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Joni Mitchell. Desde ambas caras

Para Joni

Woodstock 

Me encontré con un hijo de Dios
Caminaba él por la carretera
Y le pregunté, ¿adónde vas?
Y me dijo esto:
Voy a la granja de Yasgur
Voy a unirme a una banda de rock
Voy a acampar en esta tierra
Quiero liberar mi alma

Somos polvo de estrellas
Somos oro
Y nos debemos
al jardín

Mira, ¿puedo caminar contigo?
Vengo huyendo de la polución de la ciudad
Y me siento como un eslabón del engranaje
O quizá sea la época del año
O quizá la era del hombre
Yo no sé ni quién soy
Pero la vida está para aprender

Somos polvo de estrellas
Somos oro
Y nos debemos
al jardín

Para cuando llegamos a Woodstock
Éramos más de medio millón
Todo era música y celebración
Y soñé que veía a los artilleros
montando a lomos de sus armas
Se convertían en mariposas
Sobrevolando nuestra nación

Somos polvo de estrellas (carbón de un millón de años)
Somos oro (por vender el alma al diablo)
Y nos debemos
al jardín

 

Black Crow 

In search of love and music
My whole life has been
Illumination
Corruption
And diving, diving, diving, diving,
Diving down to pick up on every
      shiny thing
Just like that black Crow flying
In a blue sky 

I looked at the morning
After being up all night
I looked at my haggard face in the
      bathroom light
I looked out the window
And I saw that ragged soul take
      flight
I saw a black Crow flying
In a blue sky
Oh I’m like a black Crow flying
In a blue sky 

 

Cuervo negro 

He pasado mi vida
buscando el amor y la música
Iluminación
Corrupción
Y buceando, buceando, buceando,
Buceando para embriagarme todo lo
que brilla
Como el cuervo negro
que surca el azul del cielo

He contemplado la mañana
después de pasar la noche en vela
Me he visto la cara ojerosa a la luz del
espejo
He mirado por la ventana
Y he visto esa alma cansada alzar el
vuelo
en el azul del cielo
Oh, soy como un cuervo negro
en el azul del cielo.

 

Introducción

Una noche de noviembre de 1966 me encontré dando vueltas en coche por el centro de Yorkville, cosa rara en mí, pues no me gusta desviarme, soy de las que va directa de un punto a otro, sin rodeos, y que a veces rebasa los límites de velocidad inadvertidamente; a decir verdad, casi siempre. En aquella época tenía que hacer malabarismos para compaginar una carrera exigente con un hogar, dos niños y un matrimonio fallido; iba corriendo a todas partes y, sin embargo, siempre llegaba tarde. ¿Por qué me desvié esa noche? No lo sé. Un poco antes, esa misma tarde, acababa de enfrentarme a un dilema capital y, en vez de aplicar el sentido común y dejarlo reposar, me lo llevé a cuestas por las calles oscuras y desiertas de la ciudad. En aquella época la noche se acababa temprano en Toronto. Yorkville, el barrio con más vida de la ciudad, estaba desierto, como de costumbre en pleno invierno. Ni siquiera estaban los borrachuzos y los niños floristas de todos los días. La única luz encendida era la de la marquesina de la cafetería Riverboat.

Nunca antes había ido sola a un club, a un bar o a un café a esas horas de la noche. “Las únicas mujeres que salen solas de madrugada son las que hacen la calle”, me taladraba mi madre desde que alcancé la pubertad. Pero aquella era una noche única y especial como ninguna y, quizá porque la calle estaba desierta y no me veía nadie, decidí salir del coche y bajar por la escalera que llevaba al sótano de la cafetería.

Esa noche el Riverboat era un agujero negro. Si te detenías a mirar con atención, se veía claramente que estaba prácticamente vacío, excepto al fondo. ¿Eran dos camareros besándose? El local, largo y estrecho, parecía un submarino más que una barcaza, y ahí dentro cabían normalmente unas 120 personas, todas ellas muy apretujadas y vestidas con ropa llamativa y moderna. Cuando bajaba la intensidad de la luz, se hacía el silencio y todos se precipitaban hacia la tarima. El público se acercaba tanto al escenario que casi podía tocar a los intérpretes con las manos, artistas del calibre de Odetta, Gordon Lightfoot o Neil Young. Pero esa noche de noviembre, sin ellos, la cafetería tenía un aspecto desolador. Sin la cortina de humo de los cigarrillos, el espacio desnudo se veía muy cutre, el azul del cristal de las ventanas de ojo de buey era demasiado oscuro para poder ver el río o el cielo, y el metal del marco de las ventanas deslumbraba como en Las Vegas. Las paredes de chapa de pino embellecían la acústica del local y el sonido era tan bueno que todos los músicos del continente querían actuar allí. Las mesas de madera maciza de los compartimentos daban una sensación de permanencia única y especial comparadas a las de los otros cafés que brotaban como champiñones en el barrio de Yorkville. Me colé y me quedé en el compartimento más oscuro que había junto a la puerta.

