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Mientras tanto‘Jondo, del primer llanto, del primer beso’, más cera que la que...

‘Jondo, del primer llanto, del primer beso’, más cera que la que se ve arder


Cartel de 'Jondo del primer llanto, del primer beso'
Cartel de ‘Jondo del primer llanto, del primer beso’

Estrenar en la Gran Vía es, sin duda alguna, triunfar. Llegar ahí es difícil, se trata de teatros grandes que, independientemente de la calidad artística del espectáculo, el empresario debe garantizarse una importante venta de entradas para mantener el teatro abierto. La Gran Vía es business teatral, eso no hay que olvidarlo.

Por eso, la llegada de Jondo del primer llanto, del primer beso de los coreógrafos Sharon Fridman, Eduardo Guerrero y la directora de escena Triana Lorite al Teatro edp Gran Vía, aunque sea en verano, en pleno puente de agosto, es una muy buena noticia. Porque significa que la industria del teatro piensa que la calidad artística no está reñida con el público, como se suele argumentar, y apuesta por darle de lo mejor.

Y claro que no lo está. Porque no hay público, ni de Madrid ni de paso por la ciudad por turismo, que se pueda sustraer a un buen espectáculo de flamenco como es este. En el que se hace una actualización relativa de la cultura universal de Andalucía y de España.

La última frase puede parecer grandilocuente. Calificativo que se desmonta una vez que se revisa de donde parte y quien lo pone en pie. El acúmulo de nombres es apabullante.

Empezando por el inspirador de la pieza el celebérrimo Federico García Lorca y cinco personajes de cinco de sus obras: Rosita de Doña Rosita la soltera, Belisa de El amor de Don Perlimplín con Belisa en su jardín (que por cierto se puede ver en el Teatro Alcázar), Mariana de Mariana Pineda, Adela de La Casa de Bernarda Alba y el Director de El Público.

Personajes que sirven para construir cinco cuadros con un prólogo y un epílogo. Empezando y terminando con la primera, Doña Rosita la soltera. Con el que se construye un monólogo de rompe y rasga, como de otro tiempo, del que ya no se suele ver en los escenarios porque los artistas actuales han abandonado esas formas de decir. Aunque a tenor de los aplausos todavía hay público que piensa que es la mejor manera de decir a Lorca.

Luego están los dos coreógrafos citados. Referentes habituales en los festivales de danza y de flamenco. Siempre en las nominaciones de los premios más importantes, cuando no son directamente los premiados.

A todo esto, le acompaña el cante. En esta producción canta la gran Carmen Linares. Canta poco, tiene pocas intervenciones, pues siempre gusta escucharla más. Ya que cuando canta se para todo para oírla, eso es verdad, y esta obra es una obra de baile.

En cualquier caso, no es la única cantante, que también está Manu Soto. Una voz que no es que acompañe el baile, sino que baila, en el sentido metafórico y en el real. Ya que hay un momento que este cantante se arranca a bailar y lo hace con oficio.

De que en todo esto haya fluidez, pues el espectáculo no para ni un momento y las transiciones entre cuadros son suaves se ha encargado Triana Lorite. Algo que ha hecho con tanto acierto que el público, que empieza aplaudiendo casi cada movimiento y diciendo eles y oles, poco a poco se va calmando para no interrumpir, consciente de que se le está contando algo. Que la producción tiene más cera de la que se ve arder o más chicha que limoná.

A esa chicha habría que añadirle el conocimiento musical que pone la dirección musical del guitarrista Pino Losada. Y el conocimiento en el uso de las telas, aunque no se puede nombrar quien es porque no viene en el dossier ni el programa. Un conocimiento de vestuario que lo mismo falla, con esos bodis color carne que llevan algunos bailarines durante la función. Como desconcierta positivamente, con esas bermudas que llevan los bailaores con zapatos de baile. Como fascina con el uso de una tela roja y un tocado de cuernos. O lo bien que pone color y acentúa el movimiento con unos mantones de Manila. A la vez que es capaz de vestir a Carmen Linares como la dama del flamenco que es.

Porque es cierto que este espectáculo tiene sus peros y el vestuario es uno de ellos. El otro es que a pesar de ser un espectáculo girado, ya puesto en muchas partes, todavía no acaba de transitar bien entre lo contemporáneo y el flamenco. Quizás por la trayectoria de los bailarines es más del segundo palo que del primero.

Algo que, por esas magias del teatro, cambia tras el cuadro La fiesta. Una fiesta flamenca en toda regla en la que Manu Soto canta el Romance sonámbulo, el famoso de verde que te quiero verde, de una manera que se reconoce, sí, pero que a la vez extraña porque parece nuevo.

Si hasta ese momento la cosa ha gustado. A partir de entonces va in crescendo el interés por parte del público. Que se debate entre estarse parado para ver que viene luego y el ponerse a aplaudir de tanto como le ha gustado.

El silencio se impone en el epílogo. Es ahí cuando Eduardo Guerrero, que ha tenido sus momentos de protagonismo, pero ha dejado que sea el cuerpo de baile el que lleve realmente el espectáculo, toma las riendas. ¡Y cómo lo hace!

De una manera que se olvida que hay mucho atrezo, pero muy poca escenografía pues se trata de un escenario de paredes desnudas para que lo llenan los cuerpos en movimiento, la música, en la que esta vez es muy importante la voz, y la luz. Como siempre debe hacerlo en un buen y disfrutable espectáculo de danza. Y este es las dos cosas.

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