“Lo bello es feo y lo feo es bello…”
Macbeth, Shakespeare
El hombre dormido en el taburete desde hace una hora no parece un rey: sin traje ni corona, sin pedigrí. No asiste a salones de belleza, gimnasios ni a cirugías estéticas. Es un rey sin cetro, un rey nostálgico, un rey triste, un rey borracho. Su nombre es José, ahora lo llaman Carepulido, el rey de los feos.
Exhala un litro de vino derrochado a mitad de la tarde, y su cabeza se mece, los brazos giran al vaivén de un péndulo, el cuerpo recogido, la boca medio abierta, parapetada en un aliento tibio con olor a licor.
Enjuto, espalda estrecha, el cuerpo recogido. A su lado reposa sobre una mesa una torta con mermelada de fresa para festejar su cumpleaños 55. María Elena –Nena–, su mamá adoptiva, lo mira con los ojos brillantes de contemplarlo y decide apurar el aire tibio e inmóvil de la tarde.
—José, venga miremos el video del reinado.
No responde, respira suavecito. Su silencio es como una cueva en la que quisiera esconderse.
No quiere saber del momento en el que se convirtió en el cuarto rey de los feos en Colombia. A veces, cuando desea recordar ese día su mente se mantiene como un libro del que solo conocemos el inicio y el final. Todas las escenas de la larga noche, antes de ser rey, son una historia olvidada, un recuerdo tachado; intenta decir algo pero luego desiste y niega con la cabeza y no afloran palabras, ni acompañantes, ni sonrisas que desparramó como flores sobre el público cuando caminaba de la mano de una modelo. Su recuerdo, el único y vívido recuerdo es un video en el que se ve de nuevo como rey.
Cuando lo vio por primera vez no le agradó: ojos turbios manos broncas palabras ríspidas. Sentado en la sala de su casa renegaba del video, de su noche, de la sonda que bajaba de su vejiga hasta una bolsa en el suelo.
—Yo me abulo, pol eso yo me abulo –y señaló con los labios la bolsa rota por donde baja el orín.
Silente se rascó la cabeza y entonces nació su sonrisa, diminuta, callada.
—Ese soy yo –dijo al verse en el televisor junto con los otros participantes, hombres presentados como especies exóticas extraídas de un zoológico, exhibiendo su peor atributo.
—Ay José, mírese –dijo Nena.
Al verse con la corona en su cabeza y la cinta de rey atravesada en el pecho cambió de humor y dijo pa qué, nena, pa qué.
—Pa qué, Nena, pa qué.
Los ojos azorados, negros, fijados en el televisor. Sentado en un sofá oscuro, callado, felicidad extinguida, su noche de vuelta.
Que le robaron el televisor, millón y medio de pesos, celular, licuadora, ropa, la corona, su título, un viaje a Cartagena, la ilusión de conocer el mar.
—Yo veo eso, ay, me da mucha hijueputa labia.
—No diga eso, José.
—Pele me alivio y voy pa Puelto Boacá.
—Usted sabe qué le pasa si se pone…
—Me matan, ¿cielto? –me dijo al mirarme.
Te matan.
El índice de su mano izquierda apuntando, el pulgar como seguro, el disparo con el corazón. Oprimió dos veces y de su boca chasquearon las balas; partió el viento como en una caricia. Le brotaron las venas de la frente, arrugada, el dolor comprimido.
—José, venga miremos el video del reinado –le dice de nuevo Nena.
Pero José no está. A pesar de la fiesta decembrina que se cuece en la calle, duerme su mejor sueño: el de la borrachera.
* * *
Blancos los pies rociados de talco. Blancas las manchas de sus brazos. Javier Gómez mira hacia el fondo del parque de Puerto Boyacá –50.000 habitantes, 130 metros de altitud, 28 grados centígrados– y las cometas se mecen sobre las cuerdas de energía. Dice que dejó el licor pero ya se ha tomado dos cervezas.
Hace unos meses recuerda que pidió a tres de sus trabajadores buscar candidatos para llevar al reinado nacional de los feos que organiza un viejo amigo, Antonio González. Un reinado del feo, pensó, en qué cuento se volvió a montar el bobo.
—Vamos a buscar los feos. Unos dos o tres para un reinado –les dijo.
—¿Cómo que reinado de feos, don Javier?
—Sí, necesitamos unos dos o tres.
A los pocos días sucedió algo que los desconcertó. Mientras caminaba por el pueblo, el promotor de cultura identificó un candidato que cumplía con el perfil que buscaban.
—¿A usted le gustaría ir a un reinado a Marinilla?
—Cómo qué, cómo es el cuento.
—Sí, a un reinado de feos.
—Ah, sí, espéreme un momentico.
El tipo desapareció en la penumbra que invade el interior de su casa y en menos de un minuto se dejó venir con un machete en mano.
—Yo le voy a mostrar quién es el feo –le dijo mientras corría–. ¿Un reinado de feos?, ¡oigan a este!
Oigan a este.
—¡Usted no puede ser güevón, no diga eso! –le dijo Javier cuando le contaron el altercado–. No se puede decir que es un reinado de feos, sino de cultura.
Pese a la agilidad de sus palabras los efectos que esperaba no dieron resultado. Le pidió a Beatriz González –estudiante de contabilidad, exfuncionaria de la alcaldía– que anunciara por las emisoras radiales de la región –Puerto Boyacá, Puerto Nare, Puerto Triunfo, La Dorada– que buscaban candidatos para un reinado de feos.
En Puerto Nare, al otro lado del río Magdalena, encontraron cuatro: Cigüeñal, Ñoño, Mandra y Churica. Los tres primeros se arrepintieron al poco tiempo, cuando les llegó el rumor de que el alcalde había dicho que los estaban buscando para hacer salchichón con ellos.
Mientras, en Puerto Boyacá Mario López, propietario de una casa de banquetes, le dijo a Javier que aceptaba patrocinar su aventura en el reinado. Durante su charla apareció el dueño de una discoteca –Fredy Simón Vélez– diciendo que tenía un candidato, su nombre era José, y estaba convencido que iba para un concurso de baile.
Javier lo miró con ganas de reírse, pero se contuvo. Este es el que gana, pensó de pronto, pues claro, es el que vende Bonice en el parque. Este es, este es.
—¿Pa onde vamos?
—Para Marinilla.
—Si io paticipo, gano.
—¿Será que vamos a ganar? –preguntó Mario.
—Ufffff, esto nos lo ganamos.
