(Fotografía. Asís G. Ayerbe)
Suele recordarte Jesús Marchamalo una cita de Marguerite Yourcenar, «la mejor manera de conocer a alguien es ver sus libros». Seguro que al entrar en casa de amigos, sin casi darnos cuenta, nos hemos puesto a husmear los ejemplares que albergan sus bibliotecas. Seguro que muchos han encontrado un momento o un recuerdo que les ha resultado familiar de lecturas y de autores compartidos. Esa acumulación de libros revela intereses de lecturas, de autores y, ya de entrada, también la manera de descubrir cómo es uno de ordenado, desordenado, ¡hasta caótico!…
Jesús Marchamalo llega de nuevo a las librerías con una renovada edición de Tocar los libros, esta vez en Cátedra. Un ejemplar sobre la pasión de la lectura, los libros y nuestra manera de relacionarnos con ellos. Un recorrido por hábitos y manías alrededor de bibliotecas, autores, lecturas… «Cada uno con sus manías, sus gustos, sus colecciones y sus rincones de lectura. La literatura es una pasión que invade la mente, nos invita a viajar y es un aprendizaje constante. A los amantes de los libros no hay nada que nos guste más que hablar de ellos, recibirlos, coleccionarlos, leerlos, comprarlos, regalarlos, contarlos, tocarlos…». Asimismo, los libros tienen personalidad, la de sus lectores, a través de los detalles que dejamos en ellos: páginas dobladas, escritos, dedicatorias o marcapáginas improvisados. Al leer esta sexta edición ya de Tocar los libros muchos se verán reflejados, aludidos e interpelados, siempre desde la complicidad y el humor: «He ido cambiando cosas, eliminando y añadiendo en cada nueva edición textos e imágenes, de modo que ésta de Cátedra es, de algún modo, y en muchos aspectos, una novedad». Encontrará el lector muchas historias que le conmoverán: «Me viene a la cabeza, por ejemplo, el libro de Cabrera Infante, Tres tristes tigres, que Zoé Valdés copió a mano en tres cuadernos de espiral, porque en Cuba no se podía conseguir un ejemplar. O cuando murió Shelley, sorprendido en el mar, navegando, por una tormenta, reconocieron su cadáver por el libro de Keats que llevaba en el bolsillo de la levita».
«Nadie toca los libros como Marchamalo», dice en el prólogo Luis Mateo Díez. Tocar los libros sigue siendo todo un análisis sociológico ya que crear una biblioteca, ordenarla e inventarse espacios para los libros, es una de las cosas más personales y probablemente caprichosas que se pueden hacer. Muchos lectores, rodeados de libros en estos momentos de encierro, coincidirán en varias anécdotas y fragmentos recogidos con el buen hacer de Marchamalo, ahora que permanecemos familias enteras 24 horas juntos y más de uno ha comprobado que las casas no se estiran como un chicle…
Esta conversación, además, se lleva a cabo con un Marchamalo también comisario cultural. El estado de alarma, decretado hace casi ya dos meses, interrumpió la gran exposición dedicada a Miguel Delibes, con motivo del centenario del autor, de la que es comisario. Todo se ha paralizado. La Biblioteca Nacional de España, en coordinación con el Ministerio de Sanidad y el Ministerio de Cultura y Deporte, decidió el cierre temporal de sus servicios y actividades hasta nuevo aviso. A la espera de relanzar y reorganizar la ronda de presentaciones de su nuevo libro y la exposición de Delibes, prepara nuevos proyectos y trabaja en los que ya tiene delante.
La primera pregunta es casi obligada, ¿qué tal lleva el confinamiento?
