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ArpaJavier Vásconez: “Por distintos motivos, yo soy un exiliado en Ecuador”

Javier Vásconez: “Por distintos motivos, yo soy un exiliado en Ecuador”

Además de la marcada insularidad, que creímos superada con el boom latinoamericano, las literaturas nacionales del continente padecen de un agobiante síndrome de obsolescencia. Proclives a enaltecer, la mayoría de las veces, los fugaces nombres que se diluyen con el paso de los días, las editoriales nos hacen perder de vista aquellos autores alejados del afán y la promiscuidad mediática. Si a todo lo anterior sumamos la cartografía que pondera las regiones, ha de ser poco lo que se nos permita conocer de una latitud brumosa y oculta como Ecuador. Protegida por el Pichincha, aquel volcán nevado que se erige con soberbia a sus espaldas, Quito es una ciudad en la que el legado ancestral indígena cohabita con la herencia colonial, en una mixtura de asombro que se atestigua en la arquitectura y la idiosincrasia de su población. Con una obra que no renuncia a los registros sutiles de su geografía, pero que irriga en sus entrañas lo más renovador de la tradición clásica, Javier Vásconez, libro tras libro, nos conserva expectantes frente al itinerario de su personaje legendario: El Doctor Kronz. Con un sigilo y devoción ejemplar, este autor nacido en Quito en 1946, ha sabido sobreponerse a las tempestades del esnobismo.

 

La ruptura con el ensimismamiento parroquial y un audaz ejercicio de diálogo con la tradición europea, son elementos constitutivos de sus libros. ¿Responde su escritura a un distanciamiento con el costumbrismo chovinista y los arquetipos manidos en la literatura latinoamericana? 

—Me parece muy importante la pregunta que me planteas. Para mí las reflexiones sobre literatura forman parte de lo que uno escribe, aunque las opiniones aparezcan en una entrevista. El hecho de haber nacido en una línea imaginaria, en Ecuador, cuyo ensimismamiento parroquial es notable, incluso aburrido, probablemente sea la razón por la cual he optado por situar algunos de mis novelas y cuentos fuera de la línea imaginaria. Al tomar esta decisión surgió lo mejor de mi espíritu aventurero, ya que sin riesgo no existiría la literatura. Y entonces me hice la siguiente reflexión, ¿por qué los europeos se mueven con tanta naturalidad y soltura por el mundo? Para mí, desde una perspectiva literaria, el mundo es un amplio abanico de posibilidades. Hay tantos lugares, personajes, ciudades, situaciones, libros dignos de ser asimilados y saqueados, ya que la literatura es siempre un saqueo. La biblioteca de mi padre era rica y variada, la oferta era infinita y tocaba muchos puntos. No sólo se reducía a Latinoamérica. Los editores europeos (especialmente algunos alemanes y franceses) piensan de otra manera, a ellos les gusta nuestro exotismo, porque eso es lo que se vende. Novelas míticas de caudillos, de narcotraficantes, de revolucionarios. Historias llenas de color y romanticismo. Una conocida editora rechazó la publicación en alemán de El viajero de Praga porque para ser escrita por un latinoamericano, le informó a mi agente, se trataba de una novela “demasiado europea”. Y entonces yo me dije, ¿y la vida cotidiana y tantas otras cosas de nuestras ciudades? A lo mejor me ayudó el hecho de ser ecuatoriano, porque aquí no existe una clara tradición novelística, o mejor dicho, no tenemos una tradición ambiciosa y renovadora. Este es un país de poetas y cuentistas, por lo que yo tenía la libertad de escribir lo que quisiera. No tenía que rendir cuentas a nadie. Podía incursionar y saquear libremente la literatura europea, podía incluso comportarme como un bárbaro, invadiendo sin restricciones el mundo de Kafka, Joyce, Proust, Nabokov, Céline, Pavese, Camus, Le Carré, etcétera. Al leerlos me convencí de que lo que habían escrito era una prolongación de mis propios sueños y anhelos. Por lo tanto hubo una ampliación de la mirada. Porque el arte de la literatura no está sólo en la palabra, el estilo o la estructura de una novela o un cuento, sino en la manera como cada escritor renueva e inventa el mundo con la mirada. En mi caso, digamos, que tuve la suerte de obtener unos prismáticos de largo alcance. En eso yo le debo mucho al cine y a la pintura.

