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Irak, bajo el eco de una nueva guerra civil con una Constitución sectaria y refugiados en su propio país

 

Son muchos los que hoy recuerdan en Irak las palabras del entonces presidente estadounidense George W. Bush en las que auguraba que el país se transformaría en la mejor democracia de Oriente Medio. Una década después de la intervención para derrocar a Sadam Husein el propósito norteamericano no sólo ha fracasado sino que ha convertido Irak en un estado fallido que pone en riesgo el frágil equilibrio de Oriente Medio. El colapso, evidente tras la proclamación por parte del Estado Islámico (IS, por sus siglas en inglés) de un califato en el tercio noroeste del país, viene incitado por las políticas sectarias de las dos legislaturas del chií Nuri al-Maliki y los débiles cimientos de un Estado que podría terminar dividido en tres: el norte con la creación del anhelado Kurdistán, el sur bajo el dominio del gobierno central y el noroeste regido por el Estado Islámico.

 

Lejos queda el tiempo en el que bajo el tiránico baathismo de Husein Irak llegó a ser el país con mejores índices de desarrollo en Oriente Medio y referencia en derechos de la mujer y libertades de culto. A pesar de haber alcanzado los niveles de exportación de crudo anteriores a las guerras del Golfo, el actual Irak es un país sin un poder central capaz de imponer la Ley y mejorar las condiciones de vida de sus ciudadanos. Numerosas organizaciones no gubernamentales han denunciado la constante violación de los derechos humanos por parte del Ejecutivo, especialmente entre la comunidad suní. Desde que arrancó la segunda legislatura de Maliki las voces discordantes han proliferado desde todos los flancos: asociaciones civiles, suníes, kurdos y los propios chiíes. Cada grupo ha criticado el sectarismo político y responsabilizan a Maliki de la actual situación. A pesar de ello obtuvo la mayoría de votos en las elecciones celebradas el pasado mes de abril y su partido, con importantes deserciones en las últimas semanas, está buscando posibles alianzas para su tercer mandato pese al ambiente bélico que envuelve el país.  

 

Los acontecimientos de la última semana han redecorado el mapa iraquí. Maliki ha perdido sus apoyos para su deseado nuevo mandato. El nuevo presidente iraquí, el kurdo Fuad Masum, ha propuesto al actual vicepresidente parlamentario, Haider al-Abadi, la formación de un gobierno de unidad que incluya el componente étnico iraquí y evite el tercer mandato de Maliki. Irán, el que fuera principal aliado del ahora exprimer ministro, ha felicitado al-Abadi por su nominación y se une a la idea más extendida para la estabilidad: un Irak sin Maliki. Tras ser depuesto, la respuesta del exprimer ministro no se hizo esperar y, tras tildar la medida de anticonstitucional, sus colaboradores al frente de la Fuerzas Especiales se desplegaron en puntos claves de la capital. Una imagen alarmante que hacía presagiar un nuevo foco de división hasta que Maliki, a través de un comunicado, pidió a las fuerzas armadas mantenerse al margen para solventar esta cuestión con el pueblo y la Justicia. 

 

Si tras las comicios era evidente que formar un gobierno sería complicado –el anterior tardó más de ocho meses en constituirse–, los sucesos acaecidos en junio complican más la ansiada estabilidad política y recuerdan a los hechos que desembocaron en la guerra civil iniciada en 2006. En una operación relámpago, el IS se hizo con el control parcial de las provincias de Nínive, Kirkuk, Salahadin y Diyala. Los radicales se han situado a menos de 100 kilómetros de Bagdad y, a pesar del esfuerzo del Ejecutivo central, Tikrit, ciudad natal de Husein, sigue bajo la bandera negra del IS. La reacción de la minoría chií no se hizo esperar: los principales líderes religiosos, el gran ayatolá Ali al-Sistani, y Muqtar al-Sader, cuya milicia, conocida como el Ejército de Mahdi, fue actor principal en la guerra civil que se libró entre 2006 y 2008, anunciaron la creación de milicias para combatir al IS, aunque insistieron en que Maliki debía abandonar el poder por la mala gestión del país. Los kurdos, cuyas fuerzas militares no intervinieron ante el avance del IS por los problemas con Maliki, aprovecharon para imponer su dominio –o evitar que cayera en manos del IS, como alegan– sobre parte de los territorios en disputa y hacerse con el control de su histórica capital, Kirkuk.

 

Hace tiempo que los débiles cimientos de Irak anuncian la segunda guerra sectaria en menos de una década. En 2014, los datos de muertes recogidos por Iraq Body Count indican que en los siete meses de este año han muerto por causa no natural las mismas personas que en 2013. Si la progresión sigue estable estaremos ante el tercer año más sangriento tras la intervención de Estados Unidos y en cifras parejas a las de la guerra civil, y sectaria, vivida entre 2006 y 2008. La mecha del actual polvorín iraquí se encendió en Anbar a finales de diciembre. La brutal detención del líder suní Ahmed al-Alwani, en la que fallecieron tres de sus guardaespaldas y dos de sus hermanos, provocó protestas en toda la región de Anbar, principalmente en las ciudades de Ramadi y Faluya. Tras este episodio, el Estado Islámico aprovechó la coyuntura para controlar la región. Desde entonces su interpretación radical del Corán ha cobrado relevancia en todo el oeste del país, de norte a sur, y la población, privada de sus libertades, se ha visto obligada a elegir entre Maliki y el IS. Los avances al-Baghdadi, esta vez hacia la KRG, han provocado que Estados Unidos intervenga por primera vez en el conflicto iraquí desde su salida en 2011. De momento, han bombardeando al IS para proteger las zonas de interés (ciudadanos e instalaciones) de la administración Obama, entregado armas a la KRG y maniobrado en Bagdad para que Maliki salga del gobierno.

 

Desde un primer momento Maliki ha querido mostrar lo que ocurre en Irak como un asunto ligado al terrorismo, cuando la realidad esconde una situación mucho más compleja: exclusión, represión –como sucedió en la pacífica manifestación de Hawija y durante la primavera iraquí– y falta de oportunidades para la comunidad suní. La mecha de la guerra es corta y parece arder con rapidez desde que Mosul, la segunda ciudad del país, cayese en manos del IS. Ante este avance del autoproclamado califa Abu Bakr al-Baghdadi cada grupo parece decidido a salvar su parcela de poder en un Irak descompuesto y que actúa como satélite de los intereses iraníes. 

 


¿Qué pretende cada grupo?

 

Los chiíes representan cerca del 60% de la población. Son seguidores del profeta Alí y fueron reprimidos durante el régimen suní de Sadam Husein. Tras la caída del líder del Baaz y del gobierno de transición asumieron el control del país bajo el influjo iraní en la persona de Maliki. Principalmente habitan en el sur del país y tienen sus centros de poder en las ciudades santas de Kerbala y Najaf. Las tres fuerzas más votadas en las pasadas elecciones parlamentarias fueron encabezadas por chiíes. La primera, Dawa, de Maliki, obtuvo 94 escaños. Los clérigos Mqtada al-Sader y Ammar al-Hakim dirigen la segunda (33 escaños) y tercera fuerza (29 escaños), respectivamente. Ambos portan el turbante negro de los descendientes de Mahoma, fueron aliados de Maliki y ahora se oponen a su tercera legislatura al frente de Irak.

 

Las regiones chiíes han vivido una etapa de relativa calma dentro del caos iraquí. Apenas se han registrado atentados en sus regiones –sí en sus barriadas de Bagdad– y sólo los últimos avances del IS han provocado una reacción armada. Tras la caída de Mosul, el gran Ayatolá Ali al-Sistani pidió a sus seguidores que retomasen las armas para luchar contra el infiel, el IS. En los últimos años, al-Sistani ha cobrado protagonismo por su moderación y es una de las figuras más respetadas de Irak por, entre otras acciones, rechazar el proyecto de ley Jaafari, que permitiría a los chiíes impartir justicia basándose en la religión.