A días, como todos. Vivimos una de las situaciones más insólitas, excepcionales y oscuras que probablemente vayamos a vivir nunca, y creo que todo es normal: la irritabilidad, el desasosiego, el insomnio, la inquietud por un futuro más incierto que nunca… Todo es normal, y todo nos lo tiene que parecer. Pero no lo llevo mal. Veo tanta gente a mi alrededor viviendo situaciones verdaderamente trágicas que me parece pueril protestar porque no podamos salir a la calle. Lo que sí me llama la atención estos días es la capacidad de adaptación del género humano, que me resulta admirable y también alarmante. No sé hasta qué punto no resulta inquietante la certeza de que nos podemos acostumbrar a cualquier cosa.
Tocar los libros, un título muy apropiado en estos momentos… o no, que diría aquel… Se nos está poniendo un poco difícil lo del tacto…
Tocar los libros es un título estupendo, no se me ocurre uno mejor para este libro. Y lo digo tranquilamente porque no es mío, sino que se lo robé a Alberto Manguel. Siempre he sido una calamidad poniendo títulos: acudo a frases hechas, a juegos de palabras previsibles, imperdonables tópicos… Así que cuando buscaba un título para el libro, me topé con éste Tocar los libros en un artículo que había publicado Manguel y me lo apropié. Hace unos meses coincidí con él en México, en una feria del libro, y se lo confesé. Me dijo que robar títulos ni siquiera es delito y que, caso de serlo, ya habría prescrito. En todo caso hay que reivindicar el gusto de tocar, recuperarlo: tocarnos, abrazarnos, cogernos de la mano, hay un modelo de sociedad aséptica, contemplativa, contenida en sus gestos, que a mí cada vez me interesa menos.
¿Por qué esta reedición? ¿Era el momento adecuado?
Siempre cuento que hay libros con leyenda y libros sin ella. Y Tocar los libros es, desde luego, un libro con leyenda. Se han publicado ya seis ediciones, y cada una de ellas es distinta. He ido cambiando cosas, eliminando y añadiendo en cada nueva edición texto e imágenes, de modo que ésta de Cátedra es, de algún modo, y en muchos aspectos, una novedad. Da la impresión de ser un libro que se ha ido escribiendo, construyendo a lo largo del tiempo y de una manera visible para los lectores.
¿Cómo definiría este libro? ¿Qué encontrará nuevo el lector?
Tocar los libros es un libro sobre la pasión de la lectura, sobre los libros y nuestra manera de relacionarnos con ellos. Un recorrido por hábitos y manías en el que hablo de bibliotecas, autores, lecturas… Un libro en el que muchos lectores se verán reflejados, aludidos e interpelados, siempre desde la complicidad y el humor. Respecto de las novedades, además de las imágenes que son casi todas nuevas, hablo, por ejemplo, de la visita a la biblioteca de Brines, en Oliva; hablo del robot de la Biblioteca Nacional, de los libros perdidos de Francisco Ayala, y hablo de aquella vez que Coetze, el premio Nobel sudafricano, entró en una librería de Madrid preguntando por mí.
Ashley Montagu describía en sus libros el sentido del tacto y la importancia de la piel en las relaciones humanas avisando del efecto que las tecnologías ya producían sobre el ‘individualismo’, usos ya fijados en el ciudadano, algo que paradójicamente estamos sufriendo actualmente. Hemos producido casi una sociedad de intocables. Nos hemos vuelto extraños unos para con otros. La capacidad del hombre para relacionarse con el prójimo ha quedado muy atrás prefiriendo retirarse a conversar con los ordenadores, comunicarse con las pantallas… Con lo curativo y reconfortante que resulta un abrazo…
Sin duda. Yo soy mucho de abrazos, desde luego. Me adelantaba antes a la pregunta y hablaba ya de esta sociedad aséptica y contenida que evita el contacto físico. Parece que, efectivamente, la virtualidad, la distancia social, ahora tan de moda, se ha ido imponiendo y es algo que me cuesta asumir. Soy poco amigo de buscar bondades en la desgracia. Creo que el virus, el confinamiento, está siendo y va a ser terrible para todos. Pero una de las poquísimas cosas buenas que puede haber tenido es que haya servido justo para cobrar conciencia del valor de los paseos, del sol, de las conversaciones con amigos, los abrazos… Tengo amigos cercanos a quienes el COVID ha golpeado duramente y pienso en ellos y en lo que habrán echado en falta en estos momentos terribles los abrazos de sus familiares y amigos, tan confortadores, tan curativos.
