26 de abril de 1986, 1.23 a. m.
El cielo parece terciopelo negro atravesado de estrellas. Liubov Kovalevska está en su habitación en Prípiat cuando dos destellos de luz iluminan el cielo por el este. Tal vez un rayo. O una estrella fugaz. Oye un ruido sordo, como un trueno, o aviones de combate[1]. No es lo bastante fuerte como para despertarla del todo. Por la mañana lo habrá olvidado.
Sin embargo, en el cielo, un resplandor. Enseguida, quienes están mirando ven una columna de fuego elevándose desde lo que queda de la central nuclear, la chimenea al rojo vivo y los muros reventados; en lo alto, el aire que sobrevuela y rodea la escena brilla a consecuencia del calor y está impregnado de vivos colores: rojo, naranja, azul cielo. El color de la sangre, observa un trabajador. No, se corrige, como un arcoíris[2]. Es extraño y más hermoso de lo que habría imaginado.
Más tarde, a la luz del día, un grupo de residentes se reúne en el puente del ferrocarril para ver arder el reactor. Es un cálido día de primavera, algo insólito: una ola de calor. Las flores cuelgan pesadamente en las ramas, las hojas aún se despliegan en los árboles bajo un cielo sin nubes. Han salido sin taparse, pero en todo momento la radiación nieva imperceptiblemente sobre ellos desde las alturas. Cae, cae, cae en sus cabezas desnudas, inconscientes.
A primera hora de la tarde, vehículos armados y hombres con máscaras recorren las calles. Cada vez es más evidente que algo ha salido mal, muy mal. Pero nadie parece saber qué exactamente. Mejor dicho, nadie está dispuesto a explicarlo por el momento. Vehículos similares a camiones de bomberos comienzan a pulverizar los edificios con una solución de jabón, y después la carretera. Montones de espuma blanca se acumulan en las alcantarillas. Los niños se tiran pegotes unos a otros como si fuesen bolas de nieve.
Al día siguiente, un comunicado por radio informa a los residentes de Prípiat de que deben abandonar sus hogares. Se les ordena coger toda la documentación imprescindible y una muda de ropa y reunirse en la calle, donde serán evacuados en autobús.
Se marchan con la idea de volver al cabo de tres días.
El piso está vacío y dentro el aire se conserva frío y quieto. Desprende un olor a humedad, a rancio, con un regusto orgánico, a tierra. Por la ventana, un sol de invierno a baja altura arroja rayos de luz a través de la niebla helada.
En lo que antes fue una habitación, ahora desprovista de muebles, la tarima del suelo es un desastre. El extremo más alejado se ha levantado, como una ola que retrocede tras romper con furia en la playa. Los tablones que quedan son flexibles y esponjosos bajo mi peso. En la pared opuesta, el papel de color verde claro resbala con sensualidad por la escayola como si fuese seda, amontonándose en el suelo. La ventana está cerrada con pestillo, pero el cristal ha desaparecido. En el entarimado, allí donde penetran la lluvia y la nieve, hay un semicírculo mojado y enverdecido con musgo.
Salgo del piso y subo por las escaleras, asomando la cabeza por las puertas abiertas. Nidos de aves en precario equilibrio en lugares insospechados: en cajas de fusibles, en estanterías de libros, en cajones de escritorio. En los rincones húmedos brotan helechos. La pintura muestra mil maneras diferentes de desprenderse, descascarillarse, curvarse, arrugarse hasta convertirse en polvo. Mampostería y cristales crujen bajo mis pies. El linóleo de las escaleras se ha soltado en algunos tramos de los escalones, empapado y endeble, como la piel de una manzana podrida, de un cadáver. La barandilla tiembla en mi mano. Consigo subir tres plantas antes de echarme atrás.
Me ha sorprendido lo fácil que ha sido entrar, como si en algún momento entre la evacuación y mi llegada todas las puertas de la ciudad se hubieran abierto de par en par. Las trampillas están totalmente disponibles, literalmente trampas mortales, aunque algunas están bloqueadas con delgadas ramas verdes que se extienden hacia la luz. Lianas retorcidas y tensas que se encaraman por los muros exteriores y se abren paso con fuerza a través de las ventanas rotas. En teoría, los visitantes tienen prohibido el acceso a los edificios decrépitos –los soldados patrullan las calles en todoterrenos vigilando que nadie infrinja las normas–, pero en la práctica, en cuanto se consigue desaparecer por alguna puerta que da acceso a un laberinto de estancias vacías, es imposible que te pillen y ni siquiera estoy muy segura de que lo intenten.
En la escuela secundaria de la calle Sportivnaya, el parqué del salón de actos está destrozado en mil pedazos; un aula en la que los libros de texto desperdigados llegan hasta los tobillos y las mesas forman una intrincada barricada a lo largo de la pared del fondo; un pasillo superior donde el yeso anegado cede en las paredes que se comban hacia dentro, donde estalactitas albinas de quince centímetros de largo cuelgan goteando bajo las juntas entre paneles de hormigón. Las ventanas, intactas, están rociadas con cal. Por debajo de donde se ha desprendido el enyesado se vislumbra una capa de raíces de arpillera de trama abierta. El nuevo bosque que invade la ciudad hace que la carretera se arrugue por la presión de las raíces bajo el asfalto, como extremidades bajo una colcha.