 

A los pocos días de la llamada de al-Sistani, las milicias chiíes se reactivaron, entre ellas el Ejército de Mahdi del clérigo Muqtada al-Sader, célebre por su feroz oposición a la intervención americana. Las milicias de Sader, heredero de una importante familia religiosa –su padre fue ejecutado por Husein–, exhibieron su fuerza en Bagdad en una escena que recordó a la cruel reacción de los chiíes tras el ataque contra la mezquita al-Askari en 2006. La arremetida de al-Qaeda a esta construcción sagrada para el chiísmo provocó entonces una oleada de represión étnica en la que suníes ajenos a organizaciones radicales fueron agredidos en una espiral bélica que desembocó en la guerra civil. La situación ha vuelto a reproducirse casi una década después y a finales de julio de 2014 al menos 15 suníes sin relación aparente con el IS fueron ahorcados en Baquba por milicianos chiíes sin que las autoridades interviniesen, según informaciones de la agencia Reuters.

 

Los suníes han sido los grandes perjudicados desde la intervención de Estados Unidos. Aupados al poder por Husein, hoy son reprimidos. Diferentes organizaciones de derechos humanos han denunciado detenciones sin pruebas, torturas y presión a las familias. Desde la caída del sátrapa, las diferentes administraciones iraquíes no han sabido integrar a la comunidad suní –el 20% de la población–, desplazándola incluso del Ejército, uno de los estratos en donde históricamente han estado fuertemente integrados. Así, los líderes tribales que ayudaron a eliminar la amenaza terrorista durante la guerra civil han vuelto la espalda a Maliki en el actual conflicto con el IS al ver que sus conciudadanos no encuentran salida en este laberinto sectario. Los conocidos como Awakening Councils (Consejos del Despertar) contaron con cerca de 50.000 hombres a los que prometieron reintegrar de forma progresiva en la estructura estatal de seguridad. Maliki, temeroso por una posible deriva sectaria en sus fuerzas, no cumplió lo establecido y relegó a esa importante parte de la sociedad al ostracismo.

 

Restaurar esta relación con los líderes tribales de los Consejos del Despertar parece hoy muy difícil, más aún si Maliki recuperase el control perdido esta semana. La falta de confianza es mutua, mientras la influencia del IS crece en el triángulo suní sin que el Parlamento sepa qué camino tomar. Desde la llegada de Maliki al poder los políticos suníes han sido acosados por una dura ley antiterrorista. El caso más llamativo es el del ex vicepresidente Tarik al-Hashemi, exiliado en Turquía tras varias condenas de muerte por terrorismo. La nueva remesa de líderes suníes ha desbancado al candidato moderado Allawi y su lista al-Iraqiya. En las últimas elecciones, esta lista, que fue la más votada en comicios precedentes, se ha dividido en varios bloques suníes. El ex portavoz parlamentario Osama al-Nujaifi se convirtió en el responsable suní más votado y representante de la indignación en Bagdad.

 

Los kurdos han vuelto a obtener beneficio en las turbulentas aguas de Irak. Ellos han sido los grandes vencedores tras la caída de Husein y, ante el avance del IS, han conseguido la última pieza para convertirse en un potente estado petrolífero. La región de Kirkuk podría albergar el 5% de las reservas mundiales de crudo y los Peshmerga (ejército kurdo) han defendido las posiciones que consideran tradicionalmente suyas tras la retirada del Ejército iraquí. Así, se han hecho con parte de los territorios en disputa, que, según recoge la Constitución, deberían haber escogido en referéndum entre unirse a la KRG o mantenerse dentro de las cuatro regiones afectadas. Los problemas dentro del Parlamento, unido al complejo retorno de los desplazados por la política de arabización de Husein, han provocado que este referéndum se haya aplazado sine die dejando sin solución el conflicto. La desbandada del ejército iraquí ante el levantamiento radical ha cambiado el panorama. Masud Barzani, el líder kurdo del Partido Democrático del Kurdistán (PDK), ha anunciado que no piensa devolver estos territorios que considera históricamente kurdos. El líder de la minoría kurda aseguró haber avisado a Maliki del avance del IS en Mosul e insistió en que fue el primer ministro quien rechazó la ayuda militar kurda. Las posiciones están tan alejadas que Barzani, al igual que muchos líderes en Irak, ha declarado que el nuevo gobierno iraquí no puede volver a tener a Maliki como líder. Asimismo, en un órdago que pone en jaque la estabilidad territorial del Estado, anunció que la independencia kurda se debatirá en el Parlamento de Erbil, capital de la región autónoma kurda.

 

No es la primera vez que Barzani habla de independencia, pero sí la primera en la que decide trasladar a su Parlamento esta propuesta. Con anterioridad, en varias ocasiones, se había referido a la creación de un Irak confederado. Un informe del espionaje estadouidense indicó hace más de un año que antes de 2030 existiría un país llamado Kurdistán. Las dificultades que los kurdos encuentran en Turquía, Siria e Irán convierten al proyecto de Barzani en la mayor esperanza para que este pueblo, el mayor del mundo sin estado, consiga por fin su anhelado país tras el fugaz experimento de la República de Mahabad. Líderes internacionales, como el israelí Benjamin Netanyahu, han dado ya la bienvenida al estado kurdo a la espera de que Estados Unidos, hasta ahora contrario a su proclamación –así como a los acuerdos energéticos que el Gobierno kurdo suscribe sin el respaldado del Ejecutivo central–, defina su posición.

 

Desde hace años los kurdos han desarrollado una política de acercamiento a sus vecinos y alejamiento de Bagdad. El mayor logro ha sido entablar unas excelentes relaciones con Turquía. El propio Erdogan reconoció junto a Barzani y el artista kurdo Sivan Perwer (hoy elemento de propaganda del PDK, estuvo casi 30 años sin poder pisar Turquía) que existe la nación kurda. Turquía es el principal socio comercial de la KRG. Desde que la KRG anunciase que iba a exportar crudo a Turquía sin pasar por la estructura central iraquí las relaciones con el Gobierno central están rotas, mientras ambas partes se acusan de no cumplir la Constitución. La ambigüedad de la Carta Magna iraquí, que concede un poder de decisión mayor a la región que al gobierno central, incluye razones que amparan las posturas de ambos mandatarios. La inestabilidad del marco legal se traduce en conflictos palmarios como el reparto del presupuesto regional, que Bagdad se niega a transferir en su totalidad a la KRG, o los territorios en disputa.

 

En el intrincado equilibrio de poder entre los distintos grupos kurdos, Barzani debe lidiar con las malas relaciones con el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), asentado en las montañas Qandil. Los problemas entre el PKK y el PDK en Siria y en el propio Irak, con redadas a las asociaciones afines al grupo dirigido por Abdullah Öcalan, han incrementado las tensiones. La visión tradicional de Barzani choca con el marxismo ideológico del PKK. Sus opuestos intereses –Barzani ve a Turquía como gran aliado mientras el PKK sufre sus ataques– pueden tener en el IS una línea de entendimiento que mejore los tradicionales problemas. Por el momento, fuerzas del PKK están ayudando a los Peshmerga en la zona yazidí de Sinjar.

 

Los kurdos son una nación milenaria. Siempre bajo el yugo de otra potencia superior, no han conocido su estado más allá de la efímera República de Mahabad. Su lengua señala la influencia iraní y siempre recordarán a Salahadin, líder ayubí de origen kurdo, como el hombre que pudo constituir un estado kurdo durante el ocaso abasí. Más tarde llegaría la que ellos llaman la traición occidental: el Tratado de Lausana, que invalidó Sevres y negó a los kurdos su tierra tras la desmembración del Imperio Otomano. Desde entonces la palabra represión siempre ha acompañado a los kurdos en los cuatro países en donde habitan: Turquía, Siria, Irak e Irán. La brutal campaña de Anfal organizada por Ali el químico bajo el mandato de Husein y el cambio de rumbo de Estados Unidos que fraguó la caída del sátrapa fue gestando la creación de la actual región autónoma del norte, convertida en una de las zonas más estable de Oriente Medio. Las terribles sanciones de la ONU de los 90 que condenaron a la población iraquí afectaron a la minoría kurda en menor medida. El control kurdo de su región tomó forma hasta que la intervención (a la que los kurdos denominan liberación y los iraquíes invasión) dirigida por Estados Unidos brindó la gran autonomía que convierte esta parte de Irak en un país de facto.

