Pues ya la tiene, la primera, la de Valencia, la que conquistó contra los moros y almogávares como un trofeo de raza y tronío. Ya José puede hablar con Dios a solas, rezarle su rosario de cuentas, mostrarle su fe indestructible y acaso sus llagas. Cada metro fue una trinchera, cada pérdida de balón un dolor de muelas, cada intento de superar al hombre un muro de hormigón armado. Froto los ojos y he visto pocos equipos tan con el cuchillo entre los dientes, acaso aquel Chelsea que desquició a Rijkaard, y al final el muro se impuso a los espadachines. Ganó el físico incluso en ese bello gol por el que Sir Bobby Robson daría un condado de Inglaterra. Ganó Morinho más que un Real Madrid fabril, inédito en su historia y perdió Guardiola por primera vez una final, lo que quiere decir que seguramente se acostumbre a la amarga medicina de este curandero de Setúbal cuya ambición es la de un personaje de Shakespeare.
Pese a todo, sobre todo para los que no amamos el fútbol de trinchera, el Madrid compuso un bello ejercicio épico ante un Barca que no abrochó otra vez más su superioridad en el juego. Se dejó ir el alma en el Bernabeu y ayer, en Valencia, cuando empezaban a vibrar sus arcos afinados perdió la partitura, quizás extraviado ante el ímpetu de unos mercenarios que mordían cualquier pronunciamiento sobre la belleza y la armonía.
Ganó el más feo que se hizo bello durante la prórroga que los dioses conceden al que persevera y dejó un campo abonado a una nueva ley del antídoto. Ya Mourinho sabe ganar otra vez al Barca. Aunque hay que esperar que el Barca sepa ganar de nuevo a Mourinho. Seguiremos narrando la batalla.