Fragmento de La penúltima bondad, de Josep María Esquirol
VII
LAS VACAS, NIETZSCHE Y FRANCISCO DE ASÍS
Se desgarró el corazón hasta hacerlo jirones.
No era más que terciopelo.
ELIAS CANETTI
La provincia del hombre
SI UNA VACA TE MIRA
Entre la multitud de rarezas que el escritor de la antigua Roma Claudio Eliano cuenta en su Historia de los animales, hay una según la cual en una zona de Libia había un rebaño de vacas que pastaban caminando hacia atrás porque los cuernos les habían crecido delante de los ojos.
Pero el rebaño de vacas que solía pacer no muy lejos de la caverna de Zaratustra, en una dehesa algo empinada, era un rebaño de vacas sin ninguna particularidad extraordinaria; la mayoría de raza bruna salvo un par de limusinas. Sabemos que las vacas son animales amigos del silencio; silencio testimoniado por todos sus movimientos: el hecho de rumiar, la forma de levantar la cabeza y de mirar, el andar calmoso a modo de procesión… Incluso con el tañido de los cencerros, la vida diaria de la vaca describe un itinerario parsimonioso integrado en la serena amplitud del paisaje campestre.
Las vacas gustan bastante a Nietzsche quien, obviamente, a pesar de que nunca elogie el rebaño, ni el hecho de ser domado y domesticado, puede, en ciertos contextos, enaltecer la capacidad de rumiar. El hombre moderno, ansioso y agitado, debería aprender a masticar mejor, es decir, con más repeticiones y más tiempo. Rumiar es alimentarse pacífica y pacientemente, medio acostado, con momentos de somnolencia y con ademán entre bobo y pensativo. [72] Ahora bien, dado que los movimientos acostumbran a ser ambivalentes, en otras ocasiones, al filósofo de Sils Maria la acción de rumiar no le complace tanto, pues le sugiere lo excesivamente blando y amorfo: la cultura de las papillas.
También en referencia a las vacas, destaca Nietzsche la que para él es la diferencia primordial entre el hombre y esta especie animal. Imagínate apoyado en la valla del campo donde pasta el rebaño de vacas. Una de ellas está a pocos metros y, al notar tu presencia, levanta la cabeza y te mira, con ademán impertérrito. Al cabo de un rato, la misma vaca vuelve a levantar la cabeza y a dirigirte la mirada. Y, sorprendentemente, lo hace como si fuera la primera vez, no la segunda “¿Cómo se explica? Pues, aquí radica —piensa Nietzsche— el secreto de su felicidad. Parece que la vaca estuviera continuamente absorta en el momento presente y no guardara memoria del pasado, ni siquiera del pasado inmediato. Este anclaje en el aquí y ahora le da la felicidad de la que nosotros carecemos, porque no dejamos de recordar. Podemos reiterar la misma escena pero ahora con palabras del propio Nietzsche. Apoyado en la valla, y antes de toda esta digresión, podrías preguntar a la vaca: «¿por qué no me hablas de tu felicidad y te limitas a mirarme? El animal quisiera responder y decirte: esto pasa porque yo siempre olvido lo que iba a decir—pero de repente olvidó también esta respuesta y calló…». 73 Ya estamos acostumbrados y resignados a que el genio de Nietzsche se imponga sin paliativos. En realidad, la vaca quisiera ayudarte y responderte para que compartieras su felicidad, pero como es tan feliz —de tanta capacidad espontánea como para olvidar—, no puede hacerlo. Según Nietzsche, nosotros, en cambio, tenemos aquí una carencia: sólo con esfuerzo gigantesco podemos desprendernos del lastre de la memoria. La capacidad de olvido es un poder, y sin él «no puede haber ninguna felicidad, ninguna jovialidad, ninguna esperanza, ningún orgullo, ningún presente…». [74]
¿Buscamos la felicidad de las vacas? Seguro que no. Pero bien es verdad que gran parte de nuestro sufrimiento procede de sentir la vida como vida personal, y de recordar y mantener presentes los sufrimientos y las desgracias de la travesía propia y de los demás. Aun así, ¿podemos aprender algo de la mirada de la vaca? Claro que sí, y en el sentido de saber repetir; de repetir como si de alguna manera fuera la primera vez.
