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Jackson Pollock: una crítica de su éxito

Seguimos rezando periódicamente a Jackson Pollock, no solo porque es un gran artista profundamente estadounidense, sino porque su mitología fluctúa en un mercado que solo podemos calificar de saturado para su arte. Hubo una época en que Pollock y sus demás colegas –Gorky y De Kooning– eran terriblemente pobres, pero su tenacidad y creatividad se tradujeron en enormes cantidades de dinero contante y sonante. Aún hoy existen artistas que quieren hacer carrera manteniendo estilos que hacen referencia activa a un movimiento que tuvo su momento de esplendor… ¡a mediados del siglo pasado! Después de todo el tiempo que ha pasado, los neoyorquinos siguen empeñados en la relevancia del arte expresionista, creado en su mayor parte sin un sujeto reconocible. Parece como si el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) organizara una exposición de Pollock cada dos años, más o menos. Tal vez esto sea una exageración, pero lo cierto es que no somos capaces de dejar que el tipo se disuelva pacíficamente en la historia del arte. Esto guarda relación con un determinado momento de Estados Unidos: el breve periodo inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, cuando habíamos salvado al mundo del fascismo y nuestras ocultas tácticas imperialistas no habían salido a la luz.

 

Es importante situar a Pollock en su contexto, sin el cual podríamos sucumbir al mito de su incuestionada grandeza. Sus depresiones, su debilidad por las mujeres y su alcoholismo construyeron una fama que le precedía y rodeaba como persona, pero que no explicaba necesariamente el éxito de su creatividad. Pollock, más o menos un chico malo –recordemos al pintor orinando en la chimenea de la famosa coleccionista Peggy Guggenheim en Nueva York–, superó con bastante tenacidad sus vulnerabilidades y cambios de humor para producir, durante poco menos de diez años, un conjunto de obras que siguen siendo sobresalientes, luminosamente inspiradas, y que conservan una frescura técnica y estilística. Aun así, eso no resuelve el problema de determinar en qué medida Pollock desarrolló un logro imperecedero, visto a la luz de la historia académica del arte de aquel periodo. Mi impresión es que es sin duda un gran artista, pero cuya vida ha estado envuelta de los chismorreo acerca de sus transgresiones; una conducta que desafiaba la norma aceptable, pero que era tolerada por un público fascinado con el genio. El problema es que la mitología del personaje perjudica nuestra capacidad para juzgar objetivamente la calidad del arte. Hay determinados artistas cuyas vidas no pueden ser separadas de su producción artística. Tenemos, por ejemplo, el caso de Van Gogh; su inestabilidad, como la de Pollock, se engarza en nuestra experiencia de su obra, en especial de sus últimos trabajos.

 

Pero las anécdotas de la vida personal de un artista no pueden salvar una ejecución que no sea sobresaliente. En el caso de Pollock, su obra se ha visto desde el principio muy favorecida por la crítica. La intensidad de su propósito, experimentada en la mirada fija que proyectaba hacia todo lo que veía, fue tempranamente considerada como un talento del que está destinado a la grandeza. La exposición del Museo de Arte Moderno de Nueva York Jackson Pollock: A Collection Survey, 1934-1954 comprendía aproximadamente cincuenta obras de arte, desde sus primeras creaciones más primitivas y naturales, obras figurativas que describen mitologías, a las pioneras abstracciones mediante la técnica del goteo en la década de 1940 y 1950. En conjunto, es una buena exposición que cubre con acierto los comienzos de la creatividad de Pollock hasta las magistrales obras que realizó posteriormente, entre ellas la obra maestra titulada Uno (Número 31, 1950), pieza central de la muestra. La exposición entra en la categoría de tamaño medio, ya que es demasiado amplia para considerarse una mera y breve antología, pero no lo bastante grande para ser vista como una gran exploración. Aun así, el público cuenta con el suficiente material para contemplar el recorrido de los empeños de Pollock y formarse una opinión informada sobre la calidad de su obra.