 

En La piel del miedo encontré la siguiente frase: “la política es sólo una máscara, un recurso para acallar la conciencia individual de las personas”; y en La otra muerte del doctor leí esta otra: “El amor es una demolición y sólo se lo puede tomar como un accidente en la vida de un hombre. La gente suele exagerar y lo coloca en un lugar de privilegio, suspira ante la idea de utilizarlo como un paraguas contra el horror de la mediocridad y de la rutina”. ¿Es deliberado el tono sentencioso y aforístico en sus libros? 

—La primera frase es una reflexión sobre el horror y la influencia negativa, pero inevitable de la política en la vida y en la intimidad de una persona. Pertenece a Jorge Villamar, el narrador de La piel del miedo, y si me permite una explicación es una síntesis de su tensa relación con ese mundo. En Latinoamérica, por razones obvias que todos conocemos, estamos excesivamente contaminados por la política. Soy bastante indiferente a ella, pero no ingenuo. Todos sabemos que la vida pasa por el filtro del poder. Pero la política me produce un especial aburrimiento, incluso me abruma su cínica hipocresía, ya que la política y los políticos –y también los medios de comunicación–, en mi opinión, nos impiden ver la vida desde otra perspectiva. Por supuesto que la segunda frase es deliberada por la importancia que el amor tiene en la novela. De hecho, también es una forma de quitarle importancia y de relativizarlo porque yo no creo en los momentos ni en los sentimientos absolutos.

 

La permanente extranjería, y una divisa de extrañeza frente a todo territorio, hace que Kronz se pregunte por su recurrente sensación de permanencia en las orillas equivocadas del río. ¿Dicha condición supone una revelación, hecha entre líneas, a favor de personajes y situaciones ecuménicas alejada de las resonancias provinciales? 

—Por distintos motivos, yo soy un exiliado en Ecuador. No creo que sea necesario enumerar todos esos motivos, pero voy a señalar uno de ellos: yo viví parte de mi infancia fuera de Ecuador. Y eso cuenta mucho. Lo pasé en Estados Unidos, Reino Unido, Madrid y Roma. Y tal vez por eso yo sea un exiliado de por vida en mi propio país. De modo que muchos de mis personajes, por razones que no sabría explicar, ni siquiera después de haberlos conocido durante el proceso de la escritura, parecen estar en la orilla equivocada. ¿Acaso no estamos todos en la orilla equivocada? ¿Acaso no es una forma de constatar que nunca nos encontramos donde deberíamos estar? Al menos esta es la impresión que yo tengo. Escribo para situarme en un lugar concreto, en el mundo de las palabras, o en cualquier ciudad hecha de palabras, de memoria y de tiempo que son tan determinantes para una novela.

 

El doctor Kronz, llegado de Praga, se pasea por sus libros con un fardo de nostalgia y una memoria apesadumbrada. Ya sea en un paraje de los Andes, o en una calle de Nueva York, los recuerdos le llegan en un oleaje de terror. Si en Proust el tiempo recobrado es el pretexto para una incisiva auscultación, ¿el pasado es traído de vuelta por su personaje en un obligado tránsito a la expiación y la catarsis? 

—Si bien Proust hizo de la memoria su punto de partida, el puerto de donde navegó para su largo y riquísimo recorrido, y si a veces creemos equivocadamente que fue el pionero de este recurso en la novela contemporánea, yo creo que la memoria forma parte de la misma literatura. No puedo concebir la literatura sin memoria. En términos generales, la memoria es muy variable: “un oleaje de terror” o un ramillete de felicidad. Hay que tomar en cuenta que el doctor Kronz es un personaje de la guerra fría. Sus recuerdos provienen del comunismo y el mundo totalitario en el cual ha vivido, incluso cuando rememora la muerte de su madre.