El 70 por ciento de la zona es ahora bosque. Prípiat es territorio de abedules, arces y álamos, y una gruesa hojarasca cubre el asfalto; las ramas lucen desnudas y descoloridas, salvo por las bolas de muérdago verde y el liquen de color mostaza que empaña la corteza. En su parte más baja se apelmazan los arbustos, salpicados con las puntas rojas de los escaramujos reblandecidos. La hiedra se entrelaza en sus ramas. Los bloques de pisos se elevan como islas de hormigón en un mar verdoso. Los árboles, demasiado juntos entre sí, ciegan las puertas, taponan las ventanas y crecen apretujados contra las paredes. Por todo esto resulta desconcertante mirar los edificios: la intensa sensación de estar violando su espacio personal. Los plantones asoman al vacío por los balcones superiores. Las enredaderas, sin más opciones, trepan por los postes de señalización manteniendo un torpe equilibrio en los bordes superiores. Parecen desesperadas, como si lucharan por escapar de la crecida de las aguas.
Un chillido agudo y elefantino llega desde algún punto del bosque que no queda lejos. Una pesada puerta de hierro girando sobre sus viejas bisagras. El aire sopla con fuerza a través de las tuberías metálicas. Enseguida lo ubico, porque lo he oído antes, en un contexto bien distinto: son alces. No van a hacerme daño, pero su grito me pone nerviosa. Están demasiado cerca. Este es su territorio. Me siento como una niña perdida deambulando en la naturaleza, lejos de un lugar seguro. Incluso aquí, en el centro de la ciudad.
Dos meses antes de la catástrofe de Chernóbil, el ministro de Energía de la Ucrania soviética aseguró a la prensa que las plantas nucleares eran extremadamente seguras. Según afirmaba, habían calculado que las probabilidades de un accidente nuclear eran de una cada diez mil años[3], y todos coincidían en que aquello parecía una buena estadística. Un riesgo relativamente pequeño para una vida de energía limpia y eficiente.
Al otro lado del telón de acero, los estadounidenses hacían unos cálculos similares, si bien se mostraban algo más cautelosos: de acuerdo con sus últimas estimaciones, las probabilidades de que se produjeran daños graves en el núcleo de una planta eran de tres en diez mil años. Tal vez seguía siendo una cifra baja, pero la realidad, como había demostrado unos años antes la catástrofe parcial en Three Mile Island (Pensilvania), era que los incidentes nucleares podían ocurrir y ocurrirían. Es más, si calculamos el riesgo acumulado de múltiples centrales durante varios años, el riesgo aumenta de manera considerable. En el caso de cien reactores en un periodo de veinte años, las posibilidades de un accidente aumentarían hasta el 45 por ciento[4].
Desde la construcción en 1954 de los primeros reactores, en todo el mundo se han producido dos accidentes nucleares calificados como 7 (el nivel más alto) en la escala internacional de accidentes nucleares. El de 2011 en Fukushima (Japón) es el más reciente. Ocurrió cuando un terremoto y el posterior tsunami provocaron el fallo de los sistemas de refrigeración, lo que generó explosiones y tres fusiones parciales. El accidente fue lo suficientemente grave como para que, en un determinado momento, llegaran a plantearse la evacuación de todo Tokio y aún perdura una zona de exclusión de 362 kilómetros cuadrados.
Más allá de los reactores nucleares, muchas otras ubicaciones han sido forzosamente desalojadas a causa de la contaminación radiactiva. En Mayak, en los Urales rusos, por ejemplo, una explosión en una instalación de residuos nucleares en 1957 provocó el desplazamiento de una columna de polvo radiactivo sobre un espacio aproximado de veintidós mil kilómetros cuadrados[5]. Un área de noventa y ocho kilómetros cuadrados próxima al lugar de liberación continúa vallada como “reserva de radiaciones” y no se permite el acceso[6]. En Hanford, en el estado de Washington, una antigua fábrica de producción de plutonio liberó una enorme cantidad (685.000 curies) de yodo radiactivo en un pico para obtener combustible para armas nucleares durante la Segunda Guerra Mundial[7]. Este lugar y los mil quinientos kilómetros cuadrados que lo rodean siguen acordonados porque albergan más de 190 millones de litros de residuos radiactivos de alta actividad y es sabido que varios de los tanques llevan quince años teniendo fugas.
Pero Chernóbil es el lugar más contaminado de todos. A pesar de que la explosión en el cuarto reactor tenía solo una fracción de la potencia de la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima, se cree que la lluvia nuclear liberada fue cuatrocientas veces superior gracias a la enorme cantidad de combustible nuclear alojada en el reactor dañado. En las horas siguientes a la explosión murieron dos personas. Entre las 134 que fueron hospitalizadas por exposición a la radiación, 28 fallecieron en los primeros días por envenenamiento por radiación. Aproximadamente doscientos mil de los llamados “liquidadores” que trabajaron en la limpieza de la zona se vieron expuestos por lo menos a cinco veces la dosis máxima anual de radiación aceptada internacionalmente.