 

A mi juicio, este repaso supone la acertada interpretación de un gran artista. El truco reside en no caer en el patrioterismo que rodea la fama de Pollock. Sí, es un pintor destacado, cuya disciplina, enmarcada en el expresionismo mediante la técnica del goteo, produjo un arte de relevancia duradera. Y sí, en muchos aspectos, representó la audacia y la voluntad de asumir riesgos propias de la vida americana en el periodo en que se enmarca su trabajo. Pero no creo que construir una lectura mítica de su persona ayude a su numeroso público a formarse un juicio preciso. La mitología debe separarse de su éxito. La principal razón por la que a los estadounidenses les cuesta tanto hacerlo es porque ciertamente Pollock encarnó la gloria –y tal vez la ampulosidad– de la cultura de la época. Es mucho más interesante ver cómo esta exposición traza el desarrollo del artista en lugar de organizar las obras como simples soportes para una fama legendaria. Sin duda, es mucho más útil concebir el arco de la carrera de Pollock como una evolución a lo largo del tiempo, en vez de como las inspiradas exaltaciones de un genio alcohólico.

 

Al mismo tiempo, esta limitación no empequeñece las cualidades personales de Pollock. Era claramente una figura carismática que mantenía una estrecha relación con un subconsciente tempestuoso. Debió de suponerle un tremendo coste personal acceder a una entidad desconocida que le permitía pintar tan extraordinariamente bien, y de forma tan distinta a todos los demás. Pintar como él lo hacía, como una acción directa y no premeditada, significaba que tenía que forjarse un camino directo a su yo interior. Incluso en sus primeras obras, inspiradas por referencias mitológicas tanto privadas como públicas, da la sensación de que Pollock empezó tratando de cruzar al otro lado de su psique, de formas que acentuaban la violencia del intento. Pollock, nacido en 1912 en Wyoming, se fue a vivir a Nueva York con su hermano mayor, Charles, a la edad de 18 años. Una vez allí, estudio con el talentoso pintor y muralista Thomas Hart Benton, que en aquel momento proporcionó cierto cobijo a Pollock. Como demuestra la exposición, los primeros cuadros son oscuros, primitivos y emocionalmente tensos –un intento del artista de canalizar las pasiones que no podía controlar plenamente–. Si observamos La llama (1934-1938), Pollock pinta llamas blancas y rojas sobre madera quemada; sin duda, la intensidad de la pintura corrobora la fuerza de su propia personalidad, y la llama es una más que evidente metáfora del ardor y de su lugar entre las emociones humanas.

 

Uno (Número 31, 1950) es una obra maestra que cumple la promesa de las obras creadas mediante goteo y vertido de pintura, técnica que el artista inició a finales de la década de 1940. Uno, denso conglomerado logrado mediante el uso activo de pintura alquídica –comprada, no en una tienda de artes gráficas, sino en una ferretería–, es una obra de gran tamaño (2,29 x 5,30 m), activa en cada cuartil del cuadro, pero que carece de un genuino centro, a la manera de un todo. Pintado en óleo y esmalte sobre lienzo sin tratar, la obra consiste fundamentalmente en pintura negra esparcida sobre blanca, creando finas madejas de imaginería que forman un palimpsesto, un registro visible de las actividades de Pollock. Al enfatizar la acción de la pintura sin hacer referencia directa a una imagen representacional, Pollock también acentúa la pintura como tal, su simple existencia como material. La sustancia se utiliza por lo que es, no como un vehículo para una imagen basada en una perspectiva ilusoria. Esa atención prestada a la pintura como mera sustancia fue revolucionaria en la época, y defendida por el destacado crítico Clement Greenberg, que juzgaba que dicho enfoque era mucho más honesto que las pretensiones de la perspectiva, cuya aparente profundidad ampliada se desarrolla sobre lo que en realidad es un plano bidimensional.          

 

Pero Uno es algo más que el abandono de una práctica de 500 años de antigüedad; es un auténtico triunfo del propósito físico. Y no parece la obra de ninguna otra persona. La pura independencia del estilo de Pollock evidencia que encontró una forma de presentar el movimiento del pensamiento del mismo modo que el movimiento de los materiales. Tal vez la palabra pensamiento no baste para describir la amalgama de atributos asociados a esa obra de arte. Está ligado a una sensación expansiva, casi anárquica, que es una buena forma de definir el movimiento expresionista abstracto. Sin embargo, en Uno hay una marcada inteligencia estética, que se niega a residir en cualquier otra categoría salvo la creada por su propia factura. Como cuadro, está orientado hacia una elevada seriedad de propósito, siendo deliberadamente épico, en el sentido de que sus dimensiones pretenden abrumar al espectador, en vez de reafirmarlo. El complejo y condensado lenguaje de la obra, basado en goteos y madejas, elabora una visión del subconsciente y de los enturbiados impulsos que se producen tras la fachada de la consciencia.  