* * *
El secreto de su aspecto no es la barba enmarañada que lo hace ver más descuidado, ni sus 150 centímetros que le permitirían perderse en una fiesta infantil. El secreto, su secreto, se lo debe a su brazo derecho, tan delgado y corto como el de un niño de cinco años; a la mejilla izquierda abultada como si hubiera sido rociada con levadura y a la derecha, escurrida, pegada al hueso; a sus labios, que sonríen de lado.
Secretos.
Está de pie junto a 16 hombres que se precian de exponer un defecto –o varios– bajo una carpa blanca. Fuera de ella cientos de personas apiñadas bajo la tarima y la pasarela, cubierta con telas blancas y bombas plásticas inmaculadas y doradas, disfrutan el banquete de la burla cuando desfilan los candidatos.
—Un aplauso para Ramón, viene con pantalón descaderado porque no tiene cadera –advierte uno de los presentadores, cabello corto, camisa verde.
—Ramón está muy serio. Sólo le gustan las relaciones serias –agrega su acompañante, de saco oscuro y cabello largo.
El público se carcajea, se burla.
Y Ramón no sonríe, los labios macilentos escondidos bajo una barba de semanas, espesa como selva virgen; tieso como un cadáver. Más tarde dirá que le pagaron cien mil pesos, que lo hizo por necesidad, que se casó hace 16 años, que trabaja con la empresa de aseo de su municipio y que lo acompañaron su esposa y un cuñado.
—¿Le parece feo su esposo? –le preguntaré a Luz Ofelia cuando Ramón ya está eliminado.
—Si él se hizo pasar por feo es porque es feo.
—Cuando se casó con él, ¿le parecía feo?
—Cuando conocí a Ramón él era normal.
—¿Qué debe tener un hombre para que sea feo?
—Yo no sé decir qué debe tener. Él se pasó por…
La pregunta la sorprende. Ve los labios expandidos de su hermano y corta.
—¿Usted cree que su cuñado es feo?
—Como cuñado, es feo feo.
—Uno por plata se vuelve feo. Yo sabía que no ganaba –dice Ramón, incómodo, menos serio de lo que se mostró en los veinte pasos que dio entre la tarima y la pasarela.
Bajo la noche en Marinilla –14 grados, 45.000 habitantes, a una hora de Medellín– dicen que quedan diez candidatos: El abuelo, Mango biche, Manuelito, Tominejo, José de Jesús Bedoya “el hermoso de Puerto Boyacá”, Antonio Cardona, Metro y Medio de Marinilla (“No es metrosexual –advierte un presentador– es centímetrosexual”), King Kong, Churica y La Momia. Todos con camiseta polo blanca. Los llevan hasta la carpa y allí bailan y en la tarima habla un humorista. Afuera de la carpa asoman mujeres y niños, conocidos de algunos de los participantes que ahora los hacen importantes aun cuando los demás días –casi todos– son invisibles.
—King Kong, venga, venga –grita un hombre moreno–. Muestre las tetas.
Levanta la camiseta y sus pectorales como gelatinas caen desplomados; golpea el pecho con sus puños.
—¡Usted no es feo! –le dice una mujer.
De inmediato interpreta su guion para mostrar que lo es. Levanta la camiseta de nuevo y muestra sus pezones brillantes y pulidos como los de una mujer. Esta noche es protagonista; mañana, cuando tome de nuevo la caja para embolar regresará la rutina, la acrobacia en búsqueda de monedas.
—Tiene tetas de mujer. Hasta chocha y pipí –advierte el hombre moreno, pelo cano, bigote negro. Más tarde dirá que es su amigo.
Minutos después admitirá Irene Alzate, la hermana de King Kong, que él –52 años, 124 kilos y 183 centímetros– no es feo sino aterrorizante, que los zapatos los rompe en la punta porque no encuentra su talla y que si fuera su hijo no lo sacaría de la casa por vergüenza.
Mientras habla de su hermano, uno de los presentadores de la noche anuncia los cinco finalistas: La Momia, José de Jesús Bedoya “el hermoso”, Metro y medio, El Abuelo y Churica. King Kong dice que es un robo, que hay una mafia, que él debía ser el rey. El moreno, el amigo, lo espera fuera de la carpa y se marchan.
Luego llaman a Careyegua, el último rey, y el público aúlla estrepitoso.
—Muy bien, aplauso para el actual rey nacional del feo… ¡Héctoooooorrrrrr Gaaaaaallooooooo!
En realidad, camina sin chispa ni gracia, las manos atrás, la corona dorada, la cinta blanca con letras doradas sobre el pecho y un movimiento de labios que bien podría ser una sonrisa incómoda o un enojo contenido; cabeza grande y alargada, ojos hundidos. Pasos lentos. Luego lo sientan en su trono, una silla azul que prestaron de la Casa de la Cultura en la que espera el veredicto sobre su sucesor. Le dieron un equipo de sonido para que desfilara de nuevo.
Al final dirá que no le gusta ser el centro de atención, que le tomen fotos, que no sabe cuántos años tiene porque no llevó su documento de identidad, que feo no soy, como se dice, mi dios me dañó la cara.
—No, no hombe. Feo no soy, como se dice, mi dios me dañó la cara.
Se despoja de la corona y sigue en su papel: un rey sin sonrisa, ni traje, sin medidas perfectas ni estudios universitarios. Luego el presentador pide aplausos para la Momia y José, los finalistas, Héctor les extiende sus brazos, suelta una sonrisa sin dientes, los labios pegados, la cara roja, brillante, incómoda. En medio de la algarabía se vuelve silente, ocupa sus manos con la corona dorada y de cartón, disparan cámaras fotográficas, pshhh pshhhh. Sus últimos minutos en el trono, sus primeros instantes sin la carga de ser el feo de moda.
—Bueno, vamos a decir quién es el virrey.
Héctor con la corona en sus manos, La Momia con la mirada perdida en el público y José observando al presentador, sujetando una modelo de cabello negro y rojo y su brazo derecho colgando como un muñón, ínfimo en la inmensidad de la camiseta.
El virrey ganará un bono de un millón de pesos en efectivo, advierte el presentador de traje oscuro y cabello largo, un bono de 300.000 pesos en carne.
—¿Cuánto?
—300.000 pesos.
José mira al cielo, suelta una mueca de complacencia y golpea tres veces el pecho con su mano izquierda. Pum pum pum, palpita de emoción.
También un Smartphone, una pinta completa y un millón de pesos en efectivo, porque ser feo paga, dirá el presentador.
—Segundo lugar –grita el hombre de traje–, Virrey de la cuarta versión del festival nacional de los feos en el municipio de Marinilla, y con un fuerte aplauso para… LAAAAAA MOOOOMIIIAAAAAA.
