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Janet Malcolm. Un caso de conciencia, o Chéjov, Freud, el periodismo y el asesino

 

Tal vez la cita más esclarecedora acerca del trabajo de Janet Malcolm (Praga, 1934) la encontremos en Leyendo a Chéjov (Alba, 2004), el libro que dedicó a quien podría ostentar el galardón de mejor narrador de la historia, con permiso de Stevenson; pero esta cita no se refiere a la escritura o al periodismo, sino a lo que encontramos en el plato cuando acudimos a un restaurante: “Siempre me ha conmovido la comida preparada con sencillez y cuidado, la idea de que un desconocido al que nunca veré se ocupe de mi cena, cocinándola a la perfección y disponiéndola magníficamente en el plato. Una sensación de generosidad se apodera de mí”. Desde que en los años setenta Janet Malcolm abandonara la crítica de arte en su estilo más directo, debido a que “la crítica tiene tan poca capacidad para el resplandor del arte”, Malcolm ha venido desarrollando un trabajo en el que su prioridad ha consistido en hallar un don de expresarse con claridad y de relatar con sutileza e ironía. El yo textual de Malcolm comenzó a desarrollarse, cuando la autora se alejó de la temática estética y de la forma ensayística, y se aproximó a la valoración de seres humanos. Cuando se hizo reportera. En ese sentido nada resulta más esclarecedor que Leyendo a Chéjov. En primer lugar por la elección del escritor ruso, que defendía que “las imágenes crean pensamientos, pero los pensamientos no crean imágenes (…). Si vivo, pienso, lucho y sufro, todo eso se refleja en cualquier cosa que escribo”. Para ello, según palabras de Malcolm, se sirve de “una especie de corteza prosaica en la que Chéjov engastaba con solidez el núcleo poético y vital del relato, como si tal protección fuese necesaria para su supervivencia”.

 

En Leyendo a Chéjov Malcolm se plantea qué es lo esencial en la literatura del clásico ruso, cuál es su pensamiento ético, cuál es el trasfondo espiritual en alguien que se vale de un estilo tan prosaico. Para ello se sirve del formato de libro de viajes, a pesar de ser una lectora que siempre ha encontrado la literatura de viajes algo aburrida, al considerar que el viaje en sí mismo es una discreta experiencia emocional, un acontecimiento intrascendente en comparación con la vida diaria, en la que es experto Chéjov. Su viaje recorre los lugares donde habitó Chéjov al tiempo que recupera con la memoria, en otra suerte de viaje, reflexiones sobre su obra; intenta relativizar los avatares de las anécdotas que le suceden, invocando el sentido de lo que es importante en la vida, algo que se desprende con fuerza en las narraciones y el teatro del autor ruso. En su conclusión afirma que la lectura de Chéjov destila “tanta habilidad para presentar esa ilusión de realismo y ocultar las huellas de un surrealismo que sigue siendo el más incomprendido –así como el más querido– de los genios rusos del siglo XIX”. Por expresarlo de otra manera, Chéjov será su maestro, aunque ella no dedique su obra personal a la ficción.

 

De hecho buena parte de su producción se centra en la obsesión por la obra y el legado de otro gran narrador: Sigmund Freud. Al igual que sucede con Chéjov, es casi imposible no leerle y pensar que la historia que nos está contando es totalmente verosímil, es, en gran medida, la realidad. Un libro como Psicoanálisis, una profesión imposible (Gedisa, 2004), pretende deducir los escollos y dificultades del análisis como herramienta de autoconocimiento y autoterapia: “la terapia del psicoanálisis trata de devolver al paciente neurótico la libertad de no ser interesante, libertad que el paciente perdió en algún punto del camino de la vida. El psicoanálisis propone minar las estructuras novelísticas sobre las cuales el paciente construyó su existencia y destruir el tejido de elaboradas y artificiosas configuraciones en que está atrapado. Hay personas (psicoanalistas entre ellas) que piensan que la acción del psicoanálisis consiste, por así decirlo en transferir al paciente de una novela a otra –digamos de una novela gótica a una comedia doméstica–, pero la mayor parte de los analistas y de las personas que han sido sometidas a esa terapia saben que esto no es así y que el programa freudiano es mucho más radical. Pacientes sometidos al análisis dicen a veces que les parece que el tratamiento los está volviendo locos. Lo que determina que sientan de esta manera es la “desnovelización” de sus vidas y el hecho de vislumbrar los abismos de la individualidad y la idiosincrasia que constituyen el inconsciente freudiano”. Es cierto que la raíz del psicoanálisis, así como de las terapias que de él se han derivado, consiste en reconciliar al paciente con el relato de su pasado, pues resulta imposible reconciliarles con su pasado. Para ello el paciente debe desmontar los andamios que creó, los que le sirven para sostenerse explicándose el mundo, antes de sustituirlos por su verdad. Siendo así, la hipótesis de Malcolm atiende, básicamente, al riesgo que plantea un proceso de presunta sanación, cuyo final nadie conoce, ni siquiera el propio psicoanalista.