 

En El viajero de Praga, el doctor escapa del asfixiante mundo del totalitarismo y la sospecha para recalar en una ciudad latinoamericana y rehacer su vida en el ejercicio de su profesión. En La otra muerte del doctor, la medicina cumple de nuevo su papel providencial al llevarlo a Nueva York para cumplir su cita con el sino que le ha sido dado. ¿En Kronz la medicina es un albur que siempre le hace el guiño a su empeñado destino? 

—Claro, es lógico, Kronz es un médico checo muy responsable con su profesión. Toda su vida, todos sus desplazamientos parecerían que están sometidos al ejercicio de su profesión. Así pues, sospecho que más que un destino es un asunto profesional.
El doctor Kronz salió de Europa, de Praga, para ir a un congreso de médicos en Barcelona. Allí conoce a un colega que le convence que vaya a los Andes. Así se inicia su exilio. Y muchos años después viaja a Nueva York, invitado por una pariente, donde aprovecha para dar una conferencia sobre el soroche, el mal de altura.

 

Henry James aseguraba que no había mayor riesgo para un escritor que hacer de la locura la protagonista de una novela; pero su osadía fue mayor, al hacer de un joven epiléptico que rememora su caleidoscópica y fragmentaria memoria el componente angular de La piel del miedo. La indagación psicológica que, según Martha Nussbaum, matiza la primacía del relato y emparenta la artesanía literaria con la disquisición, ¿es en su novela un pretexto para alegar la incomprensión del mundo de los adultos y las convenciones políticas y sociales? 

—Ese es otro de los grandes temas de la literatura: la enfermedad, la cual ha sido ampliamente abordada en las obras de Thomas Mann, Bernhard, Onetti, Céline, Graham Greene, etcétera. Al escribir La piel del miedo fui absolutamente consciente del riesgo que corría, pero eso fue justamente lo que me empujó a escribirla, además quería cumplir una promesa que me había hecho a mí mismo. Era la historia de un muchacho aquejado por la epilepsia, de alguien que sin embargo lleva una vida normal con la madre y una hermana. Aunque también es una novela de aprendizaje. Escribirla y narrarla desde la voz y el punto de vista de un epiléptico era mucho más que un riesgo. Tardé veinte años en escribirla, en encontrar el tono preciso, adecuado, para no dejarme llevar por el sentimentalismo. La historia está narrada muchos años después de la infancia de Jorge. Y la epilepsia no sólo es una enfermedad, sino que es una especie de lente por el cual se mira el lenguaje y el mundo.

 

Ha dicho que su ejercicio tiene como estandarte “una poética del ocultamiento”, que sus libros son la confluencia de sombras y figuras tutelares que se proponen tributar a los escritores que han marcado un influjo esencial en su obra. ¿Cada nueva novela la concibe con una fuentes nutricias precisas y un genealogía literaria escogida ? 

—Cada vez que empiezo una novela o un cuento tengo la estructura bastante elaborada. Todo ha sido aparentemente pensado (escribo a mano y con estilógrafo, nunca tomo notas), aunque nada es definitivo porque a veces las cosas cambian misteriosamente durante la escritura. De repente, aparece la sombra de otros autores, y entonces se me viene a la cabeza la necesidad compulsiva de rendirles un tributo (homenajes, los llamo yo), de jugar con ellos y hacerles participar en la novela. En mis libros hay claros tributos a muchos escritores, de modo que no hay ningún un trabajo de ocultamiento. Invitados de honor es una prueba de ello. Cada cuento fue concebido como la morada de un escritor, y también El viajero de Praga. Al principio era la simple historia de un médico checo exiliado hasta que en un determinado momento me di cuenta de que estaba hablando de Kafka. Así que cuando me refería al ocultamiento lo decía en otro sentido. Un escritor trabaja en las sombras y con la cautela de un asesino que está a punto de cometer un crimen. Mi literatura está inspirada en la vida y, desde luego, en la literatura de otros escritores, lo que sin duda se produce de una forma bastante misteriosa. Llevo una biblioteca en mi cabeza, como quien lleva el recuerdo de sus antepasados. Acepto que puede haber contradicciones en mi obra. Un universo literario es algo vivo, como el oleaje del mar. Nunca está quieto. Trato de ser honesto y coherente con las respuestas, ¿y quién no es contradictorio después de tantos libros? El poder de la palabras es infinito. Un escritor es siempre un proceso y también una sucesión de personas. Las ciudades existen porque un día los escritores las inventaron, las convirtieron en palabras, ya que antes de eso sólo son una mancha en un mapa. Así que llevé esta inquietud a mi ciudad, un simple escenario de provincia, lluvioso, donde la ciudad se encuentra amenazada por la presencia de un volcán. Es la Dinamarca de Shakespeare. Ahí termina mi relación con la geografía.

