de eternidad. Pero es que la blancura desarrolla, a su vez, muy distintas posibilidades y significaciones: inmaculada, invasora, manchada con huellas, crispada en los montes del fondo; también manto y mortaja, blanca ceniza, cristal sólido y quebradizo como rama afligida o superficie frágil pero deslizante. Algodón en rama que sofoca los ruidos vulgares del universo. Cruel pespunte que se agarra a la escuálida rama para mejor contraste del áspero cuervo vigilante. Puro desierto de blancura superlativa que borra las marcas de una tierra encantada y la funde en un lugar sin rostro y sin voz, como el de los cazadores.

Y, asimismo, la nieve está ligada a un proceso táctil. A la tensión calma pero inclemente, en cierto modo abrasadora – gélido fuego de Milton-, de una terca y mortal serenidad. Aunque también a la laxitud de la dulzura y la parsimonia. Es frío hostil, y pura inmanencia exhausta, cansancio, derrota, fracaso a la espera de una conversión: la primavera que tal vez llegue o tal vez no. Desde luego, el cuadro tiene esa atmósfera elegíaca e inexorable que casa tan bien con el epitafio de Stevenson. Porque en la poética de la nieve no dejan nunca de resonar tonos de apocalipsis. Y aquí sentimos como si viésemos apenas un fragmento de la vida dura que transcurre y persiste a la espera de esa tempestad final que nos borrará a todos.

En el fondo, de esta escena silenciosa podría decirse lo que Elie Faure comentó de la serenidad griega – tan atribulada-: “solo es aparente y expresa la reacción de una energía continuamente dirigida a remontar el horror de las convulsiones y de las guerras que asolan las ciudades.” Y, de hecho, así es: ese pueblo – o uno equivalente o muy parecido- donde ahora los cazadores esperan al fin su descanso, se convertirá en el escenario dramático y sangriento, en otro momento igualmente nevoso, de una escena terrible: La matanza de los inocentes.

Pieter Bruegel el Viejo, La matanza de los Inocentes, 1565-1567. Copia de Pieter Bruegel el Joven.

De la misma manera que los cuervos posados en las ramas secas recuerdan a un cuadro de humor ciertamente siniestro como La urraca sobre el cadalso, donde se nos sugiere lo que en El triunfo de la Muerte está explícito: los hombres que cuelgan de los árboles y de las horcas se convertirán en carroña para los pájaros. Y también, especialmente, al hermoso pero inquietante Paisaje invernal con patinadores y trampa para pájaros, del mismo año, al parecer, que el cuadro que comentamos.


Pieter Bruegel el Viejo, Paisaje con patinadores y trampa para pájaros, 1565,

Nieve, pájaros negros que escrutan impávidos los afanes cotidianos de los hombres, trampas y precariedad. Signos funestos. No puede decirse que Bruegel no sea consciente de esta destrucción que amenaza y, aún más, gobierna el orbe. De hecho, sabemos que es su tema preferido, de la Torre de Babel al Triunfo de la muerte, La caída de los ángeles rebeldes o La conducción de Cristo al Calvario. El desorden, el caos y la aniquilación asolan sin descanso el mundo y el trasmundo, de eso no hay duda. Los efectos de la realidad no son más que matanzas, y ante ello el pintor no puede dejar de transmitir su propio sentimiento de inseguridad. Una vulnerabilidad y una profunda angustia de quien sabe que basta un momento de relajo para que todo quede sepultado bajo la nieve y el polvo, por si no fuera suficiente con las guerras, las enfermedades y la peste.

De ahí que una disposición parecida a la de nuestro cuadro, de líneas descendentes en medio de un paisaje impasible a la circunstancia humana, nos dibuje de continuo en su repertorio iconográfico escenas sombrías, desmoralizadoras y penosas, a menudo teñidas de sarcasmo: la Caída de Ìcaro, por caso, o el precipitarse de los cuerpos que, en la Parábola de los ciegos, ahora se aproximan no al lugar natal sino fatal. Ciertamente, en estos seis desgraciados perece la humanidad, como en el Triunfo de la muerte; incapaces, como se hallan, de asumir lo que les da ser: la mirada. Ninguno acierta a saber el camino de la vida. Lo mismo, aunque en un sentido inverso, que nosotros no podemos ver los rostros de los cazadores que están de espaldas en el cuadro que contemplamos, junto con los cuervos. Semblantes de mirar perdido, entonces, como de un pensamiento errático que se hunde al caminar en una blancura demasiado ofuscante. Ceguera, diríamos, de glaciar. Porque el destino siempre es ciego. Y aciago, como los propios pájaros no dejan, constantemente, de revelar.

Pieter Bruegel, Parábola de los ciegos, 1568.

Altiva e imperturbable mirada de pájaro de mal agüero, efectivamente, es lo que el cuadro, de un modo algo elusivo, dispone para nosotros. Pero es claro el deslizamiento visual desde la cumbre de la colina que traza la presencia de los animales posados en los árboles. Con la ubicación sucesiva de los cuervos, desde el promontorio al fondo del valle donde crepita minúscula vida, luego los propios troncos y finalmente esa majestuosa y sorprendente urraca en vuelo. Mirada que se alza y penetra en zigzagueos a semejanza de las estampas japonesas de la pintura Ukiyo-e: imágenes de un mundo flotante. Por efímero, fugaz, transitorio (esto es lo que significa, precisamente, la expresión Ukiyo). Escenas tantas veces rodeadas de brumas y de nieves que alcanzan, por esa misma indefinición, un enorme poder de evocación y sustancia. Sabemos, por lo demás, que en la tradición Ukiyo-e no se trata tanto de copiar la realidad cuanto de formular sensaciones que la intensifican: la fuerza de los vientos, por ejemplo, que doblegan los árboles, o el anegamiento de la naturaleza por las aguas de una tormenta cuyos negros nubarrones han invadido gran parte del espacio plástico.