En los alrededores, todo tipo de vida se vio afectada, a menudo de modos extraños y espantosos. Los animales preñados sufrieron abortos al disolvérseles dentro los embriones. Caballos que se encontraban a un kilómetro y medio de la planta nuclear murieron por la desintegración del tiroides. Todo un bosque de pinos se chamuscó con óxido rojo, perdiendo sus agujas y derrumbándose sin vida. Los gusanos de agua dulce pasaron de ser asexuales a reproducirse sexualmente.
Tras la evacuación inicial de la ciudad de Prípiat, se procedió a cerrar toda la zona: 2.500 kilómetros cuadrados, un área mayor que Cornualles que abarcaba dos ciudades principales y setenta y cuatro pueblos. Este lugar recibe varios nombres. El nombre oficial se traduce literalmente como “zona de alienación”. También se conoce como “zona muerta”. Es el medio ambiente más radiactivo de la tierra.
Estas zonas interiores radiactivas son consecuencia de la locura humana, de la arrogancia, de pactar con el diablo. Es evidente que han sido gravemente contaminadas, pero también es cada vez más palpable que la zona muerta no hace en absoluto honor a su nombre.
El pueblo de Paryshiv está a un kilómetro y medio por una pista llena de baches que atraviesa un denso matorral y un pasto abierto y tupido de hierba plateada medio aplastada por la acción de la lluvia y el viento. Casi todos los edificios de madera presentan un avanzado estado de colapso: desmoronados por todos lados y con las vigas al aire. En general, es como si acabaran de sufrir el paso de un huracán.
La cabaña de Ivan Ivanovitch es algo más resistente: construida con ladrillos, encalada y con un techo de chapa remendado con nieve. La puerta delantera está pintada de un alegre color turquesa y los marcos de las ventanas son azul cielo, aunque los bordes se ven descascarillados. Al otro lado de las ventanas cuelgan lánguidos visillos bordados. El patio delantero es de tierra apelmazada. Entre las dependencias derruidas se ha dispuesto un alambre por encima de la cabeza que hace las veces de tendedero. Un panorama de deterioro generalizado que no carece de atractivo. Gallinas negras picotean entre mis pies.
Ivan es más bajo que yo, encorvado por la edad, lleva una chaqueta acolchada muy desgastada, botas negras que le quedan demasiado grandes y un gorro con orejeras atadas en lo alto de la cabeza. Parece contento de vernos y habla sin parar en ucraniano, mientras yo sonrío y trato de asentir cuando toca a medida que Ludmilla, mi guía, intenta interrumpirle para traducir sus palabras.
—Se siente solo –dice Ludmilla.
Su esposa falleció hace dieciocho meses. Hasta hace poco tenían cinco vecinos en el pueblo. Ahora solo quedan dos. Por eso le gusta recibir visitas, lo que sin duda es una suerte para mí, porque no todos los residentes de la zona las aprecian.
Maria, la difunta mujer de Ivan, creció en este pueblo y pasó casi toda su vida en la zona. Él llegó a esta región para trabajar como guarda en la ciudad de Chernóbil y se unió a una de las granjas colectivas. Después del accidente en la central nuclear, ellos, como todos los demás, fueron reubicados: a los Ivanovitch se les asignó un alojamiento temporal en las afueras de Kiev. Les aseguraron que podrían regresar “pronto”.
De modo que esperaron. Fue una época desalentadora. Les preocupaba el ganado que habían dejado atrás, en Paryshiv, les costaba seguir la pista a los familiares cercanos y a los viejos amigos. Era muy diferente a la vida a la que estaban acostumbrados. Así que, en 1987, tan solo un año después del accidente, a pesar de todos los peligros de los que aún informaban los periódicos, decidieron volver.
Al principio fue difícil. Ellos, como tantos otros miles de samosely (literalmente, “autocolonos”) que regresaron ilegalmente a sus casas, tuvieron que hacerlo a pie y, a partir de ese momento, tuvieron que arreglárselas para pasar inadvertidos ante los soldados que patrullaban la zona de exclusión. Pero, según cuenta, él conocía a los guardas, por lo que no se lo pusieron muy difícil. En sentido estricto, supuestamente no debían estar allí, pero en 2012 el Gobierno ucraniano anunció que se haría la vista gorda ante la presencia de población no oficial –ancianos en su mayoría– en la zona de exclusión, e incluso llegaron a enviar regularmente asistentes sanitarios y les hacían llegar sus pensiones. Todavía hay electricidad, pero no agua corriente. Ivan nos cuenta orgulloso que tiene hasta un televisor, aunque reconoce que lleva un tiempo estropeado.
En Paryshiv tuvieron suerte. Gracias al patrón de radiación en forma de manchas de leopardo, su tierra no resultó “tan contaminada”. Los Ivanovitch tenían ganado, gallinas. Cultivaban verduras (aunque los jabalíes a menudo las desenterraban).
Le pregunto qué otros animales silvestres había. Él se ríe. Alza las manos en un gesto expansivo que no precisa traducción: vamos, inténtalo.
—¿Lobos?
—Por supuesto –responde–. Demasiados.
