El día en que murió Karol Wojtyla, Joseph Ratzinger salía del Vaticano rumbo al monasterio de Subiaco. Nadie sabe qué pensó esa tarde mientras su coche recorría las lentas ondulaciones del paisaje romano. En Subiaco, Ratzinger recogió el Premio San Benito y leyó una conferencia sobre la sociedad sin Dios y la cultura europea. O dicho de otro modo, sobre la crisis de una Europa que ha dado la espalda a Dios. El periodista y editor norteamericano Paul Elie ha especulado en un magnífico artículo, publicado en de The Atlantic, sobre el sentido de este gesto de Ratzinger: ¿fue un movimiento estratégico o el prurito profesional de un teólogo acostumbrado a cumplir con sus obligaciones? Nadie lo sabe muy bien. La relación íntima, aunque a veces tirante, entre Karol Wojtyla y Joseph Ratzinger subraya esa noche, como subraya -con su trazo fuerte- el paso de treinta años de catolicismo.
Ratzinger fue el brazo teológico con el que Juan Pablo II buscó, por un lado, reinterpretar determinadas derivas liberales del Vaticano II y, por otro, someter las tentaciones marxistas de la teología de la liberación. Al mismo tiempo, las diferencias entre ambos también fueron notables. La personalidad de Wojtyla era la de un extrovertido que creía en una nueva primavera de la Iglesia y apelaba al vigor de las masas. Joseph Ratzinger, en cambio, es un intelectual acostumbrado a ponderar el efecto de un adjetivo o de un signo de admiración en el desarrollo de una idea. Alguien, por otro lado, que desconfía de la opinión de las masas y que busca en las minorías creativas la levadura fresca del cristianismo.
La teología de Wojtyla pasaba por un tomismo cribado por el pensamiento de los fenomenólogos y del personalismo -se ha escrito, por ejemplo, que trató con asiduidad al filósofo lituano E. Lévinas-. Ratzinger bebe, en cambio, de la gran tradición patrística, con un especial énfasis en el pensamiento de Agustín de Hipona. Mientras que Juan Pablo II, en expresión de Tracey Rowland, no tuvo inconveniente alguno en apropiarse del lenguaje de la posmodernidad y dotarlo de sentido cristiano -con alguna pirueta a veces difícil de seguir-; Benedicto XVI, primero como cardenal y después en su pontificado, ha abierto un debate a fondo sobre la genealogía de la modernidad. Bien vista, la pregunta que se ha hecho la prensa mundial acerca de la complementariedad -o no- de ambos papas es algo ingenua y no termina de acertar con los tempi propios del catolicismo.
Tendemos a pensar que la Iglesia romana es un edificio sólido y pétreo, inaccesible a los cambios. Pero todos los papas -pensemos ahora sólo en los últimos: Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I y II y Benedicto XVI- han seguido agendas distintas, con dudas, miedos y esperanzas diferentes. Quizás ahora, cuando se cumplen los primeros cinco años de la entronización de Benedicto XVI, haya llegado el momento de preguntarnos por las ideas clave que recorren este pontificado. Para ello, me he acercado a tres de los teólogos españoles más notorios de la actualidad: José Granados, DCJM; el jesuita y profesor de la Facultad de Teología de la Universidad de Comillas Santiago Madrigal; y el ex sacerdote mercedario Xavier Pikaza. He querido conocer su opinión y la valoración que hacen del teólogo y del Papa. Son ellos los que nos acompañan en este camino. Sus respuestas trazan un mapa en profundidad de la figura del Papa de las ideas.
