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Japón: “nana korobi ya oki”

 

El 11 de marzo a las 14.46 hora local, el primer ministro japonés, Naoto Kan, el sexto en cuatro años, se disponía a discutir el próximo presupuesto en una situación de extrema debilidad y entre rumores de elecciones anticipadas cuando la tierra tembló moviendo las lámparas de la Dieta durante dos largos minutos. Un terremoto de 9 grados en la escala Richter con epicentro en el Pacífico, a 373 kilómetros al noreste de Tokio, junto a la prefectura de Miyagi, causaba un maremoto con una ola de hasta 10 metros de altura que arrasó con todo lo que se interpuso a su paso. La magnitud del terremoto, 178 veces mayor que el de Kobe en 1995, y el posterior tsunami fue de tal calibre que provocó el fallo de los sistemas de refrigeración de emergencia de la central nuclear de Fukushima I. Curiosamente, en un país tan desarrollado tecnológicamente como éste, la única forma de evitar el cataclismo nuclear ha sido vertiendo agua desde vehículos policiales, militares y de bomberos. Hasta el momento se contabilizan más de 10.000 fallecidos, cerca de 20.000 desaparecidos, y en torno a 200.000 refugiados, principalmente en la región de Tohoku. Todavía están por dilucidar los daños que puede causar la radiación liberada, pero lo que realmente asusta es la posibilidad de que una de las réplicas agrave la situación rompiendo las vasijas y liberando radiación que podría alcanzar, en el peor de los casos, incluso a los países vecinos. 

       A pesar de que la tragedia nos ha dejado historias pavorosas como la de del pueblo de Minami Sinruku, prácticamente borrado del mapa, el aplomo y la dignidad con la que los japoneses han encarado la catástrofe ha asombrado al mundo. Hemos visto imágenes sobrecogedoras de la fuerza de la naturaleza y el decrépito estado de los reactores de la central nuclear, pero no situaciones de caos, violencia o pánico, habituales en otros lugares del planeta cuando se dan este tipo de circunstancias. La sociedad japonesa está marcada por valores confucianos, sintoístas y budistas como el comunitarismo, el respeto a la autoridad y a la jerarquía, contención, ahorro, orden o cautela que sitúan a la colectividad por encima del individuo. Ello en coyunturas extremas es de gran utilidad, como lo demuestran el civismo y la entereza con la que se han comportado los japoneses

       De esta manera, la mayoría de los trabajadores de Tokyo Electric Power (TEPCO o Toden, en japonés), compañía que opera en la central, se han mantenido en sus puestos pese a los alarmantes niveles de radiación en la zona. Ello ha llevado a muchos periodistas occidentales a considerarlos auténticos héroes y compararlos con los 47 ronin (samuráis sin dueño) que, según la leyenda, en el siglo XVIII esperaron pacientemente casi dos años para vengar al responsable de la muerte de su señor tras lo que decidieron entregarse y suicidarse según el rito tradicional del seppuku. Ante situaciones duras mantener la dignidad y respetar las obligaciones adquiridas es lo mínimo que espera esta sociedad de cada individuo.

       La misma actitud también nos recuerda al testimonio del doctor Hachiya, director del Hospital de Comunicaciones de Hiroshima en 1945, en su estremecedor Diario de Hiroshima. En un conmovedor pasaje nos cuenta cómo unos días después de que estallara la bomba tenía que improvisar urnas funerarias con cartones para poder entregar los restos de las víctimas a sus familias. Igualmente nos evoca al edificio de correos de Hiroshima sobre cuyos restos colgaba un cartel que rezaba: “Todo el personal murió honradamente”. La postura de Japón hacia la energía nuclear siempre ha sido muy controvertida. Las bombas de Hiroshima y Nagasaki que acabaron con la vida de más de 220.000 personas están marcadas a fuego en el imaginario colectivo nacional. En un primer momento esto se reflejó en el pacifismo de la Constitución de 1947, cuyo artículo 9 renunciaba explícitamente a recurrir al uso o amenaza de la fuerza como modelo de resolución de conflictos internacionales, por lo que quedaba descartado cualquier plan para dotarse de armas atómicas. En 1954, el barco atunero Daigo Fukuryū Maru recibió radiación al estar expuesto a la prueba de una bomba de hidrógeno estadounidense en el atolón de Bikini. La muerte de uno de los tripulantes y el testimonio de las víctimas volvieron a concienciar a la opinión pública acerca de los peligros las armas nucleares. En 1955 se aprobó la Ley Básica de Energía Atómica, que reducía todo programa nuclear a un uso civil. A finales de los 60 se aprobó una resolución parlamentaria, nunca convertida en ley, que recogía tres principios antinucleares: no producir, no poseer y no autorizar armas atómicas en su territorio. Poco después Japón se unió al Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP).