NOTAS PREVIAS A UN ENCUENTRO MUY SINGULAR
La desbordante imaginación nietzscheana lleva a que Zaratustra tenga un inesperado y curioso encuentro con Francisco de Asís. Seguramente Nietzsche conocía las anécdotas y las leyendas que se contaban sobre la vida del santo y afirmaba que es el único auténtico discípulo de Jesucristo. Sin explicitar su nombre, Nietzsche introduce a Francisco en la cuarta parte de Así habló Zaratustra, en el capítulo titulado: «El mendigo voluntario».
Es importante situar bien el momento en que se produce este encuentro. La teoría del eterno retorno, que es el diamante del pensamiento de Nietzsche-Zaratustra, ha sido expuesta en la tercera parte de la obra; de ella afirma que es la mujer que ama de verdad y con la que sí quisiera tener hijos. El pensamiento más abisal, pues, ha sido dicho, y declarada la pasión por él. ¿Qué es lo siguiente? Zaratustra debe mostrar qué hacer y cómo se debe vivir; le incumbe a él, que es el portador de un evangelio tan colosal. Aquí comparto la opinión de Eugen Fink —agudo lector de Nietzsche— cuando afirma que mientras que el pensamiento de Zaratustra tiene una fuerza excepcional y estremece a todo aquel que lo lee o lo escucha, otra cosa, en cambio, es la senda vital y concreta de Zaratustra. No se logra mostrar lo suficiente que este personaje goce ni de su saber, ni de su soledad. La tesis de Fink es que Nietzsche es poderoso mientras habla y piensa como Zaratustra, pero que pierde intensidad cuando quiere describir el tipo existencial que es Zaratustra. [75] Da la impresión de que la vida de este personaje no llega a sobresalir de la misma manera que sus pensamientos.
Y, sin embargo, sabemos que el pensamiento que no puede expresarse en la vida, tiene poca vida. El gran estilo debe lucir en la vida misma. La poética nietzscheana topa aquí con un escollo que no sortea bien. El personaje Zaratustra debería resplandecer por él mismo y resaltar más aún que los hombres superiores. Estos personajes, sin lograr el nivel del superhombre, son ya puentes hacia él, porque han logrado sustituir los viejos valores por otros nuevos, es decir, más mundanos. Aun así, los hombres superiores son todavía demasiado humanos y no acaban de desembarazarse de la sombra del nihilismo. Son los personajes que aparecen en la cuarta y última parte de Así habló Zaratustra: el último papa, los dos reyes, el más feo de los hombres, el hombre de la sanguijuela, el mago, el adivino, y el que ahora nos interesa: el mendigo voluntario.
Voy a comentar libremente y sin cortapisas algunos pasajes de este capítulo, permitiéndome incluso ensayar una breve continuación, con el fin de hacer ver que, casi desde el inicio, Francisco resulta ser una figura existencial más atractiva que la del propio Zaratustra; todo acontece como si éste se encontrara sobrepasado por su visitante.
CUANDO TODO EL REBAÑO DE VACAS ESCUCHA A UN SOLO HOMBRE
Allí mismo, en su caverna o por los alrededores, Zaratustra va encontrándose con individuos que han sido capaces de subir a aquellas alturas, que quizá lo buscan a él, o que desean descubrir y amar lo que él ya ha descubierto y ama. Un día, siente la presencia de algún compañero afín que estaría rondando no demasiado lejos. Observa a su alrededor y lo único que divisa es un rebaño de vacas formando círculo, pero oye una voz que sale del centro. Entonces, pensando que tal vez haya alguien malherido, se dirige hacia allí rápida y solícitamente. Y se lleva una sorpresa al encontrarse con un hombre que está hablando a los animales. Como si de una fulguración instantánea se tratase, Zaratustra siente cierta envidia. ¿Cómo puede ser que las vacas estén tan cautivadas? En realidad, las vacas, aun disponiendo de un ángulo de visión panorámica y, por tanto, habiendo visto llegar a Zaratustra, en ningún momento le han prestado la menor atención. ¿Quién es este encantador de animales que, sentado en el suelo, dice a las vacas que no han de temerlo y que quiere aprender algo de ellas? Ya desde el principio, Zaratustra advierte que era la bondad la que predicaba en los ojos de aquel hombre.