En camino
Joseph Alois Ratzinger nació en una pequeña localidad de Baviera, Marktl am Inn, el 16 de abril de 1927. Era un sábado, víspera del Domingo de Resurrección. Su padre, Joseph, era oficial de policía. Su madre, Maria, trabajaba como ama de casa. Con estos breves datos, el teólogo suizo Hans Küng, de su misma generación y compañero suyo en la Universidad de Tübingen, ha esbozado en sus memorias una suerte de parodia intelectual de la figura del Papa alemán: “Los dos procedemos de familias católico conservadoras y de la región alpina -escribe Küng en Verdad controvertida-: él de Baviera, yo de la Suiza central. […]. Pero la educación de un hijo de funcionario que vive en una comisaría de policía y, tras la jubilación del padre, en una modesta granja (y que ya a los doce años ingresa en un seminario clerical menor) es, desde luego, distinta de la que recibe el hijo de un comerciante en una hospitalaria casa burguesa sita en la plaza del ayuntamiento de su localidad y centro de reunión de toda la muy ramificada parentela. El mío no era un ambiente policial o espiritual, estricto y protector, sino un ambiente vivo, mundano y abierto […]. En el seminario menor, Ratzinger lleva una vida estrictamente ordenada, en la que, por supuesto, no hay rastro de muchachas. Por lo que a mí respecta, en las clases superiores del relativamente liberal instituto de Lucerna, vivo un ambiente transformado de forma en extremo positiva por la coeducación de chicos y chicas y forjo amistades para toda la vida. Ratzinger tiene que tratar desde muy pronto con una nueva generación de profesores, decididos precursores del nazismo. Mis profesores y mis compañeros y compañeras de clase son, sin excepción, convencidos patriotas y adversarios del nazismo. Sólo muchos años más tarde aprende Ratzinger en qué consiste la democracia liberal, y ésta nunca llega a ser para él un mundo de vivencias tan intenso como la Iglesia jerárquica”.
A lo largo de las veinte páginas del prólogo al segundo tomo de sus memorias, Küng continuamente acusa a Ratzinger de haberse formado en un mundo pequeño de miras, un mundo cerrado y asustadizo, alejado de las grandes corrientes contemporáneas. Y aunque esas páginas no dejan de ser una caricatura grotesca y de un cierto mal gusto, Küng plantea una cuestión latente en todo el espectro de la teología católica liberal: ¿no era Ratzinger uno de los nuestros? ¿Qué sucedió para que uno de los teólogos reformistas más brillantes del Vaticano II se convirtiera en el hermeneuta principal de la lectura restrictiva del Concilio? O dicho de otro modo, ¿cómo ha evolucionado en el tiempo el pensamiento teológico de Joseph Ratzinger?
Le planteé esta pregunta a José Granados, uno de los teólogos españoles de mayor proyección internacional. Premio Bellarmino de la Universidad Gregoriana de Roma. Su último libro, Teología de los Misterios de la Vida de Jesús, editado en Sígueme, resulta sorprendente por su ambición a la hora de repensar las cuestiones y las respuestas que inquietan al hombre de hoy. Al consultarle sobre la evolución de Joseph Ratzinger, Granados mantuvo una postura matizada: “Recuerdo una conversación con Pannenberg cuando estuve en Alemania. Hablamos de Rahner y de Ratzinger. Me dio su opinión sobre este último, refiriéndose a la crítica que muchos le hacían de haber dado un giro en su teología. Panennberg decía que él no veía tal giro. En su opinión, Ratzinger daba primero una impresión de novedad porque no se ceñía al tomismo dominante, sino que bebía de la fuente agustiniana, y que de ahí brotaba la renovación que trajo. En todo caso, a mí sí me parece que hay cierto cambio, pero no un giro radical. Su inspiración esencial, la de Cristo como centro, el amor como clave de lectura de la antropología, la vuelta a los Padres y a la Escritura, la lectura litúrgica, está ya en su comentario a los textos del Vaticano II Gaudium et Spes y Dei Verbum. En algunos puntos sí dio un giro (pienso en concreto en la escatología intermedia) pero fue fruto de su reflexión, de su fidelidad a unos principios que ya estaban presentes antes.”