José aplaude. Golpea la mano izquierda contra el codo de su prospecto de brazo, resignado; la Momia mira al público y se cree campeón.
—¡El ganador es usted hermano!
José lo mira y sonríe de lado y sale raudo hacia la pasarela, la modelo lo detiene y camina de su mano hasta el final; vuelan papelitos blancos. El rey levanta los brazos y avanza en una nube blanca y concentrada que se mece hasta el suelo. Lo llaman.
—Venga don José, venga.
Héctor se pone de pie, le dicen que debe apartarse del trono y se despoja de la corona que sostiene desde hace minutos. No hay cámaras desde todos los ángulos para observar con detenimiento la escena, transcurre rápido, sin besos en la mejilla ni manos en la boca, ni ojos llorosos ni presentadores conmocionados. No, al rey lo coronan rápido, sin preparación, sin reglas establecidas de antemano para petrificar el instante. José se sienta en el trono, camiseta blanca, cinta de rey, corona dorada. Le entregan un par de tiquetes para Cartagena y los besa, los lleva al pecho. Caltagena Caltagena, pensará.
Terminado el ritual no preguntan cuál será su papel como rey (“Seguir siendo feo”, dijo Careyegua dos años atrás), si se cree feo, si es justo vencedor, quién es el creador del reinado y cómo representará a Colombia en Mister Ugly Man porque aún no han decidido crear tremendo espectáculo. Al final de la noche se irá y de Carepulido, el rey, no volverán a hablar los medios de comunicación. Como no hay declaraciones, o sí, pronuncia una serie de palabras que el presentador traduce en “Gracias gente de Marinilla”, proceden a enumerar los premios: un celular, millón y medio de pesos, licuadora, televisor y un viaje a Cartagena para dos personas.
Se pierde entre los abrazos de sus acompañantes de Puerto Boyacá y aparece minutos más tarde entre la correría. De la mano lo llevan de afán, un hombre fornido carga el televisor en sus hombros, la cinta de rey cae en una de las esquinas del parque. El rey huye. ¿No piensa celebrar? Entran a un hotel.
Luego saldrá una mujer, Fátima Montoya su nombre, piel trigueña, cigarro encendido.
—Qué pesar del televisor si se lo logra o se lo logra otro. Él mañana se dedica a pedir limosna. Es un indigente súper vivo que nunca dice de dónde es. Él es nacido, crecido y envejecido en Ciudad Bolívar, su mamá se llama Luisa Bedoya. Yo soy la única que sé aquí que José es de Ciudad Bolívar, pero lo están presentando como si fuera de Puerto Boyacá.
—¿José es feo?
—¡José es muuuuuuyyyyyyyy feo! De nacimiento es así –tira el humo blanco hacia un lado y suelta una risa montaraz–. De la cara no ha cambiado nada. Era con una mano así, levantada –y alza el codo de su brazo derecho a la altura del hombro.
En la madrugada José se escapa del hotel, pide prestados 50.000 pesos y se va a tomar cerveza al parque, sobre la ruina de una noche de barullo. Cuando lo encuentran habrá vendido el televisor por 300.000 pesos a un guarda de tránsito. Que no se puede vender, que devuelva la plata, que le van a quitar los premios si entrega el televisor, le miente Beatriz.
—No, no va a vender el televisor. Aquí no. Si lo vende viene el organizador y se lo quita.
—E que no puedo lleval el teleisol a la casa.
—¿Por qué?
—E que allá me o loban.
—Entonces, ¿por qué lo quiere vender?
—Pa complal una chaza pala vendel dulces.
Ese día en Puerto Boyacá lo espera un desfile en el carro de bomberos: habrá un recibimiento para Fredy Guarín, jugador de la selección Colombia de fútbol que acaba de jugar el Mundial; para Laura Katherine Orjuela Holguín, reina de belleza de Boyacá; y para José de Jesús Bedoya, rey nacional de los feos.
Pero Carepulido, el rey, estará borracho.
* * *
José no sabe leer, José no sabe escribir. Entonces el diccionario no le diría nada.
Feo: adj. Desprovisto de belleza y hermosura.
Belleza: f. La que se produce de modo cabal y conforme a los principios estéticos, por imitación de la naturaleza o por intuición del espíritu.
Hermosura: f. Proporción noble y perfecta de las partes con el todo; conjunto de cualidades que hacen a una cosa excelente en su línea.
A mí tampoco me dice nada el diccionario. Lo único que entiendo es que ser feo es una negación de la belleza y la hermosura.
José es una negación.
* * *
—Uno no necesita estudiar para saber quién es feo y quién es bonito –dice Antonio González.
Ojos vidriosos, camándula de madera; recién afeitado. Apura un café oscuro en el restaurante de un centro comercial en donde tiene un negocio de celulares.
—¿Quién es feo?
—¡¿Un feo?! Una persona fea es un narigón, cejón, orejón; de cachetes grandes y nariz chiquita; con una boca bien grande o que le pase una tractomula por encima. Por eso, uno no necesita estudiar para saber quién es feo y quién es bonito.
No se necesita.
Le dicen El bobo de El Carmen desde 1981 cuando trovó con el humorista Vargas Vil en las Fiestas de San Juan y San Pedro en Ibagué. Trovador, locutor y organizador del Reinado Nacional de los feos. Los lleva en carrozas y autos antiguos como las más finas doncellas y los hace desfilar al lado de modelos despampanantes ante el bullicio ensordecedor del público. Los candidatos lanzan besos que ninguna princesa quisiera recibir.
El suyo es uno de los 3.794 reinados que se hacen en el país, según registró la BBC. Hay reinados para todo: niñas, burros, mujeres bonitas y hombres feos. En esa larga lista la mayoría son reinados de fiestas populares, con reinas que reciben el apelativo del producto tradicional del lugar: la cabuya, la guayaba, el café.
—Este es un show diferente. En Cartagena llevan artistas, todo acoplado a otra belleza. Aquí hubo artistas, desfiles de moda y la feura. A mí me ha gustado la locura como algo novedoso. Aquí hay reinados para el rostro más bonito, la cola más bonita, la más pechugona… y al feo nunca le paran bolas. Entonces yo pensé que sería muy bueno hacer un reinado en el que pague ser feo; qué bonito que el feo ganara.
Antonio bosteza. Hace un par de minutos dijo que tenía sueño, que no ha dormido mucho la última semana desde que coronó el cuarto rey de su concurso. Apura un sorbo de café y se defiende –serio– advirtiendo un ataque que no llegará. Suficiente ha tenido –pensará– con que le endilguen que su reinado es la oportunidad para burlarse de la condición física de algunos hombres, vaya a saber por qué aceptan servir al festín de la burla.