Al preguntarle Zaratustra por el motivo de su camino, responde que está buscando la felicidad en la tierra y que, por esta razón, después de un rato de charlar con las vacas, les había pedido si le querían decir algo sobre el tema. Y que estaba a punto de recibir la respuesta cuando, de repente, la llegada del hombre con quien ahora mismo está hablando lo ha estropeado todo. El predicador ignora que no es debido a la repentina interrupción de Zaratustra por lo que las vacas no le responden, sino precisamente porque lo olvidan todo—razón de su felicidad—. Pero este bonachón no va desencaminado. Huía de la angustia para buscar la felicidad y está en medio de las vacas. Ya intuía que para alcanzar la felicidad hay que aprender a remugar como ellas. Está atento al remugar y pregunta. Los sabios no sólo predican sino que también preguntan, y saben escuchar.
Quien habla a las vacas se fija bien en Zaratustra y, estupefacto, lo reconoce como el hombre que ha vencido las náuseas. Entonces, lleno de júbilo y con la emoción contenida celebra la presencia de Zaratustra como un preciosísimo regalo. A su vez, Zaratustra reconoce también a la persona que le está alabando. Sin nombrarlo, le dice:”
¿No eres tú el mendigo voluntario, que en otro tiempo arrojó lejos de sí una gran riqueza, que se avergonzó de su riqueza y de los ricos, y huyó a los pobres para regalarles la abundancia y su corazón? Pero ellos no le aceptaron. [76]
Francisco había nacido en el seno de una rica familia de comerciantes en el pueblo de Asís, a finales del siglo XII, pero pronto renunció a sus privilegios y a su vida acomodada para estar cerca de los pobres. Algunos amigos y vecinos le siguieron, iniciándose así la aventura de los frailes menores, de la orden franciscana; la orden de quienes voluntariamente se hacen pequeños y abrazan la minoridad. No es cierto —como relata Nietzsche— que los pobres rechazaran a Francisco, pero sí lo es que, hacia el final de su vida, tuvo desavenencias con los hermanos de su propia orden, que había crecido desmesuradamente.
En el texto, Nietzsche da a entender que Zaratustra y Francisco coinciden en el diagnóstico de la situación, tal como es descrito por éste último: entre los ricos no se puede estar, pero tampoco entre los pobres. Entre los ricos no hay felicidad porque el afán de riquezas pronto se convierte en un yugo, al igual que el afán por obtener muchos honores o disponer de muchas mujeres. La codicia es la esclavitud de los ricos. A lo que hay que añadir el hecho de que a menudo —no siempre— las grandes fortunas heredadas tienen orígenes fraudulentos. Entre los pobres tampoco se puede estar, porque reaccionan como esclavos, con envidia, rencor y orgullo plebeyo, es decir, con resentimiento. De aquí que deba buscarse la felicidad más allá, tal vez entre las vacas. Todo esto lo cuenta Francisco, dolido y muy enojado. Ocasión que aprovecha muy oportunamente Zaratustra para recordar a Francisco que esta actitud rabiosa no le encaja; que no concuerda con su talante más auténtico. Esto es, Zaratustra recuerda a Francisco quién es Francisco: «Te haces violencia a ti mismo, predicador de la montaña, al emplear palabras tan duras. Para tal dureza no están hechos ni tu boca ni tus ojos». [77] Zaratustra convida al mendigo a no abandonar su esencia: su dulce bondad. Aquí Zaratustra es sumamente atento y generoso. Favorece que el mendigo vuelva a ser él mismo, que recupere lo mejor de sí mismo, y nada le reprocha, ni nada le recrimina. Esto es generosidad: ayudar a los demás a ser mejores —lo cual, a la vez, crea comunidad—. En este momento, el espíritu de Zaratustra resplandece como una estrella.
El mendigo voluntario se da cuenta de que Zaratustra lo ha captado muy bien y se siente aliviado. Es “la paz de sentirse comprendido y aceptado por el otro. Pero también es su paz más íntima. El alma del mendigo está hecha de tan dulce serenidad que por eso, a su vera, las vacas están tan apacibles.