Decía James Joyce que uno podría decir que «el hombre moderno tiene epidermis en lugar de alma». El tacto participa en cada uno de los sentidos como complemento. La palabra la saboreas, la hueles, evoca, tiene tacto, textura… Tacto es también el texto y las sensaciones que provoca en nosotros, ¿coincide con esta apreciación?
Claro. Sin duda el tacto es un lenguaje. Una manera de comprender el mundo y hacerlo nuestro. Creo que el conocimiento profundo de lo que nos rodea tiene que ver con las apreciaciones sensitivas: cómo huele, si está caliente o frío, el sabor, la suavidad o la aspereza de las cosas… Hay momentos, lugares, de los que tenemos un recuerdo visual, pero hay otros de los que guardamos una memoria táctil: el tacto de la arena en la playa, el del césped, descalzos, la dureza del suelo, el olor del papel de los libros nuevos… Hay una memoria del mundo, de los viajes, de las lecturas que tiene que ver con todo eso.
Existen escritores, afortunadamente, que a través de la palabra consiguen transmitir el sentido del tacto, un escalofrío, miedo o una alegría reconfortante. Palabras que parecen convertirse en dedos mostrando la «temperatura» de la vida…
Claro, tiene que ver con el poder de evocación de las palabras, del lenguaje. Publiqué hace años un libro, Palabras se titula, con ilustraciones de Mo Gutiérrez Serna, en el que hablamos de eso, de las palabras y su poder de evocación. Nuestro mundo está construido con palabras, y las palabras son las que lo delimitan, lo designan y lo llenan de matices. De ahí que los niños pregunten siempre el nombre de las cosas. Nombrar las cosas es de algún modo conocerlas, explicarlas.
Acudir a la lectura en momentos difíciles e importantes de la vida es casi una tabla de salvación, siempre que uno acuda al libro adecuado. Las voces de los libros se atreven, en ocasiones, a hablar de realidades que habitualmente ocultamos o disimulamos en nuestra vida. ¿Tal vez de eso depende que uno pueda acudir a los libros y encuentre allí consuelo?
Sin duda. Muchos de nosotros, en estos días inciertos, hemos encontrado consuelo en los libros y en las lecturas. A pesar de que para muchos ha sido difícil concentrarse y no hemos hecho más que picotear de aquí y de allá. Pero incluso eso es mágico, recordar un libro, un autor, un pasaje, unos versos y poder volver a ellos abriendo un libro. Ha sido confortador estos días contar con el consuelo de libros, y comprobar que el encantamiento sigue funcionando.
Por otra parte, hay que señalar la capacidad anticipatoria que posee la literatura, es decir, la literatura suele dotar de una cierta explicación a la realidad y ahí tenemos a nuestros clásicos como Macbeth, Hamlet, Don Quijote…
De anticipamiento y de enseñanza vital. Pienso a menudo en la cantidad de situaciones, cómodas e incómodas, que hemos vivido en los libros: el amor, la aventura, la pasión, la traición… Muchas de esas cosas las hemos vivido -y lo seguimos haciendo- en la imaginación antes que en la realidad, y eso tiene que ver mucho con la literatura; la posibilidad de vivir otras vidas distintas a la nuestra, otros mundos, otros lugares, otras cosas que podríamos haber sido, leyendo. Tiene el problema, claro, de poder confundir una cosa y otra, como el Quijote: realidad y ficción, verdad real y verdad literaria. Pero como decía Houellebecq, y es una frase que me encanta citar, el problema de quienes no leen es que tienen que conformarse con la vida.