 

 

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La Constitución del sectarismo


Cuando en el año 2005 los iraquíes votaron la primera Constitución tras la caída de Sadam Husein no imaginaron que este texto crearía más problemas de los que podía solucionar. Ideada bajo la administración estadounidense, supervisada por expertos que vivían fuera del país durante el régimen y redactada en pocos meses y con la ambigüedad como norma es hoy uno de los principales problemas para el futuro iraquí. Así define la Carta Magna de Irak el estudio La Constitución Iraquí: fallos estructurales e implicaciones políticas, escrito por el profesor Saad Jawad. Tampoco el partido chií de Maliki ni la minoría suní están satisfechos con un texto constitucional que otorga a los kurdos un poder regional superior al central e incrementa el sectarismo.

 

Este estudio, elaborado antes de la ofensiva del Estado Islámico, explica muchos de los problemas surgidos entre kurdos y Maliki. El ostracismo al que han sido relegados los suníes durante la última década no se puede achacar a esta Carta Magna más allá del rechazo que los principales negociadores suníes siempre mostraron ante este texto. Jawad, experto en ciencias políticas enrolado en la London School of Economics, explica que “la ocupación estadounidense no consideró a Irak como un estado unificado y la intención fue crear un débil Irak”. El doctor y experto constitucional Abdulhakeem Khasro Jawzal asegura que los grandes beneficiarios de este proceso fueron los kurdos y, en aspectos religiosos, los chiíes. Este profesor de Universidad de Salahadin, en Erbil, habla de “nosotros, los kurdos”, cuando se refiere a la Constitución. Son necesarias varias preguntas para que reconozca en esta Carta Magna un beneficio absoluto para los kurdos. Toma aire con fuerza antes de aseverar: “Sí. Es para nuestro beneficio. Pero hay algunos artículos por los que el primer ministro puede hacer cualquier cosa porque tiene mucha autoridad como primer ministro”.

 

Su afirmación deja entrever el otro gran problema del texto constitucional: una ambigüedad donde ambas partes encuentran argumentos para sus puntos de vista. Más de 60 artículos estaban pensados para su posterior desarrollo, lo que no ha sido posible en la mayoría de los casos por las tensiones sectarias que paralizan el Parlamento. Jawad, quien ejerció durante 30 años como profesor en la Universidad de Bagdad hasta su exilio voluntario tras la ola de atentados contra académicos que sacudió Irak durante la guerra civil, cree que la Constitución debe modificarse. Abdulhakeem asegura hasta en dos ocasiones que “esta Constitución es suficiente para Irak”, aunque desliza la posibilidad de que nuevas regiones puedan surgir en Irak a imagen y semejanza del Gobierno Regional del Kurdistán (KRG), lo que recortaría aún más el poder central al que la Constitución sólo otorga competencias absolutas en las parcelas presupuestarias, de defensa y asuntos exteriores.

 

Siguiendo las palabras de Abdulhakeem, puede que el país llegue a fragmentarse todavía más en el futuro. Los chiíes de la rica provincia petrolífera de Basora reclaman ya una región con las mismas garantías que la KRG. Tampoco los suníes ven otra posibilidad para evitar el acoso de las dispositivas de gobiernos sectarios como el de Maliki. Si el Gobierno consiguiera repeler al Estado Islámico en el noroeste las demandas de un mayor control que desde años rondan por el Parlamento estarán más cerca de concretarse para poder paliar la amenaza terrorista. Los kurdos verían con buenos ojos que otras regiones obtuviesen los derechos de los que ellos gozan tras la invasión (o liberación, en la terminología utilizada por este grupo) norteamericana. Si estos derechos tocasen la estructura constitucional, o fuesen en contra de los derechos kurdos, el gobierno de Barzani rechazaría cualquier modificación amparándose en su derecho de veto. La imposibilidad de llegar a un acuerdo parlamentario para cambiar la estructura constitucional, algo que tanto Maliki como el líder opositor Allawi ven con buenos ojos, podría llevar a una posible descentralización del poder, una a opción en la agenda mediática desde 2013.

 

 

La palabra secta sustituyó al concepto de unión

 

La Constitución iraquí de 2005 tiene muchas peculiaridades si atendemos a cualquier proceso constitutivo. La rapidez en su redacción, la ausencia del concepto de unión (claramente recogido en el preámbulo de la Carta Magna de, por ejemplo, Estados Unidos), la repetición insistente de la palabra secta o la supervisión a cargo de miembros que no conocían de cerca la realidad iraquí al vivir exiliados son algunas de las claves que anticipaban el fracaso sectario del actual Irak. La intencionalidad con la que fue concebida es una cuestión compleja de interpretar aunque expertos en materia constitucional han cargado con dureza ante lo que consideran una trampa para la sociedad iraquí. La cuota étnica de las distintas minorías y la representación de las mujeres en el Parlamento son algunos de los aspectos positivos, aunque su aplicación práctica, en el caso de las mujeres, permanece en entredicho.

 

En aquellos días, los estadounidenses aseguraron que el acuerdo suponía la victoria del consenso. Poco dijeron acerca del abandono suní de la mesa negociadora al sentir sus demandas olvidadas. Los suníes rechazaron el referéndum en las provincias de Anbar y Salahadín. En Nínive, donde el componente suní es importante, las presuntas irregularidades llevan a Jawad a afirmar que los votos fueron manipulados para que la Constitución pudiese ser aprobada. “Los kurdos se centraron en los derechos de los kurdos; territorios en disputa, petróleo y gas, y nuestra autoridad en la KRG, que fue lo más importante. Los suníes no hablaron de esta Constitución porque desde el principio ellos estuvieron en contra del federalismo y el sectarismo. En aquel momento, 2005, ellos no participaron, incluso en el referéndum”, recuerda Abdulhakeem.

 

Desde entonces, la KRG ha convertido el texto en su arma para eludir el poder central de Bagdad, principalmente en temas energéticos. Esta cuestión ha elevado la tensión entre ambas partes, especialmente desde los acuerdos entre la KRG y Turquía. En respuesta, Maliki negó el presupuesto completo destinado al KRG y amenazó con vetar a las compañías que operen en el Kurdistán sin el permiso de Bagdad. Ambos gobiernos apelan a la Constitución para defender su postura y ambos tienen argumentos que esgrimir: “Maliki habla de un artículo que dice que todo el petróleo y gas es para todo el pueblo iraquí. Dice que como Gobierno central nosotros somos los que representamos a todo el pueblo iraquí y debemos controlar el petróleo y el gas. Pero no es exactamente correcto porque la Constitución respeta la autoridad, leyes y contratos establecidos por la KRG antes de 2003. Además el Gobierno central sólo tiene la autoridad en asuntos exteriores, finanzas y defensa”, subraya Abdulhakeem.

 

Mientras ambos ejecutivos mantienen su disputa, las reformas constitucionales permanecen olvidadas en los cajones ante la inestabilidad imperante. Los kurdos no cederán ninguno de sus derechos e incluso han abierto la puerta, en palabras del presidente de la KRG, Masud Barzani, a la creación de un estado kurdo, una posibilidad contraria a la Constitución. En el medio se encuentran los denominados territorios en litigio, que afectarían a cuatro regiones, con un importante valor económico por sus recursos energéticos que decantarían la balanza hacia la KRG como importante productor mundial. Los kurdos ya se han hecho con el control de gran parte de la provincia de Kirkuk (conocida bajo el baathismo com al-Tamin) y, en función de los avances del Estado Islámico, podrían incorporar a su administración otras zonas en disputa dentro de la región de Nínive. 

