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Jo, ¡qué noche!

 

Los separatistas están usando a los niños para sus fines. Sin el «para sus fines» bastaría también como frase inicial. Sería incluso mejor. Les están enseñando, además, muchas cosas aberrantes. Esto no se saca en los medios con la profusión necesaria, urgente. Lo que sacan, lo que promocionan bien, desde dentro y desde fuera del monstruo, es la urna y el derecho a decidir y la democracia y otras pamplinas similares con las que los separatistas se ponen de un ridículo tan subido que se comprende que sólo se entiendan entre ellos. Y eso que ninguna de aquellas pamplinas son en realidad pamplinas. Al contrario, son elementos indispensables, pilares fundamentales de las sociedades modernas, caricaturizados por los que en Cataluña los invocan con su idealismo de juguete (que no de broma), otro valor desvirtuado por el Procés, la divinidad que todo lo legitima y por la que han levantado un templo.

 

 

Cuarenta años de progresivo y permitido adoctrinamiento han traído la mismísima locura. La perversión del lenguaje y de la lengua, la perversión de la historia, la perversión de la convivencia, la perversión de la política, la perversión de los hombres, de las mujeres y de los niños. La perversión donde picotean hoy tantos buitres de distinta pluma, separatistas o no. La perversión del nacionalismo llevado al delirio donde la única voz admitida la tienen delincuentes blanqueados y cobardes y voceros y equidistantes, todos encantados de sí mismos.

 

 

Todos muy juntos aunque no lo parezca, muy suyos, que miran con desprecio al que no piensa lo mismo que ellos. Y ponen cara de estirados. Cara como de institutriz reseca, de preceptor del hijo de Barry Lyndon. Porque los que no piensan igual que ellos son paletos, o de la caverna o mesetarios o cosas peores, ese lenguaje de secta. Porque en todas las formas, en todas sus manifestaciones, en todos sus usos  (incluido el que hacen de los niños ¡hasta el votarem es un imperativo!) actúan igual que aquellos, y ni se imaginan ser parecidos porque alguien les ha dicho siempre que son demócratas (una especie de raza superior en lenguaje separatista) hagan lo que hagan.

 

 

Y aún hay quien los comprende desde el otro lado ahondando con ello en la herida, extendiendo el mantra mentiroso de la confrontación, del falso diálogo. Del eterno diálogo proveedor eterno de la causa. Del falso consenso. Sólo queda curar irremediable y quirúrgica y legalmente. ¿Adónde se podría ir de otro modo sin dirigirse inexorablemente hacia ese abismo? Se ha llegado al éxtasis jovial y engañosamente festivo de la gangrena independentista y no hay más remedio que operar con todos los medios del Estado de Derecho para defender la democracia que en Cataluña han moldeado, pervertido, a su gusto.

 

 

Se ha de intervenir, como se está haciendo al fin, el mal que lleva décadas supurando e impidiéndose que se infecte manteniéndolo a base de inyecciones que han hecho del agravio, del virus separatista, una enfermedad infecciosa extendida (ni mucho menos tanto como sus transmisores querrían) con múltiples manifestaciones y estados. Todo ello sujeto a diferentes tratamientos paliativos que hoy ya sólo admiten el último, el de emergencia antes del posterior intento de reconstrucción de la cordura, que no es un trabajo en absoluto político, como cantan con las cacerolas de la falsa libertad ¡también ahora los comunistas! (de lo retorcido que está todo han amanecido juntos Pablo Iglesias y Artur Mas, jo, ¡qué noche!), sino profundamente psicoanalítico.

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