Señala una valla alta como una fortaleza que ha tenido que levantar para mantenerlos a raya. En las largas y oscuras noches solitarias puede oír sus aullidos. Nos cuenta que hace unos meses el terreno próximo a la casa era frecuentado por una loba que criaba una camada; los veía correteando cada mañana a la luz del amanecer.
Lo cierto es que en la zona abunda la vida salvaje. Nadie sabe exactamente cuántas muertes se produjeron en el periodo inmediatamente posterior al accidente, aunque se da por hecho que en las zonas más afectadas (como las hileras de árboles abrasados y destruidos en el Bosque Rojo) los niveles de radiación fueron suficientes para matar hasta el último mamífero en cuestión de pocas horas o días. Sin embargo, con el paso de las estaciones la regeneración comenzó de pleno. Volvieron a aparecer animales como el lince, el jabalí, el ciervo, el alce, el castor, el búho real, etcétera –muchas de estas especies eran poco comunes y su población cada vez menor en el resto de la Unión Soviética, pero hallaron refugio en el bosque y en las tierras de cultivo que conforman el grueso de la zona de exclusión–. Pasados diez años, todas las especies animales como mínimo habían duplicado su número en la zona. En 2010, la cifra de lobos se había multiplicado por siete[8]. En 2014, por primera vez en un siglo se divisaron osos pardos en Chernóbil.
La recuperación medioambiental aparentemente extraordinaria en el área que rodea el reactor –a pesar de los niveles perjudiciales de contaminación, incluso hoy en día– podía considerarse un estimulante experimento mental hecho realidad. Tal como ha sugerido James Lovelock, esta “presencia imprevista” de vida silvestre tal vez sugiera que los métodos de agresión –cuanto más terroríficos e insidiosos, mejor– son la manera más eficaz de mantener a la gente fuera de las reservas naturales.
Otros casos similares incluyen el Refugio Nacional de Vida Silvestre de Vieques, en Puerto Rico, un país de las maravillas tropical de 18.000 acres (unas 7.300 hectáreas) cuyas aguas bioluminiscentes albergan especies raras como la tortuga verde y el manatí antillano, mientras que en sus frondosos bosques encontramos ciento noventa especies de aves y nueve de murciélagos. Funciona a la vez como un depósito aislado para las enormes cantidades de munición sin estallar, napalm, uranio empobrecido y armas biológicas que fueron arrojadas en aquel emplazamiento cuando era el Campamento García de la Marina de Estados Unidos. Grandes extensiones permanecen clasificadas como “superfondo” y están, por consiguiente, vedadas a los visitantes.
En Colorado, el refugio nacional de vida silvestre Rocky Mountain Arsenal, una antigua instalación de armas químicas que producía de todo, desde sarín a gas mostaza, se destinó a reserva de la vida silvestre después de que en 1986 se avistaran nidos de águilas de cabeza blanca, que por aquel entonces era una especie en peligro de extinción. También los perritos de las praderas, los venados burra, los halcones, las lechuzas y los coyotes comenzaron a establecerse en los campos abandonados que se habían acordonado tras la Segunda Guerra Mundial, de modo que quedaron protegidos de la invasión constante de la expansión urbana de Denver, que en la actualidad rodea el lugar por tres de sus costados. Recientemente se ha reintroducido el bisonte y la vida silvestre parece arreglárselas perfectamente a pesar de las sustancias químicas nocivas que se cree que todavía lixivian las aguas subterráneas. Lo mismo sucede en la zona colchón alrededor de la antigua fábrica de Hanford: la estepa de arbustos que bordea el lugar contaminado es también el hogar de águilas de cabeza blanca, garzas azules, pelícanos blancos americanos y puercoespines, y fue declarada área protegida o monumento nacional estadounidense en 2000.
Pero Lovelock fue aún más lejos: podemos optar por contaminar la tierra, creando voluntariamente zonas de exclusión como método de protección perverso. Tal vez, reflexionaba, “pequeños volúmenes de residuos nucleares procedentes de la producción de energía debieran almacenarse en bosques tropicales y otros hábitats necesitados de un guardián fiable para impedir su destrucción por parte de promotores codiciosos”[9].
Por tanto, ¿Chernóbil es un erial radiactivo o es un refugio seguro? La respuesta es que ambas cosas. Inmediatamente después del accidente nuclear se produjo un enorme pico de radiación ionizante. Pero muchos de los elementos radiactivos que se liberaron eran altamente inestables. Se autodestruyeron, algunas veces en cuestión de segundos. Otras, de semanas. El producto más temido de la fisión nuclear, en relación a su impacto sobre la salud, es el yodo 131, que el cuerpo absorbe con gran facilidad. El yodo 131 se almacena en el tiroides, donde emite radiación beta nociva que daña la carne en el área inmediata y causa o bien la destrucción de la glándula o, en dosis inferiores, cáncer. (Al menos cuatro mil casos de cáncer de tiroides en los niños de Bielorrusia, Ucrania y Rusia se han atribuido al efecto de radionucleidos).
