Alameda de Cervera, 9 de enero de 2024
Ya sabemos que Emil Cioran, en su radical pesimismo, no gustaba de casi nada. Sin embargo, fue un melómano. Selectivo, de todas formas. En sus predilecciones musicales sobresalía, aventajando al resto, la figura de Johann Sebastian Bach, quien podía siempre sustituir a los demás músicos. Y si, para Cioran, Bach era la música por antonomasia, en la literatura no ocurría lo mismo, ni siquiera tomando a Shakespeare como paradigma. Escribe en sus diarios: «Nos cansamos de las palabras, aunque sean las de Macbeth o las de Lear; no nos cansamos jamás de los sonidos».
En la consideración de Emil Cioran, el cantor de Leipzig, Bach, trascendía incluso lo divino, acercándose su persona a un dios. A Cioran le chiflaba toda su música religiosa, especialmente las cantatas; en definitiva, una buena suma de la producción bachiana fue religiosa. Es posible que el filósofo rumano hubiese aprobado este aforismo de Schopenhauer: «La música podría, en cierto modo, subsistir sin que el universo existiera.» Beethoven también le gustaba, especialmente sus cuartetos de cuerda, pero no mucho sus misas y demás piezas sacras; no le conmovían. Él admiraba al sordo de Bonn como a un genio impuro, como mucho admirable ejecutor de una música política y, al contrario de Bach, muy mundana.
El poeta español José Hierro (1922-2002), primer galardonado con el Premio Príncipe de Asturias, en 1981, y con el Premio Cervantes, en 1998, habiendo obtenido, de joven, el premio Adonais, en 1947, además de otras muchas distinciones, publicó en 1999, en la Biblioteca Premios Cervantes, editada por la Universidad de Alcalá y la editorial Fondo de Cultura Económica, una deliciosa antología de 19 poemas suyos, acogidos al título de Música y que se enlazan a este tema.
En un conciso y sabio prologuillo, José Hierro explica la génesis de esta antología. Su origen se sitúa en una lectura de poemas que dio Hierro en Almería en la que los organizadores se propusieron publicar una colección de poemas del poeta cántabro que versasen sobre la música y los músicos para regalar a los asistentes al recital, lo que la edición de la Biblioteca Premios Cervantes fielmente reproduce. Según el poeta declara, la música es «un tema recurrente en mi poesía, dado el parentesco entre la poesía y la música.»
Seguidamente, en este suculento prefacio, el poeta, ya que «todas las artes se intercomunican», clasifica escribiendo: «A un lado, las artes del espacio -arquitectura, escultura, pintura-; al otro, las del tiempo -poema en prosa, narración más o menos lírica, música-. La poesía está representada en el punto de equilibrio, uniendo ambos bandos -el de las artes espaciales y el de las temporales-, robándole las estructuras a la arquitectura, el volumen a la escultura, el color a la pintura, los elementos narrativos a la prosa y el ritmo a la música. Es la gran vampira que se alimenta de sangre ajena. O, dicho de manera menos dramáticamente aparatosa, la envidiosa, ladrona que no se conforma con sus limitaciones y aspira a ser todas las artes en una, en ella.» Está claro que quien se lleva la palma es el poema lírico, ese poema, tan oportunamente trufado con un aliño narrativo como es el poema característico de José Hierro.
En Música hay dos poemas ofrendados a Beethoven. Uno pertenece a su libro de 1957 Cuanto sé de mí y el otro a su más reciente Cuaderno de Nueva York, de 1998. Este último se titula «Beethoven ante el televisor», y exhibe una fábula muy novedosa y atractiva, un puro relato coloquial convertido milagrosamente en excelso poema. En la primera estrofa, la sordera del músico se muestra en la «primera señal de alarma»: «Un día, cantó un ave, y él no oía su canto». Al cabo, «Nunca pudo escuchar su misa en Re, / sus últimos cuartetos, su última sinfonía.»
En el poema, el poeta informa de que los que no están informados creen que Beethoven murió en 1827. Lo cual no es cierto, o es una verdad a medias, porque el mismísimo José Hierro estuvo con él en el Lincoln Center de Nueva York, ocupando «asientos contiguos», escuchando un concierto de su obra. El español lo reconoció «por el desaliño de que nos hablan sus biógrafos». Tras terminar la pieza, el poeta escribió en el programa: «Excelente concierto». La sordera en Beethoven fue un mal de vivo. De redivivo pudo responder, sonriendo, a Hierro: » No se moleste en escribir, oigo perfectamente».
Ya como amigos, en el descanso conversaron, hasta que se avisó de «que había que volver / a la sala para escuchar el plato fuerte: / la Novena.» Pero Beethoven no se quedó en el coliseo; ademán hizo de marcharse. «Pero, ¿precisamente ahora?» Sí, respondió el bueno de Ludwig: «Yo regreso al hotel. Voy a escuchar / la Novena Sinfonía en el televisor, / la transmiten en directo». Y José Hierro, por el morro, le acompañó. «Nos sentamos ante el televisor». Tras los iniciales rugidos de la orquesta, Beethoven quitó el sonido. Reinó el silencio. Preponderante, reinó la imagen.
«Canturreaba a veces, levantaba la mano / para indicar la entrada a los timbales / en el scherzo. Lloró con el adagio, / enardeció cuando cantaba el coro / las palabras de Schiller. / Yo nunca podré oír, nadie podrá / lo que él oía. Finalizó el concierto. / Fue entonces cuando se levantó, / y se acercó al televisor, / recuperó el sonido.»
«Las cámaras enfocaban ahora / al público enardecido. / Van Beethoven oía, en mil novecientos noventa, / los aplausos que no podía oír en Viena, / en mil ochocientos veinticuatro.»