 

Utagawa Hiroshige, El puente Ōhashi en Atake bajo una lluvia repentina, 1857.

Lo real es, así, la asistencia armónica de fuerzas opuestas, tal como sucede en los Cazadores en la nieve. El sueño de una naturaleza grande que crece y respira precisamente en un dinamismo aglutinador de contrarios. Puede que sea este en concreto el sentido final de todo el ciclo de estas pinturas de Bruegel. Y, de todos los cuadros de la serie, esta idea se halla especialmente presente en uno de los más portentosos, el dedicado al otoño:

Pieter Bruegel el Viejo, La vuelta del ganado (otoño), 1565.

Esta pintura asombrosa nos confirma que, en Bruegel, como en la tradición plástica oriental, cada pequeño detalle de vida parece tener su lugar en el mundo, con un sentido casi confuciano de lo que la misma existencia tendría que ser. Por eso el diálogo característico entre actividad o movimiento y la fijeza obstinada que las montañas blancas o el hielo nos traen, en nuestro cuadro. O entre el bullicio de la pequeña actividad de los hombres y el silencio grandioso de la naturaleza. Armonía frágil y tensa que nos enfrenta con cuestiones más profundas, como las de las fuerzas que mueven las apariencias, o aquello que, en verdad, dinamiza al universo y sobrepasa la propia fuerza humana. Incluso los arbustos ralos, afilados y desmochados por el frío y rodeados como de vapor envolvente y difuso que vemos en los primeros planos de la escena nevada parecen elementos de una pintura extremo-oriental. Y hasta podría intuirse que, en cierto modo, las figuras de los cazadores y los perros proyectados en el blanco de la nieve no dejan de tener la sencilla silueta de unas sombras chinescas.

 

Pieter Bruegel, Cazadores en la nieve (detalle).

Se diría que, en el pintor de Flandes, la representación de la naturaleza, igual que en la pintura de paisaje en la vieja China de la dinastía Song, funciona como un refugio contra la anarquía y la crueldad de los hombres. Y que, cuando el mundo se colapsa, uno desearía estar en cualquier otro lugar, ser otro y respirar en paz. Habitar en un ámbito cotidiano de belleza y silencio alejado de la crueldad y las turbulencias sangrientas de la historia. Tal vez por eso existe en la pintura el género del paisaje. Como un antídoto contra la destrucción. O una propuesta desesperada de armonía entre la actividad humana y la naturaleza. El sueño, en definitiva, de una reconciliación. De un mundo mejor, un primum tempus. Y la belleza, entonces, como promesa de felicidad stendhaliana.

Coda

Ya se habrá notado que hay algo cinematográfico, como de un plano-secuencia, en la disposición visual de la pintura. Estos cazadores entran en cuadro para acceder a un universo que se abre, sorprendente, ante ellos. El pueblo surge como una paulatina aparición de ensueño, un espejismo utópico que va creciendo en medio de la negación y la hostilidad del invierno. Podría llamarse Brigadoon, como la película de Vincente Minnelli de 1954. Brigadoon es una pequeña aldea escocesa, víctima de un encantamiento que mantiene dormidos a sus habitantes durante un siglo. Cumplido este plazo, se despiertan y vuelven a la vida, pero solo por un día. De esta forma, la aldea se preserva de la corrupción y maldad exterior y mantiene su encanto y armonía original. Dos turistas americanos (Gene Kelly y Van Johnson) van a parar, perdidos tras una jornada de caza, a Brigadoon, justo el día en que el pueblo despierta, y se quedan maravillados de la magia y el misterio que lo envuelve.

Brigadoon es, pues, una ucronía y una utopía: un tiempo y un lugar ajeno a la realidad; más manifestación íntima que soporte para la acción. Por ello, su fotografía ofrece un tono de ensueño artificial, de pigmentación bucólica que posibilita el salto a otra visualidad. Una dimensión de evidente encantamiento que, a la vez, nos induce a percibir lo que entendemos por real como algo de carácter dudoso. En un momento del film, uno de los personajes declara: «Todo el mundo anhela encontrar su Brigadoon pero pocos lo encuentran».

En cierta forma, estos cazadores en la nieve lo han encontrado. Ellos son, también, como intrusos en el sueño. El sueño que es de Bruegel y ahora también nuestro. Ellos son nosotros, que, como todos los soñadores, no tenemos rostro. Sueño de un mundo al fin salvado, justo en medio de la aniquilación. Aún más: puede decirse que el propio carácter negativo del medio ha generado la ensoñación. Que ahora se ha convertido, quizás, en privilegiado soporte para una actividad posible: para la acción dentro de ese propio mundo hostil. Pues, como se afirma también en algún momento de Brigadoon: «A veces aquello que sueñas es más real que todo lo que hay a tu alrededor. Y eso tiene una explicación lógica. ¿Por qué la gente tiene que perder las cosas para descubrir lo que realmente significan?»

 

 

 

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