Escribo irritado y apesadumbrado por la muerte de Javier Marías. El escritor madrileño, que en octubre cumpliría 71 años, fue para mí un gran referente literario contemporáneo del que tanto aprendí en sus libros y sus columnas dominicales. Las echaba de menos cuando se tomaba un descanso en agosto. Esa ausencia todavía me pesó más este septiembre al notar que su firma dejó de aparecer en la última página de la revista dominical de El País y me enteré que había enfermado de una afección pulmonar. En una de las últimas y pocas entrevistas que concedía confesó recientemente que durante años pensó que no viviría demasiado. Desgraciadamente ha sido así.
La muerte repentina del Joven Marías, como se le solía llamar para distinguirlo de su padre, Julián Marías, el filósofo perseguido por la dictadura y al que él tanto admiraba, es muy injusta. Todas las muertes lo son, naturalmente, pero ésta resulta más dolorosa e insoportable puesto que llega en un momento de plena actividad y de brillantez y creatividad literarias, como lo demuestra su última novela Tomás Nevinson, publicada en Alfaguara el pasado año. Reconocía que le costaba escribir. Era muy cuidadoso y perfeccionista. Corregía sobre el papel mecanografiado y nunca en ordenador al igual que Mario Vargas Llosa. Admiraba a su amigo y académico como él, Arturo Pérez Reverte, por la facilidad que éste tiene en terminar sus obras. Pese a ello, publicó una quincena de libros desde Los dominios del lobo, escrita con sólo 19 años en 1971 en París, hasta la mencionada Tomás Nevinson, que sacó en 2021, a punto de cumplir los 70 y elaborada durante la pandemia.
Su obra no deja indiferente a nadie. A Marías se le ama o se le odia. A él eso le resultaba indiferente lo cual para algunos era un signo de pedantería y distancia. Tenía no pocos detractores, ya fueran de derechas o izquierdas; de feministas radicales que se rasgaban las vestiduras con sus juicios críticos vertidos sobre todo en sus columnas o de otros colectivos, que se sentían ridiculizados por comentarios a veces muy atinados. Sus debilidades, aparte del espionaje, eran la crítica durísima a la clase política en general y el desprecio del independentismo catalán o de cualquier clase de separatismo radical. Estaba casado con una catalana.
El desaparecido novelista era para mí un individuo que se expresaba sin ataduras ni convencionalismos, una persona que gozaba de su propia libertad, lograda a través del éxito literario. Creía poco en la fama y aún menos en la posteridad de su obra. Consideraba que sus libros, ampliamente reconocidos en vida, quizá no tendrían un merecido aplauso tras su muerte.
Iba a contracorriente de lo que estaba de moda, de lo políticamente correcto viniera de donde viniera. Era un gran provocador especialmente frente a la estupidez e intolerancia que nos rodea. Lo plasmaba en su obra y sobre todo en sus columnas. Odiaba el griterío y el insulto tan hispanos y así lo reflejaba con cierta ironía.
De ningún escritor hispano he aprendido más en el dominio de la lengua como con Marías. Poco me importaba que sus novelas apenas tuvieran trama o que incluso fueran calificadas de reiterativas con el tema de su estancia en Oxford y su obsesión por el espionaje. En ocasiones llegué a sospechar que había trabajado para los servicios secretos británicos. En alguna entrevista reconoció tener cierta familiaridad con el espionaje, pero confesó que no se identificaba para nada con una profesión que él calificaba como bastante sórdida.
Marías no fue sólo un extraordinario escritor, sino también un magnífico traductor de obras en inglés y francés. Rechazó hace siete años el Premio Nacional de las Letras por su novela Los enamoramientos, lo cual fue visto como un gesto de altivez, y avisó que no aceptaría ningún otro galardón que no fuera privado. Es por ello que el fallecido autor no recibió el Cervantes ni el entonces Príncipe de Asturias.
Siempre estuvo entre los favoritos para ganar el Nobel de Literatura. Seguramente tenía muchos más méritos que otros escritores premiados en años pasados y casi desconocidos en el mundo de las letras. Es una pena que los académicos suecos no hubiesen pensado en él. Ahora ya es demasiado tarde. La muerte le ha ahorrado el nerviosismo habitual a pocas semanas de la concesión del galardón.
Desaparece Javier Marías pocos días después del fallecimiento de la reina Isabel II. Me habría gustado leer una columna suya sobre el acontecimiento histórico que vive en estos momentos el Reino Unido. Gran conocedor de la sociedad y las costumbres británicas. sus juicios ciertamente habrían sido muy enriquecedores.
Con la muerte del novelista madrileño, en un momento mundial tan convulso y tan incierto, nos quedamos huérfanos no sólo sus seguidores, sino todos aquellos que amamos la lectura, la buena literatura, la pulcritud de la lengua y al mismo tiempo tratamos de huir del ruido, del grito, del insulto, de la estupidez y de la intolerancia humanas. Y en definitiva, de la insoportable mediocridad que nos rodea.
Al menos nos queda su obra y la posibilidad de releer sus libros sacados de nuevo de nuestras estanterías.