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J-58, Q-49 y los 60 números de Ein-Hashofet Kibbutz

 

A veces me siento como si fuese Frodo Bolson en uno de los libros de la trilogía de J. R. R. Tolkien: con un anillo que debo acarrear hasta un fin inhóspito. A veces me pregunto qué hago en medio del Oriente trabajando en una fábrica en un Kibbutz en lugar de estar en zapatillas en mi casa. Entonces me pongo a pensar en cuántos millones de personas habrá en el mundo que cada día se levantan a trabajar en una fábrica como la mía, intentando buscar un mínimo detalle que dote de sentido a sus vidas. Supongo que esa es la misión de los escritores: hacer preguntas y responderlas para crear un vínculo entre sus textos y las vivencias de sus lectores. Conseguir que lector se sienta identificado con el escritor y el escritor con el lector.

 

Todo aquel que marcado por la huella de las ojeras, madrugando a las 6:30 de la mañana para trabajar en una factoría durante ocho largas horas como operario, o cualquier otro tipo de trabajo manual sin motivación, entenderá o habrá sufrido en sus carnes la frustración que supone. Frustración de mirar constantemente el segundero del reloj colgado en la pared y querer secuestrar el tiempo, querer que la jornada se acabe aún sabiendo que al día siguiente volverá a empezar en su monótona y desquiciante cotidianidad.

 

Fijar la mente en la producción de una máquina, o de un trabajo mecánico, sin conseguir que se escape, que piense, es como aniquilar la sustancia que nos hace humanos, que da vida a la composición de la que estamos hechos. Sentir que no hay diferencia entre tus manos que cargan y empaquetan cajas y la máquina de enfrente convierte a tus brazos en palancas mecánicas: carentes de vida, como el sudor vacío del engranaje.

 

Cuando uno aniquila la capacidad de pensar, cuando corta las alas a la mente, deja de ser humano para convertirse en un número de color negro y tipografía Ariel negrita, ya no es único, sino que forma parte de una cadena, de un vagón más del tren cuya locomotora es dirigida por otro conductor.

 

Perder el control del sentido de nuestras vidas y pensar cuál es el motivo por el que seguimos el camino que hemos elegido es algo por lo que todos hemos pasado. La pregunta no es quién o qué nos hace perder el norte de la brújula, sino ¿por qué hemos decidido perderlo? Si la respuesta que pensamos es que las cosas son así y que nada va a cambiarlas, que simplemente nos dejamos llevar derrotados por la situación cual rebaños de ovejas, es un engaño, una excusa. Siempre hay una alternativa, simplemente hay que decidirse a buscarla en lugar de dejarla.

 

En el Kibbutz no era Iara, no era una escritora ni una periodista, era simplemente un número más: 40058. Recordaba ese número cada día que lo marcaba en el control de la fábrica a la entrada y a la salida, cada día que lo pasaba por el ordenador del dinning room (comedor), cada día que lo registraba en el Kolbo (tienda donde venden comestibles y productos de limpieza dentro de la infraestructura del Kibbutz). El dinero no existía en el Kibbutz de Ein-Hashofet, simplemente una tarjeta con tu número de identificación.

 

—El dinero es sólo papeles, nada más –me comentó uno de los miembros de Ein-Hashofet.

 

Sentía que vivía en una burbuja, en una caja de esquinas de cartón. Un lugar único y un modo de vida distinto a los anteriores que había experimentado en los lugares recorridos. Fue mi nueva compañera de habitación, Ariel, una canadiense de 19 años que había decidido trabajar como voluntaria en Israel para pensar qué hacer de su vida tras haber acabado el colegio, la que me dio la idea de comparar el Kibbutz con una caja. Ariel quería ser periodista, y siempre hablábamos de la profesión cuando acabábamos nuestra jornada a las 16:00h.

 

—Si quieres ser periodista no te quedes los fines de semana en el Kibbutz. Prográmate, viaja, cruza el check point, vete a Palestina, entrevista a la gente, pregúntales qué piensan y escribe sobre ello. Abre un blog en internet y publica, no pares de escribir, eso es lo único que mantiene a la profesión viva dentro de ti.

 

—Sí, pero por más que escribo no creo que mis artículos sean suficientemente buenos para publicarlos.

 

El miedo de todo periodista. Cuando uno escribe un texto en el que expresa, analiza o transmite información sobre un tema de actualidad, un conflicto, o una historia vivida por otros siente que sus palabras salen a la palestra como un boxeador a un ring. El periodista es responsable de cada letra, palabra y frase que ha escrito creando una eterna batalla entre los textos, la opinión, la veracidad y la moralidad del escritor.

 

—Bueno –le respondí. Puedes empezar describiendo como es tu trabajo en Eltam, la fábrica de baterías del Kibbutz en la que trabajas.

 

—Ya lo hice –me respondió. He escrito que el trabajo en Eltam es tan aburrido que siempre busco pequeños momentos que hagan mi día alegre. Por ejemplo, ayer una de las operarias de la fábrica estaba enroscando una tuerca en una bombilla y sonriendo mirando por la ventana. Hacía un espléndido día y su sonrisa me alegró. Me pregunté qué historias le estaría pasando por la cabeza en ese instante. Empecé a escribir sobre ello.

