Con una población aproximada de algo más de nueve mil personas el Delta del Paraná en Argentina es a un tiempo un lugar de arraigo y un lugar de paso. Como el propio río que come a bocados la costa de una orilla y, en la otra, va depositando el limo que enredado en el junco formará otra isla. En la lancha colectiva, esas embarcaciones de madera que empezaron a funcionar en los años 30 y que todavía lo siguen haciendo hoy como entonces, cualquier observador puede distinguir las distintas oleadas colonizadoras y pobladoras de estas islas. Las antiguas familias que aún viven de la pesca, de la caza furtiva o de la recolección del junco y que se distinguen por el apellido familiar: son los Deghi, los Belén, los Ramaro, los Gómez o los Ricciardo. Pero a diferencia de las viejas familias patricias de la ciudad esta aristocracia acuática sigue viviendo en sus ranchos o haciendo gala de una profunda austeridad. Como si las constantes avenidas de agua hubieran convertido la desposesión en su única certeza. Algunos dicen que hay familias isleñas millonarias pero la riqueza aquí no se ha convertido en ostentación. Y ni la edad ni la acumulación de bienes los protege de esa ansiedad por seguir plantando, por seguir recolectando, pescando o cazando. Su identidad isleña no está en lo que tienen sino en lo que hacen y lo siguen haciendo hasta el último día de sus vidas.
Algunas de esas familias ni siquiera recuerdan cuándo se instalaron en el Delta como si llevaran aquí desde la noche de los tiempos. Algunas lo hicieron en época de la colonia y alguna seguramente desciende, por sus características fenotípicas y por los patronímicos, de esclavos libertos. Esos son los isleños auténticos, los que llevan generaciones viviendo en estas tierras ganadas al río. Pero hubo un tiempo en que los colonizadores fueron inmigrantes europeos. Todavía hoy se puede distinguir isleños de edad con rasgos característicos del norte o de centro Europa, con acentos mezclados y cadencias extranjeras. Durante la primera mitad del siglo XX estas islas fueron destinadas a plantaciones de fruta, sobre todo cítricos, pero también ciruela, manzana y pera. En los años cincuenta del siglo pasado era común ver a los isleños en sus barcas de madera plana, las chatas, llegar al Puerto de Frutos en el municipio de Tigre con grandes canastos de mimbre repletos de frutas de todos los colores. Fueron los jesuitas los que se instalaron allá por el siglo XVIII en esta zona con el propósito de evangelizar a los indígenas y, viendo la feracidad de la tierra, introdujeron los frutales como medio de subsistencia. Después de siglos de agonía algo debió quedar en la memoria de los colonos para que los inmigrantes recién llegados probaran suerte, otra vez, con la misma mercancía. Y el delta prosperó hasta que en la década de 1960 la construcción de la ruta hacía la provincia de Río Negro abarató la producción frutícola de aquellos valles y los isleños vieron cómo la decadencia y el abandono comían sus esfuerzos con la misma insistencia con que el río va engullendo y socavando los albardones. Así a finales del siglo pasado muchas quintas quedaron abandonadas y sus moradores emigraron a la ciudad en busca de un mejor pasar.
Durante décadas el Delta agonizó, las casas y las quintas abandonadas y el río esquivo con ese doble movimiento comiendo en algunas costas, depositando en otras. Fue entonces cuando empezaron a llegar los paraguayos. Vaya a saber por qué, si por la familiaridad de los nombres –miní, guazú, chaná–, que delata una arraigada presencia guaraní antes de la conquista, pero lo cierto es que los inmigrantes paraguayos encontraron en el Delta algo de lo propio. Trabajadores golondrina, van y vienen, tejen redes familiares que los llaman y se van turnando en el trabajo estacional entre hermanos, primos, cuñados en un tupido trasiego a través del río. Acostumbrados a la floresta, como ellos mismo llaman a la selva, el monte deltaico es su sucedáneo, esa anomalía subtropical demasiado al sur del mapa; cortan madera, plantan álamo o sauce en quintas ajenas; también recolectan junco, grandes mazos segados a mano con pequeñas hoces curvas mientras intentan evitar el aguijón de las temibles rayas; cazan y pescan como complemento a la dieta tal y cómo hacían, no hace tanto, sus antepasados indígenas. Y como ellos van trazando arraigos provisionales, flotantes, inestables como los camalotes o toda esa verdura suspendida sobre el agua. Y es así que van construyendo un país fluido, una geografía móvil y propia, trazada durante décadas por sus recorridos y que desafía las fronteras de los mapas.