En plena sintonía entre el mendigo y Zaratustra, éste se muestra hospitalario e invita al mendigo a despedirse de las vacas para ir a conocer a sus animales: su águila y su serpiente —Zaratustra sabe que el mendigo no sólo se acerca a las vacas sino que es amigo de otros animales, a los que jamás se dirige para domeñar—. Así, le indica el camino que lleva a su reducto donde hablará de la felicidad con el águila y con la serpiente; más tarde llegará él y se sumará a la conversación. También le sugiere que aproveche para casa, miel dorada de panales, fresca como el hielo: ¡cómela!». [78]
Al recibir la invitación, el mendigo elogia a Zaratustra, diciéndole que le quiere, que es muy bueno y mucho mejor que las vacas. De repente, sin embargo, ante este ensalzamiento, Zaratustra reacciona enfurecido: «¡Vete, vete! ¡vil adulador! —gritó Zaratustra con malignidad—, ¿por qué me corrompes con esa alabanza y con miel de adulaciones?». [79]
Y, por si esto fuera poco, le amenaza con el bastón mientras el mendigo huye corriendo. ¿Cómo se explica esta reacción tan colérica? Pues, como es obvio, porque Zaratustra cree adivinar servilismo en la actitud del mendigo. Pero se equivoca del todo. Del mendigo nunca sale ninguna adulación, ningún falso halago, sino sólo agradecimiento —y agradecimiento del bueno, sin sumisión—. Su actitud no es nihilista, sino creadora. La gran fuerza del mendigo voluntario —su poder—proviene de la gratitud. Pero he aquí que ahora, al final, Zaratustra no ha sabido recibir bien el elogio sincero que se le dirige.
SI ZARATUSTRA HUBIERA SABIDO RECIBIR BIEN
Si Zaratustra hubiera sabido recibir bien, entonces Francisco hubiera subido a su caverna. Y, al atardecer, de regreso a casa, el anfitrión se hubiera encontrado con el huésped hablando plácidamente con el águila y la serpiente, ambas absortas en el rostro de su interlocutor. Entonces, podría adivinar en él no sólo a un hombre afín, sino quizá incluso a un hermano. Francisco, como Zaratustra, despuntaba de una manera muy especial.
Ya sabía —le diría Zaratustra— que no sólo te entiendes con los animales mansos sino también con los más peligrosos. Tu estirpe no es la que parece; vienes de más lejos. De ti se contaba la amistad que tenías con tórtolas y con peces, pero también con lobos.
En efecto, circulaba la historia de que por los alrededores de una aldea había un lobo verdaderamente feroz que tenía atemorizada a la población entera y que a menudo atacaba los rebaños de cabras. Entonces Francisco fue a encontrarse con él, y el lobo, del primer impulso a lanzársele encima y a morderlo, pasó a escucharlo y a acercársele meneando la cola. El lobo le lamía las manos ante la estupefacción de todos los habitantes del pueblo que presenciaron la escena.
Si Zaratustra hubiera sabido recibir bien, habría estado a la altura de una de sus convicciones más preciadas. De hecho, había sido el propio Zaratustra quien, poco después de encontrar a Francisco, le había reconocido «que regalar bien es un arte y la última y más refinada maestría de la bondad». [80] Precisamente a la virtud de dar Nietzsche ya había dedicado el capítulo titulado «De la virtud que hace regalos», capítulo que, en cierto modo, prefigura la significación de la voluntad de poder. Allí había escrito cosas como ésta: «Rara es la virtud más alta, e inútil, y resplandeciente, y suave en su brillo: una virtud que hace regalos es la virtud más alta». [81] Hacer regalos, dar, he aquí lo más elevado, según enseña Zaratustra a quienes le escuchan. Y uno mismo debe verse como generador, como manantial de dones. Hablar aquí de egoísmo, como hace Zaratustra, es cambiar el sentido de la palabra. Se trata de entender que, para poder dar, hay que tener vitalidad; que para poder ser generoso hay que tener fuerza.