 

El concepto de artista como protagonista heroico cobró especial fuerza durante el periodo expresionista abstracto, una época en la que se necesitaba cierta resistencia emocional y física para sobrevivir a la indiferencia y el olvido. Hoy tenemos un mundo del arte nuevamente burocratizado, en el que se acumulan premios y residencias artísticas como vía para construir una carrera. No tiene nada de malo, especialmente si consideramos que el programa del Master en Bellas Artes se ha convertido en el pilar de la educación artística en Estados Unidos. Pero la profesionalización del arte como titulación tiene el indeseable efecto de convertir el arte en una carrera en vez de una vocación. Vista de manera retrospectiva, no se puede decir que la vida de Pollock parezca una serie de decisiones calculadas; más bien parece la relación de los intentos de un pintor de gran talento de poner algún orden en su vida, a pesar de que su arte refleje una realidad profundamente caótica y muy arraigada en su mente. Pero la intensa complejidad de Uno, que terminó de pintar en otoño de 1950, no solo expresa de manera destacada la ansiedad personal, sino que también narra la angustia de la época.

 

Al igual que Giacometti resumía con su obra el deprimente espíritu de la sociedad europea tras la Segunda Guerra Mundial, el arte de Pollock reconocía las preferencias universales de una época en que el psicoanálisis despertaba un gran interés –el propio Pollock se sometió al análisis junguiano a causa de sus problemas personales y con la bebida–. Esto nos hace plantearnos dos preguntas. La primera: ¿hay una tensión intrínseca en la exploración directa que hace Pollock del subconsciente, de forma que su arte no solo describía una travesía privada, sino que además era arquetípica, dirigida a la  vida interior de todos y no solo a la suya propia? Y la segunda: ¿hasta qué punto es eficaz una abstracción que representa algo tan enrevesado como la vida interior de la mente? En cierto sentido, Pollock no solo participa del arte como una actividad física, sino que también afirma el valor metafórico de la pintura en su sentido más amplio. Cuando el sujeto de tu arte es la propia mente, la obra se convierte en una ventana a la consciencia, y la abstracción en una forma de universalizarla.

 

Uno es importante como cuadro no solo porque representa una nueva metodología para crear arte, sino que también nos reconecta con nuestros instintos más primarios. Este tipo de expresionismo se basa en la emoción, hasta el punto de que es imposible analizarlo únicamente de acuerdo a la percepción intelectual. Al mismo tiempo, se podría criticar el movimiento por la teatralidad de su arte. Al ser una práctica sin limitaciones, el expresionismo abstracto acaba siendo inconcluso y decorativo, sin una estructura que lo salve del exceso. Pero cuando la práctica es dictada por una intuición que no rechaza la organización en aras del simple sentimiento, como es el caso de Uno, el estilo despega hacia regiones sustanciales de la expresión. Los sentimientos se convierten en el elemento aglutinante de la composición como conjunto, pero además, las madejas de pintura en Uno establecen una cohesión que no se puede considerar íntegramente emocional. Por esa razón, el cuadro perdurará. La estructura de una pintura seguirá siendo una estructura aunque sus orígenes sean intuitivos, es decir, aunque carezcan de un claro armazón. Uno estableció la verdad de sus materiales; la pintura es lo que es y ha de experimentarse como pigmento, en vez de como sumergida en una representación. Pero esta es la única parte de su afirmación extática. A nivel más general, la obra trata de la libertad imaginativa, vinculada al instante de su creación.    

 