No obstante, el yodo 131 tiene una vida media de solo ocho días, lo que significa que en el primer mes su radiactividad descendió hasta una decimocuarta parte de sus niveles originales y desde entonces ha continuado disminuyendo al mismo ritmo. A mediados de la década de 1990, el nivel de radiación total en la zona era más de cien veces más bajo que justo después del accidente. En gran medida, la radiación en la zona se ha reducido a niveles similares a los que se pueden experimentar en un avión como resultado de los rayos cósmicos o durante un escáner de diagnóstico médico. Actualmente, casi todas las preocupaciones se centran en los radionucleidos cesio 137 y en el estroncio 90, que tienen una vida media de unos treinta años y son fácilmente absorbidos por las plantas; esa es su forma de abrirse paso en la cadena alimentaria. En consecuencia, la flora y fauna de la zona se han vuelto radiactivas: más de la mitad de su exposición a la radiación es interna, es decir, la emiten sus propios cuerpos. Gran parte de los productos de la zona (setas, frutas del bosque, pescado, carne de jabalí) se consideran demasiado peligrosos para el consumo humano. Pero estos organismos no están necesariamente demasiado dañados para poder vivir.
¿Dónde se acumula la radiación?[10] En los líquenes, en el verdín de los estanques, en los caparazones de los caracoles y los mejillones, en la savia del abedul, en los hongos, en la ceniza de la madera, en los dientes humanos.
Tendrán que pasar otros doscientos setenta años antes de que el radiocesio y el radioestroncio disminuyan a niveles relativamente seguros. Los efectos de esta irradiación de baja intensidad a largo plazo no están nada claros y han dado lugar a una especie de disputa científica. El portavoz de uno de los grupos, liderado por Anders Pape Møller, de la Universidad de París-Sur, y Timothy Mousseau, de la Universidad de Carolina del Sur, ha hecho saltar las alarmas al señalar una plétora de terroríficas anormalidades encontradas en las poblaciones animales de la zona: un mayor índice de cataratas en los pájaros cantores, albinismo y tumores en las golondrinas. Afirman que en las áreas más contaminadas no hay rastro de mariposas, arañas, saltamontes ni abejas[11], y que los árboles caídos y las hojas se descomponen con una lentitud preocupante[12]. La tala de cualquier árbol revelará el accidente grabado en su núcleo: antes, los anillos del árbol estaban ampliamente espaciados y eran pálidos; después, la madera presenta un aspecto anaranjado de capas densas como resultado del escaso crecimiento[13]. Aseguran que, en general, en las áreas más contaminadas hay menos animales y que estos tienen una vida más corta y problemática.
Casi todos los demás científicos adoptan un punto de vista más comedido e, incluso, de cauteloso optimismo (lo que a veces contradice frontalmente los hallazgos de los primeros). Por ejemplo, un equipo liderado por James C. Beasley, de la Universidad de Georgia, ha catalogado catorce especies de grandes mamíferos en la zona empleando cámaras por control remoto[14] y ha descubierto que su distribución no se había visto interrumpida ni siquiera en las zonas extremadamente contaminadas. Otros estudios similares no han hallado ninguna reducción en el número de jabalíes y roedores[15], lo que indica una sorprendente resiliencia frente a una exposición a largo plazo. En otras palabras, aunque la radiación no les hace ningún bien, los beneficios de la ausencia de humanos compensan con creces el daño. Encontramos incluso una escuela de pensamiento –si bien marginal– que propone que un nivel de radiación bajo podría incluso resultar beneficioso, porque crearía organismos más resistentes al daño y las enfermedades mediante la estimulación de la reparación del ADN o de las respuestas inmunitarias; es la “hipótesis de la hormesis”.
Parece innegable que la vida silvestre ha regresado masivamente a la zona. Nada más cruzar el primer puesto de control, veo tres corzos (completamente inmóviles bajo un emparrado cubierto de nieve, exhalan vaho por los orificios nasales) y siento que el lugar está en vías de expansión y repleto de vida. Ivan ve jabalíes y lobos en la hierba crecida en lugares donde antes nunca los había visto. En cualquier caso, resulta difícil calibrar el daño. No vemos los que han nacido muertos, atrofiados, los mutantes que han perecido y se los han comido antes de que nadie los observara. Incluso, cuando encontramos alguno –los pinos bicéfalos con los que tropecé en Yanov, con el tronco retorcido y las ramas entrelazadas, gemelos unidos en guerra con sus hermanos–, estos ejemplares no nos indican gran cosa.
Las mutaciones, como los cánceres, ocurren de manera natural; la cuestión es la frecuencia con la que lo hacen. En los primeros años después del accidente, los servicios de salud se prepararon para una avalancha de casos de leucemia y enfermedades misteriosas entre la población humana local. Se atribuía todo y más a los efectos de la lluvia radiactiva: en la prensa se publicaban fotografías de niños que nacían con todo tipo de deformidades y se fundaban organizaciones benéficas en su nombre, gracias a una desbordante efusividad de culpabilidad y arrepentimiento públicos. Sin embargo, según la Organización Mundial de la Salud y las Naciones Unidas, el repunte de los casos de cáncer de tiroides (tratable en la mayoría de los casos) y las cataratas eran los únicos resultados médicos que podían vincularse de manera inequívoca a la radiación. Los demás casos, pese a ser angustiosos, no son todavía atribuibles a la radiación con la suficiente certeza[16].