 

 

El avance de la sharia

 

La crisis desatada primero en Anbar y extendida a la franja suní, desde Tikrit a Mosul, la corrupción, inseguridad y el contagio de la guerra en Siria han situado a Irak entre los países más peligrosos del mundo. Esto hace que la sociedad busque una salida en los núcleos locales de poder ante el colapso central. Una situación que en ciertos aspectos recuerda a lo que ocurre en Afganistán, donde en algunas regiones la ley religiosa es más valiosa para el pueblo.

 

El respeto constitucional en Irak empezó a quebrarse desde que la comunidad internacional impuso a principios de los 90 unas sanciones contra el pueblo iraquí que llevó al país al borde del colapso. Husein se vio obligado a ceder poder a los líderes tribales, que aprovecharon la oportunidad para imponer su ley a través de cortes islámicas. Con la llegada de Maliki la situación empeoró. Las deficiencias del sistema judicial están llevando a la sociedad, principalmente en la zonas rurales, a una administración paralela ejercida por las autoridades religiosas. Se han llegado a declarar fatwas que castigan a los votantes de partidos seculares. El temor de las organizaciones de derechos humanos es que este tipo de ley islámica (sharia) pueda imponerse por completo en el caos en el que ha caído Irak, donde en 2013 se registró el mayor número de víctimas desde la guerra civil posterior a la invasión y en 2014 se evidenció el resurgir de las células terroristas más radicales, representadas por el Estado Islámico tras su escisión de al-Qaeda.

 

El hoy mediático proyecto de ley Jaafari, que reduciría los derechos de las mujeres chiíes, significaría la aceptación estatal de una actividad común en el sur, mayoritariamente chií. Lejos quedan los años de la progresista Ley del Estatuto Personal (1959), que permitió a los iraquíes un trato similar ante la justicia, con independencia de la inclinación religiosa. La altas tasas de alfabetización y de derechos para las mujeres convirtieron el Irak de Sadam Husein en uno de los países más desarrollados de Oriente Medio. Tras la intervención de 2003, el Irak dirigido con mano de hierro pero seguro ha desaparecido. Hoy la división es evidente en cada rincón del país y el riesgo de seguir el fracasado modelo étnico de reparto de poder del Líbano se hace cada vez más palpable. Los artículos estipulados en la Constitución, la complejidad étnica y la ausencia de políticos moderados sitúan a Irak como a un país fracasado, lejos de la mejor democracia de Oriente Medio que George W. Bush auguró y más cerca de desgajarse en varios estados o, en el mejor de los casos, en un país cuyo poder central apenas influirá en el devenir de los iraquíes. 

 

 

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El ocaso de la minorías, el último recuerdo iraquí de la gran Mesopotamia

 

“¡Si un estudiante yazidí es visto por aquí está muerto!”. La amenaza, colgada en las paredes de la universidad de Mosul, anunciaba hace ya algunos meses que Irak se había convertido en un lugar hostil para las minorías étnico-religiosas que desde hace siglos habitan los territorios de la antigua Mesopotamia. Atrapados en la batalla fratricida que suníes, chiíes y kurdos mantienen por controlar el país tras la caída de Sadam Husein, la decena de comunidades que componen el crisol cultural iraquí llevan años huyendo del país. Los que se resisten a abandonar las tierras de sus antepasados están condenados a una vida de miseria y miedo. Yazidíes, asirios, mandeos, kakais, judíos, bahais y shabaks son hoy las primeras víctimas del nuevo Irak.

 

Desde el valle de Sinjar, en la frontera con Siria, una cordillera montañosa se extiende hasta la ciudad de Dohuk. Un tortuoso recorrido de apenas 200 kilómetros separa el califato declarado por el Estado Islámico de la Región Autónoma del Kurdistán. Unos 200 kilómetros al sur, en los alrededores de Tikrit, las tropas del Ejército iraquí luchan por recuperar la ciudad natal de Sadam Husein junto al resto de milicias chiíes. Atrapados en este triángulo bélico, las minorías étnico-religiosas del Irak luchan por sobrevivir. “Nosotros llevamos la carga de la violencia sectaria”, asegura Mahmood Abed Alrazzaq Alasaad, líder religioso de la comunidad mandea en la ciudad petrolífera de Kirkuk.

 

A orillas del Tigris, el noroeste iraquí es hoy una gran cárcel a cielo abierto en la que turcomanos, yazidíes, cristianos, asirios y mandeos han quedado atrapados. La conquista por parte del Estado Islámico de buena parte de las provincias de Anbar y Nínive, incluida la ciudad de Mosul, la segunda más poblada del país, forzó el pasado mes de junio a miles de familias a un nuevo éxodo. Uno más en la larga lista de un país acostumbrado a tres décadas de conflictos bélicos. En esta ocasión pocos han sido los que han podido abandonar Irak. Ante la avalancha de refugiados que buscaban acomodo en la región kurda, la más segura del país, el Gobierno kurdo decretó un cierre fronterizo que dejó acorralados a miles de civiles. La minoría turcomana, el tercer grupo étnico más numeroso en Irak tras árabes y kurdos, fue una de las más afectadas. Tras la caída del enclave turcomano de Tal Afar a manos del IS en los últimos días de junio, familias enteras de esta minoría buscaron primero refugio en Sinjar hasta que éste se convirtió en objetivo de los radicales islamistas. Cuando quisieron cruzar la frontera kurda era ya demasiado tarde. La minoría turcomana chií –que representan el 40% de esta comunidad, mientras que el 60% es de confesión suní– está ahora a merced de la implacable represión que el IS somete a los que tacha de infieles.

 

Los valles del norte de Irak han sido históricamente el territorio habitado por turcomanos. Allí llegaron en el siglo IX, durante el primer periodo de los selyúcidas, procedentes de las estepas de Asia central. También se asentaron en la decadente dinastía abasí, que empezó a reclutar a los esclavos turcomanos, famosos por su destreza en la lucha, para sus tropas. Los gilman, como eran conocidos estos guerreros turcomanos, evolucionaron en los mamelucos, que ostentaron el poder en Egipto hasta su invasión, ya en el siglo XVI, por el Imperio Otomano que, dirigido por el sultán Selim I, disfrutaba de su época dorada con la expansión por la península arábiga. Ya en el siglo XVIII una nueva oleada de turcomanos fue enviada a esta región por el Imperio Otomano para repeler las incursiones tribales y garantizar la estabilidad de un imperio moribundo. A día de hoy, los turcomanos no controlan ninguno de sus feudos tradicionales a excepción de Tuz Khormato, una de las ciudades más castigadas por la violencia sectaria en la última década. La codiciada región petrolífera de Kirkuk, durante años fuertemente disputada por árabes, kurdos y turcomanos, está ahora bajo el mandato de los Peshmerga kurdos, mientras que Mosul y Tal Afar forman parte del califato liderado por Abu Bakr al-Baghdadi.