Arraigados y nómadas. En medio, gente venida del Litoral, aguas arriba, empujados por el hambre y las promesas del río: colonos de Moisesville, puesteros de estancias, aparceros de latifundios, braceros de los yerbales, fugitivos de alguna ley, mujeres de “mala” vida. Un mosaico humano caracterizado por sus enormes diferencias: étnicas, lingüísticas, por sus diferencias históricas que es lo mismo que decir por distintas experiencias. Y, sin embargo, han sido capaces de crear una comunidad y de reconocerse en ella. Una comunidad en los márgenes que no es lo mismo que una comunidad de marginales. Porque como muy bien vio Roberto Arlt, “(…) las islas (fueron) colonizadas, no por hombres que (pretendieron) enriquecerse sino por hombres que (quisieron) vivir sin que les fatigaran la dignidad” (2007: 13). Y esa forma de entender su destino es lo que ha hecho de este grupo humano una comunidad intencional en los márgenes del Estado, sujetos a la ley del río. Aparentemente arbitraria para los foráneos pero comprensible para los que saben qué futuro depara el pampero, qué anuncia la retirada súbita del agua o el silencio de los benteveo. Los isleños no se definen por lo que son sino por lo que hacen y lo que hacen no es otra cosa que medirse constantemente con el río.
Por eso cuando el 24 de marzo de 1976 la Argentina amaneció bajo un régimen militar, en el país del agua sintieron que eso pasaba en otro lugar y que les estaba pasando a otros, que no eran ellos. A pesar de haber crecido bajo un mismo cielo y de haber cantado a la misma bandera, con ese sol guerrero ceñudo y enojado en el centro, qué les podía afectar un nuevo gobierno, militar esta vez, a estos colonos desobedientes si el Estado pocas veces se había hecho presente en estos arrabales. Todos o casi todos tuvieron la impresión de que lo que estaba pasando sucedía en tierra firme, en el pueblo, en el continente como se le llamó, en distintas épocas, a los municipios de pertenencias de las islas. El Proceso de Reorganización Nacional, como los militares autodenominaron su propio plan de disciplinamiento social y laboral y su proyecto de exterminio, daba por supuesta la realidad incontestable de una nación de la que los isleños siempre se sintieron –y se quisieron– excluidos. Tal vez fuera la existencia de esta “nación clandestina” en el país del río lo que permitió que los militares utilizaran instalaciones propias –de la Prefectura, de la Armada, de la Policía de Islas o de la Gendarmería– como centros de detención ilegal, convirtiendo el Delta en una gran tumba colectiva.
Casi cuarenta años después, cuando empecé a recorrer ríos y arroyos preguntando por los “años de plomo”, pocos se atrevían a comentar lo que habían visto y oído. Hizo falta muchas visitas, muchos mates a la tardecita, viendo la crecida del río o la bajante de las aguas, para encontrar isleños que quisieran hablar de lo que recordaban. Y los relatos más preciosos, por sinceros y pormenorizados, fueron los de las mujeres. Como si en ese acto de rebeldía contra el olvido voluntario de maridos, padres y hermanos ellas estuvieran reivindicando una voz tantas veces negada o estuvieran aferrándose a los recuerdos como la única manera de hacerse visibles, portadoras de un secreto. La transcripción de esas conversaciones me permitió entender la distancia real entre este mundo de juncos, carpinchos y tarariras y aquel otro mundo al que se supone que pertenecen. En la cadencia de las frases, en las formas de enunciar, en lo que no se dice, pero se insinúa, encontré otra lengua, otra patria. En esos relatos, pocos parecen sentir culpa por saber lo que estaba pasando y no hacer nada. Peor aún: ni siquiera imaginar que se podía hacer algo. Como si en algún lugar de su memoria estos habitantes del agua hubieran comprendido cuál era el precio de su supervivencia y éste no era otro que el de su silencio. Y es esta indiferencia, la aceptación distante del dolor del otro, la cifra más exacta del fracaso, después de décadas de adoctrinamiento patriótico, del proyecto nacional, de esa utopía de próceres, escarapelas y banderas.