El teólogo vasco Xavier Pikaza, en cambio, mantiene una posición más crítica, aunque, al igual que Granados, apunta a la relación de Ratzinger con la obra y el pensamiento de Rahner: “El posible cambio en la teología de Ratzinger se refleja de un modo especial en sus relaciones con K. Rahner, quizá el mayor teólogo católico del siglo XX. Karl Rahner estaba muy satisfecho de los artículos que el joven Ratzinger había escrito para su Lexikon für Theologie und Kirche, especialmente por su espléndido trabajo sobre el infierno, en el que superaba una visión objetivista de la condena eterna, abriendo un camino por el que se puede aceptar la salvación final de todos los hombres (sin negar por ello la Justicia de Dios ni la seriedad del pecado).”
“Ambos tenían una misma visión de la colegialidad de la iglesia, de forma que escribieron juntos un famoso libro, titulado Episcopado y primado (1961), poniendo de relieve el carácter colegiado y fraterno de la comunión de las iglesias. Más tarde, en el tiempo de la primera sesión del Concilio, colaboraron también en la redacción del documento sobre Las fuentes de la revelación, publicando después un libro famoso, titulado Revelación y tradición (1965).”
“Tras el Vaticano II, a partir de los años setenta, las posturas teológicas (o quizá mejor, eclesiales) de Rahner y Ratzinger se fueron distanciando de una forma considerable. Rahner siguió siendo un teólogo en libertad, al servicio de la Iglesia. Ratzinger, en cambio, dejó la Universidad para convertirse en arzobispo de Munich-Freising (1977) y luego en Cardenal Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (1981). A partir de ese momento, su teología y su trabajo ministerial se centraron en temas de identidad eclesial, defendiendo cada vez más una línea de interpretación restrictiva del Vaticano II.”
El jesuita Santiago Madrigal ha dedicado buena parte de su obra a estudiar la relación entre Rahner y Ratzinger. Precisamente en 2006 publicó en Sal Terrae un ensayo esclarecedor dedicado a esta cuestión: Karl Rahner y Joseph Ratzinger – tras las huellas del Concilio, en el que señala la evolución natural del pensamiento de Benedicto XVI. “Discrepo radicalmente –afirma ante mi pregunta– del juicio apresurado e ideológico de H. Küng, cuando en sus memorias le asigna la caricatura de haber hecho el recorrido de ‘teólogo progresista en Tubinga a gran Inquisidor en Roma’. Estoy mucho más de acuerdo con H. Verweyen, que habla del ‘mito del gran cambio’. Desde el punto de vista del modo de entender y hacer teología, existe en Ratzinger una gran continuidad. Desde muy pronto -y en muchos de estos aspectos era un pionero-, ha defendido la eclesiología de comunión, la doctrina de la colegialidad, la reforma litúrgica, la libertad religiosa, la apertura a las religiones del mundo, puntos esenciales del Concilio. Ello desde los principios inspiradores de su obra teológica: recurso a la Escritura, a los Padres (San Agustín) y a la tradición franciscana, junto a un excelente conocimiento de la teología occidental clásica.
“A mi juicio, lo más significativo en la posición de Ratzinger sería este dato: una valoración positiva del Concilio Vaticano II, mientras que ha venido haciendo desde los primeros momentos una valoración negativa del post-concilio y de la Iglesia postconciliar. A esta luz se entiende esa fama de conservador.
“Ya en textos de los años setenta, Ratzinger se sitúa conscientemente frente a otras corrientes: frente a lo que él denominó el progresismo postconciliar (donde citaba expresamente a Rahner y a Metz); frente a la corriente que sería la continuación natural de las fuerzas conservadoras durante el Concilio, una teología y filosofía escolásticas que han intentado poner bajo sospecha al Concilio mismo. [Existe], por último, una tercera corriente que se caracteriza como ‘una teología y espiritualidad edificadas esencialmente sobre la Escritura, los Padres y en la gran herencia litúrgica de la Iglesia’. Es evidente, por lo ya dicho, que en esta línea se sitúa personalmente J. Ratzinger.”