En 1947, Pollock había empezado a utilizar la técnica de salpicar el lienzo que le hizo famoso, y a la que recurrió durante aproximadamente una década. Pero las pinturas míticas anteriores ya habían señalado el camino hacia un estilo basado en la libertad extrema, y también hacia un impulso de exploración personal. La loba (1943) es anterior al dominio del pintor del goteo y el salpicado, pero está pintado con suma expresividad, con un fondo saturado de líneas rizadas que también atraviesan el contorno blanco de la loba. Probablemente, el título haga referencia a la loba que amamantó a Rómulo y Remo, los fundadores de Roma. El propio Pollock se negó a hablar sobre el significado del cuadro, afirmando en 1944: “La loba nació porque tenía que pintarla”. Esa valoración solo desmitificaba lo que Pollock consideraba un cuadro sobre los orígenes, tal vez aplicable a su propia evolución como pintor. Comentó: “Cualquier intento por mi parte de decir algo al respecto, de intentar explicar lo inexplicable, podría solo destruirla”. Lo mismo podría decirse del escritor profesional que acomete una contextualización de esta importante pintura. En una obra como esta, tempestuosa y agresivamente bulliciosa, queda claro que el impulso de Pollock tiene que ver con el linaje, en un sentido tanto público como privado. Uno duda de si ir más allá de hacer una afirmación tan generalizada, porque una lectura particular, sobre todo de carácter psicológico, correspondería a la experimentación del arte. Además, las lecturas psíquicas comportan sus propios riesgos: es cierto que, si mueren tus demonios, también mueren tus dioses. Por supuesto, la violencia de La loba tiene en parte que ver con el estado anímico de Pollock en la época; es, además, una sucinta repetición de la violencia de su estética. Pero al mismo tiempo, hay que señalar que la obra retrata una mitología conocida, que solo puede ser vista como metafórica en relación con la vida personal de Pollock. Este vínculo entre la pintura y la psique es fundamentalmente indirecto. La obra no es en modo alguno confesional. Y la privacidad que exigía Pollock correspondía al espíritu de la época. Hoy vivimos en una cultura donde se hace hincapié con ridícula intensidad en los detalles de la vida personal de un artista. Las representaciones de Pollock del yo privado no pueden adherirse a sucesos o traumas específicos, por la sencilla razón de que la obra es abstracta. En cambio, el movimiento poético estadounidense llamado “escuela confesional”, activo justo después del fin de la trayectoria de Pollock, hacía de la difusión abierta de sus vidas personales un motivo de orgullo. Casi todos los escritores destacados del movimiento –entre ellos, Robert Lowell, John Berryman, Sylvia Plath y Anne Sexton– sucumbieron a la locura o al suicidio; yo creo que probablemente se debió a que transparentaron demasiado sus vidas personales. Una de las ventajas de la técnica de Pollock es que podía interpretarse como una expresión del ánimo general sin definir sus detalles circunstanciales.

 

Aun siendo cierto todo esto, es obvio que en Estados Unidos seguimos alabando al artista que rompe las normas. O, al menos, lo hacemos una vez desaparecido el artista. Pollock rompió las normas no solo en sentido social, sino también metodológico con la técnica del goteo. El elemento de la ejecución en la creación de su arte llevó su creatividad a un nuevo nivel, en el cual la actividad física de la persona era tan importante como los pensamientos y emociones que acompañaban al proyecto artístico. Si bien he explicado que hay un precedente en la obra de Pollock para las últimas pinturas basadas en la técnica del goteo, también es evidente que en un determinado momento se abrió paso hacia un estilo único. En ciertos aspectos, parece haber caído misteriosamente del cielo, y esa era la originalidad de su sistema. Solo por esta razón, debemos reconocer su grandeza como artista, pero además propone una vehemencia metafísica que captura un periodo en el que el arte se vivía de manera romántica, en vez de organizada en una burocracia. Esto supuso que la personalidad y la vida de Pollock fuesen sometidas a tanto escrutinio como sus pinturas.

 

Una obra sin título de 1950, realizada en tinta sobre papel, es representativa del mejor Pollock sin trabas. Las gotas, salpicaduras e hilos de tinta culminan en un patrón general que resalta la velocidad y la rápida toma de decisiones. La estética de la libertad de Pollock, fortalecida por su creciente habilidad técnica, se ha convertido en un emblema y una metáfora del estilo de vida americano. Su aura sigue precediendo a su obra, incluso en los debates académicos sobre aquel periodo. Ya hemos planteado si esta es una forma de valorar con precisión su éxito, que acaba trascendiendo todas las anécdotas. Lamentablemente, su legado ha sido infrautilizado durante mucho tiempo. Su obra ha sido rígidamente codificada por artistas menores. Doy clases en una escuela de arte, y aún hoy me sigue sorprendiendo la cantidad de estudiantes que tienen una inclinación abstracta-expresionista. Es posible que el innato estilo bravucón de Pollock, y su mezcla de rebelión y emocionalismo, sigan atrayendo a los pintores jóvenes que buscan esas cualidades exactas en su arte.