—Burla sería subirlo al escenario y sacarle provecho. Nosotros pensamos en lo social. Damos unos premios que son públicos, todos se llevaron platica, lo hicimos en el parque para que vieran que pensamos en lo social primero. Las reinas son hasta vacías por dentro y acá tenemos gente con una sonrisa verdadera.
En seguida me mira, da un par de vueltas al pitillo en el café, cuenta que las dos primeras versiones del concurso fueron en 1999 y 2001 en Rionegro, Antioquia, y que los ganadores ya fallecieron, que la tercera edición en el 2012 cuando ganó Héctor Gallo –Careyegua– le dio reconocimiento nacional e internacional a su reinado y que el de 2014 pudo ser mejor si no se hubiera jugado el Mundial de Fútbol. De no ser por él, los medios de comunicación le habrían prestado más atención.
Luego hace cuentas del espectáculo, al que describe como un bebé que se le salió de las manos. Invirtió 30 millones en su organización, 200 mil pesos para “estimular” a cada participante. Estos estímulos, como comprobé la noche del concurso, varían con la aptitud del candidato: si es tan normal como tú o yo le darán 100.000; si es un candidato de peso, 200.000 o 300.000. Lo que sí está claro es que nadie desfila gratis para disfrute de la multitud, aquí se paga de acuerdo con la calidad del feo. Entre menos dientes, más barriga y carisma, mejor. Entre más pobre y más necesidades tenga el candidato, mayores sus posibilidades de participar en el reinado.
—Entonces, ¿Por qué no hubo ricos participando?
—No es fácil buscar. Hay gente mucho más fea. Hay mucho rico feo, pero tienen plata. Tantear a ver si participan no es fácil. Es más fácil conquistar feas que feos. Vea, hay tipos que no son feos y querían participar.
Los estímulos del reinado no son atrayentes para los ricos. A lo mejor, si el incentivo tuviera un mínimo seis ceros a la derecha el concurso no sería solo de hombres pobres y necesitados sino una integración de clases sociales, porque entre los ricos también hay feos –el dinero suple la fealdad, escribiría Marx–. Pero es una ilusión que participen.
Los que sí lo hacen se someten a la burla, al pánico escénico, a un nuevo nombre que evidencie sus cualidades como feo.
—¿De dónde salió el apodo Carepulido?
—Soy bueno para poner apodos –advierte de pronto, con una sonrisa de complacencia–. Como trovador a uno le sale. Se lo puse por la carita. Cuando lo estábamos coronando no sabíamos cómo llamarlo y se me ocurrió bautizarlo así.
La tarde del reinado, recuerda ahora mientras juega con el pitillo, cuando prestaba atención a los últimos detalles perdió su sonrisa a grandes dientes al ver los dos candidatos que su amigo Javier traía de Puerto Boyacá. Sus ojos recorrieron a José y de pronto la angustia.
—Antonio, ¿por qué estás preocupado?
—Ese tipo no creo que pueda participar porque es especial.
—¿Porque tiene una mano seca? ¿Acaso viene mocho?
—Ese personaje está muy verraco, no creo que el alcalde vaya a dejar. El compromiso del reinado es que no hubiera nada de defectos físicos.
—Él nació así, no por accidente.
—Deeme paticipal pa complal unos zapaitos.
—Mire a ver. ¡Cómo lo van a descalificar! Vea, tiene problemas de la garganta, es feíto. Ponga cuidado que no vayan a descalificar al muchacho.
No lo descalifiquen.
* * *
La fealdad formal, dice Umberto Eco en Historia de la fealdad, se entiende como el desequilibrio en la relación orgánica entre las partes de un todo. Un hombre desdentado es un ser incompleto. Un hombre con un brazo atrofiado es un incompleto. Un feo.
Sin embargo dice que a lo largo de los siglos se han elaborado definiciones de lo bello y no de lo feo y que solo se pensó como lo opuesto a la belleza. Aun así, lo bello y lo feo está determinado por distintos períodos históricos y por las culturas, que la belleza de los rostros en Picasso no es la misma en las reinas de Miss Universo, que la atribución de belleza o fealdad no siempre se ha hecho con criterios estéticos sino con criterios políticos y sociales; que para Tomás de Aquino la belleza era la proporción correcta de todas las cosas que debe tener una forma determinada, de manera que la fealdad es una desproporción. José, un ser desproporcionado.
Entonces Eco citará a Voltaire: “Preguntad a un sapo qué es la belleza, el ideal de lo bello, lo to kalon. Os responderá que la belleza la encarna la hembra de su especie, con sus hermosos ojos redondos que resaltan de su pequeña cabeza, boca ancha y aplastada, vientre amarillo y dorso oscuro. Preguntad a un negro de Guinea: para él la belleza consisten en la piel negra y aceitosa, los ojos hundidos, la nariz chata. Preguntádselo al diablo: os dirá que la belleza consiste en un par de cuernos, cuatro garras, y una cola”.
Belleza y fealdad. Fealdad y belleza.
* * *
El cielo es un lienzo azul. La tierra una mancha verde y gris partida por una línea que se deforma, café, plateada: el río Magdalena. Por donde quiera que se mire el llano es interminable. A lo lejos las montañas azules, como si no existieran. Las calles se dirigen hacia el infinito, se cierran de a poquito y al final son un punto. De vez en cuando se desmadeja un hilo de humo gris o blanco y parte el lienzo, el lienzo azul e infinito que se posa sobre Puerto Boyacá.
Javier Giraldo toma cerveza, le brilla la frente. Beatriz González –anillos de oro, gorra con lentejuelas– sonríe complaciente al hablar de José. Dice que la han llamado de emisoras radiales, de canales de televisión nacionales, que está esperando que la lleven a Bogotá porque quieren conocer al rey. Y seguirá esperando.
Más que el triunfo de José sus palabras son de desazón. Que cuando llegaron a Puerto Boyacá –con la corona y la cinta, el televisor, la licuadora, el celular, dos tiquetes para Cartagena y un millón y medio de pesos– José dijo que quería comprar ropa –y gastaron medio millón–, que él nunca había comprado una sola prenda, que toda su vida lo que vistió fue regalo de otras personas, ropa usada, desechos que él reutilizaba.
Beatriz insiste en describir la historia con desazón porque luego fueron con el rey al parque del pueblo en donde el desfile de los héroes del municipio estaba preparado. El futbolista, la reina y el rey. Todos en el carro de bomberos.
