Claro que la memoria inventa. No existe nada más falso que aquella frase tan afectada y que a veces a los peruanos nos sale de improviso, desde los recovecos de nuestra imperfecta memoria: «Recuerdo clarito…»
Por ejemplo: recuerdo que mis hermanos y yo, muy pequeños, nos escabullíamos desde la cocina en Lima, con la complacencia de Adriana, la empleada del hogar, y tirábamos nuestra leche con avena entre los helechos del jardín. Recuerdo el líquido blanco y espeso, grumoso, cayendo hacia la tierra negra desde nuestros vasos de plástico ─el mío verde, amarillo el de mi hermano─ decorados con las figuras en relieve de un grupo de borrachos departiendo en un bar. Estoy seguro de que si me encontrara hoy con Adriana, ella me daría otros detalles. Tal vez me diría que ella nunca nos vio. No me sorprendería si ella me dijera que yo me tomaba la avena de un sorbo, que jamás protesté.
Recuerdo la tarde en que me asaltaron regresando del colegio. Llevaba una calculadora en el bolsillo de la camisa blanca. El criminal se acercó, me empezó a preguntar una dirección y me dijo todo lo que había sufrido en la cárcel: me enseñó las cicatrices que llevaba zurcidas en su estómago y mencionó la pistola que cargaba en el bolsillo. Si tuviera ocasión de encontrarlo, si tal vez lo invitara a tomarnos una cerveza para demostrarle que no le tengo rencor (que su robo no afectó para nada mi ya malísima disposición contra los números); estoy seguro que el hombre me diría que así no fue, que jamás dijo nada de una pistola, que nunca me enseñó la cicatriz, que era él quien se moría de miedo; que «recuerda clarito» que yo era el que estaba a punto de gritar y denunciarlo pero que yo, tal vez por cortesía, acepté dejarme robar.
Puedo recordar la tarde en que –con engaños– uno de mis amigos me llevó hasta la parte de atrás de un grifo, subimos las escaleras de un edificio y nos abrió la puerta un grupo de mujeres gordas y feas a quienes yo estaba supuesto de pagar para hacer el amor. Recuerdo que me dio asco, que dije que lo sentía y que no estaba dispuesto a acostarme con ellas; que empecé a descender las escaleras hacia la calle mientras este buen amigo me seguía, repitiéndome que no estaban tan feas, que él iba a pagar toda la operación, que lo hiciera por él que necesitaba un polvo con desesperación. Y si pudiera conversar hoy con este amigo; con seguridad que me corregiría varios detalles. Tal vez me diria que fui yo quien lo llevé, que «recuerda clarito» que fui yo quien ofreció pagar por el servicio; que fui yo quien lo siguió por las escaleras mientras él se retiraba con asco.
Ayer leí un ensayo sobre la crónica donde se afirmaba que la mayor tragedia del cronista moderno es el grado de dependencia de la escasa memoria del lector. Leemos y vemos tantas cosas que lo único que nos llevamos de un texto largo son un par de imágenes, con suerte unas líneas. Como en este caso: yo creo que he escrito una reflexión sobre las trampas del olvido, sin embargo el lector se llevará de su lectura unas imágenes desapasionadas sobre la avena, sobre unas putas limeñas, sobre una vieja calculadora. Nada puede hacer el autor contra la desapasionada memoria del lector.
La misma concepción de esta entrada confirma aquella teoría: Recuerdo con claridad que hace poco menos de una hora me iba a sentar a escribir sobre otro tema. De un momento a otro pensé en Nabokov, un texto que ya había escrito sobre mi adolescencia en Lima; lo conecté con mi lectura acerca de la crónica y de pronto estas memorias que han leído aparecieron al vuelo: todas sin editar, todas tremendas mentirosas.