En un escenario iluminado, sobre un minúsculo entarimado, a no más de 30 centímetros del suelo, si los alcanzaba, había una chica vestida con una minifalda de mercadillo. De espaldas a las sillas vacías, andaba enfrascada en la tarea de afinar repetidamente una guitarra sin éxito; parecía una camarera sin nada mejor que hacer más que jugar a ser artista.

—Invita la casa, Malka –me susurró un camarero mientras me servía un capuchino.

—Gracias –le dije.

Sujeté la taza con las dos manos para entrar en calor. Me embriagué del aroma y sorbí lentamente el café, saboreándolo. Esa noche no tenía ninguna prisa, estaba zafándome de mis obligaciones. Romper con la rutina, esa fruta prohibida, me sabía a gloria, la verdad.

La chica del escenario tampoco parecía tener prisa; lo único que le importaba era afinar la guitarra, y no cejaba en su empeño. Yo ya había terminado mi café y ella seguía girando la clavija de una cuerda, luego la otra, hacia un lado, hacia el otro, ahora suena alto, ahora suena más bajo; lo hacía todo con tanta intensidad que te atraía como un imán. Se volvió hacia las sillas vacías y acercándose al micrófono rasgueó una serie de acordes con una mano firme y sorprendentemente asertiva. Los acordes que tocaba no se parecían a nada que yo hubiera oído antes. Tuve la sensación de que cada nota me transportaba a otro lugar. Entonces empezó a cantar. Verso a verso, la canción se desplegaba como los colores de un caleidoscopio, rompiendo los moldes de mi percepción, y fue variando de un color a otro hasta que abrió mis sentidos a una realidad que nunca antes había osado ver.

We’re captive on the carousel of time
We can’t return, we can only look
       behind
From where we came
And go round and round and round
In the circle game 

                        The Circle Game 

I came to the city
And lived like an old Crusoe
On an island of noise 

                        Song to a Seagull 

I get the urge for going
But I never seem to go
When the meadow grass was
        turning brown
Summertime was falling down and
        winter was closing in 

Now the warriors of winter they
        gave a cold triumphant shout
And all that stays is dying and all
        that lives is gettin’ out 

                         Urge for Going 

Go where you will go to
Know that I will know you
Someday I may know you very well 

               Michael From Mountains 

Somos cautivos del carrusel del tiempo
No podemos volver, solo podemos
mirar atrás
Hacia el lugar de donde vinimos
Y seguir dando vueltas y vueltas y vueltas
En el juego del círculo.

                  El juego del círculo

Vine a la ciudad
Y viví como un viejo Crusoe
En una isla de ruido

                   Canción para una gaviota 

Me dan ganas de irme
Pero no consigo hacerlo
Cuando la hierba del campo se tornaba
ocre
El verano languidecía y el invierno
se acercaba

Los guerreros de invierno han dado
su grito gélido y triunfal
Y todo lo que queda muere y lo que
vive se va

                    Ganas de irse 

Vayas donde vayas
Que sepas que sabré quién eres
Quizá algún día te conozca muy bien.

                   Michael de las montañas 

Era como si la extraña del escenario me conociera de antes. Cuanto más cantaba, más familiar me resultaba su voz.

I can’t go back there anymore
You know my keys won’t fit the door
You know my thoughts don’t fit the
        man
They never can, they never can 

                         I Had a King 

Ya no puedo volver a aquel lugar
Mis llaves no encajan en la cerradura
Mis pensamientos no van con este
hombre
Jamás lo harán, jamás lo harán

                          Yo tenía un rey 

 

Mientras la chica cantaba, me di cuenta de que ya no me servía de nada refugiarme en las ilusiones, ni en la negación. “I had a king in a salt-rusted carriage / Who carried me off to his country for marriage too soon” [Yo tenía un rey con un carruaje oxidado / Me llevó corriendo a su país para casarnos]. Mi matrimonio era un fiasco.

Esta chica, de unos diecisiete o dieciocho años –no alcanzaba los veinte– esbozó ante mí una realidad tan potente, que me animaba y deprimía a un tiempo. Fuera quien fuese, su originalidad y talento despertaron en mí un gran entusiasmo. Aplaudí hasta abrasarme las manos, pero mi aplauso sonaba hueco comparado con lo que sentía por dentro.

La cantante dio las gracias con un gesto. Alzándose, con los pies medio torcidos hacia adentro y su minifalda de segunda mano mal puesta, se acercó al micro para cantar la última canción. Se escondía tras su larga melena rubia para que solo las canciones nos hablaran de ella.

I’ve looked at life from both sides now
From win and lose and still somehow
It’s life’s illusions I recall
I really don’t know life at all 

                        Both Sides Now 

He visto la vida desde ambas caras
En la victoria y el fracaso y aun así
Solo queda el recuerdo de las ilusiones
De la vida, en realidad, no sé nada

                        Desde ambas caras 

Me henchí de placer al disfrutar de tanta belleza.

En cuanto la chica bajó del escenario y se quitó la correa de la guitarra, me levanté a toda prisa de mi silla y me dirigí hacia ella.

—Qué pedazo de artista eres! ¡Qué gran música eres! –solté como una lunática exaltada–. ¿De dónde has sacado estas canciones tan increíbles? No me digas que son tuyas, ¿las has compuesto tú?

