Soy y me llamo Iván y, como Carmen y Carlos, vivo perplejo en mi paradoja”. Algo así, como los protagonistas de su penúltimo trabajo para la televisión Par pa dos, Marisa Paredes y Eusebio Poncela, podría decir Iván para presentarse. Hasta que una mala conjunción hepato-circulatoria, se lo llevó de este perro mundo. Mientras el 2009 se despedía de forma infame.
Disculpen que personalice, pero no podría hablar de Iván Zulueta sin hacerlo. Pasamos tardes en el salón de Marisa buscando un título que se correspondiese con aquella premeditada duplicidad que rezumaba la admirable pirueta sin red que construyó para la serie Delirios, de TVE en 1989. Un trabajo personal, vigoroso y libre, lleno de sus juegos, sus sobresaltos, sus diversiones, sus obsesiones recurrentes, sus carantoñas.
Mientras trabajaba en aquello que tanto costaba bautizar, pintó las letras del nombre de su amiga y actriz. Cada una en un papel grande: M-A-R-I-S-A. Todavía ocupan la larga pared del pasillo de la casa de ella. Cuando bicheaba con las pinturas, una manchita amarilla, ovalada, cayó en su americana blanca. Al día siguiente, había convertido la prenda en una alegre chaqueta ochentera, moteada en colores vivos. Mientras, iba dibujando ya el que sería título definitivo: dos ojos, dos párpados, un par para dos. Dos amigos/amantes -Eusebio y Marisa-, de facciones paralelas, casi calcadas cuando se superponen, enamorados de unas gemelas monocigóticas…una historia sobre dualidad, el desdoblamiento. “Una necesidad tan poderosa de desplegarse, que pueden llegar a duplicarse”.
Esa no era la obra de un tío que lleva ocho años tratando de sacudirse “la esclavitud de la droga”, según aseguraban las comadres de la moralidad. Era algo pujante, al ritmo del tiempo en que se hizo, sin volver la vista atrás, hacía aquel Arrebato que ha conseguido convertirse en la película de más culto del cine español del siglo pasado. Y también la menos vista por los supuestos –y cada vez más numerosos– devotos que su fama de maldita y subida de tono, alegremente asignada, le había reportado. Una película alrededor de la potencialidad vampírica del cine, hacía sí mismo o hacia otros, donde se manifestaba la obsesión por la duplicidad del cineasta: “Todos tenemos esa fuerte tendencia a duplicarnos, a reflejarnos en los demás”.
Cuando más ratos pasé con Iván fue, precisamente a principios de los 80, con motivo del estreno de Arrebato. Cometí la imprudencia de presentar la película, en Sección Oficial, en las Rencontres de Cinemá Mediterranée, un festival errático que cada año se celebraba en un emplazamiento paradisiaco de la cuenca mediterránea. En el 81 tocaba el balneario de Vittel, en los Vosgos franceses, y yo era el seleccionador español. Aquello costó mi amistad con Serge Le Péron, crítico de Cahiers de Cinemá -y delegado francés en tal acontecimiento- con quién, hasta la proyección de la película, mantenía una educada relación. Cuando la vio, me retiró el saludo. Él y todos los de su cuadrilla, que no soportaron la activa presencia de la heroína en una narración directamente vinculada con el proceso creativo cinematográfico. Esas pequeñas escaramuzas unen mucho.
No era fácil mantenerse junto a Iván. Su consistencia de artista puro era el principal impedimento. Otra cosa es el vínculo de la amistad, el cariño, la admiración. Pero de ahí a sostener un contacto habitual y fluido, había una distancia. Él hacía y deshacía, iba y venía, de su apartamento de Madrid a la casa de sus padres, en Donosti, sin dar explicaciones. No tenía por qué. Además de acreditar un temperamento tan vehemente y exaltado como cambiante. No era sencillo seguir el ritmo preciso de su cámara.
A principios de los 90, dos lances hicieron más frecuentes mis visitas a su apartamento de la Torre de Madrid. La organización de una exposición colectiva de Polaroid en el Festival Actual de Logroño y el intento -fallido- de que Iván relatase la historia de Par pa dos, por medio de sus propias Polaroid en la revista El Europeo. Terminé extenuado. La duda, aquella duda cósmica que los cronistas de a peseta obvian al analizar los supuestos motivos del silencio creativo de tantos años, habitual e impropiamente vinculado a tenebrosas relaciones con las drogas y sus efectos, era la causante de mis desazones. En el caso de la exposición, porque estuvo meses dudando sobre qué montajes escoger. En el de El Europeo porque, pese al interés del redactor-jefe, no hubo forma de que se entendieran.