 

—Es como si te contagiase su momento.

—Exacto –dijo Ariel con brillo en los ojos. De nuevo volví a sentir ese resplandor de alguien que acaba de cazar una imagen hermosa descrita con palabras para su próximo texto.

–En uno de los últimos artículos describí el Kibbutz como unas esposas doradas. ¿Qué imagen usarías tú?

–Una caja.

 

Con la idea de la caja quería expresar que el Kibbutz es una burburja hermética. Todo se realiza dentro. Me recordaba a los tornillos que empaquetaba en las cajas de cartones de Mivrag, la nueva fábrica donde trabajaba. Siempre que miraba al horizonte durante mi jornada de operaria divisaba dos números, J-58 y Q-43, escritos en negrita. Eran las referencias de los tornillos que había que comprimir en cajas para exportar. Hace unos años la fábrica de Mivrag tenía como cliente a la General Motors. Mucha gente del Kibbutz vivía del dinero que se generaba dentro del negocio, pero con la crisis americana la fábrica empezó a dar pérdidas y los miembros del Kibbutz se vieron obligados a buscar trabajos fuera, en las ciudades.

 

Fue entonces cuando la caja empezó a romperse y la igualdad comunitaria kibbutzina a desquebrajarse. Por ejemplo, si un miembro de Ein-Hashofet trabajaba en Tel-Aviv como profesor, mecánico o cualquier tipo de profesión ya no podía usar su número y comer en el comedor comunitario, sino que tenía que pedir dinero extra al Kibbutz para comer en un restaurante cerca de su lugar de trabajo.

 

Su salario también comenzaría a variar, y ya no ganaría lo mismo que el resto de trabajadores del Kibbutz, podría ganar más o menos. Para limar esas diferencias el Kibbutz decidió que todos los miembros que trabajaban fuera entregaran su salario íntegro al Kibbutz, repartiendo la suma total de la ganancia de las dos fábricas: Mivrag (tornillos) y Eltam (baterías), más la ganancia de los que producían vendiendo la leches de las vacas, más los salarios de los miembros que trabajan fuera, en partes iguales.

 

De modo que cada individuo obtenía entre 1.000 y 2.000 dólares (dependiendo del número de hijos). La suma y división dio lugar a conflictos, crisis de la ideología socialista que había fundado los Kibbutz. ¿Qué pasaba si un miembro ganaba 4.000 dólares trabajando en la ciudad y después de dar su sueldo íntegro a la comunidad recibía sólo 1.000? ¿Acaso eso era justo?

 

—Es una de las reglas del juego –me respondió Miguel, el secretario del Kibbutz. Nadie te obliga  a vivir en este sistema, pero si decides formar tu vida aquí debes aceptar las normas. El Kibbutz tiene reservas para que todos sus miembros tengan acceso a la educación y seguro médico. Hay coches comunales, servicio de lavandería, tienda, comedor… Puede que sea una vida humilde y sin grandes lujos, pero con las necesidades básicas cubiertas.

 

Una vida igualitaria en que los miembros realizaban todo dentro de su caja, sin mucho contacto con el mundo exterior. Una especie de experimiento socialista que seguía funcionando, pese a que la mayoría de los Kibbutz se estaban volviendo capitalistas, y pese a los debates de privatización que se respiraban cada día en el vientre de Ein-Hashofet.

 

No existían las clases sociales, los status, las diferencias. Todos eran parte de lo mismo. Como si fuesen un número. Un eslabón de la cadena. Muchos de los hijos de los miembros del Kibbutz no habían conocido otra realidad. Se criaban en el Kindergarden del Kibbutz, iban al colegio en el Kibbutz y los fines de semana permanecían en el Kibbutz con sus padres. Una salida una vez a la semana al centro comercial del Yockneam (pequeña ciudad que estaba a minutos en coche) o Haifa (treinta minutos) para comprar algo diferente, era en muchos casos su única salida con el mundo exterior. Dentro del Kibbutz había pub, cine, y una especie de discoteca que estaba en los alrededores. En otras palabras: un micro-estado del que no les hacía falta salir.

 

—¿Crees que es bueno que las comunidades permanezcan encerradas en cajas? –le pregunté a Ariel.

—Considero que es importante que haya sentido de apoyo y respeto mutuo en la comunidad, como es el caso de Ein-Hashofet. Pero los miembros deben relacionarse con el exterior, no pueden permanecer encerrados conviviendo los unos con los otros.

 

Tenía toda la razón. El mundo era enorme y cuanto más lo recorría más me daba cuenta de lo diferente que era. Mi experimento viviendo en Ein-Hashofet me hacía sentir perder el sentido de independencia e individualidad, para dárselo a la comunidad. Ya no era Iara Mantiñán Búa, sino el número 40058 del Kibbutz. Uno de los 60 números de voluntarios y hulpanistas (miembros que venían al Kibbutz a aprender hebreo y trabajaban ayudando a los voluntarios tres veces a la semana) que servía a la comunidad empaquetando tornilos. Volví a mirar a las cajas que tenía en el horizonte mientras metía los metales retorcidos: J-58, Q-49, y los 60 números de Ein-Hashofet Kibbutz. Tenía el título de mi siguiente post.

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