       Sin embargo en paralelo a estas muestras de repudio de las armas atómicas Japón se ha convertido en la tercera potencia nuclear civil tras Francia y Estados Unidos: un 29 % de la producción eléctrica es de origen nuclear. Pese a la fuerte actividad sísmica en el archipiélago, todos los gobiernos japoneses han favorecido el desarrollo de la energía nuclear civil con el argumento de la extrema escasez de recursos, de ahí que hayan fomentado la tecnología nacional y en los últimos tiempos como vía para desarrollar regiones deprimidas que no dejan de perder población. Por eso estaba previsto que se construyeran más de veinte de centrales de aquí al año 2030, al tiempo que se impulsaba energías como la geotérmica y la solar. Es muy complicado asegurar el suministro energético a 127 millones de habitantes sin contar con petróleo, gas, carbón o recursos hídricos, pero a pesar de esta apuesta, incluyendo la energía nuclear, la tasa de autosuficiencia energética actual es de tan sólo del 16%.

 

 

       A la política nuclear gubernamental siempre se ha opuesto el movimiento antinuclear, que en Japón goza de mucha legitimidad, ya que solían  formar parte del mismo muchas víctimas de las bombas de Hiroshima y Nagasaki, los hibakusha. Éste movimiento siempre ha cuestionado la seguridad de las centrales y la falta de credibilidad en la información que las empresas eléctricas proporcionaban. Estos grupos comenzaron a cobrar más fuerza a raíz del accidente ocurrido en la planta de Monju y el descubrimiento en 1995 de que el instituto semi-gubernamental PNC había ocultado datos. En 2002, el presidente y el consejero delegado de TEPCO se vieron obligados a dimitir tras admitir que la compañía había falsificado sistemáticamente los informes de seguridad durante 25 años. Especialmente grave fue el accidente de 2007 en la central Kashiwazaki-Kariwa, causado por un terremoto de 6,8 grados Richter con epicentro a tan sólo 19 kilómetros de la central. Debido a la presión de la opinión pública, TEPCO reconoció la emisión de gases radiactivos a la atmosfera y varios derrames de agua y aceite radioactivos al mar. Por otra parte, los cables de WikiLeaks nos desvelaron que el Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA) ya había advertido a Tokio en 2008 que muchas de sus centrales podrían no soportar un terremoto de gran magnitud. Esa hipótesis fue tema de discusión del grupo de seguridad atómica del G-8. Aún más, la filtración nos reveló la conversación del parlamentario Kono Taro con diplomáticos estadounidenses en la que afirmó que el Ministerio de Economía, Comercio e Industria (METI) y las empresas eléctricas ocultaban problemas y sobre-costes en las centrales.

       Esta confusión de intereses públicos y privados nos remite a la práctica del amakudari, bien conocida en Japón, por la cual los servidores públicos de nivel alto se retiran prematuramente ocupando puestos en empresas privadas relacionadas con su actividad previa como funcionarios. Esta situación se da también en el sector nuclear, donde los reguladores e inspectores no han mostrado el debido celo. Esa es una de las razones de la falta de credibilidad de las informaciones acerca de lo que está sucediendo en Fukushima.

       Si la política nuclear japonesa no parece especialmente acertada ni transparente, en los últimos años el pacifismo constitucional tampoco parece ser el que era. Como consecuencia del programa nuclear norcoreano y la emergencia china muchos sectores han abogado por reformar el artículo 9 y el año pasado el nuevo gobierno del Partido Democrático de Japón (PDJ) descubrió que diversos pactos secretos con Washington en los 60 permitieron a Estados Unidos transportar armas nucleares por el archipiélago japonés. Es de esperar que a raíz del incidente de Fukushima I Tokio se replante de forma integral la política nuclear de los próximos años. Hasta el momento se han parado 11 de las 54 centrales y el Partido Liberal Democrático (PLD), en la oposición, ya ha pedido un replanteamiento del modelo energético lo que podría tener efectos más allá de Japón.

       Todavía es pronto para valorar las consecuencias geopolíticas de la catástrofe, pero parece razonable pensar que la disminución de la energía nuclear en Japón y en otros países que podrían repensar su modelo energético como Alemania, China o Italia encarecerá el coste del gas natural licuado a corto plazo y el del petróleo a más largo plazo. En un contexto de altos precios de la energía esto reavivará, sin duda, la lucha por los combustibles fósiles. También hará más complicado alcanzar un compromiso contra el cambio climático a escala internacional para sustituir el marco del Protocolo de Kioto. Por otra parte, es posible que muchos organismos multilaterales vean recortadas las aportaciones económicas de Japón, especialmente Naciones Unidas, de la que es su segundo mayor contribuyente.

