Ya se sabe que en la Sala Negra de los Teatros del Canal se presentan espectáculos arriesgados. iSlave. Un drama musical contemporáneo pertenece a esa categoría como también pertenece a la de las llamadas artes híbridas. Esa en la que no se sabe a dónde mirar o en qué fijarse porque ¿es danza? ¿es música? ¿es una instalación artística? ¿es teatro?
A esa pregunta de a dónde mirar, contribuye la distribución de los elementos en el espacio escénico. Desde la proyección de los videos sobre Steve Jobs, el CEO de Apple, anunciando el revolucionario iPhone en una esquina del escenario hasta la pantalla colgada sobre la que se proyecta distintos territorios sobrevolados cenitalmente. Una proyección que alterna con citas de la Internacional Situacionista y su profeta, Guy Debord.
A lo que se añade un texto proyectado. Reflexiones sobre la relación de los seres humanos con las redes sociales y con ese móvil que no se puede dejar de consultar. Y, cómo esa especie de esclavitud mediada por la adicción tiene que ver con la falta de esprit de joy de vivre de los tiempos actuales. Vamos, el puro aburrimiento.
Una esclavitud que se basa en otra. Esta segunda mediada por las necesidades básicas de vida de los trabajadores que construyen chips, móviles, y todo lo que tiene que ver con las tecnologías de la información que nos tienen enganchados al resto del mundo.
El mensaje es que los grandes monstruos tecnológicos, si se analizan en cuanto a su capitalización en bolsa, basan su negocio en la esclavitud. La de sus clientes y la de la mano de obra baratísima y en condiciones precarias de las fábricas, chinas para más señas, en las que se producen.
Materia para una historia y una buena historia hay. Pero no parece que vaya a ser esta. La combinación de datos, textos escritos, danza, música juegos de luz, elementos escenográficos parecen ir cada una por su lado. Además, de que no parecen estar en sintonía en términos de calidad.
En principio, falla la danza. Hay algo de repetitivo o ya visto en cómo se baila y, en comparación a otras danzas, no destaca por nada. Los textos proyectados tampoco destacan por nada ni en forma ni en contenido. Y, las reflexiones de Guy Debord, están tan altas, al menos para las primeras filas que hay que dejarse el cuello para leerlas, además de que hay que estar atentos, pues si no, el espectador se las pierde.
Por otro lado, no se entiende muy bien la compartición del espacio, ni porqué parte de los músicos, los que tocan la percusión y usan los ordenadores, están escondidos detrás de esas pantallas hechas de tiras. Pantallas que, de nuevo, impide ver adecuadamente las proyecciones que se hacen sobre el fondo del escenario sobre el valor bursátil de empresas como Apple, Microsoft, Alphabet, Meta, Samsung, Intel y la desconocida Foxconn que provee de elementos a las anteriores.
Son cosas que pasan cuando se asumen riesgos. Que por muy potente y bien curriculados que estén sus componentes, aquello no funciona. Claro que ese buen currículo siempre dejará algo a destacar.
En este caso, el juego al que juegan los dos oboístas. Una especie de air-hockey lanzándose una pieza redonda cada vez que soplan sus oboes con intención y estrategia para dar al otro es realmente bonito. Igual que la idea de moverse por una cuadrícula a golpe de oboe, a la vez que se mueven a las casillas que se iluminan y evitando las casillas que se llenan de logos, normalmente de grandes tecnológicas.
Aunque sin duda, lo mejor es la música de Alberto Bernal. Tanto en su composición como en su interpretación. En el primer caso, porque los códigos contemporáneos se usan de una forma que poco a poco van ganando en complejidad sonora y reinterpreta, en cierta manera, el minimalismo de los años ochenta que tan bien ha acompañado a la creación de un imaginario tecnológico. En el segundo, porque sus intérpretes, más allá de tocar su instrumento, son parte de la pieza y juegan en ella mientras tocan bajo la dirección de escena. Con ese final que se queda en el gesto de tocar más que en hacer sonar el instrumento.
Por eso, en la confusión de elementos usada en la puesta en escena, es la música la que se va haciendo con el espectáculo y el público. Una pieza musical que, debido a la puesta, no se oye libre de prejuicios y, por tanto, no puede apreciarse en lo que vale. Habrá que esperar a otro montaje, si es que se ha creado para subirla a escena, o a que se programe dentro de un concierto para apreciarla en lo que vale.