 

La persecución contra la comunidad turcomana, cuya población estimada varía entre las 300 mil personas y los 2 millones que calculan fuentes turcas, se remonta al ascenso de Sadam Husein y del partido Baaz al poder. Desde entonces las minorías no árabes de Irak fueron sometidas a una fuerte campaña de asimilación. Los turcomanos no fueron una excepción. El uso de la lengua turca en las escuelas y los medios de comunicación fue vetado por la Constitución, y en la década de los 80 su uso público fue prohibido por completo. Tras la caída del sátrapa y la creación de la KRG, la minoría turcomana encontró en sus otrora aliados kurdos un nuevo enemigo que ansiaba la soberanía de su territorio. El control de la ciudad de Kirkuk –y de sus recursos petrolíferos– ha sido el caballo de batalla entre ambas comunidades en la última década. La región de Kirkuk es en sí misma la analogía de la división en Irak: árabes suníes, kurdos y turcomanos libran en esta provincia una batalla a escala que reproduce el complejo equilibrio étnico iraquí. El petróleo, estimado en el 5% de las reservas mundiales, convierte la causa en irrenunciable para todos los grupos y acrecienta la tensión. Los turcomanos denuncian la kurdificación de la zona y anhelan la autogestión; los kurdos insisten en recuperar el equilibrio demográfico previo a Sadam Husein e integrar Kirkuk en el Kurdistán; y los árabes quieren continuar bajo la égida del gobierno central. Las tres comunidades conviven en la ciudad sin llegar a mezclarse. Basta con fijarse en el color de las banderas que adornan las calles para saber en qué parte de Kirkuk nos encontramos: verde en los barrios kurdos –dominados por el PUK de Jalal Talabani–; y azul en el centro histórico turcomano. En las barriadas árabes del suroeste los adornos desaparecen y el espacio público es ocupado por una densa polvareda que se levanta al paso de los vehículos.

 

El desmoronamiento del Ejército iraquí y su incapacidad para controlar el levantamiento del IS proporcionó a los kurdos la oportunidad histórica que anhelaban desde el año 91 para convertir Kirkuk en la capital del nuevo estado kurdo. Las calles de la ciudad siguen repletas de controles y militares pero son ahora los Peshmerga los que administran Kirkuk. Lejos queda ya el deseo del Frente Turcomano Iraquí (ITF), un grupo liderado por Arshad Salihi y fuertemente vinculado al gobierno turco, de descentralizar el gobierno de la región y controlar sus territorios con brigadas tribales como las que aún operan en Tuz Khormato y Bashir, a casi 100 kilómetros de Kirkuk. 

 

 

Yazidíes, el alto precio de adorar a Satán

 

Refugiados en las montañas del valle de Sinjar, la minoría yazidí ha sido históricamente una de las comunidades más perseguidas en Irak por su creencia en Melek Taus, Satanás para cristianos y musulmanes. En agosto de 2007, radicales suníes perpetraron el ataque más devastador en Irak con más de 215 víctimas y 300 heridos y uno de los más importantes de la historia tras el 11-S. Antes de que la atención mediática internacional se centrase en Mosul, los yazidíes ya estaban sufriendo en sus carnes el odio religioso. El 8 de mayo, un mes antes de la intervención del IS en Mosul, cuatro agricultores yazidíes fueron asesinados mientras trabajaban en el campo en la región fronteriza de Rabiaa. En la misma zona, sólo una semana antes, otros dos miembros de esta minoría fueron tiroteados. En varios de los vídeos difundidos por los radicales califican a los yazidíes de “adoradores del diablo”. Su creencia religiosa ha situado a los yazidíes en la lista de condenados a muerte.

 

Los yazidíes son una doble minoría en Irak: no son árabes y tampoco musulmanes. Sus creencias, que se remontan 2000 años antes de Cristo, combinan elementos zoroastros persas, cultos cristianos, musulmanes y paganos con influencias sufíes. Los yazidíes se consideran distintos del resto de la humanidad: descendientes de Adán, pero no de Eva. Por eso, nadie puede convertirse en yazidí y el matrimonio fuera de la comunidad está prohibido. En 2007, la lapidación de una joven yazidí que pretendía huir con un musulmán puso el foco mediático sobre esta minoría, la cual siempre ha negado la influencia religiosa en aquel acto y ha restringido lo ocurrido al ámbito familiar.

 

Su credo se basa en la figura de Melek Taus, al que los yazidíes veneran como el primero de los arcángeles. Representado por la figura de un pavo real o una serpiente, Melek Taus es el primer ser creado por Dios, de su propia iluminación, y a diferencia del relato de las principales religiones monoteístas, los yazidíes creen que fue perdonado por Dios cuando no se inclinó ante Adán. Los yazidíes, tal y como explica en su libro Kurdistán: Viaje al país prohibido el periodista español Manuel Martorell, beben del mazdeísmo, una corriente filosófica basada en las enseñanzas del profeta iraní Zaratustra en las que el bien y el mal no se contraponen sino que se complementan.

 

Los supuestos adoradores de Satanás se encuentran atrapados entre dos comunidades que los rechazan. Por un lado, los radicales musulmanes que ansían su aniquilación por considerarlos herejes, y por otro los kurdos que desean ampliar las fronteras de su región autónoma y consolidar su dominio sobre el territorio que históricamente han ocupado los yazidíes. Las organizaciones de derechos humanos yazidíes han denunciado las “presiones” que sufre la comunidad por la kurdificación del territorio en forma de agresiones, secuestros, más de 55 desde 2003, y violaciones. Estas acusaciones han sido negadas por las autoridades kurdas. A las agresiones físicas se suma el abandono y la falta de inversiones en las ciudades yazidíes, lo que aumenta la desazón entre los más jóvenes. Sólo en Sinjar, donde reside la mayor comunidad yazidí de Irak, se han producido en los últimos tiempos más de 50 suicidios.

 

La irrupción del IS ha acrecentado la inseguridad en el valle de Sinjar. Los radicales islamistas obligan a los yazidíes a convertirse al islam o huir del país, si previamente no han sido ejecutados por herejes. En los últimos días muchas familias yazidíes han tenido que refugiarse en las montañas de Sinjar después de que el IS se hiciese con el control de la ciudad. La falta de suministros complica extremadamente su situación y varios jóvenes y ancianas han tenido ya que ser enterrados. De momento, Estados Unidos ha bombardeado la zona para evitar el genocidio de los adoradores del diablo y ha organizado el lanzamiento de bienes básicos que ayuden a su supervivencia. “Los yazidíes de Sinjar están hoy en alerta máxima”, dice Mirza Ismail, presidente la Organización Yazidí de Derechos Humanos, quien denuncia el desamparo de las milicias kurdas, que controlan buena parte del territorio yazidí desde 2007, ante los ataques del IS. “La situación de la comunidad yazidí es extremadamente mala”, subraya Ismail. Para muchas familias yazidíes la huída es su única salida. Hoy, apenas 650.000 permanecen en las montañas de rodean el templo sagrado de Lalish.

 

 

El plan Nínive, el sueño de asirios, yazidíes y shabaks

 

La violencia fratricida entre chiíes y suníes ha convertido Irak en un escenario inhóspito para las otras confesiones religiosas. El área multiétnica de Mosul es hoy una de las más castigadas de Irak. Los ataques contra las minorías yazidí, asiria, shabak y mandea se suceden sin que el gobierno liderado por Maliki consiga controlar la zona. El pasado día 23 mayo un ataque terrorista causó la muerte de 7 miembros de la comunidad shabak. Este grupo, cuyo credo es una mezcla de creencias chiíes y cultos locales, es objetivo habitual de los radicales. Durante siglos, los shabaks, quienes utilizan su propia lengua, han habitado los barrios del centro de Mosul, así como buena parte de las tierras del margen izquierdo del Tigris. Alrededor de 250.000 personas, según las cifras de la organización especializada en estudios de minorías Masarat, conforman en la actualidad la comunidad shabak repartida por más de 50 aldeas en las planicies de la provincia de Nínive.

 

Esta histórica región de Oriente Medio ha sido desde los tiempos de la antigua Mesopotamia el eje de la diversidad cultural iraquí. Yazidíes, shabkas, kakais y asirios han sobrevivido a los dictados que alternativamente han impuesto suníes, chiíes y kurdos. Nunca antes habían afrontado una persecución como la actual. La mayoría asiria que pobló Mosul desde su fundación en las faldas de Nínive, antigua capital del imperio asirio, ha desaparecido. Los asirios, que durante el régimen de Sadam Husein llegaron a alcanzar el millón y medio de ciudadanos, llevan años huyendo de la violencia sectaria. Desde 2003, un tercio de su población había abandonado Mosul ante las continuas oleadas de asesinatos. Los que todavía permanecían en la ciudad el pasado mes de junio, unos 35.000, lograron en su gran mayoría escapar justo antes de que los radicales islamistas tomaran el control y saquearan iglesias como la de San Behnam o la del Espíritu Santo.