En cualquier caso, hasta que se retome la normalidad y podamos volver a presentaciones de libros y a una librería a comprar y tocar los libros la oralidad –desde la antigüedad- sigue sobreviviendo bajo nuevas formas actualmente con podcast, redes sociales…
Soy muy de la palabra hablada, sí. No sólo por mi trabajo en la radio -llevo toda la vida hablando-, sino porque creo que la literatura, o al menos una parte decisiva de ella, la que tiene que ver con contar historias, con narrar nuestros más íntimos deseos y aspiraciones nace de la oralidad. Siempre me acuerdo de mi amigo Luis Mateo Díez, que me contó cómo su primera lectura del Quijote, inolvidable, fue escuchándolo en clase, en la voz de su compañeros que se turnaban para leerlo cada mañana un rato en el colegio.
Sin embargo a pesar de todo este entramado de oralidad de audiolibros, podcast etc, el libro sigue permaneciendo como el instrumento y objeto más perfecto: favorece la calma a la hora de leer y pasar sus páginas, el pensamiento, la intimidad… como dice Irene Vallejo «posee un aura que los entusiastas de la literatura reconocemos y amamos».
El libro de Irene Vallejo, El infinito en un junco, es una maravilla. Irene es una maravilla: me encanta de ella su conocimiento, su entusiasmo. Me encanta leerla, y visitar de su mano el mundo clásico donde tan fácil es reconocerse. Y me alegro infinitamente de que su libro esté llegando a tantos lectores, porque es un libro verdaderamente deslumbrante, iluminador, encantador en el estricto sentido de la palabra, porque tiene algo de encantamiento, casi mágico, prodigioso. Estoy de acuerdo con ella en casi todo lo que cuenta. Por ejemplo y respecto de lo que preguntas, en que el libro sigue teniendo algo que a algunos lectores todavía se nos hace indispensable. Seguramente esa sensación física de la que venimos hablando, y que nos proporciona una satisfacción profunda, irrepetible, más allá del propio texto.
Hay quien dice que las bibliotecas definen a sus dueños y he leído que quien posee una biblioteca suele tiene una neurosis, unas manías muy particulares, en la manera de relacionarse con los libros. ¿Qué historias de las que cuenta en Tocar los libros le han conmovido más?
Hay muchas historias en Tocar los libros que conmueven, y en las que nos sentimos reflejados, retratados. Me viene a la cabeza, por ejemplo, el libro de Cabrera Infante, Tres tristes tigres, que Zoé Valdés copió a mano en tres cuadernos de espiral, porque en Cuba no se podía conseguir un ejemplar. Leí también que Joseph Brodsky, condenado en Siberia, encontraba consuelo en un libro de Auden. Y Me viene a la cabeza la historia de Claudio Rodríguez, que nunca salía de casa sin llevar con él un sobado ejemplar de la Divina Comedia, descuadernado y deshojado. Hace años, su mujer, Clara Miranda, me regaló una hoja de ese libro que guardo como oro en paño. Hay algo de talismán en los libros, algo de propiedad supersticiosa. Cuando murió Shelley, sorprendido en el mar, navegando, por una tormenta, reconocieron su cadáver por el libro de Keats que llevaba en el bolsillo de la levita. Siempre me ha parecido maravilloso que se pueda reconocer a alguien por un libro.
Por cierto, ¿ha logrado desentrañar el misterio del tremendo entramado que supone la gran biblioteca de Vila-Matas como comprobó en aquella fotografía que le envió?
Vila-Matas es uno de mis autores favoritos. Siempre me ha interesado su mundo, y sus enigmas. Y ése que mencionas quedó para siempre sin resolver. Días antes de visitar su biblioteca en Barcelona, me envió, efectivamente, una foto de un rincón donde se veían unos libros y una imagen de una jovencísima Marguerite Duras. Imprimí la foto y la llevé conmigo por si portara alguna pista relevante, algún secreto indicio, y le pregunté al respecto, pero se encogió de hombros misterioso. Así que todo quedó sin explicar. Lo que no hice en su momento fue pedirle que me firmara la foto. Voy a ver si le escribo un día y se la mando para que me la devuelva firmada. Una foto de Vila-Matas es una foto de Vila-Matas.