—Sí.

—¡Son tuyas! ¡Madre mía, qué talento! Y qué registro vocal, cuatro octavas, incluso cinco, ¡una tesitura increíble! ¡Y qué poesía! ¡Qué gran poeta eres, tan maravillosa como Dylan o Leonard Cohen!

—¿En serio? –murmuró ella, estupefacta.

—Pues claro, muy en serio. Después de oírte cantar hoy, estoy segura de que pronto te aclamará el mundo entero, y si no, es que este mundo está lleno de necios. ¿Cómo te llamas?

—Joni Mitchell.
—Yo soy Malka.
—Yo te conozco.
—Tus canciones me conocen perfectamente a mí –le dije, esperando que ella no me reconociera de los programas frívolos de televisión, o de los shows de Johnny Carson. Mis actuaciones en el Carnegie Hall, o en la Place des Arts, todos mis conciertos quedaban eclipsados al lado de un solo pase de Joni Mitchell.

Y, sin embargo, “no sabes lo que tienes / hasta que lo pierdes”. No fue hasta mucho después de que mi dúo con Joso “tocara” a su fin, que Malka & Joso, es decir, nosotros en Canadá fuimos finalmente reconocidos como uno de los motores del cambio en lo concerniente a la percepción de los inmigrantes, que pasaron de ser poco menos que extraterrestres a ser considerados gente portadora de vitalidad, esperanza y valentía, con unas costumbres sofisticadas, en suma, gente con humor y con cultura.

Bien, para ser exactos, en 1966, el dúo de Malka & Joso gozó de cierta fama durante un breve período antes de disolverse, el mismo otoño en que conocí a Joni. La fama duró cuatro días, pero fue muy importante que la cara y la voz oficiales del Canadá anglófono, The Canadian Broadcasting Corporation, programara una nueva emisión semanal, A World of Music, con Malka & Joso como estrellas en el horario soñado, después del partido de hockey del sábado noche.

Fue la primera vez que la world music, género que en otros lugares pasaría a denominarse “músicas del mundo” (y que, anteriormente, se dio en llamar “música étnica”) adquiría pleno reconocimiento en el Canadá anglófono, después de haber estado relegada durante décadas al inframundo de lo desconocido, considerándose, incluso, como algo subversivo. Inframundo este conformado por los sótanos de iglesias, los centros sociales, las asociaciones tipo YMHA,[1] así como por otros centros comunitarios para inmigrantes de casi todos los continentes y gran parte de las islas. Y solo desde hace muy poco tiempo, por los bares, donde la gente hacía cola en las calles para ir a los recitales de Malka & Joso.

En aquella época, las costumbres de la Inglaterra colonial estaban aún tan ancladas que en cuanto el epicentro cultural del Canadá anglófono empezó a reconocer y a promover la expresión de otros pueblos que entraban por nuestras fronteras, se nos despertó el espíritu de Pigmalión, convirtiéndonos en embajadores de estas culturas.

“Que alguien enseñe a Malka & Joso a hablar inglés y a deshacerse de su terrible acento, por Dios. Y que sea pronto”, decretaron los directivos de la CBC.

Joso estaba dispuesto a contentarles. “La CBC es una auténtica mina”, me decía en italiano, ya que apenas hablaba inglés. ¡Pero, oh,[1] cómo cantaba! Joso Spralja no tenía nada que envidiar al tenor italiano Andrea Bocelli. No había canción que se le resistiera, en cualquier idioma (incluso en inglés); las cantaba todas de maravilla, aunque su pronunciación fuera manifiestamente mejorable. Su oído era tan fino que se aprendía una armonía escuchándola una sola vez, sin embargo, cuando Joso repetía como un loro una frase de cinco palabras en inglés, aunque escuchara atentamente al profesor Higgins de la CBC o a quienquiera que probara suerte, se quedaba bloqueado. Para compensar esa carencia, accedió a cubrirse la cabeza, bonita pero con una calva incipiente, con un tupé que se le “invitó” a lucir, así como a taparse también el hueco entre los dientes incisivos, aconsejado por un dentista. Y, por si esto fuera poco, aceptó reprimir su contoneo de caderas, a fin de evitar cualquier movimiento demasiado viril y provocativo. A partir de entonces, su manera de expresar la virilidad fue encogiéndose de hombros. Y solo cuando creía que yo no le oía, Joso le decía a Angiolina, su mujer: “solo un rebaño de memos y de gilipollas sin talento puede conseguir que una belleza como Malka, a quien la cámara adora, salga tan fea”.

“No dejes que te afecte”, me dijo en italiano, animándome. “Sé más flexible, cede: un junco que no se dobla se quiebra”.