Al mismo tiempo, es difícil afirmar con seguridad que no lo sean. Son muchas las personas que se muestran escépticas ante las optimistas conclusiones de las organizaciones internacionales y de los datos en los que se basan[17]. Nunca se ha realizado un estudio epidemiológico a gran escala que haya logrado zanjar la cuestión.
En cualquier caso, el impacto psicológico de la contaminación nuclear ha sido enorme. Una imprecisa constelación de desórdenes conocida como el “síndrome de Chernóbil” –para la que se ha llegado a sugerir un origen psicosomático– es común entre la población afectada y, sea cual sea su causa, es fuente de enfermedades y un sufrimiento reales. Las 116.000 personas que fueron reubicadas a la fuerza y otras 270.000 que habitan regiones que se vieron afectadas están profundamente traumatizadas por los acontecimientos de 1986. Muchas de ellas perdieron sus hogares y redes de apoyo, otras perdieron fuentes de ingresos tras la ilegalización de la venta de productos agrícolas procedentes de las áreas afectadas. En términos generales, para las comunidades afectadas las “enfermedades de la civilización” vinculadas a la pobreza y una salud mental débil cons-tituyen una amenaza muy superior a la exposición a la radiación.
El alarmismo, la falta de fiabilidad informativa y la persistente creación de mitos locales han contribuido asimismo al “fatalismo paralizador”, es decir, cuando son los propios residentes de las áreas afectadas los que creen que están condenados a la mala salud, al margen de lo que hagan o dejen de hacer, y, en consecuencia, toman decisiones vitales imprudentes: abusan del alcohol o de las drogas, fuman en exceso y consumen libremente los hongos, las bayas y la carne de caza procedentes de áreas que se sabe que siguen estando altamente contaminadas. “¿Qué más da, si de todas formas ya estamos envenenados?”, razonan.
Le pregunto a Iván si él come frutas del bosque. O setas.
—Pues claro –dice–. Ambas cosas.
También cazaba, y pescaba en los ríos. Ahora su salud no se lo permite. Está mayor. Agarrotado. Tiene achaques. Ha cumplido ochenta y un años.
Ludmilla y él hablan en ucraniano durante varios minutos.
—Le he dicho que vaya al hospital –me explica ella en una pausa–, pero dice que no tiene seguro médico y que el hospital de Kiev no le gusta.
Se advierte cierto malestar, porque Ivan piensa que debería recibir una pensión más elevada, pero las autoridades le piden papeles que él no puede proporcionar. La entrevista concluye. Ludmilla le aprieta el brazo. Al irnos, veo que le desliza discretamente dinero.
Está oscureciendo. Deshacemos el sendero lleno de baches hasta la carretera. Mientras, se enciende otra luz en el pueblo.
El suelo de la parte de atrás del Café Pripyat está empapado y cubierto de una nieve pesada y aguada. Esta cafetería a orillas de un lago fue un lugar estratégico en los días de desesperación posteriores a la explosión del reactor. Con las llamas aún activas y la amenaza de una segunda explosión mucho mayor pendiendo sobre sus cabezas, se enviaron centenares de liquidadores a recoger arena, plomo y carburo de boro y meterlos en sacos para que los helicópteros pudieran lanzarlos sobre el núcleo candente.
Lechos de hojas oscuras en proceso de convertirse en abono; las hojas superiores son negras y brillantes como el caparazón de un escarabajo. El edificio es de hormigón y responde a un diseño brutalista poco habitual: unos pilares de hormigón en forma de V sostienen una gran plataforma de observación cuya superficie exterior de cemento pulido está formada por placas mojadas que, al desprenderse, permiten ver las oxidadas vigas metálicas del interior. Un proceso de ruina orgánico: estas estructuras artificiales son tan vulnerables al deterioro como nosotros: precisan una atención constante, estar ocupadas. Es nuestra presencia lo que las mantiene operativas.
La degeneración nunca está muy lejos. Sus tripas, huesos y musculatura se esconden tras una fina capa de yeso y pintura. Solo hace falta un invierno húmedo o una primavera fértil para que una casa desocupada se cubra de moho y hongos. Las ventanas se empañarán. El rigor mortis del entorno construido se apoderará de todo: las puertas se atascarán, las juntas se expandirán. Pero la estructura como un todo se mantendrá en pie hasta que se rompa el techo y se filtre el agua, y es entonces cuando la podredumbre empezará a actuar en serio…
Atravieso una puerta que tiene el pomo arrancado y accedo a la sala principal de la cafetería. El techo de madera contrachapada se derrumbó hace tiempo y los tablones que la sostenían se amontonan sin orden ni concierto unos sobre otros, con los clavos salidos. El propio tablero se ha vuelto flexible y maleable como un trozo de tela y cuelga formando arcos parabólicos que cubren débilmente las nervaduras de la mampostería y la madera. Toda esta escena de desolación está cubierta de polvo de color crema de menta que suaviza el efecto y pule los bordes desgarrados.