Si dar es lo más valioso, ¿qué es lo peor? De manera similar a como lo podría haber hecho Francisco, Zaratustra predicaba así a sus discípulos: «Decidme, hermanos míos: ¿qué es para nosotros lo malo y lo peor? ¿No es la degeneración? Y siempre adivinamos degeneración allí donde falta el alma que hace regalos». [82]
Lo magnífico es la generación y el dar, y lo más bajo la degeneración que dice: «todo para mí». En esto, Zaratustra y Francisco van a la par. Francisco lo había enseñado de tal manera que algunos frailes llegaban a extremos enternecedores y cómicos al mismo tiempo, como el que se explica de fray Junípero. Un día se encontró con un pobre que le pidió limosna. Y fray Junípero le dijo: «No tengo nada que pueda darte si no es la túnica, y me ha mandado el guardián que no la dé a nadie, ni parte del hábito; pero si tú me la quitas de encima, yo no te lo impido». Obviamente, el guardián del convento le había prohibido que diera su túnica porque más de una vez ya había regresado desnudo.
Más allá de las anécdotas, Zaratustra y Francisco saben que el maestro lo es de veras cuando da, cuando se da. Dar a los discípulos, darse a los demás, convertirse en bebida y alimento, he aquí el destino más alto y también el más difícil y escarpado.
Así pues, si Zaratustra hubiera sabido recibir bien, juntos habrían terminado por darse cuenta de su común amistad con los animales, y también de que coincidían a la hora de elegir la más capital de las virtudes. Esta semejanza es tan bella, que vamos a suponer que Zaratustra supo recibir bien, en aquella ocasión o en otra posterior. (Lo cierto es que tal suposición no está lejos de avenirse con el texto del propio Nietzsche. No obstante el final abrupto del capítulo que estamos comentando, luego acaecería algún tipo de reconciliación ya que de otro modo no se entendería que, pasados unos días, Zaratustra estuviera compartiendo mesa con todos los hombres superiores como invitados suyos, incluido el mendigo voluntario).
En fin, suponemos que Zaratustra supo recibir bien el elogio de Francisco, que éste subió a la caverna, y que fue tratado muy amablemente. Tanto, que fue luego Francisco quien invitó a Zaratustra a visitar su convento, para que conociese a sus hermanos. Zaratustra aceptó, y bajaron caminando hasta el llano, en la Porciúncula, donde los frailes vivían en cabañas hechas de ramas y barro.
Los frailes menores, al ver llegar a su querido Francisco, se apresuraron a recibirle, y también festejaron a su acompañante. Zaratustra enseguida advirtió lo poco que había en aquel lugar. Afuera, sólo un fuego y una marmita humeante con algunas verduras recogidas de aquí y de allá. Al entrar en la casa, todos se sentaron en círculo, y pasaron el rato así, sin palabras, sólo con sonrisas y con gestos de alegría. Un fraile fue a buscar una taza de caldo para ofrecerla a Zaratustra. Más tarde, otro fraile se levantó, se dirigió al huésped y le abrazó muy afectuosamente, también sin pronunciar palabra alguna. Todo lo que había que decir estaba dicho en las sonrisas, la taza de caldo y el abrazo.
A media tarde, los frailes despidieron a Zaratustra y Francisco le acompañó durante un rato en el camino. Fue entonces cuando le habló de la alegría. Muy oportunamente, porque tanto Zaratustra como Francisco sabían que, en el fondo, lo que todos los hombres buscan no es la felicidad del bienestar, sino la felicidad de la alegría, el más poderoso de todos los sentimientos.
De nuevo y también por un momento, Zaratustra se turbó: ¿podía ser que este hombre, en su humildad, se le hubiera anticipado? Pero se dijo a sí mismo que no podía ser, porque el mendigo era un hombre de piedad antigua, de los que aún levantan las manos y la mirada al cielo, en lugar de hacerlo sólo hacia la tierra.
«Hace tiempo que predico la alegría —dijo Zaratustra—. Digo sí a la vida, a lo que he creado para todos y que quiero repetir para siempre».