Hice todo lo posible para no oponerme a sus constantes deseos de transformarme. El caché de esos bolos no era una millonada, pero era evidente que yo lo necesitaba. Por eso mismo, cuando tuve que llamar su atención sobre una serie de cuestiones, como el arreglo de una canción griega, en la que el ritmo monótono chin-pum-chin-pum de griego bien poco tenía, intenté ceder y no herir el ego de nadie en la dirección. Pero, aun así, me acusaron de soberbia. Entonces les advertí, lo más delicadamente posible, que su traducción de la canción en italiano no era correcta, y como en Canadá hay una gran comunidad italiana, eso había que corregirlo. En fin, corrigieron la traducción, pero mi tono no les gustó. Las siguientes veces que hicieron una carnicería en una canción y/o en una traducción, intenté decirlo con más delicadeza. Aun así, siempre les ponía de los nervios, les salía espuma por la boca, vaya. Me colgaron el sambenito de “zorra estúpida” a mis espaldas, y en mi presencia me llamaban “ignorante”.

“La difusión depende del éxito en las listas”, me aclararon, tratándome de novata descerebrada. “Gran parte de nuestro público está formado por ‘la mujer vulgar y corriente de Saskatoon, la mujer vulgar y corriente de Regina’”. (Nunca decían “el hombre corriente de…”).

“A estas ‘mujeres vulgares y corrientes’ de Regina les gustábamos tal como éramos, y nos querían aún más en Saskatoon. Por esta razón nos habéis dado el bolo en la tele, ¿verdad?”, les espeté abruptamente. Aquella reacción cayó como si les hubiera soltado la bomba atómica.

Una vez a solas, Joso me dijo: “¿Estás loca? ¡Loca! Eres tonta, ¿por qué les dices eso? ¡Nos van a cancelar el espectáculo! No tienes dinero para separarte de tu marido… ni para mantener a tus dos hijos, a menos que hagas lo que ellos te dicen. ¿Y yo qué? Sabes que necesito hasta el último céntimo para mantener a mi familia. Oye, no seas tan egoísta. Tómatelo como un juego”.

Pero no supe hacerlo. No pude jugar a ese juego sin reír o llorar, por lo deprimente y extraño que se me hacía el hecho de venderme, de prostituir nuestro talento, nuestro arte, nuestros éxitos –nuestras almas, al fin y al cabo– y ¿a cambio de qué?

En mi italiano chapurreado, le dije a Joso: “Lo que nos mantenía unidos era la pura alegría de hacer música, ¿y ahora qué es lo que nos une? ¿Te acuerdas de cuando éramos fieles a nuestra esencia, a nuestra música, lo bien que nos sentaba? ¡Y qué estimulante era dar voz a los que no la tienen! Nuestro talento era mucho más valioso, ¡mucho más que este dinero fácil!”.

“No me vengas con esta mierda. La integridad artística es para los canadienses anglófonos ricos y prepotentes. ¡Abre los ojos!”, me contestó mientras yo me metía en el coche, la noche de noviembre del año 1966 que me llevó hasta Joni Mitchell, una mujer conocedora de las batallas que se libran para mantener la integridad artística.

El día después de conocer a Joni, llamé al chico de A&R de mi compañía discográfica y le hablé maravillas de ella y de sus canciones.

—Es un talento, es única, espectacular, tienes que ir a verla al Riverboat, me lo agradecerás para el resto de tu vida.

—¿Y quién es este talento único y espectacular?
—Joni Mitchell.
—Jamás he oído ese nombre.
—Por eso mismo tendrás el honor de ser el primero en conocerla y

grabarla. Tu nombre será recordado por ello…
Usé todo mi poder de persuasión para que el agente de A&R se acercara hasta el Riverboat.
Una vez allí, él no paró de repiquetear con los dedos sobre la mesa, muy impaciente, mientras Joni afinaba su guitarra sucesivamente. Al oír unos “acordes sospechosos” se tapaba los oídos, muy nervioso, mientras Joni nos regalaba esa sonoridad única y fascinante que te deja pasmado. Para cuando cantó ‘Night in the City’ él ya no tenía capacidad de escucha.

—Esta cantante no tiene presencia escénica, no vale nada –susurró tajante, y se largó poco después, a mitad del pase.

Aquella noche, cuando me acerqué a Joni al acabar el concierto, no se lo conté. Simplemente le pedí que me dejara cantar una o dos de sus canciones, a pesar de que mi acento no les haría justicia.

Joni garabateó allí mismo algunas de sus letras, ‘I Had a King’, ‘Night In the City’ y ‘The Circle Game’, y me las dio.

A partir de entonces las canté en mis bolos, siempre recomendando a los espectadores que retuvieran el nombre de Joni Mitchell y sus canciones, para poder alardear de haberla escuchado antes de que se hiciera famosa. Cuando ese día llegó, retiré sus canciones de mi repertorio ya que, por desgracia, yo no sabía cantarlas bien, por decirlo suavemente.

Para entonces, Joso, mi pareja artística, ya era mi expareja, en parte debido a mi estúpida integridad. Pero tal como él pronosticó, rompí mi matrimonio y me quedé sin un duro y con dos niños que criar.

Lo que Joso no predijo es el estigma que arrastran las divorciadas, las madres solteras en el Toronto de la “gente bien”, como algunos la llamaban en esa época. El término “madre soltera” no se había acuñado todavía y a una mujer divorciada se la veía no solo como una perdedora, sino también como una “fresca”.