Semanas más tarde, el alcalde Fernando Rubio López advertirá que apoyaron a José hasta que lo coronaron, que lo patrocinaron en su aventura –la de Mario y Javier, me digo– pero luego reconsideraron la idea de llevar al rey de los feos en la caravana del futbolista y la reina del departamento. Lo meditaron, dirá su esposa Paula Andrea Metaute, que hubo polémica porque sería un irrespeto acompañar a la reina con un ogro, con un borracho. Entonces desistieron.
Al no ser ensalzado el rey de los feos con la reina y el futbolista, recuerda Beatriz que lo llevaron hasta el 10 de enero, un barrio de invasión en donde José vivía con una mujer y sus cuatro hijas. Le entregaron a Dora Cecilia Castaño la ropa nueva y un millón de pesos. Al despedirse, José le regaló 50.000 pesos en agradecimiento por la compañía en el reinado.
—Al otro día amaneció pelado y borracho. Me cuentan que allá en el barrio hicieron tremenda rumba y ahí se acabó la plata. Además, a él le hacen carteleras para que pida plata.
—Hasta ahí llegó el cuento de Caperucita Roja –dice Javier–. Viejito verraco ese. El viejo está enseñado rebuscándosela y hay un poco de gente que lo tiene trabajando. Y acá resulta que se le roban las cosas al señor.
Lo que no esperaban es que al día siguiente José aparecería enojado: que se había ganado cinco millones de pesos y que le habían robado la plata, que no le pagaron el televisor. José amenazó con ir a la policía si no le daban lo suyo.
—Ané tinto millones y un tiivisol –alegaba.
Javier no vacila. No piensa para decir que al fin y al cabo debió regresarse de su pueblo –El Carmen de Viboral, a cinco horas de viaje– para arreglar el lío del supuesto robo. Se dirigieron a una comisaría de policía y frente a un intendente hicieron entrega de la licuadora, el celular y medio millón de pesos que Mario López el patrocinador le pagó por el televisor de 40 pulgadas.
De pronto Beatriz cuenta que José está sin un peso y que no tiene cómo ir a Cartagena y por eso llamó al patrocinador del viaje para que se lo diera a ella y a su esposo. Dijeron que la llamarían. Se quedará esperando.
—¿Para usted José es feo?
—Físicamente tiene sus deformidades. Es como feíto. Feíto no, ¡FEO! –dice Javier y suelta una risotada. Se rasca un pie; los pies blancos, bañados en talco.
—Sinceramente, dentro de los que participaron no había feos. El feo era él. De pronto Churica. Nosotros estábamos muy contentos, pero también con un poco de tristeza porque la persona que había ganado no tenía los cinco sentidos para asimilar un triunfo de esos. Por la forma de ser del paciente. El tipo estaba loquito por tomar trago.
Estaba loquito, borracho.
* * *
Amarillos deslumbran los guayacanes sobre una pared repleta de cafetales en una de las laderas que rodea a Ciudad Bolívar, un pueblo a 109 kilómetros de Medellín, acosado por un valle escarpado en donde el sol golpea como una almádana y unos samanes gigantes cubren el parque principal.
Amarillo es el guayacán que florece encima de la calle filo de hambre del barrio Francisco César, una larga fila de casas arrumadas hacia el cielo sin más vía de acceso que un camino en zigzag que asciende hasta la casa de los Bedoya.
Alba Bedoya está sola en casa, sentada en el patio. Viste una camiseta blanca con peces de colores estampados en el pecho en donde se lee “Guardianes del mar”, y un pantalón corto amarillo, vivo como el guayacán que se empina unas casas más arriba. La voz delgada, 49 años que en pocos meses serán medio siglo, y una queja: sus dolores de espalda; una joroba más grande que su voluntad. Al frente de donde se sienta, en una hoja pegada a la pared cubierta por un plástico, están escritos los nombres de dos personas con sus números telefónicos “en caso de emergencia”.
—Una vecina me dijo que José iba a salir por televisión porque había ganado un concurso, entonces me conseguí el colombianito –lo dice con una voz delgadita, pusilánime.
Se levanta de su silla, da unos pocos pasos y escruta bajo el entejado de la casa vecina, clavada un par de metros más abajo en la montaña. Extrae un recorte de periódico y lo abre. “‘Carepulido’ es el rey de los feos”, se lee en portada.
Dice Alba, que luego de Bertha, José fue el segundo hijo de la primera relación amorosa de María Luisa Bedoya Vásquez. Que Israel Villa Castañeda le dio muy mala vida a su mamá y que lo tuvo que dejar, que lo que no sirve se echa para la basura, que la golpeaba borracho y que no llevaba la obligación. Si un hombre decide conformar una familia, así sea pobre, lo mínimo que no debe faltar en casa es el pan. Y el pan escaseaba, Luisa recogía café y cuidaba de sus primeros hijos.
Con su segunda pareja tuvo a Alba, Olga Cecilia y Luis Fernando. Alba no conoció a su papá. Simplemente se fue. No sabe mucho de sus hermanos: que Bertha vive en El Carmen del Darién, un municipio del Chocó a 45 minutos de camino; que José está perdido desde hace un par de años y que lo único que sabe es que ganó el reinado y que se fue de la casa en la que vivía en Medellín; Olga Cecilia murió en 2011 –tenía el brazo izquierdo pequeño, a mitad de camino como el de José, y con solo dos dedos– y Luis Fernando, el hermano menor –inundado por bolas en su cuerpo que parecen cráteres a punto de estallar–, es el que lleva la responsabilidad en su casa, pues doña Luisa vive en Hispania, otro pueblo a media hora de Ciudad Bolívar, con unos familiares que sí tienen cómo cuidarla.
—A mi mamá le dio un derrame cerebral. El médico dijo que no volvía a caminar y así está en la cama, con pañales. A mi mamá le tocaba trabajar, dejarnos hecha la comida para que mamita nos la diera. Por la tarde venía y nos bañaba.
Apura un silencio.
—Nosotros no tuvimos estudio.
Cuando tenía siete meses José sufrió una meningitis, me dirá semanas después María Luisa Bedoya Vásquez –79 años, ciega–, esforzándose para juntar las palabras. Luego el brazo derecho y la cara se le secaron. Entonces “dejó de ser normal”. Su enfermedad conduce muchas veces a parálisis de alguna parte del cuerpo, alteraciones de la memoria, problemas de habla y dificultades para relacionarse con su entorno.
—José no es normal –admite ahora Alba, parca, y me pregunta–: ¿Usted cree que a una persona que le peguen y luego que le hable al que le pega es normal? Le pegaban y ensangrentado y todo iba a hablarles como si nada.
Que siempre jugó con él a la casita, golosa, la bola y caritas, pero que luego todo cambió. Un día apareció en casa diciendo a su mamá que tenía trabajo. Bajo su brazo cargaba una caja de embetunar, unos cepillos y unos trapos.
