Apenas veinte años después de que la ciudad estadounidense de Chárleston, en Carolina del Sur, quedara completamente arrasada en la guerra civil de Secesión (1861-1865), otra catástrofe, esta vez natural, volvió a reducir la reconstruida urbe a sus cimientos y a poner de rodillas a sus habitantes. El 31 de agosto de 1886, un terremoto que se estima que alcanzó los 7,3 grados en la escala de Richter convirtió de nuevo la ciudad en un paisaje de guerra, aunque, por fortuna, los muertos se contaron sólo por decenas. Una semana y media más tarde, José Martí -luego pionero de la independencia cubana y padre espiritual a título póstumo de la revolución castrista, pero en ese momento consagrado sobre todo a escribir en los periódicos-, firma el 10 de septiembre en Nueva York, donde vive y trabaja como corresponsal de varias publicaciones, una larga crónica sobre el terremoto que ha devastado una de las localidades más emblemáticas del Sur.
Publicado en dos partes el 14 y el 15 de octubre de 1886 en La Nación de Buenos Aires, el texto describe este terremoto con tanta pasión, plasticidad, detalle y dinamismo que nos parece al leerlo, si nos olvidamos de las fechas, que estamos asistiendo ahora mismo al desastre. Tenemos la sensación de que no es sólo el relato de una catástrofe concreta en un lugar y en un momento determinados, sino el del Desastre por antonomasia, ése por venir que siempre amenaza la vida de los hombres e inevitablemente destruye cada año alguna ciudad en una u otra parte del mundo.
Desde la distancia física de su escritorio en Nueva York, pero inmerso mentalmente en la Chárleston que retrata a vuelapluma, José Martí, aficionado además a la geología, compone la historia de un terremoto, o del Terremoto. En ella, encontramos pintadas las mismas escenas que contemplamos cada vez que ocurre un nuevo seísmo destructor. El último, el pavoroso de Haití. Martí dibuja la ciudad que bulle sin presentir el golpe que se le viene encima; el momento de la ruptura de la tierra, de la arquitectura, de la sociedad y de los individuos; el terror, la oscuridad, las réplicas; los gritos de dolor de los heridos, el llanto de los supervivientes que no encuentran a los suyos, los cantos de alegría por haber salvado la vida o las plegarias a Dios para que no los castigue otra vez; el paso al frente que dan los más valerosos o sensatos para empezar a poner orden en medio del caos y rescatar a los perdidos; el amanecer, que muestra el vasto repertorio de hierros retorcidos y casas aplastadas; la evaluación de los daños; el montaje de los campamentos callejeros, los envíos de socorro, el desescombro y la vuelta paulatina a la normalidad… Hasta que la rompa el siguiente desastre que aguarda agazapado en el futuro, como ese huracán, de nombre Hugo, que volvió a azotar Chárleston en 1989.
Esta crónica recuerda además a las actuales de Haití porque sus protagonistas, sus víctimas, son también en su mayoría negros, criados como esclavos hasta hace poco o descendientes de esclavos. Es interesante ver cómo ellos y sus patrones blancos viven juntos esta anormalidad. También recuerda a Haití por la presencia del mar, por el colorido intenso de las tierras cercanas al trópico y por el peso de la religión como asidero contra los temblores de la naturaleza y de la historia.
El poeta y narrador Martí, saltando del tiempo pasado al presente histórico, encadena aquí verbos de forma trepidante en los momentos de clímax, haciendo siempre que las frases cabalguen sobre el ritmo con una agilísima y sonora prosodia hasta llegar a ese final esperanzador y simbólico en que la vida se abre paso en medio de las ruinas. La misma emoción que hemos sentido cada vez que un bombero sacaba a un moribundo de entre los escombros de Puerto Príncipe. Gracias a esta crónica, uno de sus textos más estudiados, el recuerdo de la remota tragedia de aquel día de verano de 1886 ha perdurado hasta hoy, y el dolor de los supervivientes sigue tocando al lector. Ojalá la tragedia haitiana tarde mucho en caer en el olvido y las crónicas que la describen estos días sigan emocionando a los desconocidos que se asomen a ellas dentro de un año, o de 125.
Lea la crónica de José Martí, El terremoto de Chárleston (1886), en fronterad.