Los propietarios me decían sin reparo, uno tras otro, que no alquilaban apartamentos a madres solteras con hijos pequeños. Y los que me reconocían de la televisión, o de otras actuaciones o informativos, se excusaban, pero igualmente se negaban a alquilarme el apartamento porque: “sabes, no alquilamos pisos a artistas de variedades. Los artistas pagan siempre con retraso, hacen ruido, destrozan los pisos…”.

Entonces me di cuenta de que ya no era una cantante, y todavía menos una artista, ahora era una artista de variedades. Una denominación, si cabe, aún más humillante que “madre de dos hijos divorciada y sola”, no solo a los ojos de los propietarios sino también a los ojos de los profesores de mis hijos y los padres de sus amigos.

Me convertí en una “presa fácil”, o así lo pensé una noche que volvía a las tres de la madrugada después de cantar cinco pases seguidos, a un piso dúplex por el que me cobraban el doble del alquiler que anunciaban. A los diez minutos de ponerme al volante ya me había parado un policía, por exceso de velocidad (creía yo) o por no haberme detenido en seco en un stop.

—¿Qué hace conduciendo sola tan tarde? –preguntó el policía.

Quizá por la manera en que me apoyé en la ventanilla, o porque me alumbró en la cara con su linterna, o por el sambenito que me habían colgado, me di cuenta de que tenía que haberme desmaquillado.

—Salgo de trabajar –contesté.
—¿En qué trabaja usted?
—Soy cantante.
—¡Ah, artista! –exclamó el policía. Y se ofreció para acompañarme a casa y asegurarse de que llegara bien.
No sirvió de nada insistirle en que no hacía falta, aparte de que los faros de su coche me cegaban a través del retrovisor. Conforme me seguía, más sospechaba yo de sus intenciones. A esas alturas, yo ya sabía que los jueces creían antes a un policía que a una “artista de variedades”. Empecé a temblar y me desvié hacia el parque de bomberos. Entonces, solo entonces, el policía dejó de seguirme.

A la noche siguiente, para comprobar si el policía era “la manzana ‘menos’ podrida de la cesta”, Gordy Lightfoot insistió en seguirme con su coche. ¡Podéis creer que la misma “manzana podrida” me paró en la misma esquina! De repente, antes de que yo bajara la ventanilla, Gordy salió de su coche y dijo: “Vamos juntos, agente, ¿hay algún un problema?”. Eso fue suficiente para que el poli me dejara en paz. Aun así, me sentí derrotada. Para una mujer que se ve a sí misma fuerte e independiente, era triste necesitar la protección de un hombre, era muy humillante, incluso siendo él un “artista de poca monta” como yo. Y tampoco estábamos en un barrio sórdido ni peligroso, sino en la mejor zona de una de las ciudades más seguras de América del Norte. Este era el Toronto de la “gente bien”, el mismo donde pocos años antes, Joni, como madre soltera, había estado sometida a una enorme crueldad, a una pobreza extrema y a humillaciones mucho peores de las que tuve que soportar yo.

“La carretera” empezaba a resultar cansina. A medida que mis hijos crecían y necesitaban supervisión adulta fui reduciendo las giras y los bolos fuera de la ciudad. Desear encontrar un trabajo en Toronto no era lo mismo que conseguirlo. Francamente, no sabía por dónde empezar. A pesar de mi éxito como cantante, no tenía ningún título para que me contrataran, ni de música, ni de formación teatral ni de periodismo. Me estrujaba el cerebro, iba perdiendo amistades, y seguía llamando en vano a todas las puertas, hasta que un domingo, vi el programa 60 Minutes en la tele, y me di cuenta de que, comparado con cantar, el periodismo televisivo sería pan comido: se trataba simplemente de colocar el micro delante de la cara de alguien y encadenar una pregunta tras otra.

Para resumir, me puse un traje chaqueta y empecé a llamar a todas las puertas de la CBC, pero la respuesta nunca era alentadora: “no puedes cantar y hacer periodismo televisivo a la vez. El periodismo es un trabajo de jornada completa. En fin, que no vas a dejar de cantar, no, siempre que yo pueda impedirlo”. Ese cambio de actitud tan brusco de la CBC fue como un bofetón en toda la cara y, de repente, empezaron a tratarme como la reina de “músicas del mundo”.

Cansados de mi insistencia o para quitárseme de encima o demostrarme que uno no puede hacerlo todo, como por ejemplo, saltar de la música al periodismo como si nada, el difunto Don Cameron me encargó entrevistar al cantante Charley Pride en la televisión.

—Si te equivocas –me advirtió–, serás el hazmerreír de todo el país. ¿Estás segura de que puedes hacerlo?

—Sí, claro.

Es probable que aquella fuera la primera vez que a Charley Pride se le apoyaba en el hombro una periodista durante toda la entrevista. Yo estaba muy asustada. Paradójicamente, me dieron la oportunidad, a pesar de haberles dado tanto la lata, porque tuve el valor de lanzarme.

Una de las pocas veces en mi vida que he dado en el clavo fue aquel mes de noviembre del año 1966, la noche en que le dije a Joni que tenía un gran talento y que iba a ser mundialmente aclamada.