 

Con pinceladas del Pichincha, sus parques y avenidas, sus libros dibujan un álbum de instantáneas de Quito. De manera velada, ha construido una memoria íntima de la ciudad. Con la certeza de que no obedece a un cuaderno programático y deliberado, ¿sí cree que ha simbolizado la educación afectiva en una Quito muy personal? 

—Después del Dublín de Joyce la ciudad se ha convertido en el escenario de la novela contemporánea, y en muchos casos hasta son su personaje principal. De modo que Quito es uno de tantos escenarios, el resto está en mi imaginación y en los sueños.

 

Los protagonistas de los relatos de Estación de lluvia son viajeros, en la amplia acepción que entraña la palabra: padecen desasosiego existencial, son trashumantes del alma y esquivos a la quietud que impone lo adocenado y rutinario… 

—De acuerdo, son personajes que odian lo rutinario. Son viajeros y descontentos. A veces no parecen estar en ninguna parte, o tal vez están dentro de las palabras y de sí mismos, como los cangrejos. A lo mejor están en la luna.

 

El Faulkner de su cuento ‘Billy’ afirma que escribir novelas es imponer anomalías a los otros. ¿Considera a su universo novelístico anómalo y felizmente enfermizo? 

—Es lo que hacemos todos los escritores. Aunque no estoy seguro de que Faulkner haya dicho eso. Quizá tuve que poner en su boca una idea mía. No estoy seguro, ya no me acuerdo. Pero no creo que mis personajes estén llenos de anomalías, ni siquiera que sean felizmente enfermizos. Simplemente, están jodidos. En realidad, no sabría cómo definirlos. Siento como si los hubiera soñado o como si alguien me los hubiera dictado. A veces me reconozco en ellos y otras me provocan una sensación de ajenidad que me perturba. Por eso prefiero no releer lo que escribo.

 

En días de escritura uniforme, y asfixiante renuncia al estilo, lo que ha devenido en un esperanto literario sin mayores apuestas, sus libros parecen reivindicar la autenticidad como impronta y la gravedad y hondura de los personajes como prueba de valía. ¿Es consciente de la insularidad labrada? ¿Señalaría las razones de su apuesta? 

—De mi educación inglesa, de los años que estuve interno en un colegio de Inglaterra –Mount Saint Mary´s College– aprendí que la responsabilidad es un método de vida y que hacer bien las cosas es una forma de felicidad, aunque eso implica un enorme trabajo. En el intento por escribir buena literatura siempre existe una especie de dolor de cabeza, y últimamente parece que hemos olvidado que de lo que se trata es de escribir obras maestras. Cada libro mío es una apuesta. Cuando lo empiezo es como si no hubiera escrito ninguno de mis libros anteriores. Soy bastante torpe. Tengo que empezar de cero. De una novela uno olvida todo, o casi todo, al menos es lo que a mí me ocurre. Uno olvida la estructura, el estilo, incluso el argumento, pero nunca olvidamos a los personajes, si éstos son convincentes. Supongo que mi personajes están empantanados en la ruina, en el amor, incluso en el deseo… En mi caso, la ruina y la pérdida no son cuestiones estrictamente estéticas, sino que es algo familiar, y lo digo sin nostalgia. He presenciado el descalabro y la ruina de mi familia, pero yo he ganado en literatura. Fue cuando escribí Jardín Capelo. Porque gracias al poder de la imaginación y las palabras (y eso es verdaderamente la literatura) cualquier pérdida se convierte en una conquista estética. En definitiva, toda la literatura podría resumirse como la historia de una pérdida, porque muy rara vez hablamos de otras cosas. Lamentarse es una pérdida de tiempo y es de mal gusto. Ya vendrán tiempos mejores, aunque sean otros los que admiren el arte de poner bien un adjetivo o una coma.