 

Pero la pregunta persiste: ¿hasta qué punto pierde fuerza la repetición de una técnica? Mucho tiempo después de la muerte de Pollock siguió destacándose su forma de pintar en las escuelas de arte estadounidenses. Esto no es necesariamente positivo. Cuando se endurece un estilo hacia una doctrina rígida y formal se hace necesario volver a analizar su eficacia para hablar de las circunstancias actuales de la pintura. El expresionismo abstracto fue un movimiento muy distinguido, pero ha llegado la hora de que lo evaluemos. Por su dependencia de la emoción, la Escuela de Nueva York siempre ha tenido una ligera tendencia a exagerar desde el punto de vista visual. El emocionalismo, en manos de los mejores artistas de la época de Pollock, se mantenía bajo control. Pero en otros pintores menores y posteriores, el método se volvía rígido y derivaba hacia la retórica y ya no parecía válido como estilo. A veces, un buen artista o escritor pueden provocar un pernicioso efecto en quienes les siguen. Pensemos, por ejemplo, en el legado del poeta William Carlos Williams, cuya inspirada voz demótica ha sido copiada hasta la saciedad. Del mismo modo, las libertades personales y profesionales encarnadas por Pollock siguen convirtiéndolo en un imán para los pintores aún a día de hoy.

 

Lamentablemente, sin embargo, la liberación prometida por Pollock está sumamente anticuada. En su mayor parte, con las excepciones antedichas, su arte se ha convertido en una piedra de toque para una actitud indicativa de un tiempo en que la cultura estadounidense era mucho menos compleja. El zeitgeist ha sufrido un cambio profundo, y muchas nuevas vías de expresión –las artes del espectáculo, el arte basado en la tecnología, el arte relacional– se han impuesto como actividades de vanguardia. La pintura ya no se sitúa como una de las más elevadas bellas artes. Las nuevas y politizadas mitologías han usurpado la leyenda del individuo atormentado, comprometido con los dictados de su imaginación. De algún modo, la mentalidad comunal ha sustituido la labor de la integridad individualista, aunque este tipo de razonamiento se ha producido sobre todo fuera de los límites de la pintura. Pero el ataque al individualismo por motivos políticos no ha producido un arte sobresaliente. En su lugar, gran parte del arte contemporáneo se ha vuelto demasiado abstracto –es decir, demasiado conceptual– y, a la vez, demasiado literal.   

 

Ese entorno no es más indicado para crear arte libremente, ni la ética de la comunidad promete necesariamente mejor arte que antes. Sin embargo, el arte debe dar el próximo paso, lleve a donde lleve. Sin duda, el arte pop fue una reacción al egotismo moralista que había tenido tanta relevancia en la estética abstracta expresionista. Fue un saludable correctivo, pero también se perdió algo; en concreto, el heroísmo y el tono antimaterialista de la Escuela de Nueva York. Warhol disfrutó de la fama y la riqueza, convencido como estaba de que el materialismo y la fama podían formar la base de un arte muy ambicioso. En cierto sentido, tenía razón. Su obra documentó en parte la alta sociedad, del mismo modo en que la nobleza había sido retratada en periodos anteriores en Occidente. El problema, no obstante, es que Warhol no arriesgó demasiado en la consecución de su fama. Si uno se relaciona con famosos y les hace retratos pop, es fácil que uno también se convierta en una celebridad. Pero la mayoría de los pintores abstractos expresionistas, por muy egocéntricos que fuesen, rechazaron claramente la alta sociedad a favor de una comunidad de devotos artistas. Pollock se benefició enormemente de la valentía y el apoyo de ellos.

 

La producción de Pollock en esa época no excluyó la obra gráfica. Existen varios grabados que la exposición recoge. Sin título (1), estado I (1944) es un tratamiento parcialmente abstracto de figuras que danzan en torno a un fuego. De nuevo, las circunstancias de la imagen sugieren actividades míticas, una especie de iniciativa espiritual cuyo objetivo se desconoce. Las líneas y planos grises sugieren un ánimo sombrío, pero la actividad en sí –trazar círculos en torno a un fuego vivo– solo se puede considerar como alegre. Este tipo de dualidad está presente en gran parte de la obra de Pollock: es una especie de equilibrio entre la violencia y la oscuridad y el placer absoluto y físico de pintar. En cierto sentido, el acto de arrojar pintura sobre el lienzo, o de grabar las meticulosas líneas, indica la creencia en que se puede organizar y trascender la espontaneidad del ello, si se construye un boceto capaz de hacerlo momentáneamente. Esta obra en concreto nos recuerda también que Pollock nunca perdió su don para el arte figurativo, aunque las pinturas basadas en la técnica del goteo fuesen constantes a partir de 1947. Tal vez no existe el arte puramente abstracto, aunque ciertamente Pollock parecía decidido a acometer la tarea.