No había vuelto a tener contacto con ella, solo a través de sus canciones. Siete años después de aquella noche de noviembre, me volví a casar, me comprometí a pagar una hipoteca muy alta por una casa y me puse a trabajar a doble jornada en unos estudios de televisión, grabación y edición. Un día puse la radio en el coche y salía Joni cantando: “voy a hacer un montón de dinero / Y luego dejaré este ambiente de locos / Oh, desearía tener un río y patinar…”.

Me reí mientras pensaba que las canciones de Joni iban dirigidas a mí, ella me comprendía. Por lo visto, en los últimos años, Joni no había concedido entrevistas, pero aun así decidí probar. ¿Cómo contactarla? No sabía por dónde empezar. En el año 1973 no existía Google. Marqué el 0 para hablar con un operador. Por suerte me tocó una telefonista encantadora que estaba muy dispuesta a ayudarme a encontrar el número de Joni Mitchell. Era una admiradora suya, y no paró hasta dar con el número de su discográfica, y allí nos derivaron de una persona a otra hasta que obtuvimos el número de la agencia que la representaba.

—Me gustaría hablar con Joni Mitchell –dije a la persona que descolgó el teléfono.

—¿La conoce, a usted?
—No lo sé. Nos conocimos brevemente hace años.
—¿Su nombre por favor?
—Malka.
—¿Perdón? ¿Me lo puede deletrear?
Ese mismo día sonó el teléfono en mi casa. Descolgué el auricular:

—¡Malka!, soy Joni. ¿Cómo estás? ¡Qué ilusión saber de ti!

Cuando le pregunté si podría visitarla y entrevistarla para la Radio

CBC estaba tan emocionada que casi no me salía la voz.
—Iré sola con mi grabadora–le prometí.
—Claro, ven, estamos ensayando, pero vente igual.
Antes de colgar me dio su dirección, pero el día que me planté allí, pensé que me había equivocado. Parecía la casa de una estrella de cine, con una piscina enorme, un jardín muy bien cuidado entre dos terrazas inmensas y unas columnas dignas de Lo que el viento se llevó. A Joni no le pegaba nada vivir en esta casa, pensé yo. (Mucho después me enteré de que Joni era una invitada de David Geffen, el hombre que alquilaba la casa a una estrella de cine).

Joni me ofreció un té en la cocina y allí fue donde se desarrolló la mayor parte de la entrevista del año 1973. Antes de preparar el té, le sugerí que conversáramos solo con la grabadora encendida. Ella aceptó, y durante los cinco días de entrevista así lo hicimos. Varios fragmentos de esta entrevista fueron grabados con la premisa de que se mantuviera la confidencialidad. En uno de estos fragmentos Joni me habló del tiempo que llevaba buscando a la bebé que nació “extramatrimonialmente”. Guardé esa cinta en la caja fuerte del banco durante casi veinte años, hasta que el dato se hizo de dominio público. Un poco después, cuando la cadena PBS me entrevistó para el programa que preparaban sobre Joni, la productora ejecutiva me dijo que muy pocos periodistas habrían sido tan fieles –tan tontos, quiso decir, a juzgar por su expresión–.

Los ensayos a los que se había referido Joni por teléfono formaban parte de la preparación para la gira de lanzamiento del nuevo álbum Court and Spark. Por aquel entonces nadie podía imaginar que tendría un éxito semejante. Sin embargo, en aquellos ensayos flotaba en el aire una sensación de inmensa alegría, la del artista que ama lo que está creando y que sabe que está haciendo algo muy importante, que esta música conmoverá a cualquiera que la escuche.

Los locales de ensayo me parecían todos iguales, o así lo percibí al entrar en un espacio tan anodino como aquel. Un lugar lleno de instrumentos metidos en sus estuches, unas veces a la vista, otras encima de cualquier superficie, y al fondo una batería al completo, con su bombo, su caja y sus platos. Había varios ceniceros llenos hasta los topes echando humo. Casi todo el mundo iba vestido con tejanos –probablemente caros, ya que la mayoría de esos músicos trabajaban en Hollywood y ganaban mucho dinero–. A pesar de su aspecto informal, eran músicos muy profesionales y eficientes. Nadie en la banda se reía ni se sorprendía cuando Joni les pedía más amarillo aquí, más aguamarina allá… Ella era pintora incluso haciendo arreglos musicales.

Uno de los muchos talentos de Joni era saber rodearse de buenos músicos, como hizo al escoger a su ingeniero de sonido Henry Lewy, con quien grabó y produjo trece álbumes. Lewy apoyó las ideas originales de Joni, la empujó a avanzar, y le dio la confianza necesaria para embarcarse en nuevas aventuras musicales.

En una pausa del ensayo, cuando entrevistaba a Tom Scott y a otros músicos de la banda de jazz L.A. Express, me di cuenta de lo original que era la música de Joni, del desafío que suponía tocarla y escribirla, o “cartografiarla”, como decía el baterista y percusionista John Guerin, el encargado de transcribir la música. (En una entrevista posterior, Joni comentó que fue Guerin quien le inspiró el título de su vinilo Court and Spark, ya que en esa época la cortejaba y flirteaba con ella).