Por otra parte hay que reconocer a los libros una sorprendente capacidad colonizadora. Carmen Martín Gaite decía en algún pasaje de sus novelas algo así como que en cuanto dejas un libro en un radiador de repente cría…
No me hables. Los primeros días de la pandemia me propuse ordenar tres montones de libros que tenía en el salón de casa. He estado trabajando en una exposición para la biblioteca Nacional dedicada a Delibes, de quien se cumple este año el centenario, y tenía una parte importante de libros de documentación allí apilados. Pues los ordené, seleccioné, eliminé dos de los tres montones, que guardé en cajas en un altillo y me quedó perfecto. Pues han pasado cinco semanas desde entonces. No he salido de casa, ni ha entrado ningún libro por el confinamiento, y los montones están otra vez igual.
Recuerdo una pregunta que plantea usted en su libro sobre lo difícil que es, en ocasiones, desprenderse de ejemplares, a veces un ejercicio muy necesario, «¿para qué conservar libros que sabemos que nunca vamos a volver a leer, que probablemente nunca volvamos a necesitar?»
Sí, me lo contó también Bernardo Atxaga, que tiene una preciosa biblioteca en su casa de Zalduondo, en Vitoria, y me habló de cómo hay un momento en la vida en que es sanador deshacerse de todo aquello que nos sobra, que no nos interesa. También de los libros que hemos ido acopiando y que ya no significan nada para nosotros, que incluso pueden ser molestos, perturbadores… Y estoy de acuerdo. Hay libros con los que nos apetece convivir, y otros con los que definitivamente no, y da mucha paz deshacerse de ellos. Creo que no lo hacemos por pereza. Ordenar una biblioteca puede convertirse, de la noche a la mañana, en una pesadilla.
Volviendo a la situación actual, ¿qué papel debe desempeñar la cultura una vez superemos esta crisis?
La cultura es un bien esencial. Estas terribles semanas hemos tenido oportunidad de comprobar por primera vez en nuestra vida cómo podría ser un mundo sin paseos, sin amigos, sin abrazos, sin teatros, sin cines, sin librerías, sin conciertos y, por cierto sin sanidad pública -creo que es importantísimo reconocer el esfuerzo que ha hecho en los hospitales el personal sanitario, y agradecérselo de corazón- y es un mundo que, definitivamente, no nos gusta para vivir. Desde luego a mí, no. Vivir es, en gran parte, todo lo que estas últimas semanas no hemos podido hacer.
¿Qué echa más de menos?
Estoy muy habituado a trabajar en casa, de modo que en ese aspecto el confinamiento no ha significado para mí una novedad. He echado de menos andar, montar en bicicleta, nadar… No soy deportista, pero sí me gusta hacer ejercicio de forma habitual. Y gran parte de lo que escribo, de las entrevistas que preparo, o las reseñas, las planteo andando. Pero creo que, sobre todo, he echado de menos a los amigos, poder verlos.
¿Qué está descubriendo sobre usted mismo?
He descubierto que, para mi sorpresa, soy más paciente de lo que nunca pude imaginar. Tuve durante años un blog que se titulaba El don de la impaciencia, creo que sigue abierto, y siempre he sido impaciente, impulsivo, nervioso, amante de lo inmediato… Pero he descubierto que tampoco la paciencia está mal. Debe ser el confinamiento, o la edad.
Y, ¿qué espera que aprendamos?
Pues la verdad, espero poco. Da la impresión de que humanidad tiene una histórica capacidad para el olvido, sobre todo en circunstancias traumáticas. Así que creo que todo esto pasará, y lo olvidaremos. Una de las cosas más bobas que he escuchado estos días es eso de ‘éramos felices y no lo sabíamos’. Yo, si te soy sincero, siempre trato ser consciente de la felicidad, pero mucho me temo que volveremos a ser felices sin saberlo.