En términos más desorbitados por tiempo y costumbres, era lo que Iván declaraba a la periodista Juby Bustamante en una entrevista de finales de los 60: “Creo que la única forma de estar abierto, de no encerrarte en límites, es dudar de todo lo que descubres, no estar seguro de nada. Nunca tomo posiciones definitivas ni considero mis hallazgos verdaderos. Mi temor es que un día tuviese que abordar en el cine un tema que me interesa mucho. Tendría que forzarme para no caer en la ridiculez de los grandes gestos”.
La tal exposición -primera colectiva de trabajos en ese formato que se realizaba en España, en enero de 1993- surgió, precisamente, de la afición voraz de Iván por las Polaroid, que tomaba desde hacía ya años, de manera casi compulsiva.
La muestra gravitaba en torno a sus Polaroid, pero también presentaba obras de Bigas Luna, Jesús Garay, Chema Prado…hasta 16 cineastas y fotógrafos que, como Zulueta, habían encontrado en Polaroid un espléndido laboratorio experimental, al ser manejable, transformable. Algo que Iván entendía como más que una simple técnica. Era, más bien, otro lenguaje artístico. Le gustaba la posibilidad del manipulado del soporte en los momentos de procesado, lo que confería a la foto el canon de obra única. Lo que más intrigaba al artista, lo que más ganas de juguetear le producía, era la posibilidad de organizar un conjunto de imágenes para producir en el espectador efectos más o menos calculados de relación. Esas esculturas fotográficas, que él agrupaba en enormes pliegos de papel, significaban que, si hay 100 Polaroids en una composición, hay cien tomas diferentes, cien momentos distintos en los efectos perceptivos a que pueda inducir. La unidad espacio-tiempo, única en la fotografía convencional, hace imposible el dominio sobre la globalidad. Y ese alboroto perceptivo hizo de Polaroid un medio común, a finales del siglo pasado, entre muchos artistas de la imagen.
“El escalofrío que te puede dar un momento de cine, a mí no me lo puede dar una imagen quieta”, decía. En esa casi perversa y arrebatada duplicidad del director de terror en horas bajas y el enigmático joven aprendiz -que gemía por la perfección no alcanzada- de su segundo largometraje, Poncela decía a Antonio Gasset, en un cameo de éste como montador de cine (Gasset fue impulsor, junto a Augusto Martínez Torres, sobre todo, de tan decisiva obra): “En definitiva, no es a mí a quién le gusta el cine, sino al cine a quién le gusto yo”.
Completamente sometido al cine pero, en un perenne Síndrome Peter Pan, sin querer crecer (“cada vez me horroriza más”, reconocía ya sexagenario) ha hecho como muchos niños: expresarse a través de sus muñecos. Como hacía Will More con aquella especie de muñeco diabólico de ojos luminosos que manipulaba a Poncela. O cuando hipnotizaba a Cecilia Roth con la Betty Boop de trapo o subyugaba a Eusebio Poncela, por medio del álbum de cromos de Las minas del Rey Salomón: “Dime, ¿cuánto tiempo te podías quedar mirando este cromo? ¿y éste? ¿te acuerdas? ¿y esta orla? ¿y este otro? ¡años, siglos…toda una mañana! Imposible saberlo. Estabas en plena fuga, éxtasis…colgado, en plena pausa… ¡Arrebatado!”
Iván dibujaba muy bien. Fue responsable de muchos decorados de Ultimo grito, que dirigió en la Segunda Cadena de TVE, programa mítico en la exigua historia pop de la tele, presentado por José María Íñigo. Proyectó y pintó los decorados de Un, dos, tres, al escondite inglés, su primer, solvente y muy poco conocido largometraje, un ensayo de cine pop-psicodélico a la española. O más bien a la Zulueta, donde también el personaje de José María Iñigo se desdoblaba en dos.
Fue tan godardiano como warholiano y, en muchos casos, el atribuido vanguardismo de su trabajo, se ha desarrollado de pura casualidad. En realidad, y a lo largo de su obra, la cosa consistía en centrarse en lo que fuera, un rostro, un concepto visual, y dejarse “ir por ahí”, en una pura exploración sin límites preconcebidos. Él lo reconocía bien en cineastas como David Lynch.