Doy gracias por haberte encontrado en tu montaña —le respondió Francisco—. Comparto contigo el anhelo de la perfecta alegría. Al conocernos, pronto te percataste de que también me sulfuraba, porque mi ánimo sufre todavía debilidades. Pero, entonces, muy generosamente por tu parte, me corregiste y pronto regresé allí donde resido habitualmente: en la paz y la alegría. Quisiera ser capaz de la alegría, la que se conserva cuando incluso tus amigos te cuestionan y te abandonan; la que permanece aún en momentos de tribulación y adversidad».
La perfecta alegría no está en el conocimiento, ni en el don de gentes, ni en la capacidad de persuadir a todo el mundo; la perfecta alegría surge cuando uno no retrocede ni siquiera ante la dificultad y el rechazo de los tuyos. Está claro que en el caso de Francisco tal alegría procede de su confianza en Dios, pero, fijémonos cómo repercute este sentimiento en los demás. De hecho, la idea de la perfecta alegría se la confiesa a fray León yendo de camino en una noche bastante inhóspita. Allí se ve cómo la alegría de Francisco cobija al otro fraile. En la proximidad de un hombre con una firmeza tan grande, el hermano León se siente amparado. Francisco se convierte en consuelo y abrigo. Su alegría es refugio para los demás. En cualquier trance o tribulación, si un hombre muestra confianza, los demás reciben su favor. La alegría difunde alegría; la confianza transmite confianza.
La perfecta alegría no procede de que todo el mundo te aplauda y te siga, ni de que estés solicitado por los más poderosos, ni de que seas tú el poderoso. Cuenta Francisco:
Vuelvo de Perusa y, en medio de una noche cerrada, llego aquí; es tiempo de invierno, está todo embarrado y hace tanto frío que en los bordes de la túnica se forman carámbanos de agua fría congelada que golpean continuamente las piernas, y brota sangre de sus heridas. Y todo embarrado, aterido y helado, llego a la puerta; y, después de golpear y llamar un buen rato, acude el hermano y pregunta:
—¿Quién es?
Yo respondo: —El hermano Francisco.
Y él dice:
—Largo de aquí. No es hora decente para andar de camino; no entrarás.
Y, al insistir yo de nuevo, responde:
—Largo de aquí. Tú eres un simple y un inculto. Ya no vienes con nosotros. Nosotros somos tantos y tales, que no te necesitamos.
Y yo vuelvo a la puerta y digo:
—Por amor de Dios, acogedme por esta noche.
Y él responde:
—No lo haré. Vete al lugar de los crucíferos y pide allí.
Te digo que, si he tenido paciencia y no me he turbado, en esto está la verdadera alegría, y la verdadera virtud y la salvación del alma. [83]
La perfecta alegría es incondicional. No depende de ningún bien concreto, sino de un sentido profundo de la vida. Por eso Francisco no se preocupa por el futuro y vive confiadamente; está en condiciones de cultivar la alegría en cada desierto. La perfecta alegría es una madurez, una dulzura permanente, mezclada con cierta melancolía. La perfecta alegría tiene que ver con la aceptación de la muerte, y del propio «fracaso». Pero nunca con la aceptación del sufrimiento o de la injusticia que azota a los demás. Para esto último cabe sólo un combate sin tregua.
Nacemos de golpe, pero maduramos muy paulatinamente. Y la maduración es el camino hacia la pobreza esencial del alma.
La perfecta alegría es pobreza, y conviene al alma porque el alma es esencialmente pobre. Por esto, la vida espiritual no puede ser otra cosa que el cuidado por la pobreza del alma. Ver a un fraile predicar en paños menores era algo que podía hacer reír e incluso llevar a considerarlo medio loco. Pero pronto la gente comprendió que esta desnudez física era señal de una desnudez todavía más profunda.
¿Cómo podría imaginarse un alma llena de posesiones? Un alma rebosante de riquezas parece una contradicción. El alma es pobre. Y la pobreza del alma es su riqueza. Éste es el gran descubrimiento del mendigo voluntario: que el fondo del alma —o que, en el fondo, el alma— no es una complejidad sino una desnudez, una pobreza. Paradójicamente, el alma grande es el alma pobre.
Hacía tiempo que Zaratustra predicaba la alegría. Pero entendió que Francisco ya la vivía.