Logos y amor
Se podría afirmar que si bien el pensamiento de Ratzinger ha evolucionado en el tiempo, permanece fiel a una serie de principios rectores que lo sitúan en una posición intermedia entre la escolástica neoconservadora y las derivas postmodernas. Un centrismo que en ocasiones resulta incómodo dentro de la propia Iglesia. Pero desde un punto de vista laico, lo fascinante de Joseph Ratzinger es que que no ha rehuido ninguno de los grandes debates de la cultura contemporánea. John L. Allen, vaticanista del National Catholic Reporter, ha acuñado el concepto de ‘ortodoxia afirmativa’ para recalcar el énfasis puesto por Benedicto XVI en la necesidad de ofrecer al mundo una teología no tan centrada en la condena como en el gozo de una humanidad vista a la luz de Cristo. “Quizá el tema central de su pensamiento –comenta Granados– es el diálogo con la Modernidad. Se trata de ver cómo se sitúa la Iglesia ante el mundo moderno. La respuesta de Ratzinger parte desde el centro de la fe cristiana, que es la figura de Cristo. Sólo desde Cristo se entiende plenamente al hombre.
“La paradoja que pone de relieve desde la tradición agustiniana, es que al hombre sólo se lo afirma cuando se afirma radicalmente a Dios. La primacía de Dios, el hecho de que Dios no es un adorno a la vida humana, sino que la transforma desde su raíz, cambia todo lo que hacemos en privado y en público, es esencial para Ratzinger.”
“El otro punto esencial es la visión del hombre a la luz del amor. La apertura a Dios muestra que la persona no es simplemente sujeto autónomo, sino ser abierto a la relación, al amor. Esta es la visión del Dios cristiano para Ratzinger, un Dios que es en sí mismo diálogo de amor y que, al revelarse al hombre, le muestra toda la realidad a la luz del amor. Dicho de otro modo: el hombre se entiende desde una llamada al amor. Sólo respondiendo a ella puede ser feliz y encontrar plenitud.”
“Desde este punto de vista, Ratzinger abraza el proyecto de la Modernidad, pero a la vez lo transforma radicalmente. El sí al hombre (sí a la libertad, a la razón, al dominio sobre el mundo…) ha de hacerse rechazando el proyecto de autonomía y autosuficiencia que separa al hombre de Dios y de los demás. La autonomía es posible sólo porque hay una relación primera; la persona es, en su centro, apertura a otros, relación.”
Lo que Granados recalca es que Benedicto XVI sitúa el debate con la Modernidad en el terreno de la Razón y eso mismo le enfrenta con gran parte del discurso posmoderno. “Para el Papa -explica Granados- el encuentro del cristianismo con la filosofía griega fue providencial. De hecho, aquí tenemos una coincidencia clara de Ratzinger con el primer proyecto moderno: la confianza en la razón. Él piensa que en el fondo de la revolución científica moderna hay una visión racional del mundo que la ha hecho posible. Ahora bien, Ratzinger insiste además en la transformación del logos griego a la luz del amor: es el Logos del amor, un Logos que ama, que se encarna, que actúa, que es a la vez hecho, acción… Ratzinger diría, por tanto, que también a la razón griega se le ha pedido una conversión, un salir de sí misma, que es la que se pide en el fondo a toda cultura cuando quiere encontrarse con el Evangelio. Por otro lado, se separa de los vericuetos que la idea de razón ha seguido luego en la Modernidad, especialmente de la crítica de los maestros de la sospecha y de la razón débil posmoderna. Su insistencia en los peligros del relativismo va por ahí, así como el discurso que dio en Ratisbona.”
Santiago Madrigal, por su parte, ilustra la importancia del polémico discurso de Ratisbona: “No es un texto –señala Madrigal– que esté al alcance de la mayor parte de los lectores, pero el mensaje es muy claro: es contrario a la esencia de Dios el uso de la violencia. El cristianismo quiso confrontarse con la filosofía, no con las religiones. Por otro lado, a la hora de enjuiciar el concepto de razón de Benedicto XVI, los medios de comunicación han propalado algunos estereotipos bastante infundados. Por ejemplo, en su relación con la racionalidad contemporánea, se podría tomar como punto de partida el debate que sostuvo con Jürgen Habermas, pero ¿quién se puede mover a ese nivel?”