En otro barrio de Ciudad Bolívar dirá luego Luis Norberto Ospina –embolador, 80 años, calvo, la pierna derecha más corta que la izquierda, “patecoca” su nombre popular– que a José le pagaban por limpiar con un trapo porque con su mano atrofiada no era capaz de hacer relucir los zapatos. Mano e’gancho, recordará, lo que conseguía se lo bebía y no le daba mucho a su mamá.
—Si ganó es porque feo sí es. Uno puede ser un gallinazo, pero para las mujeres no hay gallinazos: ven plata y les nace el amor.
Alba se pasea con resignación entre la historia familiar. Con las primeras monedas José se hizo bebedor como su papá, una parte de lo que ganaba a veces lo daba a Luisa para que comprara algunas cosas para la casa, pero un día se fue, sin despedirse. A las semanas llamó por teléfono y le dijo a su mamá que estaba contento en Medellín, que iba a andar hasta que se muriera para conseguir plata para comer. Y allá se dedicó a la mendicidad y a vender cigarrillos, a ir de un lugar a otro, buscando la plata para su comida, lejos de filo de hambre.
Hambre.
—De pronto cuando venía nos daba cualquier peso, pero otras veces llegaba sin ningún peso. Venía de visita y borracho y al otro día se iba.
Alba se siente incómoda, le da pena que encuentre deteriorada su casa, la de su mamá, la de su abuela: el techo que amaga con caerse, el entejado doblado en una esquina.
La casa está conectada por un corredor por el que se accede al patio, la cocina y un cuarto dividido en dos. La primera cama es metálica, verde, y sobre el frente hay tres láminas religiosas con vírgenes y ángeles que José pegó antes de marcharse. Al lado están arrumados unos troncos de madera y sobre ellos varios pares de zapatos negros desgastados.
En el cuarto contiguo hay dos camas, el techo en cañabrava negro, muy negro y una pelusa que cae todo el tiempo. Se derrumba de a poquitos. Tres baldes distribuidos en el cuarto denotan por dónde cae el agua cuando llueve. Cualquier desprevenido diría que cae más agua adentro que afuera.
Como trapecista entre los postes que sostienen el techo camina una rata gris.
* * *
Camilo en París, Camilo en Roma, Camilo en los alpes suizos, Camilo en las cataratas del Iguazú, Camilo en la Patagonia, Camilo en Río de Janeiro, Camilo en la Catedral de Notre Dame, Camilo en todas las fotos, Camilo atiende a un hombre que viajará al eje cafetero. Camilo está en todas partes.
Camilo Alexander Ramírez –camisa blanca, cadena de oro, pantalón gris y zapatillas café– tiene afán. En sus palabras se repiten a cada instante reserva, agencias, cheque, hotel, vuelo, vacaciones.
Explica luego, a un lado de su escritorio en su agencia Viajes, sueños y aventura, que patrocinó el reinado porque le pareció un evento innovador que nunca se había hecho, pero que no debieron entregar el título a José porque una cosa es ser feo y otra discapacitado.
—La cláusula era dos noches en un hotel en Cartagena, tiquetes para dos personas, comida y asistencia médica.
Lo dice duro, no hosco.
—Ese premio está en el aire –advierte–. A mí me llamó una persona en representación de Puerto Boyacá. Que si el ganador no podía ella podía hacer el viaje porque a él le quitaron todo, que lo robaron y que vive en un asilo. Por eso no se ha dado el premio. No sé si eso es verdad.
Explica que ha ayudado a muchas personas a cumplir su sueño, que le va bien en su empresa, que no le sobra la plata pero que es un hombre de palabra. Su palabra, agrega, es que el ganador vaya al mar.
Cartagena.
* * *
La casa es de madera. Primero hay que llegar a ella desde el parque principal, dar unas vueltitas en moto, entrar por calles más estrechas, salir del pavimento hasta la tierra polvorienta; se pasa de ver casas de material a construcciones de lata y madera. Luego ir a pie cuando acaba la calle se elige entre dos caminos. Voy por la izquierda y trepo entre las piedras y la tierra, cercado a la izquierda por un muro de bloques terminado con alambre de púas –la cárcel– y una fila de ranchos a la derecha. Veinte metros más adelante la casa de Dora, el hogar de paso de José, el rey de los feos.
Hay un silencio suavecito mientras camino. Cuando ya encuentro a Dora, el sol empieza a despegar en la mañana del domingo.
—¡Qué calor!
Y mete la cara en la camiseta hecha mugre para secarse. En la mano derecha un tatuaje deforme en el que alcanzo a ver la eme.
—Mami, dele limonadita al muchacho –le dice a una de sus hijas pequeñas.
En casa, su casa, viven cinco mujeres: mamá y cuatro hijas. Hasta hace un mes el único hombre era José. La casa es un cuadrado construido con madera y techado con zinc, en la pared de tablas una sábana evita que los vecinos observen por las rendijas sus movimientos, está colgada una camiseta amarilla de la Selección Colombia y en ella se lee en letras negras “Guarín, con amor”. Aquí en el 10 de enero, un barrio de invasión de Puerto Boyacá, abundan las casas de madera y de lata, apiñadas como una camada de lechones; no hay agua potable, las calles son laberintos, se cierran, se bifurcan, nacen caminos.
No hay cuartos ni puertas, sí cortinas colgadas o chifonieres atravesados que simulan la división interna. La privacidad, en últimas, es un lujo que no existe en esta casa.
Dora se adentra entre la ropa colgada y el olor fétido de un baño inexistente en busca de un recipiente en el cual preparar la limonada, y las niñas se acumulan para susurrar que hasta hace poco era inevitable que fueran partícipes de lo que veían Dora y José en el televisor. En silencio bajo sus sábanas, contemplaban los cuerpos desnudos que transitaban ante sus ojos.
—A José le gustaba el canal 70 que veía con mi mamá, para ver porno y areperas –advierte Natalia, 15 años, cabello negro, un par de dientes oscuros y babosos.
Ríen, cómplices.
—¿Dónde está José?
—Él no ha venido como en un mes. Después del concurso vino, y hasta tomó. Después dijo que se le robaron el televisor y la corona y le regaló 50.000 pesos a la señora que lo trajo– dice Dora al regresar, y no sé cómo hace para tener un rostro tan fuerte, sin sonrisas, a la defensiva.