 

Aunque resulta más interesante su dedicación como reportera, construyendo y redactando un libro como En los archivos de Freud (Alba, 2004), en la estela del mejor periodismo estadounidense a saber: Gay Talese, Tom Wolfe, Joseph Mitchell, etcétera. En los archivos de Freud es la crónica del revuelo suscitado entre los herederos y albaceas del legado intelectual del creador del psicoanálisis. Las fidelidades y herejías de cada una de las personas que intervienen en el libro son de una subjetividad tan pasmosa como atractiva, lo cual da lugar a una obra que se lee como una gran novela. Pero que a Malcolm le supuso bregar contra la querella de alguno de los entrevistados. Ese principio de que mientras la intimidad es la posesión más preciosa de la vida es la menos respetada en la ficción, que ella misma enuncia, le tendió una pequeña trampa: desvela la intimidad de personas al transformarlos en personajes para el lector.

 

Janet Malcolm se convenció de que debía dar una respuesta a la incómoda situación que a ella le estaba sucediendo, y para ello prestó atención a casos semejantes, a trances similares que habían sufrido compañeros de profesión. Es entonces cuando escribe El periodista y el asesino (Gedisa, 2012). De alguna manera, Malcolm encuentra la veta del metaperiodismo. Su indagación utiliza como recurso el relato del litigio entre un periodista, Joe McGinnis, y Jeffrey MacDonald, un médico acusado y sentenciado por el asesinato de su mujer y sus dos hijas. McGinnis escribió un libro sobre el suceso que se convirtió en un best seller. En el libro MacDonald aparecía como una figura distinta a la que McGinnis le hizo creer que reflejaría durante sus encuentros. MacDonald ganó el pleito y fue indemnizado. Este suceso da pie a que Malcolm reflexione sobre la variedad infinita en que los periodistas pugnan con el atolladero moral: “El periodista debe realizar su trabajo en un estado de anarquía moral deliberadamente producido”, afirma. Según su parecer deberían explicar los resultados de su oficio como un desconcertante y desafortunado azar de su ocupación, antes que como una virtuosa necesidad. “Lo que da al periodismo su autenticidad y su vitalidad es la tensión que hay entre la ciega entrega de la persona entrevistada y el escepticismo del periodista”, asegura. De esta manera no pretende sino arrojar un poco de luz sobre la frecuente imposibilidad de saber la verdad sobre los demás o sobre nosotros mismos.

 

El cuestionamiento de la actividad periodística es total, flotando a lo largo de la obra la sensación de vanidad satisfecha que el periodismo estadounidense garantiza a quienes lo practican cuando escriben un reportaje. Para la posteridad queda el polémico y atinado primer párrafo: “Todo periodista que no sea estúpido o engreído como para no ver la realidad sabe que lo que hace es moralmente indefendible. El periodista es una especie de hombre de confianza, que explota la vanidad, la ignorancia o la soledad de las personas, que se gana la confianza de éstas para luego traicionarlas sin remordimiento alguno”. Aunque más tarde matiza los diferentes estilos personales de los periodistas, que justifican su traición, sus párrafos, de varias maneras. Los más pomposos hablan de libertad de expresión y dicen que “el público tiene derecho a saber”; los menos talentosos hablan sobre arte y los más decentes murmuran algo sobre ganarse la vida. Y toma conciencia de sus limitaciones al afrontar su labor casi sin contexto, de modo que concibe un elemento surrealista que anida en el corazón del periodismo: “la gente cuenta a los periodistas sus historias como los personajes de los sueños comunican sus elípticos mensajes: sin contextualizar, sin preocuparse por lo extraños que puedan parecer cuando el que sueña se despierta y los recuerda”.