La estancia está dominada por una enorme vidriera que ocupa toda la pared del fondo y que escenifica la salida por el oeste de una luna en un cielo azul eléctrico y carmesí; en el este, un sol brillante con una aureola de colores púrpura, naranja y dorado. Intercaladas hay cuatro mujeres deiformes ataviadas con una simple túnica y pechos con forma de copa: son las estaciones. El Invierno deja caer copos de nieve con una mano mientras con la otra sopla una delicada trompeta escarlata; la Primavera mira las estrellas y esparce pequeñas semillas en forma de paquetitos; el Otoño sostiene una rama de hojas amarillentas y arroja lluvia. La única e incorpórea mano del Verano descansa sobre su hombro. El friso ha sido minuciosamente elaborado a partir de miles de tiras de vidrio de colores, aunque la mayoría de los paneles están destrozados y su contenido yace desperdigado por el suelo. Cruje bajo mis pies.
Salgo fuera, desciendo unos escalones y, de pronto, de buenas a primeras, el dosímetro que guardo en el bolsillo eleva su voz desde el esporádico clic al crujido de ruido blanco antes de sobrecargarse y dar la voz de alarma: una sirena de dos notas con un timbre y un tono que parecen pensados para volver loco a cualquiera. Siento una descarga de adrenalina.
—¿Qué ocurre? –pregunto asustada.
Me avergüenzo de mi reacción, pero soy incapaz de contenerme. El silencio, la ausencia de olor y la invisibilidad del peligro se apoderan de mi mente. Es como tener los ojos vendados en una habitación llena de puñales envenenados.
—¿Qué ocurre?
Ludmilla hace un gesto con la mano dando a entender que no pasa nada.
—Punto caliente –dice.
Mi miedo se esfuma al oírlo, de la misma forma que un diagnóstico médico grave en ocasiones puede proporcionar alivio. Señala el escalón inferior: al volver del reactor, los liquidadores se sacaban el barro de las botas y se quitaban la ropa aquí antes de acceder a los minibuses que los esperaban aparcados allí delante. (Los minibuses quedaron demasiado contaminados para disfrutar de una segunda vida y se enterraron al cabo de un tiempo en vastas fosas comunes revestidas de hormigón). El polvo que quedó tras ellos ha dejado un rastro radiactivo que persiste en nuestros días.
Sostengo mi dosímetro sobre lo que parece ser el epicentro del punto caliente –una losa de hormigón envuelta en el moho de las hojas– y veo cómo suben los números. Se detienen al llegar a los 15,82 microsieverts, cerca de cien veces la dosis de fondo. Ludmilla coloca su mano sobre la mía y el dosímetro que ella sujeta parece más grande, más profesional. Su lectura es diferente, más elevada.
—Le gusta el cesio –dice encogiéndose de hombros, y, aunque no entiendo por qué, siento celos.
—¿Puedo cogerlo? –pregunto.
Agarro el aparato, que se pone a gritar, pero enmudece en cuanto me alejo. Me relajo.
El cielo es una nube blanca, demasiado brillante para poder mirarlo. No corre el aire. Continúo bajando por los escalones hasta el muelle privado de la cafetería, desde donde contemplo la delicada curva de hielo que cubre la superficie del lago, que no se rompe cuando le tiro una piedra. Me pongo a pensar cómo en todas partes el pasado se imprime en el presente, pero en ningún otro sitio resulta tan tangible como aquí. Surco el presente a ciegas, con un dosímetro como antorcha.
La zona está llena de puntos calientes. A veces aparecen marcados por pequeñas señalizaciones amarillas en forma de piruleta, donde resalta el trébol nuclear con el símbolo internacional de la radiación ionizante en color rojo. Estos letreros están repartidos por toda la zona, marcan los lugares que se deben evitar. No son exactamente peligrosos, pero no se debe permanecer en ellos mucho tiempo.
En el límite de la ciudad pasamos junto a otro cartel que queda al lado de la carretera.
—¿Podemos parar?
El conductor se encoge de hombros. Salgo del vehículo, camino hasta el arcén, donde está el letrero, y empiezo a dar pisotones hasta que oigo el gorjeo del dosímetro. Todo cuanto veo es un campo de hierba espesa y tupida que sobresale a través de una fina capa de nieve. Sin pastar, sin cortar. Las plántulas de pino despuntan en los bordes del claro, en medio de un resplandor de abedules cuyas delgadas ramas superiores de color rojizo y vino surgen de troncos plateados y brillantes. Una fina capa de niebla blanca flota a medio metro del suelo, etérea, esperando a ser atravesada. Ha comenzado a nevar. Gruesos copos caen a cámara lenta sobre mi pelo, coronándome.
Cierro los ojos y me llevo los dedos fríos al rostro, imagino que estoy cubierta de radiación y que esta me sumerge en una corriente de la que solo soy consciente de manera abstracta; su existencia es una cuestión de fe. Pienso en que una cosa es entender el concepto en una conferencia y otra muy distinta es comprenderlo con tu cuerpo a merced de ella. Esto último requiere cierto espíritu místico, uno al que no estoy acostumbrada. Me rindo a él, a su poder superior. Siento que se desdibujan mis fronteras, que se difuminan. Rayos gamma que me atraviesan en su camino a otra parte.