—Hace un mes cuando ganó el concurso dijo que volvía. La corona se la robaron y apenas le dieron como 500.000 pesos, lo trajeron todo borracho. Y no aparece… –dice Natalia. Mira a su mamá y ésta lleva el índice sobre los labios. Le pide silencio, enarca los ojos. Mejor será que te calles, pensará. Mira con recelo a su segunda hija, gira la cabeza y me regala una sonrisa descolorida. Bombitas de sudor sobre su pecho, el lápiz de los ojos regado, la piel pegajosa, un lunar descolorido y sudoroso sobre los labios.
Una perrita ocre se acuesta bajo mis pies. No para de rascarse las pulgas.
—Él ganó varios premios en el concurso –les digo.
—Lo que dijeron es mentira. Los premios no se los entregaron, lo único que trajo fue una licuadora. Él vino con 500.000 pesos, compró una ropa y unos zapatos. Ahí tiene la ropa, pero se fue y no dijo nada. Qué pena con usted y esta casa sin arreglar.
Dicen que conocieron a José año y medio atrás cuando estaba en la casa del anciano. Ojos turbios le indican a su hija que se calle. Luego una sonrisa. No, que vive con ellos desde junio. Más tarde dirán que lo conocieron casi tres años atrás cuando vivió con Olga Castañeda, la mamá de Dora, de 75 años, vestido ocre que hace años fue inmaculado, cabello blanco con pozos negros. Dientes de plata.
—Yo viví año y pedazo con él. Iba pidiendo posada y me pidió. Pero cuando le daba la gana me trataba mal. Siempre es un viejito que me parece especial. Tira más a ser especial. A él le gusta mucho la aventura –adentro de la casa su hija le hace algunas señales–. Hijo, me tengo que ir que tengo afán.
—¿Se puso contenta cuando ganó el concurso?
—Gracias a mi Dios que ganó porque la platica que trajo sirve para algo.
—Muchacho, venga, entre –dice Dora, deja a un lado una escoba de paja y me pide que me siente.
-¡María! El amor platónico de José es usted –grita una anciana afuera de su casa al verla llegar.
María, Maía diría José, estrena una camiseta negra y blanca. Calza sandalias. Dice que le enseñó a bailar reguetón. Como sabía mover la cadera adelante y atrás y bajar hasta el suelo como ellas le pedían, salió decidido a participar a un concurso de baile que luego fue reinado de feos.
—Le enseñé a bailar lo que a nosotros nos gusta, el reguetón.
—Y el serrucho –dice Natalia.
Serrucho, serrucho, cantan la champeta las niñas dentro de la casa y con una de sus manos simulan partir el antebrazo.
—María, ¿José le parece feo?
—Pa mí, nadie es feo.
—Pa mí, sí. La cagada es esto de aquí –agrega su hermana señalando la mejilla.
—No, él ganó por la manito –corrige Dora.
—Nadie es lindo. Todos somos feos –dice María, palabras suaves.
—Nos hace reír mucho cuando está borracho. Él decía “Maía, la amo, la amo, Maía, la quielo mucho”. La adoración de él es ella. No quiere a los otros hermanos, sólo a María.
—Ha sido como un abuelo para nosotras –agrega Natalia.
—José es casi como un papá.
—Para mí, un abuelo.
—Para María como un papá porque le regala lo que pide –dice Dora.
Que la comida la compraba José, que lo importante es la alimentación, que con él vivieron año y medio, que lo conocieron mucho tiempo atrás, se corrigen.
Dora trae de la cocina un tarro plástico con pintura blanca seca. Le echan un par de troncos de hielo, agua y un fresco de limonada en polvo. Toma un palo de escoba y con él revuelve.
—José fuma tabaco –dice, y saca de un cajón una bolsa negra con algunos pedazos.
Hay tres camas para cinco personas. Los chifonieres las separan. Uno de ellos divide las de María y José. Sobre la cama del rey un tendido de cuadros rosas, amarillos, beige y café; en la baranda tres laminas pegadas con tres vírgenes diferentes. Sobre el chifonier un equipo de sonido, una caja con una licuadora nueva y una cortina que simula la puerta de la habitación de María.
—¿Por qué se fue José?
—Al otro día se fue a tomar cerveza y unos marihuaneros lo iban a robar. Se fue a tomar la Póker, la buchona y lo iban a robar, pero vino un paisa a avisar.
Advierte Dora que un vecino lo llevó hasta su casa. La tendera dirá luego que José estaba borracho y grosero, les tiraba cerveza a los muchachos que se le acercaban. No sabe si le iban a robar, pero prefirió no venderle más licor.
Horas después José se fue.
—¿Qué pasó?
—Él se fue. Dijo que volvía y no volvió.
—Nos hace falta el abuelo.
* * *
En Moravia –en el Norte de Medellín, al lado del antiguo basurero municipal–, siempre hace calor. Calles estrechas, casas estrechas, muchas motos, mucha gente, mucho comercio, mucho de todo, mucho.
José camina guiado por el recuerdo. Camina y camina por este barrio como hace 19 años: la ropa sucia, la barba enmarañada, los calzoncillos sucios, mojados, oscuros; la voz queja, me estoy muriendo, me estoy muriendo.
—Me etoy muliendo, me etoy muliendo.
—Ay José, ¿qué le pasó? –le pregunta al verlo Luz Elena, la mamá de Nena, casi tres años después de que se haya marchado.
—¡La pótata, la pótata!
Una sonda, una bolsa de orín en el suelo, una infección urinaria, colitis, llagas, su próstata.
—Tóquele la puerta a Nena.
Dice que no quiere, que le da miedo que Nena no lo perdone y no lo reciba de nuevo. Pum, pum, pum. ¿Quién esssssss? La niña de quince años que vio la última vez es distinta a la de ahora. Ésta es una mujer, de 18 años, estudiante de análisis de costos y presupuestos, cabello negro, largo y brillante como un velo de novia, los labios esponjados, la mirada dulce. Antes una niña, ahora una mujer. Refulge su cuerpo y no sabe qué decir, si lo abraza, si lo besa.
—¡Amáááááá!, a que no adivina quién vino –grita desde la puerta.
—¿Quién?
—Mire.
De adentro sale ella, agitada.
—Ay, José, JOSÉ, ¡JOSÉ! ¡JOSÉÉÉÉ!
* * *
José tiene la ropa limpia, las uñas cortas y pulcras; sin barba, cabello ralo, sin infecciones; se baña dos veces por día. No trabaja, no lee, habla poco, enciende cada tanto un radio de mano que carga en el bolsillo de su camisa. José es feo, le repiten, le repitieron cuando por una pasarela desfiló con una cinta y una corona dorada.
—¿Usted es feo?
—¿Feo? No, bonito. Yo no soy feo.
—Entonces, ¿Por qué ganó el concurso?