 

Janet Malcolm tiene fama de ser amable, atenta con las personas que trata, divertida, aguda, pero no cruel. La vida y su trabajo le han enseñado a valorar la privacidad, y que la mayoría de las personas no son un buen tema para los periodistas. De ahí que sus indagaciones sean originales e inquietantes, y suelan dar en el clavo de nuestra conducta imperfecta, a menudo corrupta. Ahora la editorial Debate publica Cuarenta y un intentos fallidos, una antología de ensayos y apuntes publicados en The New Yorker o en The New York Review of Books, que recogen su interés por personas que son un buen tema para los periodistas. Malcolm se muestra con una facilidad pasmosa para expresarse frente a la gente del mundo de la cultura seleccionada, facilidad que no siempre es correspondida y cuya correspondencia, más o menos imperfecta, marca, en buena medida, el perfil de la persona en la que se centra la crónica. Una crónica, un perfil, que no se centra en lo que el artista comenta acerca de su trabajo. La conciencia periodística de Malcolm la lleva a orientarse hacia la vida fuera del proyecto pictórico, fotográfico o literario de los demás, una vida que, a la fuerza, participa a su vez de la consagración del otro a la cultura. Malcolm es muy consciente del resultado sus años en el meollo cultural y de su interés desmedido por el mismo, hasta el punto de saber que su erudición jugará un papel de primer orden, por ser muy polifacético, frente a la especialización del otro. Una posición de la que jamás toma ventaja, pero que le permite cultivar un espíritu crítico sin la urgencia de la inmediatez. Los destinos y destinatarios de su trabajo son obras y personas que afronta ya con el reposo del tiempo, con la amortiguación de las capas de modas y ensayos leídos ya fuera de la circulación: “la crítica contemporánea negativa de una obra maestra puede resultar útil a los críticos posteriores, actuando como una especie de radar que detecta la señal de la originalidad de la obra”, confiesa. Aunque esta actitud la lleve a posiciones complejas, como la dificultad para reconocer los valores del proyecto literario de Thomas Bernhard en vida del autor austríaco.

 

El libro se abre con cuarenta y un apuntes sobre el pintor David Salle, cuyo feísmo destila originalidad, pero que muestra un desencuentro entre generaciones: Salle vive fuera de época, como un desajuste anacrónico que se perdió el tiempo de la bohemia. De ahí, tal vez, ese retrato de alguien intencionadamente excéntrico, quién sabe si un neurótico. Y sin embargo vinculado a la falsificación, a la pornografía y a la farsa como tres formas de virtud. Polémico, decadente, crepuscular, por momentos quién sabe si violento, Malcolm se esfuerza en encontrar puntos de empatía con él, esa representación del ideal perdido por el que sentir afecto. De la pintura salta a la fotografía a través del alemán Thomas Struth, un tipo minucioso acostumbrado a los grandes formatos; alguien consciente de la cultura de culpa que moldeó el carácter de su generación. El texto está concebido para hacer más significativa la antena de la cultura contemporánea, dentro de la historia, que puede representar gente como Struth, que para valorar su obra artística; el propio Struth reconoce que la fotografía en sí no tiene capacidad de mostrar nada.

 

A partir de un trabajo de documentación construye un artículo sobre las hermanas Woolf y el grupo de Bloomsbury, en el que todo lo que plantea son hipótesis. Las piezas argumentales, bien expuestas, encajan de manera que la actitud del biógrafo que encarna termina por elaborar una especie de sinopsis psicológica de una novela coral. Una novela sobrevolada por la leyenda de las hermanas Vanessa y Virginia, en la que no ya el erotismo, sino el sexo, hacen de ellas unos personajes vivos. Otra escritora, Edith Wharton, da pie a un ensayo sobre la misoginia en las novelas de mujeres. Malcolm demuestra sus atributos como gran lectora, aunque no cae en la cuenta de que las mujeres que retrata Wharton son, siempre, de alta ralea. Esa casta en la que los hombres son estúpidos, pero en la que las mujeres son las que causan el daño deliberado.

 

Cuando afronta el perfil de J. D. Salinger, Malcolm, con buen tino, obvia El guardián entre el centeno para centrar sus esfuerzos en una interpretación de esa extraña criatura que es la familia Glass, eje de varios de los relatos publicados por Salinger. Una serie de personajes de una inteligencia tan portentosa que da miedo, tanto que parecen seres de otro mundo, a los que Salinger consigue dotar de verosimilitud al presentarles junto a la aversión y el temor que siente hacia ellos el mundo supuestamente normal. El texto es una indagación psicológica en las obsesiones literarias de Salinger, en los símbolos y gestos que se repiten, y que se resumen en la flaqueza de los Glass: una alergia a la flaqueza humana. De Salinger salta a Stratton-Porter, una escritora que redescubre y en la que destaca el triángulo narrativo y sentimental que sitúa en una esquina a Dios, en otra a la naturaleza y en la tercera al yo. Los personajes de Statton-Porter, una novelista popular, salen del arroyo de forma autónoma, en unos relatos que consiguen que el lector quiera saber qué les sucederá a unos personajes en los que no llega a creer.