Al cabo de poco más de un minuto, me alejo y la sirena emite un crujido. No siento nada. Pienso: “No tengo miedo”.
Este texto pertenece al libro Islas del abandono. La vida en los paisajes posthumanos que, con traducción de Lucía Barahona, acaba de publicar Capitán Swing.
Notas:
[1] Iurii Shcherbak, Chernobyl: A documentary story, Nueva York: St. Martin’s Press, 1989, p. 55.
[2] Yuri Korneev, citado en el documental La batalla de Chernóbil, dirigido por Thomas Johnson (2006).
[3] Revista Soviet Life, febrero de 1986, citado en “Odds of a meltdown ‘one in 10,000 years’ Soviet official says”, Associated Press, 29 de abril de 1986.
[4] ‘The next nuclear meltdown’, New York Times, 8 de mayo de 1985, A, p. 26.
[5] Comisaria Greta Joy Dicus, de la Comisión Reguladora Nuclear de Estados Unidos, presentación en la reunión conjunta de la American Nuclear Society, sección de Washington D. C. y la Health Physics Society, capítulo Baltimore-Washington, 16 de enero de 1997.
[6] Fred Pearce, ‘Exclusive: First visit to Russia’s secret nuclear disaster site’, New Scientist, 7 de diciembre de 2016.
[7] C. M. Heeb, ‘Iodine-131 releases from the Hanford Site, 1944 through 1947’, Oak Ridge, TN: Oficina de Información Científica y Técnica de Estados Unidos, 1993.
[8] T. G. Deryabina, S. V. Kuchmel, L. L. Nagorskaya, T. G. Hinton, J. C. Beasley, A. Lerebours y J. T. Smith, ‘Long-term census data reveal abundant wildlife populations at Chernobyl’, Current Biology, 25 (19), 2015, R811-R826, doi:10.1016/ j.cub.2015.08.017.
[9] James Lovelock, “We need nuclear power, says the man who inspired the Greens”, Daily Telegraph, 16 de agosto de 2001.
[10] Para una visión general del impacto sobre la fauna de Chernóbil apta para el lector general, recomiendo Mary Mycio, Wormwood Forest: A natural history of Chernobyl, Washington D. C.: Joseph Henry Press, 2005.
[11] Se puede encontrar un magnífico resumen de sus conclusions en T. A. Mousseau y A. P. Møller, ‘Genetic and Ecological Studies of Animals in Chernobyl and Fukushima’, Journal of Heredity, 105 (5), 2014, pp. 704-709, doi:10.1093/jhered/esu040.
[12] T. A. Mousseau, G. Milinevsky, J. Kenney-Hunt y A. P. Møller, ‘Highlyreduced mass loss rates and increased litter layer in radioactively contaminated areas’, Oecologia, 175 (1), 2014, pp. 429-437, doi:10.1007/s00442-014-2908-8.
[13] T. A. Mousseau, S. M. Welch, I. Chizhevsky, O. Bondarenko, G. Milinevsky, D. J. Tedeschi y A. P. Møller, ‘Tree rings reveal extent of exposure to ionizing radiation in Scots pine Pinus sylvestris’, Trees, 27 (5), 2013, pp. 1443-1453, doi:10.1007/ s00468-013-0891-z.
[14] S. C. Webster, M. E. Byrne, S. L. Lance, C. N. Love, T. G. Hinton, D. Shamovich y J. C. Beasley, ‘Where the wild things are: influence of radiation on the distribution of four mammalian species within the Chernobyl Exclusion Zone’, Frontiers in Ecology and the Environment, 14 (4), 2016, pp. 185-190, doi:10.1002/fee.1227.
[15] Para más información, véase T. G. Deryabina, S. V.Kuchmel, L. L. Nagorskaya, T. G. Hinton, J. C. Beasley, A. Lerebours y J. T. Smith, ‘Long-term census data reveal abundant wildlife populations at Chernobyl’, Current Biology, 25 (19), 2015, R824-R826, doi:10.1016/j.cub.2015.08.017. Un debate interesante sobre la falta de consenso en esta área de estudio puede encontrarse en N. A. Beresford, E. M. Scott y D. Copplestone, ‘Field effects studies in the Chernobyl Exclusion Zone: Lessons to be learnt’, Journal of Environmental Radioactivity, 2019, doi:10.1016/j.jenvrad. 2019.01.005.
[16] “Todate, there has been no persuasive evidence of any other health effect in the general population that can be attributed to radiation exposure”, Comité Científico de las Naciones Unidas para el Estudio de los Efectos de las Radiaciones Atómicas, 2008, citado en el informe ‘Sources and Effects of Ionising Radiation’, Nueva York: ONU, 2011. Las cataratas y la exposición prolongada a las radiaciones de baja intensidad fueron analizadas en un comunicado de la Organización Mundial de la Salud, ‘1986-2016: Chernobyl at 30’, 25 de abril de 2016.
[17] Para una clamorosa advertencia de los costes para la vida y la salud pública que pueden haber ocurrido y pueden seguir ocurriendo sin que sean denunciados ni estudiados, véase Kate Brown, Manual de supervivencia. Chernóbil. Una guía para el futuro, Madrid: Capitán Swing, 2019.