El cantante y compositor Joaquín Sabina es muy querido en México. Tanto que la gente que le gustan sus canciones suele acercarse a él para saludarlo si lo encuentra en algún lugar cuando va de visita allá, y no siempre recibe un buen trato de su parte.
El malhumor enturbia el ánimo de Joaquín Sabina, de por sí sujeto a los contrastes del vinagre y las rosas, la amargura y la sensiblería, cuando quiere pasar desapercibido y la gente se aproxima a él, algo que le sucede a los famosos que tienen una relación vergonzante con el éxito. En México, Joaquín Sabina encontró tanto reconocimiento que son célebres sus homenajes a íconos de la cultura mexicana, llámense Frida Kahlo, o José Alfredo Jiménez.
Cada vez que llega a México este artista de Úbeda muestra que, como la protagonista de una de sus canciones, tiene la falda corta (la ideológica, al menos) y la lengua larga, muy larga: sus admiradores suelen apreciar sus desplantes y ocurrencias, que rozan la demagogia y la charlatanería. Hay un gusto generacional por su mixtura de vitalismo un poco cínico, otro tanto patético, y desencantado. Los resabios de una conciencia “progre” que vive la certeza de su ocaso.
En México cada vez que existe la posibilidad, las autoridades suelen utilizar a las figuras del espectáculo para adherirlas a sus campañas propagandísticas. Un par de semanas atrás Joaquín Sabina estuvo en Los Pinos, la casa presidencial, para comer con su ocupante, Felipe Calderón, quien desde tiempo atrás ha declarado que admira las canciones de aquél. Como se supo, la verdadera finalidad de la reunión era hacerle matizar a Sabina sus palabras acerca de que “Calderón es ingenuo” en la lucha contra el narcotráfico, que había declarado poco antes.
A pesar de que Sabina expresó aquella vez también que no tenía “por que comer con presidentes”, aceptó gustoso y de inmediato la invitación de la presidencia. Allá no le dieron ni las dos ni las tres de la madrugada, por supuesto.
Le bastó un par de horas de la tarde para salir de aquella reunión medio ebrio y convencido que “el ingenuo era él”. Joaquín Sabina tiene el derecho y la libertad de comer, beber y cantarle a quien desee y ponerse como quiera. Lo que llama la atención es su lamentable verborrea de dientes hacia fuera.
Es inaceptable que la frivolidad de sus actos quiera borrar los hechos: la lucha contra el narcotráfico del gobierno calderonista ha resultado un fracaso: es ineficaz, costosa en lo material y lo humano, más mediática que verdadera, y deja un saldo atroz contra los derechos humanos por parte de militares y policías que participan en ella. Basta leer los periódicos para saberlo.
Asimismo, el gobierno de Calderón se comprometió a esclarecer el problema de Ciudad Juárez. Y nada ha avanzado al respecto: la violencia persiste y el feminicidio sigue impune. Y no sólo eso: el servicio exterior mexicano tiene la encomienda de defender a ultranza su gobierno mediante una campaña de mentiras y desprestigio contra quienes lo critican.
Joaquín Sabina ha dejado claro en su trayectoria que le tiene pavor a la fama, pero eso sí, se pone de rodillas ante el menor halago de la gente de poder. Frente al presidente, agacha la frente. Nos debe esa canción: la del cobarde acomodaticio. Le puede quedar muy buena. A Felipe Calderón le va a encantar.