Cuando asistí a los ensayos, intuí que el álbum iba a suponer un punto de inflexión. Lo que Joni transmitía en el gran escenario, la imagen que daba de persona vulnerable y solitaria cambió radicalmente en el momento en que empezó a cantar acompañada del grupo al completo. Con la banda transmitía fuerza y seguridad, había algo casi masculino, que probablemente conferían a su sonido y puesta en escena el bajo y la batería. El cambio fue tan radical que se me ocurrió preguntarle si pensaba que cantar acompañada le había quitado algo, tal vez su imagen de vulnerabilidad.

—No quiero ser vulnerable –contestó Joni, y se echó a reír, con esa risa que más tarde reconocí como algo propio.

Es posible que la franqueza de Joni fuera un elemento perturbador desde el principio. Y este fenómeno fue aumentando a medida que se exigía a sí misma en su trabajo una mayor y profunda honestidad y una búsqueda incansable, con el fin de llegar a los espectadores. Joni quería “mover los cimientos de sus vidas”, pero “para ello tienes que mover los de tu propia vida”. Esta entrega tan valiente ha sido descrita como “el secreto de su incapturable esencia” (Toronto Star).

Después de la entrevista del año 1973, seguimos viéndonos como amigas en su casa de L.A. y en la finca de British Columbia, y también en mi casa de Toronto, donde nos visitaba a mí a y mi gato. Cuando Joni jugaba con él se volvía una auténtica gata.

Joni también podía ser embaucadora, como aquel día de 1975 en que vino a Toronto durante la gira de Rolling Thunder Revue[2] y me invitó al camerino para que le hiciera compañía mientras esperaba su turno. Era un espectáculo muy largo, de unas cuatro horas, por lo que tuvimos tiempo de sobras para ponernos al día. Después del apoteósico final, Joni quiso presentarme a Bob Dylan antes de que se esfumara. Cuando le dije que no me interesaba conocer a Dylan fugazmente, como una fan cualquiera, Joni se rio. Le dije que prefería salir con ella de copas por Chinatown.

—Va, venga, tienes que conocerle. Dylan es uno de los más grandes de nuestra generación –insistió, y alegremente me agarró de la mano y atravesamos corriendo las bambalinas laberínticas. Tuvimos que sortear a unos tipos robustos que daban miedo. Eran los guardianes del inner sanctum donde se encontraba Dylan, semidesnudo y con el hombro ensangrentado por el roce de la correa de la guitarra, sudando la gota gorda de tanto potingue que llevaba en la cara, un maquillaje blanco de payaso.

—Bobby –dijo Joni a Dylan, colocándome frente a él de un empujón–. Bobby, quiero que conozcas a la única persona que conozco que no te quiere conocer.

Aunque Joni es tan famosa como Dylan, jamás la he visto rodeada de guardaespaldas. Cuando salíamos de paseo, o quedábamos para comer en alguna cafetería, en general la gente respetaba su privacidad, la saludaban o le sonreían; otros se acercaban a darle las gracias por sus canciones y se iban sin más.

En el año 1979, justo antes de que saliera el disco Mingus, grabé nuestra segunda entrevista en la que Joni habla de su encuentro con el legendario Charles Mingus, el maestro de jazz, el artista, la persona. Me explicó cómo Mingus la escogió para su álbum, qué difícil le resultó no fallarle, y cómo superó el bloqueo que sufrió entonces como escritora. Más tarde reveló los fascinantes detalles de cómo se inspiró para escribir cada una de las canciones del álbum, y cuánto le dolió la poca aceptación del disco The Hissing of Summer Lawns. Sin embargo, esto no le impidió explorar con audacia un camino nuevo, aspirando a más y más en cada uno de los proyectos que grabó después de Mingus: Wild Things Run Fast, Dog Eat Dog, Chalk Mark in a Rainstorm, Night Ride Home, Turbulent Indigo, Taming the Tiger, Both Sides Now, Travelogue, Shine. [2]

Me moría por comentar esos álbumes con Joni, especialmente cuando vi que las dos primeras entrevistas tenían mucha más profundidad leídas que retransmitidas por radio, donde todo pasaba demasiado rápido. El papel, curiosamente, transporta la entrevista al reino de lo intemporal, trasciende lo personal y lo lleva a lo universal.

En el año 2012, más de cuarenta años después de que Joni apareciera en mi vida, grabé la tercera entrevista prácticamente entera en su “biblioteca”, como llamo yo al comedor de su hermosa casa en L.A., un espacio lleno de libros amontonados por todas partes: sobre la mesa de comer, en el aparador, sobre las mesillas, por el suelo, en el alfeizar de las ventanas… En esta entrevista, Joni, ya casi con setenta años, reflexiona sobre lo que supuso crear el grueso de su obra durante más de medio siglo, así como sobre su vida en las artes y para las artes, a lo largo de varias décadas.

En estos últimos veinte años me he convertido en una rata de biblioteca y he publicado una novela que ha sido traducida a varios idiomas. He aprendido a amar las palabras tanto como la música y a apreciar todavía más una de las primeras canciones de Joni.

