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Isaías Lerner, maestro de filología

 

Nunca creí, pese al grave mal que padecía, que se fuera a morir así, tan de repente. Por eso ahora, mientras digiero todavía la triste noticia, me encuentro sin muchas ganas de escribir quién fue o qué representó para mí Isaías Lerner. Fue un maestro sin duda, además de un gran amigo y un magnífico jefe. Resulta muy difícil –algunos dirán casi imposible- ver reunidos en una misma persona saber, afabilidad y dotes de mando, pero así ocurría en su caso. Por su simpatía personal y por el trato exquisito que dispensaba a todo aquel que convivía con él, Lerner lograba encandilar y ganarse la confianza de colegas y alumnos sin caer por ello en el amiguismo o en el compadreo complaciente. Ciertamente el querido profesor no era un cantamañanas de estos que tanto abundan en el mundo académico. El rigor, la exigencia y el trabajo bien hecho eran condiciones innegociables cuando uno entraba en su órbita, lo cual la gran mayoría aceptábamos de muy buen grado, especialmente gracias a su amigable personalidad y a la empatía que mostraba en todo momento hacia cualquiera que se le acercaba para pedirle ayuda o consejo. Tratado en la intimidad, entre su círculo de amigos, Isaías era un hombre muy cariñoso y quizá, por lo mismo, necesitado de cariño también. Según escribo, cuando ya es demasiado tarde, siento no haberle llamado más en sus últimos días, cuando se aproximaba a su fin.

 

A Isaías Lerner lo conocí por primera vez en el otoño de 1988. Yo andaba perdido en una High School de Brooklyn cuando mi amigo Eduardo, a quien había tenido precisamente de colega durante un año en ese instituto, me animó a matricularme en el programa de doctorado de español del Centro Graduado de la Universidad de Nueva York. Debió ser el propio Eduardo quien concertó mi primera entrevista con el profesor Lerner, el director del programa, y ya en ese primer encuentro quedó impresa de manera indeleble la imagen que todavía guardo de él. Alto, elegante, con el empaque de un galán de cine y el inconfundible acento porteño de su Buenos Aires natal, el profesor me hizo pasar a su despacho, que por aquellas fechas se encontraba, así como todas las otras dependencias del programa doctoral, en uno de los últimos pisos de un altísimo edificio de la calle 42, desde donde podía otearse, a través de sus ventanales, el geométrico dibujo de afilados rascacielos que subían y bajaban escalonadamente por el transparente cielo de la isla de Manhattan.

 

Recuerdo que tras las presentaciones de rigor y una vez que había escuchado muy atento mis credenciales y correrías, mis gustos literarios y mis aprensiones, me expuso lo que significaba un doctorado de español en el programa que él dirigía. Según me dijo, serían cuatro o cinco años dedicados al estudio de la literatura española, al cabo de los cuales debería “producir”, cuando menos, una “disertación decente”, aunque dado que entre mis maestros estaba nada menos que Rafael Lapesa, lo lógico era esperar de mí algo más que “una decente disertación”. Apurado por las expectativas que sobre mí ponía, ya antes de empezar siquiera, le aclaré que hacía tiempo que había dejado los estudios, que me sentía mayor y que en el fondo no me veía llevando vida de estudiante. Me preguntó entonces por la edad y al decirle yo los años que tenía, se sonrió, entre indulgente y complacido. Mi edad, me aclaró, era la perfecta para iniciar un doctorado, ni un año más ni uno menos. Luego me habló de sus estudios de química, allá en Argentina, y cómo, ya casi en la treintena, había cambiado para pasar a estudiar letras y cómo después le había sobrevenido el exilio, con casi cuarenta, donde había tenido que empezar de cero. En todo caso –remató- no necesitaba precipitarme: podía coger uno o dos cursos el próximo semestre y ver qué tal me iba.

 

Hice más o menos lo que me había dicho, y durante los siguientes cuatro años cumplí con todas las etapas de mi doctorado, siempre muy cerca de su magisterio. En las dos clases que tomé con él –una sobre poesía de siglo XVI y otra sobre las Novelas ejemplares– descubrí al profesor meticuloso, que se fijaba con gusto y rara erudición en los detalles más insospechados de un pasaje cervantino o en unos cuantos endecasílabos de Garcilaso o Francisco de la Torre, sin resultar nunca pesado o aburrido. Dos horas podían estar dedicadas a dos estrofas de la ‘Victoria de Lepanto’ de Fernando de Herrera –ese fastuoso poema que empieza con “Cantemos al Señor, que en la llanura / Venció del ancho mar al Trace fiero; / Tú, Dios de las batallas, tú eres diestra, / Salud y gloria nuestra…”-, durante las cuales el profesor analizaba el empleo de epítetos, metáforas y otros tropos menos comunes o contrastaba cuidadosamente, con el libro abierto de par en par, el uso que el poeta había hecho de su ‘Relación de la guerra de Chipre’.