Sin embargo, son muchas las voces que se han levantado acusando a Joseph Ratzinger de una excesiva sumisión al marco conceptual griego. El propio Küng, en sus memorias, afirma que “Ratzinger aboga por una teología histórico-orgánica, que apenas toma en serio las rupturas en el desarrollo histórico, ni la desviación respecto del origen, y sólo permite la crítica en el marco del dogma helenístico.” ¿Es ello así? ¿Hasta qué punto permanece atado Joseph Ratzinger a un determinado encuadre filosófico? Xavier Pikaza me aporta una serie de interesantes reflexiones al respecto: “Estas son unas preguntas muy complejas. Ciertamente, conforme la visión que está en el fondo de su famoso discurso de Ratisbona (12 de septiembre de 2006), se pueden afirmar cinco cosas: (a) El Papa confía en la razón occidental (griega) y la toma, de algún modo, como referencia universal, como si formara parte de los preambula fidei. Eso le hace desconfiar de otros acercamientos que, a su juicio, serían menos racionales. (b) El Papa parece rechazar los diversos modelos de racionalidad que formuló hace tiempo Wittgenstein, que permiten hablar de los diferentes juegos/modelos de lenguaje y racionalidad. A los ojos del Papa habría una racionalidad modélica (que sería la occidental). (c) Esa racionalidad habría sido formulada por los filósofos y teólogos medievales, en un camino que ha culminado en la buena Ilustración; por eso, la Post-Ilustración que implicaría una dispersión de razones estaría equivocada. (d) Las religiones orientales correrían el riesgo de caer en el vacío, más allá de la racionalidad. (e) Por su parte, el Islam, que no ha realizado el camino racional de Occidente, correría el riesgo de un irracionalismo fanático. “Son muchos los que formulan así las relaciones del Papa Benedicto XVI con la racionalidad. Pero no estoy seguro de que ésta sea una buena presentación de su postura. Por eso, prefiero interpretar al mismo Papa a la luz de lo que dijo Joseph Ratzinger en su mejor libro, Introducción al cristianismo, sobre la pluralidad racional que está inscrita en la confesión de la fe trinitaria de la Iglesia, que permiten relativizar y dar un sentido distinto a muchas de las afirmaciones del Papa Benedicto XVI.”
Y luego la belleza
Quizás el otro gran tema que ha movido la reflexión de Benedicto XVI sea el de la belleza o, más en concreto, la centralidad de la liturgia como testimonio de la belleza de la fe. En este aspecto, se declara heredero de los movimientos de reforma litúrgica de principios del XX, y muy especialmente del pensamiento de uno de sus maestros, el teólogo alemán Romano Guardini. A Ratzinger le gusta repetir con San Ignacio de Antioquía que el cristianismo no es cosa de persuasión, sino de grandeza. Esto es: que la verdadera demostración de la fe no se basa en la mejor argumentación, sino en su mismo esplendor, en la belleza de su propuesta, que es la del testimonio del amor.
Santidad de vida y belleza de la Verdad serían aquí los dos sellos que subrayan el sentido del cristianismo. De este modo, el Papa ha afirmado en alguna ocasión que, junto con los santos, el arte que ha producido la Iglesia es la única apología real de su historia. “La liturgia testimonia la belleza de la fe -me dice José Granados-. Para Ratzinger, la liturgia es central porque pone de relieve la primacía del obrar divino sobre el humano. Este obrar divino funda todo obrar humano, y por eso la liturgia orienta toda actividad humana en el mundo, dándole un sello nuevo, contemplativo. No se trata de una obediencia ciega, sino la atracción por lo bello que nos llama a entrar en su ámbito y, así, transforma nuestra vida y nos permite obrar bien.”