—Yo no sé.
—Te dicen Carepulido…
—Po aquí, Nenita, Lu Elena, papá, Lisa, me dicen Calepulido. No me guta.
—¿Cómo quiere que le digamos? –pregunta Luisa.
—José. José –y estira la mano izquierda que agarra a la derecha, como un águila a un roedor.
—¿Quién es una persona fea?
—Yo… A mí e dicen e soy todo feo. A mí e lepeta, yo no soy feo.
Y lo dice con su tono monocorde, sin emoción, con los pliegos de su rostro apretujados, su emoción más bruta: rascarse la cabeza y acariciar su brazo a mitad de camino, sonreír rara vez, de lado, guardar silencio con la cabeza gacha y musitar algunas palabras que solo su familia, la adoptiva, descifra con facilidad.
Hablar con José requiere de la habilidad de un intérprete –Nena, Luisa o papá Diego, con quienes vive– para entender lo mucho que dicen las pocas palabras que junta.
La vez que lo conocieron y recibieron en casa estaba borracho y Luisa no había nacido. Dijo que quería aguapanela, que en la casa de Mery le pegaban; descalzo, los pies negros, orinado; temblando. Le pidió a Nena que lo dejara vivir con ellos.
—El miedo de nosotros es que llegaba tomado –dice ahora Nena, los brazos sobre el comedor, lentes pequeños sin marco, camisa de cuadros, pantalón negro, cabello oscuro recogido.
—Ay, mamita –le dijo su esposo, recién casados, mes y medio de noviazgo–. Él borracho, que se caiga y nos metemos en la grande.
—José, nosotros lo recogemos si deja de beber.
—Sí nenita, sí nenita.
Una semana más tarde volvió a tomar, borrachera en su clímax. Siempre que está así, sucio, borracho, enfermo y sin plata, regresa. Y entonces reniega Nena, que no entiende por qué se fue de casa luego de tantos años si no le faltaba comida, ropa, regalos, fiestas de cumpleaños. Amor.
—Él es el que se va y se vuelve nada por allá y después vuelve. Siempre que está así, vuelve. Lo que hago con José me nace, me nace motilarlo, me nace cortarle las uñas, me nace si puedo ayudarle a otra persona.
Las ganas de ayudar, dice, se las aprendió a su mamá. La mira, los pómulos a todo sol. Que de niña llevaba a la casa habitantes de la calle, loquitos, y los bañaba, les daba comida. Que ya grande y casada recibió a José, que en otro tiempo recibió a un muchacho que habían violado y echado de su casa por marica, recuerda. Luego desapareció como Chipichipi, un profesional sumergido en la calle que conocieron ceñido a un búnker de ropa, de tantas prendas sucias y pestilentes puestas unas sobre otras. Un día se fue sin avisar y tiempo después supieron que lo habían matado.
José no se despide para no entristecer. Se marcha sin decir adiós, sin más que la ropa que lleva puesta. Pide limosna. Arruga la cara y encuentra siempre alguien que le ayude –o lo explote.
—José es muy consentido, y le gusta cuando ve que están preocupados por él.
—Nenita, nenita, ¿ha llolado pol mí?
—¡Pues claro, José!
Palmotea la mano izquierda con la derecha y diminuta, suelta una mueca alegre, sin dientes, y se rasca la cabeza y luego acaricia el brazo a mitad de camino.
—¿Por qué se fue de Puerto Boyacá?
—Ella e echó pa la calle. ¡Váase pa la calle ya! ¿Pol qué e echa? ¡Váase! Vea, tengo mucha patica, un mión tinientos mil.
Se deja en el recuerdo, pensativo, ceño fruncido, mirada en el suelo, labios apretados. Alguna historia no extraviada regresa. Luego llora desconsolado y se cubre los ojos oscuros con su mano izquierda. Mira el televisor en la sala de la casa y vuelve a llorar.
—Me lo italon todo, la pata, mucha hijueputa. ¡Todo!
—¿Ella le pegó? –pregunta Nena.
—Sí, esa hijueputa vieja.
—¿Quiénes le robaron?
—Ella y dos señoles. Uno tiene una cafetelía del palque pala abajo. Me quitalon la colona. Yo estaba contento pol ganalme el plemio y pa qué, pa qué, eso no fue pala mí.
—¿Qué hubiera hecho con el premio?
—Mión tinientos pa pagal comida a mi amá y dale alguna cosita a Nenita.
—Usted sabe José que se hubiera bebido esa plata.
Se calla.
—¿Cómo se imagina Cartagena?
—¡Ay!
—¿Quisiera conocer el mar?
—Ay, mucho, mucho.
Dice que se quiere bañar y se marcha.
—Esa enfermedad tiene su bueno –dice Nena–. Ahorita que está así es una bendición. ¡Ni una cerveza!
Al regreso en el televisor el video, el reinado, Carepulido, el rey de los feos.
—Yo veo eso, ay, me da mucha hijueputa labia.
—No diga eso, José.
—Pele me alivio y voy pa Puelto Boacá.
—Usted sabe qué le pasa si se pone…
—Me matan, ¿cielto? –me dice al mirarme.
Te matan.
El índice de su mano izquierda apuntando, el pulgar como seguro, el disparo con el corazón. Oprime dos veces y de su boca chasquean las balas; parte el viento como en una caricia. Se le brotan las venas de la frente, arrugada, el dolor comprimido.
* * *
Lo atisbo caminando a pasos cortos, radiante, sobrecargado de energía, con su cara tan iluminada que no parece que no haya dormido en toda la noche pensando en lo que le esperaba este día.
Pienso en José, pienso en Nena. Pienso en cómo fue hace veinte años cuando no tenían arrugas, en los confites, galletas y bombones que José le llevaba para conquistarla. En las veces que se escondía detrás de una puerta apenado de su amor. En el triunfo de Diego, a pesar de que José llegó primero.
En este momento debe recordar que ayer Diego le preguntó cómo vuelan los aviones y desde el suelo levantó despacito la palma de su mano izquierda como si escalara una cuesta y luego la bajó de nuevo, y la subió y la bajó.
Se pierde de mi vista, seguro de que siempre hay una primera vez: a sus 55 años, José de Jesús Villa Bedoya viajará en avión y conocerá el mar.
Cartagena.
Juan Camilo Gallego Castro (Guarne, Colombia, 1987) es periodista de la Universidad de Antioquia. Autor del libro Con el miedo esculpido en la piel. Crónicas de la violencia en el corregimiento La Danta (2013), es especialista en derechos humanos y derecho internacional humanitario de la Universidad de Antioquia y estudiante de una maestría en Ciencia Política.