José Antonio Fernández López en la playa de Sitges.
(Madrid. Médico, murió con 61 años el 7 de mayo). José Antonio Fernández López tenía unos ojos azules enormes, como piedras de zafiro. “¡Vaya ojazos, José Antonio!”. “¡Qué ojos tan bonitos tienes, José Antonio!”, le decían sus pacientes en el centro médico madrileño de San Agustín del Guadalix. Él, humilde a los piropos y a la vida, contestaba con risas. Sus últimos días en la UVI del Hospital de La Paz lo fio todo a su mirada. Si tenía hambre, sueño, o algo le dolía, se lo indicaba con un leve movimiento de ojos a Isabel, su última enfermera. “Era increíble ver cómo brillaban”, cuenta ella ahora. Sobre todo cuando escuchaba de Isabel el nombre de su mujer, Toñi, o de sus hijos, Marcos y Daniel. Isabel no lo conocía de nada. Pero vio en ese rostro bonachón el milagro que vencería a la maldita pandemia. “Era mi esperanza contra esta mierda de virus”. José Antonio entró en la UVI la noche del 3 de abril. Se contagió en el ambulatorio del pueblo, donde pasaba consulta a los enfermos de covid-19. Murió el 7 de mayo a los 61 años. Si alguien preguntara quién era el médico José Antonio, bastaría con mandarle a los pueblos de la zona Norte de Madrid: La Cabrera, El Molar, Talamanca de Jarama y San Agustín del Guadalix. Se tomaba su tiempo para atender a cada paciente en su pequeño despacho. Explicaba, examinaba, conversaba. Nadie se ponía nervioso en la sala de espera ni se levantaba a quejarse a los de la recepción por las largas demoras. Nunca. Tras esa puerta, no solo estaba un hombre de confianza, estaba la voz que les alargaba la vida. Es tal el golpe que han recibido los 13.000 vecinos de San Agustín, que hasta confinados recogen firmas en internet para que el consultorio lleve su nombre. La petición suma 3.000 en solo dos días. Aquí está la estampa de Isabel: “Fue mi médico durante 20 años. Cuídame desde arriba”. De Cecilia: “Yo no quiero otro médico. Yo quiero que José Antonio me atienda siempre y que esta mierda no sea verdad”. De Maite: “Me atendió solo una vez, pero no olvidaré el trato y la atención que me dio”. O de Albhi: “Era mi médico desde hace 12 años, cuando llegue esté a país”. Todos ellos han pasado ahora a la agenda del doctor José Luis Antón, el mejor amigo de José Antonio, que a la vez era su médico de cabecera. Antón dice que no olvidará nunca sus bufidos al salir de la consulta. “Ufff, vaya mañanita que llevo”, decía. Siempre era la misma broma, pero todos se partían de risa. Era un guasón. A José Antonio le gustaba tanto comer que incluso una noche, en un congreso cardiovascular de Oviedo al que fueron juntos, se metió entre pecho y espalda un cachopo y una tortilla de patatas. Antón lo mantenía a raya: “Siempre ha estado sano. Jamás se había puesto enfermo. Ahora el bicho se lo llevó. Un amigo es un alma con dos cuerpos y a mí se me ha ido parte de mi alma”. José Antonio nació en el barrio madrileño de Tetuán hace 61 años. Su madre, Pilar, era ama de casa. Su padre, Abel, vigilaba las calles de noche como sereno. Una mañana, les dijo a ambos que iba a dedicarse a cuidar los demás. Y se marchó a estudiar Medicina a Salamanca. Otra madrugada, de esas noches universitarias y a través de unos amigos, conoció a Toñi, una estudiante extremeña de Magisterio. “Lo que más me gustó fue su humor, sus ojos, su simpatía. Me transmitía una bondad infinita”, cuenta ella ahora. Acababa de conocer al padre de sus hijos. Al tiempo, la vida los ubicó en Guadalix de la Sierra, adonde llegaron en 1991. Él sacó las oposiciones de médico y ella, de maestra de Educación Infantil. Luego vino Daniel, que ahora tiene 26 años y coordina proyectos ambientales. Y después llegó Marcos, de 22, que sueña con ser policía. Los dos dicen que caminar por la calle con su padre era casi un suplicio. Ir al supermercado suponía un viaje de varias horas. Todos los vecinos lo paraban. “José Antonio, mira lo que tengo en la mano. ¿Es grave?”