We’re captive on the carousel of time
We can’t return, we can only look
      behind
From where we came
And go round and round and round
In the circle game 

                     The Circle Game 

Somos cautivos del carrusel del tiempo
No podemos volver, solo podemos
mirar atrás
Hacia el lugar de donde vinimos
Y seguir dando vueltas, vueltas y
vueltas
En el juego del círculo.

                    El juego del círculo 

Cuando volví a leer las transcripciones de las entrevistas que grabamos a lo largo de los años, me quedé estupefacta al comprobar hasta qué punto Joni y yo tratamos de ahondar en algo que a tantos otros se les había pasado por alto: el proceso creativo en sí mismo, en su totalidad. Joni y yo intentamos abordarlo desde todos los ángulos posibles buscando una pista: la infancia y la edad adulta, el alejarse de casa y el anhelo de regresar, el amor y la pérdida, las giras y las peregrinaciones a los grandes festivales, la pobreza y la abundancia, los celebrados triunfos y los tremendos errores.

De dónde vienen las musas o cómo tentarlas seguía siendo un asunto escurridizo al final de nuestras conversaciones; lo que sí quedó muy claro es que Joni tuvo la valentía de caminar por la “cuerda floja, como única manera de mantener el corazón despierto, el arte en ebullición, siempre vivo y útil para los otros, con el fin de descubrir lo milagroso y, de alguna manera, entrar en contacto con ello. (American Masters, programa de la cadena PBS).

Curiosamente, a pesar de haberse hecho acreedora a tanto reconocimiento y a tantos premios de todo tipo por el mundo entero, Joni hace alusión a la falta de reconocimiento a su música, a su faceta de cantautora, a su poesía, y al mismo tiempo menosprecia los premios, para no dormirse en los laureles y seguir siendo la persona humilde que ha de ser: el deber del verdadero artista que alimenta sus musas. O así lo parecía en un momento dado. Pero entonces, Joni añade: “Quieres que sea humilde, vale, pero… también defiendo el derecho a la arrogancia”.

“Cada año Joni es una mujer distinta”, cuenta Henry Lewy, su ingeniero de sonido, en la entrevista del año 1979. “Cada año me encuentro con una mujer diferente. Una persona distinta, alguien que ha evolucionado y que siempre tiene material nuevo para compartir”.

“Quiero ser una pionera, no una conservadora”, cuenta Joni. “Eso te coloca en terreno de nadie. A veces me digo a mí misma, ‘caray, lo que he hecho con mi vida. No entiendo cómo a estas alturas todavía no me han matado a pedradas’. Soy demasiado distinta, en muchos sentidos. He cultivado mucho mi individualidad en una época en que fomentar lo individual está altamente desaconsejado”.

Su halago favorito, me dijo, vino de un pianista negro y ciego: “Joni, tú haces una música que no tiene raza ni género”. Y ella puntualizó: “Nunca he pretendido escribir música ‘sin raza ni género’; pero sí una música transversal… Nunca me han gustado las fronteras, ni las clases sociales, ni las jerarquías, jamás las he tenido en cuenta”.

Sí, Joni es una artista inclasificable y siempre “ha roto moldes”, como dijo ella de sí misma. Sin embargo, en su canción ‘Borderline’, declara: “Toda creencia se forja al filo de los límites […] Toda libertad está ligada a los / Límites”.

—¿La libertad está ligada a la percepción de los límites? –le pregunté en mi entrevista más reciente.

—Siempre –contestó Joni–. Cuando sientes que perteneces a algo, lo que sea que determina esa pertenencia tiene un perímetro. Yo no pertenezco a muchas cosas, en cierto modo me siento muy libre, pero cuando surge un problema, no tengo una estructura donde apoyarme, no tengo aliados, no tengo colegas. Pero la libertad, ¿qué precio tiene? ¿Cuál es el precio a pagar por ser libre, por no ser etiquetada?

Cuánta fuerza, cuantísima fuerza se necesita para creer en lo intangible, para vivir mostrando un respeto reverencial a este misterio, para entregarse a él, para abrirle la puerta; para invitar a las musas, al florecimiento de la creación.

La noche de noviembre del año 1966, aquella chica frágil afinaba y afinaba la guitarra en el escenario, primero una clavija, luego otra, y volvía de nuevo a afinarla, como si supiera que iba a dar con la llave de la atemporalidad.

 

Notas:

[1] Asociación de jóvenes hebreos creada con la llegada de los inmigrantes judíos a finales del siglo XIX y principios del XX, para cubrir sus necesidades culturales, religiosas, sociales y educativas. Cumplía la doble función de preservar y promocionar los valores y las costumbres judías, y de facilitar el proceso de adaptación a la sociedad canadiense.

[2] La Rolling Thunder Revue fue una gira de conciertos de Bob Dylan que se celebró en otoño de 1975 junto a otros muchos artistas invitados en Estados Unidos y Canadá.

 

Este fragmento pertenece al libro del mismo título que, con traducción de Elena y Cristina Vilallonga, ha publicado Libros del Kultrum.

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