 

Debe decirse que Isaías era un filólogo en la más acendrada tradición humanista. Los textos se constituían en lo primero y en lo más importante. Su respeto por ellos era grande, casi reverencial. No era muy amigo de guitarrerías ni chapuzones interpretativos sin una base factual; menos aún le gustaba recurrir al ope ingenii o a la divinatio cuando se trataba de aclarar un pasaje oscuro o recuperar una mala lectura. Ante la duda, tendía al conservadurismo o al sentido común. Era bastante escéptico respecto a la construcción de un stemma que diera con el texto original o el supuesto arquetipo. En eso, como en tantas otras cosas, era muy pragmático. De toda su ingente labor, lo más característico suyo estaba en la edición anotada de textos y la labor lexicográfica, como el imprescindible Arcaísmos léxicos del español de América, que fue su tesis doctoral.

 

Este rigor filológico que mostraba tanto en sus clases como en su investigación no le impedía ser un gran conversador y un hombre que estaba al corriente de todo lo que pasaba culturalmente en la ciudad. Pese a llegar ya en plena madurez a Nueva York, Isaías exhibía la sofisticación típica del neoyorquino culto, y así podía describir gustosamente el último musical en Broadway, una exposición de Matisse en el MoMA o mencionar de pasada la conferencia que había dado la semana pasada Noam Chomsky en el Centro Graduado. El mayor placer que uno tenía era escucharle en una tertulia. Hablaba de todo y de todos, sin ser chismoso ni superficial o frívolo. Hablaba, pero dejaba también hablar. Contaba con una red de contactos inmensa. Le gustaba salir, viajar, conocer otros sitios, otras gentes. Vivía el hispanismo con un espíritu casi militante y acudía constantemente a simposios y a conferencias tanto en los Estados Unidos como, sobre todo, en España. Se deshacía en elogios hacia mi país, a veces de una manera que a mí me resultaba excesiva o demasiada generosa. Su amor por España y lo español eran grandes, como la de tantos otros hispanistas extranjeros que he conocido, aunque en su caso se completaba con un amor no menos intenso hacia Latinoamérica. Fue de los primeros que escribió una reseña sobre Cien años de soledad, a finales de los sesenta, y entre sus muchas publicaciones había una porción de ellas dedicada a la literatura colonial. Su última edición, que yo seguí casi mes a mes, fue sobre la Miscelánea Antártica de Miguel Cabello Valboa. Nada le divertía más que la busca y captura de una fuente bíblica o intentar entender alguna de las delirantes interpretaciones que el clérigo había hecho sobre el origen de los indios en América. Según pude comprobar tantas veces, Lerner consideraba un anacronismo ridículo burlarse de los extravíos eruditos de los humanistas del XVI, incluso en casos donde la burla es clara, como ocurre en los textos de Antonio de Guevara, a quien yo le dediqué mi tesis doctoral. Lerner podía reírse con alguno de los excesos o los disparates vertidos con entera seriedad por su Cabello Valboa o por su Pedro Mejía, pero jamás les perdía el respeto, la admiración o hasta el cariño. Al fin y al cabo, como bien decía, esos disparates no iban a ser mucho mayores que los nuestros dentro de cien o doscientos años.

 

Quiero terminar ya este breve recuento. Se me va el amigo, el colega, el maestro, aunque me queda el consuelo –triste siempre- de que tuvo una vida cumplida y completa. Murió con dignidad, en plena lucidez, rodeado de los suyos, como su admirado don Quijote o, más aún, su Miguel de Cervantes, seguramente diciéndonos, ya desde la otra orilla: “¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos”.

 

 

 

José Luis Madrigal es profesor titular en el Queensborough Community College y el Graduate Center de la Universidad de Nueva York (CUNY). En FronteraD, donde escribe el blog El diván del indolente, ha publicado, entre otros artículos, Anonimato y autoría en la era digital y Hurtado de Mendoza y el Lazarillo

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