. “José Antonio, ¿cuándo me quitas la escayola?, “José Antonio, mañana te llevo los análisis”. Era el médico de todos. Y de su familia y amigos. Una mañana de domingo, tras pasar 24 horas de guardia, fue a ver a su hijo Marcos jugar al fútbol. Sentado en la grada y con ojeras, observaba con la mirada de un niño los movimientos de su lateral izquierdo favorito. De repente, tras una mala caída, a un jugador se le salió el hombro entre gritos de dolor. De la grada se levantó un tipo corpulento, saltó la valla y se lo colocó ante la mirada boquiabierta de todos. “Ese era mi padre”. Su padre enfermó a mediados de marzo pasando consulta. No se encontraba bien, sentía cansancio, pero no muy exagerado. Le hicieron la prueba del bicho. Dio negativo. Al día siguiente, pese a la preocupación de Toñi y de sus hijos, estaba otra vez con sus pacientes, animando a los vecinos que tenían pequeños síntomas de coronavirus. Una semana después, el termómetro subió a 38. Se fue directo al hospital de La Paz. Regresó a casa a las pocas horas con el diagnóstico de una neumonía bilateral. Su mejor amigo le ayudó con el tratamiento. Pero el 3 de abril, sobre las nueve de la noche, sonó el teléfono del doctor Antón. Era Toñi, su mujer:
―Noto que se marea y no me responde bien.
―Pásamelo.
“Apenas decía dos palabras seguidas”, cuenta ahora Antón, que marcó rápidamente el 061. Toñi llamó a Nuria María Esquinas, amiga de ambos y directora del centro de salud de San Agustín: “Está saturando a 74”. Nuria agarró dos bombonas de oxígeno y salió escopetada con su coche. Se saltó hasta un control policial. Al llegar, José Antonio saturaba a 30. No respondía. Minutos después, ya marcaba 60. La UVI móvil estaba en la puerta y se lo llevó a La Paz. Antes de cerrar la puerta de la ambulancia, a Nuria le dio tiempo de gritarle: “Te quiero pronto en la consulta, ¿eh?”. Él contestó levantando el pulgar desde la camilla. Aguantó 45 días más. Mantuvo el contacto con su familia a través de mensajes y videos de WhatsApp que Isabel, la enfermera, le mostraba. “Lo peor fue la angustia de saber cómo estaba y no estar ahí con él. Ha sido horroroso”, recuerda su mujer, con la voz entrecortada. Era una llamada al día, de muy pocos minutos. Sin hora fija. Cuando sonaba el móvil, los tres pulsaban el altavoz y escuchaban en silencio el parte médico. El 10 de abril José Antonio cumplió 61 años entubado. Los amigos y familiares le grabaron un vídeo para animarlo: “Te estamos esperando, campeón”. Sus ojos de zafiro brillaron como nunca. Si el coronavirus no hubiera existido, la familia lo habría celebrado en San Sebastián. El padre les regaló a todos un fin de semana con unas entradas para ver en Anoeta el choque entre la Real Sociedad y el Real Madrid. Era un raulista confeso. Sus hijos lo recuerdan llegando a casa de currar, yendo a la nevera y cogiendo una cerveza para los tres. “Venga, poned la tele, que empieza la Champions”. La semana pasada mejoró muchísimo. La familia fue a verlo por sorpresa el sábado. Los tres se colocaron minuciosamente los trajes EPI, las mascarillas y los guantes. Lo vieron a una distancia prudencial, sin tocarlo. “Le dijimos que hiciera gestos”, recuerdan. Y claro que los hizo. Ahí estaban los cuatro, de nuevo. Pero el pasado miércoles, la llamada del día fue la peor de todas: “Se ha complicado. Tiene un tromboembolismo pulmonar”. El sanitario que los llamó les dijo que podían ir a despedirse. Y le dieron el último adiós. José Antonio es uno de los 76 sanitarios fallecidos en España durante la pandemia. Las cenizas las esparcirán en el norte de Madrid en unos días. Ahí su mirada brillará más que nunca. El cambio de nombre del centro de salud le corresponde a la Consejería de Sanidad. El alcalde del pueblo es Roberto Ronda:
―Alcalde, ¿le pedirá a la Comunidad el cambio de nombre?, ¿habrá una calle en su honor en San Agustín?
―Haremos todo lo posible. Era un médico único.
Manuel Viejo. Gracias al diario El País.