 

Malcolm retorna a la fotografía a través de Julia Cameron, quien en el siglo XIX reprodujo o fabricó una serie de retratos o curiosidades, dado que bien pueden ser tenidos en cuenta como grandes testimonios o como estampas grotescas. Las intenciones de Cameron son representar, no copiar la realidad, de manera que esa postura falsaria es la que ahora vemos en sus imágenes y que nos transmite la impresión de una vida descompensada. La fotógrafa Diane Arbus no se libra del análisis de Janet Malcolm. Especializada en fotos de freaks, travestis, nudistas y retrasados mentales, Arbus parte del principio de que en fotografía menos es más. Pero Malcolm no se detiene ahí. Malcolm, a pesar de sus reticencias hacia el psicoanálisis, no cesa de buscar a la persona que se define a través del objetivo de su cámara, al ojo que ve. Un ojo que, a juicio de Malcolm, a su vez se empeñó en psicoanalizar a su familia a través de otra serie fotográfica. De menor extensión es el ensayo titulado Las mujeres de Edward Weston. De nuevo deteniéndose en la figura de un fotógrafo, en esta ocasión Malcolm elabora la que podría ser la sinopsis de un culebrón que de caer en manos de alguien como Stendhal daría pie a una novela magistral. Desnudos sin deseo se limita resumir la historia de la fotografía a través de los desnudos femeninos, prestando atención a aquellos cuyas intenciones no han sido las de excitar el eros del público masculino.

 

Para regresar a la literatura, elige una autora desconocida en España, Cecily von Ziegesar, cuya obra está destinada al público adolescente. Malcolm, por su parte, interpreta que en sus novelas “los niños son una especie que se guía por la búsqueda del placer, y que la adolescencia es la última y deliciosa bocanada (la luz más dorada justo antes de que caigan las sombras) del egoísmo y el atontamiento lícitos”. Las sátiras de Ziegesar poseen la pegada del verismo salvaje de la juventud, de las voces interiores vehementes, que carecen de falso pudor. Como vehemencia existe en los textos autobiográficos de Allen Shawn sobre su vida como un fóbico, sobre su espantoso grado de autoabsorción y la mayor fobia de todas: reconocer que en la vida no hay vuelta atrás. De esta manera Shawn escribe sus memorias como quien hace vudú contra su propio muñeco. Wish I Could Be There (Desearía estar allí), que es como se titula el libro, demuestra la capacidad del autor para introducirse en la subjetividad del otro, con dificultad y generosidad, lo cual la aparta de las acostumbradas memorias acusatorias de infancias problemáticas a las que estamos acostumbrados. Shawn destapa así la cruda realidad.

 

El libro termina con tres breves apuntes sobre William Shawn, Joseph Mitchell y la propia Janet Malcolm. Tres autores a los que leer cuando uno se queda atascado, tres autores cuya obra está elaborada con sencillez y cuidado. Sus párrafos nos hacen llegar la sensación de generosidad que se nutre de la idea de que un desconocido ha preparado un texto a la perfección, disponiéndolo magníficamente en negro sobre blanco para que podamos disfrutarlo nosotros. Como la narrativa de Chéjov. Como la obra de un gran cocinero.

 

 

 

 

Ricardo Martínez Llorca es autor de las novelas Tan alto el silencio (Debate, Finalista del Premio Tigre Juan), El paisaje vacío (Debate, Permio Jaén), El carillón de los vientos (Alcalá) y Después de la nieve (próxima aparición); de los libros de viajes Cinturón de cobre (Pre-textos), Al otro lado de la luz (La línea del horizonte);  del libro de relatos Hijos de Caín (Xplora), y el de perfiles vinculados al mundo del alpinismo El precio de ser pájaro (Desnivel). Ha colaborado en distintas revistas de viajes y literatura y en la Escuela Contemporánea de Humanidades. En la actualidad es crítico literario en Quimera, Revista de letras y participa del blog de viajes La línea del horizonte.

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