Francisco sube a la montaña pero vuelve a la llanura. Zaratustra sube a la montaña; es el hombre de las alturas, de los picos más fríos y helados. Habla mucho de la tierra, pero, en verdad, es un poeta del aire; [84] él mismo se ve como una flecha lanzada hacia arriba. En la cima, el valor es el frío y el hielo. Por ello, Zaratustra había invitado a Francisco a comer de su miel helada. Si bien en la llanura el valor asociado a la miel es la dulzura y la calidez, en la cima, incluso la miel es muy fría. Francisco es el poeta del hogar humilde y fraterno del llano. Zaratustra lo es del aire gélido de la cumbre. En ninguna parte hay tantos relámpagos como en los picos. Zaratustra es un relámpago. Francisco, una llama, como la de una vela. El rayo es luz fría y cegadora. La llama calienta y es la luz de la penumbra, la luz de nuestras afueras. En la llanura, el sol calienta. En la cima, incluso el sol aparece frío. Zaratustra es poeta de la verticalidad. Francisco de la horizontalidad fraternal. Zaratustra quiere superar la pesadez de la tierra para bailar con ligereza casi ingrávida e, incluso, para volar. Francisco quiere vivir en el llano en comunión solidaria.
Más adelante, Francisco visitará de nuevo a Zaratustra —sabe lo que significa cuidar—. Pero ahora se despide. «Gracias, hermano Zaratustra, por haberme regalado tu compañía, y por haber venido a nuestro convento. Dile a la hermana águila y a la hermana serpiente, y a las hermanas vacas de la dehesa, que volveré». Le da un abrazo y le desea «paz y bien». Zaratustra camina hacia sus alturas sin decir nada, conmovido y pensativo. Al día siguiente, en su cabaña, aún le resonarán las palabras de Francisco, y que tan espontáneamente le hubiera tratado de «hermano». También él, Zaratustra, es enemigo de las abstracciones, de los mundos ideales y secos, y de las grandes palabras vacías. Para él, la alabanza de los sentidos es alabanza del mundo cambiante, y de las cosas, de los individuos, de los animales que, como quanta del poder, aparecen en esta inmensa escena.
Francisco enseña a vivir de una manera porque enseña a mirar de una manera. En el «Cántico de las criaturas», uno de los poemas más bellos que jamás se hayan escrito, habla del hermano sol, de la hermana luna y las estrellas, del hermano viento y del aire, de la hermana agua, del hermano fuego, de la hermana madre Tierra. Son parejas de elementos con alternancia masculino y femenino —poniendo aún más de manifiesto la fraternidad entre ellos—. Francisco llega a hablar incluso de la «hermana muerte». No son objetos representados, ni elementos genéricos, ni postales de disfrute estético; son cosas que acompañan nuestras vidas —fraternidad y proximidad sin identificación ni integración—. Constituyen el gozo de la vida que sentimos. El viento del sur lleva el sabor del mar; el viento del norte, el frío de la nieve y del deshielo. Ni orden objetivo del mundo, ni sistema cosmológico, sino belleza y regalo en las afueras. Y no se toman las cosas en conjunto y en abstracto. Francisco no habla de «la naturaleza» —concepto abstracto— sino de cada una de las criaturas. No el bosque indiferenciado, sino los árboles. Concreción. No la hermana naturaleza, sino el hermano sol, el el hermano viento… El hermano debe ser alguien concreto, no algo general o abstracto. Nosotros, en cambio, no cesamos de abstraer y de confundirlo todo en un Todo. Los niños no lo hacen: cada cosa es cada cosa, en su concreción y en su verdad.
Mal que pese al ecologismo actual, hay que darse cuenta de que Francisco no era un amante de la naturaleza, sino de las criaturas de este mundo. No «la naturaleza», sino estos cipreses, estas nubes, esta mariposa, estas hormigas, estas golondrinas que asoman del nido de barro que hay bajo la cornisa de casa, este cielo que en todo momento nos acompaña, esta agua que bebemos. Francisco tampoco veía un paisaje estático ofrecido a la contemplación estética. Veía un drama: una tórtola que pasa y se detiene en una rama, y él que le dirige unas palabras. La mirada ingenua es una mirada dramática: las cosas concretas que pasan. Y uno que se siente en medio de este drama. La mirada respetuosa y fraternal de Francisco era, sin duda, lo que producía el efecto. El milagro tiene lugar cuando miras cada cosa por sí misma, y a los ojos de cada persona. La vida de Francisco se articula, sobre todo, a partir de los encuentros dramáticos con sus hermanos.