 

—Encuentro su universo literario y código ético muy cercano al de Juan Carlos Onetti. Varios de sus personajes están emparentados con Junta Larsen y Eladio Linacero. Desdeña toda proclama y manifiesto, se conserva indemne frente los espejismos del agobiante marketing literario y refractario a la politización. ¿La literatura per se, abstraída del entorno del estertor promocional y la facilidad periodística, condena al escritor contemporáneo al ostracismo?

—Esa es una leyenda negra, pero las leyendas negras tienen su zona de verdad. Todo es mucho más complicado y laberíntico que eso. De la obra de Onetti se puede decir que proviene directamente de Roberto Artl, de Faulkner, de Céline y de Conrad, entre muchos otros. De la obra del español Juan Benet sabemos que procede de Faulkner, de Conrad, de George Frazer, de Euclides da Cunha y de algunos historiadores como Tácito y Jenofonte. Irónicamente, yo puedo decir que William Faulkner fue el mejor escritor latinoamericano del siglo pasado. Sus novelas han influido más en Latinoamérica que en Estados Unidos. Puedes encontrar sus huellas en escritores como Onetti, García Márquez, Vargas Llosa, y también en Fuentes. Así que imagínate todo lo que se puede rastrear en la obra de Vásconez, una interminable lista de autores hasta desembocar en la novela negra, cuya importancia nunca dejaré de señalar. Desde los quince años quise ser escritor. Pero antes que nada debía convertirme en un buen lector, viajando a través de las páginas de los libros. Un día tuve un instante de lucidez y me vi a mí mismo sentado ante un escritorio, solitario, enfermo, y me horroricé. Deseaba evitar esa vida, pero fue imposible. De modo que aquí me tienes, condenado a la felicidad de seguir hablando de la infelicidad, que es lo que hacemos mejor a los escritores.

 

—¿Está escribiendo algo? ¿Tiene pendiente alguna publicación?

—Sí, tengo una novela inédita. Se llama Hoteles del silencio y será publicado en 2016 en la editorial Pre-Textos de España [esta entrevista se hizo antes de la publicación del libro, que ya está en las librerías]. Además, la editorial Fondo de Cultura Económica, de México, publicará un tomo con mis novelas cortas (Jardín Capelo, El secreto, El retorno de las moscas La otra muerte del doctor) con prólogo de Christopher Domínguez Michael y bajo el nombre de Novelas de la sombra.

 

 

 

 

Marcos Fabián Herrera Muñoz (Huila, Colombia, 1984) es comunicador social, periodista y magíster en Filosofía Contemporánea. Cofundador y asesor editorial del periódico virtual Con-fabulación, ha ejercido el periodismo cultural y la crítica literaria en diversos periódicos y revistas de Europa y América, entre ellos Prensa LatinaRevista Universidad de AntioquiaAurora BorealAlhucemaómnibusPuesto de Combate y Cuentosymas. Es autor de los libros El Coloquio Insolente: Conversaciones con escritores y artistas colombianos y Silabario de Magia. Varios de sus cuentos y poemas han sido traducidos al francés, italiano y el inglés y hacen parte de antologías publicadas en España, Colombia, Chile y Ecuador. Dialogantes, su segundo volumen de entrevistas con poetas, narradores y ensayistas de Hispanoamérica, fue publicado por la editorial española Mirada Malva.

 

 

 

 

 

 

 

Este texto apareció originalmente en la revista Aurora Boreal, que se publica en Dinamarca.

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