       En el plano regional también sufrirán muchos países del Asia emergente, como Malasia, Taiwán o Tailandia por culpa de la repatriación de capitales japoneses en el extranjero para la reconstrucción y la reducción de la ayuda en cooperación a Indonesia o Filipinas, lo que confirmará la pérdida de influencia de Tokio en su vecindario.

       También es de prever que se frenará la apertura que estaba llevando a cabo el gobierno del PDJ. Tokio estaba negociando la firma de varios acuerdos económicos con varios países de Asia, Canadá y Australia. Además el Primer Ministro Kan había ofrecido a la Unión Europea abrir negociaciones de cara a un tratado de libre comercio a lo que previsiblemente Bruselas tendrá que responder en la próxima cumbre de mayo. Desde Europa la mejor forma que tenemos de apoyar a un aliado como Japón en estos momentos no es la caridad sino facilitando que su economía no se deteriore irremediablemente por culpa de la apreciación del yen o de los privilegios comerciales que otorgamos a sus competidores.

       Muchos analistas consideran que esta catástrofe no tendrá un impacto significativo en la economía japonesa, y para ello se sirven de los recientes terremotos de Sichuan (China) o Chile como ejemplo. Incluso se ha afirmado que puede despertar al país movilizando la inversión. Pero este planteamiento tiene la misma credibilidad que la falacia de la ventana rota o la idea que circula en países como España de que tirar papeles al suelo crea puestos de trabajo. Las calles japonesas relucen y el país tiene un índice de desempleo bajísimo. Las pérdidas humanas y materiales son enormes y las consecuencias de la crisis nuclear pueden ser más elevadas de lo esperado. Tal vez la catástrofe no acabe con la economía japonesa, pero si es muy probable que marque su ocaso. El problema radica en que 2011 no es 1945. A diferencia de 1923, cuando Tokio fue destrozado por un terremoto, o los tiempos de la ocupación de posguerra, Japón ya no es un país joven y pujante. Tampoco contará con el apoyo incondicional de Estados Unidos y el Estado poco podrá hacer al tener que enfrentarse a la mayor deuda pública del mundo que ya supera el 225% del PIB (8,12 billones de euros).

 

 

       Los valores que facilitaron el milagro económico tras la II Guerra Mundial situando a Japón como segunda economía mundial (recientemente superado por China, relegándole a la tercera posición), siguen ahí. Sin embargo, desde que en los años 90 estallara la burbuja inmobiliaria y financiera, el país vive sumido en una profunda crisis económica de la que no termina de salir, caracterizada por una prolongada espiral deflacionista (en la que bajan el precio de bienes y servicios, arrastrando a salarios y activos), una enorme deuda pública y un alarmante envejecimiento de la población. A ello hemos de sumar la falta de estabilidad política, la crisis económica internacional y el temor a la emergencia de China, factores que han contribuido a que los japoneses perdieran confianza en el futuro.

       Será difícil no volver a la situación de inestabilidad permanente que se vivía antes de que las lámparas de la Dieta comenzaran a balancearse. Nicholas D. Kristof, columnista del New York Times, atribuía recientemente el escaso talento de la clase política nipona al gaman, la ética de perseverancia resignada y sin quejas propia de los japoneses. Como ejemplo tenemos las declaraciones del conservador Ishihara Shintaro, gobernador de Tokio, quien llegó a afirmar que el terremoto fue un castigo divino para limpiar el egoísmo de los japoneses.

       Esta vez debiera ser distinto. La mayor enseñanza que nos deja esta triple tragedia es la importancia de contar con una población cohesionada y con espíritu cívico. Pero también resulta crucial una sociedad civil activa y vigilante que exija transparencia a sus instituciones, funcionarios y representantes políticos. Los japoneses tendrán que olvidar tiempos pasados, aceptar que no son una excepción, sino un país más, y comenzar a no rehuir los problemas. Si no quieren confirmar de forma definitiva su decadencia es ineludible aceptar la entrada de inmigrantes, valorar a las mujeres e integrarlas en el mercado laboral y reformar la rígida educación para volver a fomentar la creatividad y la innovación. En el plano exterior el país deberá abrirse al exterior, aceptar su papel menos medular en Asia y buscar unas relaciones más amigables con sus vecinos. Todo ello será imposible sin una profunda reforma de su endogámico sistema político y un aumento de la eficiencia y transparencia de su administración. Es necesario, de nuevo, refundar Japón. Seguir el proverbio: nana korobi ya oki, si caes siete veces levántate ocho.

       ¡Nihon Ganbare! ¡Ánimo Japón!

 

Bruselas, 29 de marzo de 2011

 

 

Álvaro Imbernón Sáinz es politólogo y consultor en Relaciones Internacionales. Está especializado en las relaciones entre la Unión Europea y Asia Oriental, especialmente Japón, donde vivió durante año y medio.

 


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