La inspiración franciscana permite ir de los elementos como principios (filosofía presocrática), a las cosas, a las criaturas y a las personas como hermanos. Usufructuarios del mundo. El mundo nos invita a la fruición, a alimentar cuerpo y espíritu; y a caminar sin pisar nada ni a nadie. Los franciscanos no tienen nada y no dejan de dar gracias por todo. Se han anuestrado del mundo sin posesión. Saludo fraterno, que procede de una familiaridad inmemorial: paz y bien.
Las vacas, el profeta de Sils Maria y el pobrecillo de Asís son generosos. Pero este último se siente sobre todo hermano y trata fraternalmente a los demás. El camino de Zaratustra-Nietzsche es más solitario. Parece que el pensamiento de las alturas estuviese amenazado de deterioro a causa de las relaciones. En cambio, la vida de Francisco es una vida creadora y generosa a partir de las relaciones. Al final, la poesía más excelsa no es la que se escribe, sino la que se hace.
extracto de La penúltima bondad, de Josep Maria Esquirol.
· capítulo VII, desde la página 130 a la página 147.
editorial Acantilado. Barcelona, 2018.
Notas en el texto:
72. Cf. el final del prefacio de Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral, trad. Andrés Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 1972.
73. Friedrich Nietzsche, Sobre la utilidad y los perjuicios de la historia para la vida, trad. Dionisio Garzón, Madrid, Edaf, 2000, pp. 35-36.
74. Nietzsche, La genealogía de la moral, op. cit., p. 66.
75. Eugen Fink, La filosofía de Nietzsche, trad. Andrés Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 1966, p. 170.
76. Nietzsche, Así habló Zaratustra, op. cit., p. 361.
77. Ibid., p. 362.
78. Ibid., p. 363.
79. Ibid., p. 363.
80. Ibid., p. 361.
81. Ibid., p. 118.
82. Ibid., p. 119.
83. San Francisco de Asís, Escritos. Biografías. Documentos de la época, trad. José Antonio Guerra, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 2011, pp. 101-102.
84. Gaston Bachelard, El aire y los sueños, trad. Ernestina de Champourcín, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 1997, pp. 159 y ss.
Josep Maria Esquirol es catedrático de Filosofía de la Universidad de Barcelona, donde da clases de Filosofía Contemporánea y dirige el grupo de investigación «Aporia», dedicado a la relación entre filosofía y psiquiatría.
Ha publicado cerca de un centenar de artículos en revistas especializadas y los siguientes libros:
· Raó i fonament
(PPU, Barcelona, 1988)
· Responsabilitat i món de la vida. Estudi sobre la fenomenologia husserliana
(Anthropos, Barcelona, 1992)
· D’Europa als homes.
(Cruïlla, Barcelona, 1994)
· Tres ensayos de filosofía política
(EUB, Barcelona, 1996)
· La frivolidad política del final de la historia
(Caparrós, Madrid, 1998)
· Què és el personalisme? Introducció a la lectura d’Emmanuel Mounier
(Pòrtic, Barcelona, 2001)
· Uno mismo y los otros. De las experiencias existenciales a la interculturalidad
(Herder, Barcelona, 2005)
· El respeto o la mirada atenta
(Gedisa, 2006)
· El respirar de los días
(Paidós, 2009)
· Los filósofos contemporáneos y la técnica. De Ortega a Sloterdijk
(Gedisa, 2011)
· La resistencia íntima
(Acantilado, 2015); Premio Ciutat de Barcelona (2015) y Premio Nacional de Ensayo (2016)
· La penúltima bondad
(Acantilado, 2018)
· Humano, más humano
(Acantilado, 2021)
Recientemente, y también en la editorial Acantilado, se ha publicado el que –por ahora– es su último libro:
· La escuela del alma
(Acantilado, 2024)