“Pretendo hacer un cine para conectar con el público –decía cuando hacía planes- o, al menos, con un público determinado. Antes, probablemente, no lo tuviera tan claro, pero ahora ya no albergo dudas al respecto. Yo quiero que las cosas se entiendan y que incluso las fugas y los procesos físicos de mis cortometrajes más alocados, resulten comprensibles. A través del cine aspiro a comunicarme con la gente, porque de otra manera lo hago fatal…., lo que pasa es que a la hora de la verdad, también así resulta difícil”.
Tras Un, dos, tres, al escondite inglés y para ir tirando, Zulueta intervino en el mundo de la publicidad ocasionalmente. También diseñaba carteles, como Ginebra de los Infiernos o Estado de sitio, de Jaime Chávarri, seguidos de muchos otros donde su talento tendía a desbordarse con la imaginación apasionada como combustible: Mi querida señorita, de Armiñán; Furtivos, de Borau, las portadas de los discos de las Vainica Doble…Carteles que, al cabo del tiempo, se han constituido en algo más que su enunciado. Habría que refrescar los de Camada negra, Sonámbulos, Maravillas o Demonios en el jardín, de Gutierrez Aragón, que parecen infundir sentido de continuidad a la obra del cineasta cántabro. Arrebato no podía tener otro cartel que el del trío protagonista, Eusebio Poncela, Cecilia Roth y Will More, acosados por la cámara vampírica, o filmes de Almodóvar, antes de adquirir la estrategia de diseño que mantiene, cuyos carteles han resultado tan confidentes, tan cómplices con el espectador como Laberinto de pasiones, Entre tinieblas o ¿Qué he hecho yo para merecer esto?.
Zulueta pasó los años 70 filmando en súper 8 mm una serie de piezas únicas, muchas perdidas hoy. En el 76, un mediometraje de un lado y otro del espejo, Leo es pardo, protagonizado por Maribel Godínez, que experimentaba un proceso de transformación, desde un sexo hacia el otro -“necesidad poderosa de desplegarse que puede llegar a duplicarse”-, que vino a sembrar la semillita de lo que luego fue Arrebato.
“Me di cuenta de que Arrebato era mi ocasión. Era como subir al pico y luego, lo que hay, seguramente, será la caída”. Pero, efectivamente, fue la ocasión. Y era inevitable que aquello fuese un camino sin retroceso, una fuga. Mercedes Juste, protagonista de Un, dos, tres… y amiga, le preguntó, certera, a la salida del estreno: “¿Qué vas a hacer ahora?. Él quedó en silencio…¿Qué iba a hacer ahora?”.
Arrebato fue definitivo en su convivencia con la heroína. Pero no con la inflexión destructiva que se le atribuyó. Pongamos las cosas en su sitio. Esa magnífica obra la hizo hasta las patas de jaco. “Decidí no dejar el caballo hasta después del montaje de Arrebato». Había decidido aplazar la droga delicada para más adelante, porque pensaba que, así como entendió los ácidos como un arma de conocimiento, la heroína era la última droga, incompatible con todo lo demás. Era lo último que pensaba hacer. Pero alteró el orden, cambiando la pausa…
“¿Cómo es posible que a los 60 años tenga que dar cuentas de cómo tiene que ser mi vida?”, reflexionaba, en el documental IvánZ, de Andrés Duque, al hablar de su cacareada adicción. Buena pregunta, sobre todo si pensamos que la mayor parte de sus trabajos más brillantes se gestaron en aquel estado. Pero todo el mundo ha tenido que echar su necio cuarto a espadas.
“Atrapado en su callejón sin salida”, “Enigmática figura del Apocalipsis”, he llegado a leer en algún disparatado obituario -“Pero ¡qué valor!”, hubiera exclamado él-. Ni estaba atrapado en ningún sitio, ni tenía que ver con ningún Apocalipsis. Lo hizo como quiso, como las estructuras que una industria a la que no podía dar la espalda le permitieron, como su criterio de creador le aconsejó. Lo había contado casi todo en su chef-d’oeuvre. Un artista tiene la prerrogativa de funcionar al ritmo que más le convenga. O de no hacerlo.
Tampoco fue un bohemio. Siempre fue un chico bien que le gustaba al cine y cuya capacidad económica mermó a la vez que la familiar. De ahí se explica un buen fragmento del fantasmagórico retiro donostiarra del que tanto largan las tricoteuses culturales.
Iván Zulueta era simpático, alto, guapo, con una sonrisa irresistible y mostrando sus raudales de talento hasta en el más mínimo, aunque siempre elegante, movimiento. Y como muchos de los grandes artistas, vivió perplejo en su paradoja.