 

En las localidades asirias que rodean Mosul, como Qaraqosh, las milicias cristianas tuvieron que recurrir al apoyo de los kurdos para frenar la amenaza islamista, aunque no han podido evitar que la semana pasada la mayor ciudad cristiana de Irak cayese bajo el yugo del IS. Sólo los kurdos, que controlan la región septentrional del país, han sido capaces de frenar a los radicales islamistas y proteger a su población. Para ello, los Peshmerga, el ejército kurdo, patrullan las regiones fronterizas e imponen un riguroso control a los accesos a las principales ciudades kurdas como Erbil o Kirkuk. Ante el colapso del ejército iraquí, los kurdos dominan de facto buena parte de los territorios en disputa. En su expansión se han hecho con el control de al menos 12 pueblos de mayoría asiria. “El IS no ha ocupado las áreas asirias, pero los kurdos lo han hecho. Los pueblos asirios estaban protegidos por el Ejército iraquí y fuerzas kurdas pero cuando Mosul cayó las unidades iraquíes se marcharon, dejando sólo a los kurdos. Estos utilizaron esta situación e izaron la bandera kurda en todas las localidades asirias en las que se encontraban”, relataba Peter BetBasoo, representante de la comunidad asiria, antes de la caída de Qaraqosh.

 

El devenir geopolítico iraquí ha sepultado el plan Nínive que asirios, yazidíes y shabaks trataban de impulsar para crear una autoridad independiente en la provincia, similar a la que rigen los kurdos en el norte. “Los asirios no tendremos otra opción que unirnos a los kurdos si estos proclaman su independencia porque la zona de Nínive está ahora en manos del IS”, afirma BetBasoo.

 

Además de asirios, otras confesiones cristianas están sufriendo las consecuencias de la violencia religiosa en Irak. Caldeos, coptos, siriacos o sabbathianos están también en el punto de mira de los radicales. Desde la imposición del califato, los cristianos que todavía permanecen en la zona deben pagar la jizya –impuesto islámico para los no musulmanes– o abandonar sus propiedades. Muchas de las viviendas cristianas han sido saqueadas y señaladas con la letra N de “nazareno”. El patrimonio cultural cristiano, como la iglesia de Nabi Yunis, donde se venera al profeta Jonás, ha sido también destruido.

 

 

Sin bautizos en el Tigris

 

En el centro y el sur del país, en la zona controlada por los chiíes, los conocidos como cristianos de San Juan Bautista han emprendido el camino de la diáspora. Hoy, apenas 10.000 miembros de la comunidad mandea permanecen a orillas del Tigris. El 85% de esta minoría primigenia de la antigua Mesopotamia ha abandonado el país rumbo a Europa y Estados Unidos. “Los que no son reales musulmanes nos obligan a emigrar”, sentencia Mahmood Abed Alrazzaq Alasaad desde su iglesia en el centro de Kirkuk. Aunque originalmente poblaron las regiones del sur de Irak, en la provincia de Basora, fronteriza con Irán, parte de la minoría mandea se desplazó a Bagdad a principios del siglo XX. Allí establecieron una importante comunidad desde la que buscaron refugio en las regiones norteñas a medida que la inestabilidad política afectaba a la capital del país. Desde 2003, la violencia sectaria de la que también han sido víctimas preferentes les ha llevado a huir del país.

 

Aunque la Constitución iraquí reconoce el derecho de las minorías cristiana, yazidí y mandea a practicar su religión públicamente, los bautismos en el Tigris han desaparecido casi por completo. “Muchos jóvenes mandeos son asesinados. La Organización Mandea de Derechos Humanos tiene registrados al menos los nombres de 185 jóvenes que han sido asesinados. Muchas mujeres ha sido violadas y muchas jóvenes son obligadas a casarse con hombres musulmanes”, dice la doctora Layla Alroomi, portavoz de la Unión de Organizaciones Mandeas. Esta pequeña minoría se ha convertido en un blanco fácil para las milicias suníes y chiíes. “Muchas familias mandeas de distintas zonas de Irak han recibido amenazas de muerte para que dejen sus casas y sus negocios”, insiste Alroomi. “Nos mandan cartas y SMS con amenazas, nos dicen que no creemos en Dios, que no somos musulmanes”, corrobora Mahmood Abed. El miedo ha empujado a muchos mandeos a buscar asilo en los países vecinos, incluso en la propia Siria. Los que todavía permanecen en el país sufren discriminación laboral y educativa. “Los mandeos en Irak e Irán están todavía marginados y no son tratados en igualdad en muchos trabajos”, añade Alroomi.

 

Apenas un centenar de familias asiste todavía a las eucaristías semanales de Mahmood Abed en su iglesia de Kirkuk, permanentemente custodiada por dos militares kurdos. Ya anciano, Mahmood Abed se muestra comprensivo con los que deciden marcharse. “No existe seguridad, y la seguridad es básica en cualquier sociedad. Tenemos miedo por nosotros y por el futuro de nuestros hijos. ¿Cómo van a vivir así? Por eso queremos irnos de este país a pesar de ser los más antiguos”. Él, pese a todas las dificultades, ha decidido quedarse. Ataviado con el hábito tradicional mandeo, de un blanco reluciente como símbolo de la paz, Mahmood Abed confía en que un tiempo mejor sobrevenga para ofrecer un futuro a las nuevas generaciones mandeas. Este futuro, asegura, pasa por recuperar la convivencia que en un tiempo existió. “Nosotros somos cercanos a los cristianos y tenemos buenas relaciones con otras minorías. Incluso con los chiíes mantenemos una antigua relación y nos respetamos”, asegura.

 

Para Mahmood Abed la paz sólo se logrará a través del diálogo y la unidad. La creación de una región independiente para las minorías en Nínive sólo traería “más violencia”, augura. Mientras el nuevo Irak se define, la pila bautismal de la iglesia mandea de Kirkuk, orientada al norte como todo elemento de una religión que ubica el paraíso en este punto cardinal, permanece vacía. Apenas hay niños a los que bautizar pese a que los mandeos, al igual que los yazidíes, consideran esencial mantener una alta tasa de procreación –siempre con miembros del mismo grupo– para garantizar su supervivencia. 

 

 

Taqiya, el arma kakai para sobrevivir

 

Al norte de Bagdad, los kakais, una comunidad de credo preislámico, ocultan sus creencias para  sobrevivir. La taqiya, un concepto chií, permite a los miembros de la comunidad disimular su credo para preservar su vida o la de sus familias. El secretismo que tradicionalmente ha acompañado a los kakais dificulta el conocimiento profundo de esta religión. De hecho, se desconoce la cifra exacta de miembros de la comunidad. Un informe de The Minority Rights Group International lo situaba en 2011 en 200.000 personas. Sí se sabe que el credo kakai se originó en el entorno de lo que hoy es la frontera entre Irak e Irán y que en su evolución ha ido incorporando prácticas y creencias heredadas de la tradición chií y cristiana. A menudo escondidos, los kakais residen todavía hoy en la ciudad de Kirkuk y en las tierras que se extienden hasta el río Zab, afluente del Tigris, en Irán.

 

El último de los credos en incorporarse a la miscelánea cultura iraquí ha sido el de los bahais. Creada hace sólo un siglo y medio, la fe bahai aúna elementos de las distintas religiones, tradiciones y etnias. Durante 30 años, la minoría bahai no fue reconocida y se les negaba la documentación de ciudadano iraquí, lo que dificultaba su salida del país. Pese a que todavía siguen sufriendo exclusión social, su situación “ha mejorado ligeramente después de Sadam”, reconoce Sarmad Moqbil, un líder de esta comunidad. Tras la caída del dictador, buena parte de la comunidad se trasladó a los alrededores de Suleimaniya, en la KRG, “donde nuestra situación es mejor”, refrenda Moqbil.