 

Cinco brazas de profundidad (1947), una de las primeras pinturas de Pollock mediante la técnica del goteo, presenta una superficie densa y encostrada, construida mediante pintura para casas de color negro y plata brillante. Entre las finas capas de pintura hay incrustados objetos de la vida real, como colillas de cigarrillos y una llave. Da una sensación de profundidad desmesurada, malévola, incluso. El título proviene de una obra de Shakespeare, La tempestad, en la que el espíritu Ariel se ocupa de provocar una muerte por naufragio. La oscuridad general del cuadro se corresponde con el constante mal humor de Pollock, que jamás fue capaz de resolver con éxito sus dificultades personales. Estas pinturas creadas mediante la técnica del goteo sugieren, pues, una violencia interna que solo parece haber mitigado su proyección hacia el exterior. De nuevo, debemos intentar separar el mito de la realidad. Es cierto que las dificultades personales de Pollock influían en su arte, pero no se puede interpretar como un relato exhaustivo del éxito de sus pinturas creadas por goteo. Su psique no nos proporciona un mapa para interpretar su arte. En muchos aspectos, las pinturas por goteo son arquetípicas; su dominio de cierto tipo de furia impersonal hizo que el público de Pollock se alejara del análisis de su personalidad, en vez de acercarse a él. Y esto no es en absoluto negativo, fundamentalmente porque es un saludable correctivo a lo que no son más que chismorreos sobre el artista. Sin duda, Pollock era un hombre carismático y sumamente atractivo, pero sus costumbres no necesariamente arrojan luz sobre su extraordinario trabajo en la última etapa de su vida.

 

Y aunque Pollock no tenga la culpa de haberse convertido en un exitoso icono para la crítica y el público, su influencia sobre las siguientes generaciones de pintores se volvió rígidamente doctrinaria. Esto dio lugar a una imitación atrofiante del verdadero sentimiento, y no a la emoción genuina experimentada en su arte. Como ya he mencionado, incluso ahora, en la escuela de arte donde doy clase, me suelo encontrar con estilos expresionistas. Si tomamos la década de 1950 como punto culminante del talento de Pollock, se ve claramente que los principios de su estilo han servido de modelo a un cierto tipo de arte durante más de 65 años, aproximadamente tres generaciones, nada menos. Como escritor que comparte hasta cierto punto el mandato de Ezra Pound, “hazlo nuevo”, necesito tener la esperanza de que el arte dará un paso hacia una introspección sucesiva. Como Pollock se vende ahora por grandes sumas de dinero, muchos escritores, comisarios y espectadores comparten su glorificación. Pero es mucho más complejo que eso. Debemos contextualizarlo honestamente de forma que se haga justicia a lo que realmente hizo, en lugar de ensalzar su conducta, a veces intolerable. Es verdad que Pollock se ha convertido en un dios para el mundo del arte estadounidense. Pero hay otra verdad, aun mayor, que lo muestra por lo que realmente es: un gran pintor profundamente atormentado que hizo todo lo posible por controlar las turbulentas emociones que le consumían. En la exposición del MoMA había un cuadro de la última etapa titulado Pascua y tótem (1953), realizado después del periodo artístico del goteo. En él se observa la fuerte influencia de Matisse en sus colores y en el uso del negro. Pero la pintura parece fragmentada e inconclusa. Es como si Pollock tratara de reinventarse a sí mismo a la manera europea tras elaborar algunos de los cuadros más rotundamente estadounidenses de su generación. No importa cómo se le considere –como un pícaro con talento, o como un pintor sobresaliente–: nadie puede arrebatarnos los logros de su arte. Se encuentra sin duda entre los pintores más excelentes de su generación, y hoy sigue siendo profundamente valioso. Solo el tiempo puede decir si su importancia se traducirá en un estatus histórico permanente, libre de las florituras y la retórica de su personalidad. 

 

 

 

 

Jonathan Goodman es poeta y crítico de arte. Ha escrito artículos sobre el mundo del arte para publicaciones como Art in AmericaSculpture y Art Asia Pacific entre otras. Enseña crítica del arte en el Pratt Institute de Nueva York. En FronteraD ha publicado, entre otros, Bill Pangburn: grabador en Nueva YorkSook Jin Jo: acercándonos al misterio de las cosasHuang Rui: pintar con palabras. Eco y distancia del arte convencional chino¿Está el arte negro estadounidense atrapado en un abismo profudo?

 

 

 

 

Traducción: Verónica Puertollano

 

 

 

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