 

Más allá de la violencia física, otros grupos étnicos sufren también los efectos de ser diferente. La comunidad negra de Basora o los inmigrantes bengalíes que se ocupan de las labores de limpieza en el Kurdistán son también discriminados en un país en el que la etnia y la religión lo significan todo. Irak representa como pocos países la historia de las religiones. La diversidad cultural que durante el califato omeya le granjeó un tiempo de prosperidad se ha convertido en la actualidad en su principal enemigo. La pugna bélica que los grupos mayoritarios mantienen por consolidar su dominio sobre el vasto territorio iraquí, rico en recursos naturales, arrastra tras de sí la coexistencia pacífica que alimentó el progreso del país. El éxodo de los judíos, quienes durante más de 2.500 años ocuparon un puesto relevante en el engranaje comunal del país, fue tras la segunda guerra mundial la primera emigración masiva registrada en el Irak moderno. Hoy turcomanos, yazidíes, asirios, shabaks, mandeos y kakais están de nuevo siendo obligados a huir llevándose tras de sí el recuerdo de la gran Mesopotamia. 

 


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Refugiados en su propio país

 

La familia Raad pasa las horas en el hotel Diyar. Paga 20.000 dinares diarios por una habitación oscura en el centro de Erbil. Tres camas sirven para que seis niños y dos adultos duerman. Apenas un par de maletas bastan para acabar de abarrotar esta estancia de 30 metros. En otro hotel cercano un ingeniero informático iraquí paga 30.000 dinares por un cuarto similar en el que malvive junto a su mujer y sus dos hijos. Ellos también llegaron a Erbil hace 6 meses huyendo de la crisis en Anbar. Esta imagen, en donde las familias abandonan sus vidas para afrontar un incierto destino, se ha vuelto a repetir tras el estallido insurgente en el noroeste de Irak. El destino, en muchos casos, es la Región Autónoma del Kurdsitán, hasta ahora un oasis seguro en el caos iraquí.

 

A las cerca de 30.000 personas que ya habían llegado al KRG provenientes de Anbar se han unido, en poco más de un mes, parte del medio millón de iraquíes que huyen del Estado Islámico, cuya violencia e interpretación radical del Corán causa pánico en las minorías étnico-religiosas del norte iraquí. A las ya de por sí duras condiciones de estas caravanas humanas se unen, al llegar al KRG, impedimentos legales para reconstruir su vida. Ellos son iraquíes, no kurdos, y, debido a las amplias competencias regionales, sólo pueden obtener un permiso de residencia temporal –de una semana– el cual no es suficiente para emprender una nueva vida. Sin un permiso de residencia permanente, y pese a vivir en su propio país, los desplazados, en su mayoría suníes, no pueden trabajar. Se han convertido en refugiados en su propio país. ¿Qué puedo hacer?, se pregunta el ingeniero cuyos ahorros se agotan pese a que ayuda en la cocina del hotel para reducir la factura.

 

Tras la caída de Mosul, la ciudad más importante del norte de Irak, miles de personas se agolparon en los pasos fronterizos del KRG. La región kurda no ha sido capaz de hacer frente a la llegada masiva de estos refugiados y muchos de ellos permanecen atrapados a la espera de poder cruzar. Organizaciones como Amnistía Internacional han denunciado recientemente la dramática situación en la que se encuentran estos desplazados, atrapados entre el fuego insurgente y el blindaje kurdo. Una nueva crisis humanitaria que se une a la guerra en Siria, cuyos efectos se dejan sentir en las calles de las grandes ciudades del KRG bajo el manto de la mendicidad.

 

Anna, la madre de la familia Raad, es una mujer baja y risueña. Se muestra receptiva a cualquier tipo de pregunta y recuerda a los familiares que dejó atrás, especialmente a sus padres. Ellos no han podido salir de Faluya, la ciudad suní que mayor resistencia opuso a la intervención encabezada por Estados Unidos. “Cada día me cuentan las explosiones que hay allí”, explica mientras sus hijos sonríen, ajenos, aunque sea por un instante, a la realidad que rodea a su familia. Al menos en su caso pueden ir a la escuela. El Gobierno destina un único pago de 260 dólares a las familias desplazadas, insuficiente para empezar una nueva vida, y muchos menores se ven obligados a trabajar en la calle e incluso a mendigar, una estampa común en el Irak actual.

 

Esta mañana el marido de Anna y su hijo mayor no están en casa. Aunque ambos trabajan apenas ganan al día 45.000 dinares (unos 20 dólares) con los que pagar el hotel y alimentar a toda su familia. No reciben ningún subsidio. “Una tienda de alimentación nos da a veces cajas de comida”. Adaptarse a la vida en Erbil no es fácil para esta familia que añora el tiempo en el que fue feliz en Ramadi. “Nuestra vida allí era buena”, recuerda Anna, quien por ahora no piensa en volver. “No se puede vivir entre bombas que estallan cada día cerca de tu casa”.

 

La situación en la desértica provincia de Anbar llevaba meses deteriorándose. El abandono de la zona por parte del Gobierno de al-Maliki ha ido alimentado el recelo de la mayoría suní hasta que el pasado mes de diciembre la insurgencia inició una descarnada batalla azuzada por las medidas sectarias de Maliki, el Estado Islámico y el rol de los líderes tribales. La familia Raad pudo cruzar la frontera antes de que la situación se enquistase al contar con los recursos económicos suficientes para huir de Anbar. Los más pobres, como en cada conflicto, no han podido seguir el camino de la familia Raad.

 

La ruta de estos desplazados tiene en muchos casos Erbil, capital de la KRG, como escala temporal. Los altos precios fuerzan a numerosas familias a buscar otro destino. Uno de los lugares que está experimentando este triste boom es Shaqlawa, una pequeña ciudad montañosa donde las casas en construcción y los negocios de hospedaje se han multiplicado en esta zona habitual de turismo para los kurdos que buscan en su entorno natural una alternativa al árido Erbil. La llegada de más de 6.000 desplazados ha revitalizado la economía de la zona y los precios suben a la par que llegan nuevos refugiados. Antes, la panadería familiar en la que trabaja el joven Karo Kamo ganaba 80 dólares diarios. Ahora pasa de los 100. A pesar de la avalancha de desplazados, Karo asegura que no hay problemas de convivencia aunque reconoce que los recién llegados trabajan por menos dinero que ellos.

 

En el taxi de vuelta a Erbil Mohammed ocupa la penúltima plaza. Él también tuvo que abandonar su casa en Anbar. Allí era policía. Aquí es sospechoso en cada uno de los continuos controles de los militares kurdos. Esta estampa, en la que los árabes son vigilados con lupa, se ha convertido en común dentro del  KRG. En algunas ocasiones incluso son obligados a bajar del autobús y tomar una ruta alternativa siguiendo las indicaciones de los responsables militares. Este férreo control que mantienen las autoridades de la KRG ha permitido el rápido desarrollo económico de la zona –basado en la seguridad de la que carece el resto del país– aunque en algunos momentos los excesos de celo entran en colisión con los derechos de los ciudadanos. 

 

En unos días Mohammed retornará a Anbar para ver a su novia, con la que piensa casarse. “Después volveré a Shaqlawa”, asegura mientras chapurrea inglés. La vida en Anbar y Nínive se apaga, pocos desean regresar, ya sea por Maliki o por el Estado Islámico. “Antes la gente podía pasear por la calle, ir a la escuela. Ahora no hay nada”, asegura en un perfecto inglés el informático, quien no quiere desvelar su identidad. “Maliki es el problema, no las tribus”. Los desplazados responsabilizan de la crisis al primer ministro, al que acusan de ejercer políticas sectarias y represivas contra la comunidad suní. La detención del líder suní Ahmed al-Alwani fue la mecha que encendió la crisis el pasado mes de diciembre. “No creo que se solucione pronto”, afirma el informático, para quien la situación recuerda a lo ocurrido en Siria. “Anbar es el primer paso”, apunta. El segundo ha sido Nínive con la caída de la segunda ciudad del país, Mosul, a manos de los radicales del Estado Islámico. Mientras, decenas de familias huyen de los conflictos étnico-religiosos y añaden su nombre al millón de desplazados que antes de esta crisis ya tuvieron que buscar un nuevo hogar en Irak.

 

 

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La ablación, un estigma más allá de África

 

Sara Salam Fatah caminaba junto a su hermana hacia la casa de los gritos. Todas las niñas de Halabja sabían qué sucedía en un cuarto oscuro de esa vivienda. Mientras esperaban en la habitación contigua escuchaban los agudos gemidos de otras niñas, gritos provocados por el respeto a una tradición que aún condiciona a la sociedad musulmana. Allí, una vecina, “la abuela de una amiga”, arrancaba parte de la infancia de decenas de niñas marcando en muchos casos sus vidas. Sara Fatah aún recuerda el día en el que mutilaron sus genitales hace más de 25 años; extirpados por orden materna como era, y aún es, costumbre en buena parte del Kurdistán iraquí. Su hermana huyó de aquella habitación y evitó el trauma que aún recorre su mente a pesar del tiempo transcurrido. “Todas las niñas del barrio eran mutiladas, era una tradición”, recuerda Sara Fatah, hoy con 33 años y una hija a la que nunca ha relatado lo ocurrido ni los estigmas que en ella perduran.

 

La ablación, una práctica asociada en el imaginario colectivo a los países africanos, es también una realidad en buena parte del mundo musulmán. Falah Muradkhin, coordinador de proyectos de la ONG Wadi, asegura que los datos en Oriente Medio son preocupantes aunque “durante mucho tiempo la gente pensó que era una enfermedad africana”. Wadi lleva trabajando en la Región Autónoma del Kurdistán iraquí desde 1992 para demostrar que más allá de África la ablación es un problema enmarañado en el respeto por la tradición, las carencias educativas y los dictados religiosos. En el resto de Irak, al igual que en buena parte de Oriente Medio, esta dramática realidad parece no existir ante la falta de datos y estadísticas. Pese a todo “es un problema real”, insiste Muradkhin.

 

El último estudio de UNICEF, elaborado en 27 países de África y tan sólo en Yemen y el Kurdistán iraquí dentro de Oriente Medio, esboza una pequeña mejoría: las nuevas generaciones no son tan proclives a esta práctica. A pesar de ello, la tradición, como sucede en África, y la religión, que para Muradkhin es el principal problema en Irak, impiden que los casos se reduzcan de forma drástica. El problema en las regiones musulmanas radica en las escuelas del pensamiento islámico suní. De las cuatro más importantes, tres aconsejan la ablación. Para la cuarta, la escuela de Shafi, que está especialmente implantada en el Kurdistán y Egipto, es obligatoria. Muradkhin muestra su cara más crítica con la religión en varias ocasiones y asegura que es la principal responsable de la ablación en Irak. Sin embargo es consciente de que sin inmiscuir a los líderes religiosos no será posible el avance: “El islam es el centro de todo. Si la religión lo rechaza todo el mundo lo hará. Por eso nosotros hacemos campañas de concienciación e invitamos a mulás”.

 

En los últimos años, la KRG ha puesto en marcha nuevas leyes que han ayudado a reducir la práctica de la ablación. En algunas regiones kurdas como Ranya los casos de mujeres entre 14 y 49 años han pasado del 96% al 40%. Antes de esta ley era posible ver a líderes religiosos en la televisión aconsejando la ablación. Hoy “se callan, pero no decir nada es aprobarlo, al igual que sucede con la poligamia y los crímenes de honor”, destaca Muradkhin. En 2011 el Parlamento kurdo aprobó una ley que condena la mutilación genital femenina, con una pena mayor para los casos en los que las afectadas sean menores de edad. Sin embargo, la aplicación de la norma choca con la lentitud judicial, el miedo a denunciar y la justicia religiosa que aún está asentada en zonas de la KRG.

 

La madre de Sara Fatah no era un persona educada y se dedicaba a las labores del hogar. La influencia de la comunidad marcó su vida y su concepción de lo que era correcto. Al preguntarle por ella, por la persona que condicionó su vida al consumar sobre su cuerpo la tradición, explica que “no es la culpable, no tenía educación. Si hubiese sabido que era malo no lo habría hecho”. Sara Fatah es hoy profesora. Su velo negro contrasta con el suave color de sus labios pintados. Su valor para contar su historia a un extraño choca con su miedo a hablar sobre ello con sus seres cercanos. Sus hermanas evitaron esta práctica al estallar la campaña de Anfal y los problemas de los kurdos con el régimen de Sadam Husein. Entonces, su padre, que trabajaba en un restaurante antes de convertirse en Peshmerga, envió a su familia a Irán, lejos del conflicto. Allí, sin la presión social que condujo a la ablación de Sara Fatah, crecieron sus hermanas. Para cuando volvieron a Irak eran ya demasiado mayores para ser mutiladas y las ancianas encargadas de esta práctica habían fallecido.

 

En Irak al menos el 8% de la mujeres en edad de concebir han sufrido la ablación, la mayoría entre los 5 y 9 años y casi en su totalidad dentro de la KRG, principalmente en las provincias de Suleymaniya y Erbil, donde más del 50% de las mujeres padecen sus efectos. Las áreas rurales y mujeres con un bajo nivel educativo son más vulnerables a esta práctica que consideran buena para evitar el adulterio. La ablación es realizada en la mayoría de los casos por personas no cualificadas con instrumentos inapropiados con los que extraen parcial o totalmente los genitales. En algunos casos, llegan incluso a extraer el clítoris para evitar el placer sexual y reforzar la idea de pureza. A consecuencia de la ablación muchas mujeres sufren problemas de salud, así como una reducción sensitiva en el acto sexual.

 

La mutilación genital femenina afecta a más de 140 millones de mujeres y niñas en todo el mundo a pesar de las leyes que la prohíben. En los últimos meses dos casos han encendido el debate sobre esta práctica. En Egipto, donde más del 90% de las mujeres en edad reproductiva tienen sus genitales mutilados, el doctor Raslan Fadl se sentó en el banquillo por practicar una ablación que condujo a la muerte de una niña de 13 años. Fue la primera vez que se presentaron cargos en Egipto a pesar de ser un práctica ilegalizada desde 2008. En el Reino Unido, donde está penada desde 1985, el pasado marzo se produjo el primer juicio por esta práctica que desató una campaña lanzada por una estudiante para mejorar la información sobre esta problemática dentro de los colegios británicos. En Oriente Medio, ONG como Wadi tratan de mostrar a la sociedad las consecuencias físicas y psicológicas de la ablación. Su trabajo, basado en insistentes campañas de concienciación, información y apoyo legal, ha comenzado a dar sus frutos: El 75% de la mujeres iraquíes consideran que la ablación debe detenerse, según el último informe de UNICEF. El mensaje ha calado entre las familias más adineradas y educadas, pero no en los núcleos más pobres del país. Allí la ablación sigue siendo un estigma para miles de mujeres como Sara Fatah.

 

 

Miguel Fernández Ibáñez es periodista y productor audiovisual independiente afincado en Turquía desde 2012. Algunos de sus artículos han aparecido en La Marea, El Mundo, Gara y Achtungmag. En FronteraD ha publicado La máscara feliz de un hijo de la guerra. Niños sirios y, con Pablo L. Orosa, también periodista freelance y colaborador de los principales diarios españoles, Roboski, el pueblo que nunca perdonará a Erdogan. En Twitter: @MFIjournalist @Pablo_L_Orosa

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