Muchas de las ideas litúrgicas del Papa se encuentran expresadas en un libro que publicó hace ahora diez años, titulado El espíritu de la liturgia. En él se lamenta de algunos de los cambios llevados a cabo con la reforma de Pablo VI, que en cierto modo han empobrecido el sentido trascendente de la misma. Por ejemplo, su crítica a la utilización de lo que podríamos denominar música más popular en las celebraciones religiosas: “Una Iglesia que sólo hace uso de la música ‘utilitaria’ ha caído en las redes de algo que, de hecho, es inútil. Se convierte, además, en ineficaz […]. La Iglesia ha de transformar, mejorar, ‘humanizar’ el mundo – pero, ¿cómo hacerlo si al mismo tiempo vuelve la espalda a la belleza, que está tan estrechamente ligada al amor? Pues el amor y la belleza, juntos, dan forma al verdadero consuelo en este mundo.”
Sábado Santo
Joseph Ratzinger nació y fue bautizado un Sábado Santo, el día que para los cristianos representa el silencio de Dios. El Papa ha reflexionado a menudo sobre este silencio, señalando precisamente que nuestra época, tan marcada por el acallamiento de Dios, es también la época del nihilismo, de la ausencia de sentido y de la muerte de la esperanza.
“El Viernes Santo -escribe Joseph Ratzinger- podíamos contemplar aún al traspasado; el Sábado Santo está vacío, la pesada piedra de la tumba oculta al muerto, todo ha terminado, la fe parece haberse revelado a última hora como un fanatismo. Ningún Dios ha salvado a este Jesús que se llamaba su hijo. Sábado Santo, día de la sepultura de Dios: ¿No es éste, de forma especialmente trágica, nuestro día? ¿No comienza a convertirse nuestro siglo en un gran Sábado Santo, en un día de la ausencia de Dios, en el que incluso a los discípulos se les produce un gélido vacío en el corazón y se disponen a volver a su casa avergonzados y angustiados, sumidos en la tristeza y la apatía por la falta de esperanza…?”
En este párrafo se pone de manifiesto su especial afinidad con el pensamiento agustiniano. Si como señala Tracey Rowland, en su libro La fe de Ratzinger, “la crisis fundamental de nuestra época es la problemática heideggeriana (entender el ser en el tiempo), un tomismo que se enorgullece de estar ‘por encima de la historia’ nunca podrá resolver la crisis utilizando exclusivamente sus propios recursos.” Ratzinger encontró en Agustín una sensibilidad cercana, la de “un hombre apasionado que sufre y que se pregunta y con el que uno se puede identificar”, según declaró a Peter Seewald en La Sal de la Tierra. En la misma meditación del Sábado Santo citada anteriormente, el Papa se identifica con el miedo, con las dudas y con las angustias del hombre contemporáneo: “Existe un miedo –el miedo auténtico, que radica en lo más íntimo de nuestra soledad– que no puede ser superado por el entendimiento, sino exclusivamente por la presencia de un amante. ¿Quién no ha experimentado alguna vez el temor de sentirse abandonado? Cuando nos sumergimos en una soledad en la que resulta imposible escuchar una palabra de cariño estamos en contacto con el infierno. Y sabemos que no pocos hombres de nuestro mundo, aparentemente tan optimista, opinan que todo contacto humano se queda en lo superficial, que ningún hombre puede tener acceso a la intimidad del otro y que, en consecuencia, el sustrato último de nuestra existencia lo constituye la desesperación, el infierno.
“Jean Paul Sartre lo ha expresado literariamente en uno de sus dramas, proponiendo simultáneamente, el núcleo de su teoría sobre el hombre. Y de hecho, una cosa es cierta: existe una noche en cuyo tenebroso abandono no resuena ninguna voz consoladora; hay una puerta que debemos cruzar completamente solos: la puerta de la muerte. Todo el miedo de este mundo es, en definitiva, el miedo a esta soledad. Por eso en el Antiguo Testamento una misma palabra designaba el reino de la muerte y el infierno: sheol. Porque la muerte es la soledad absoluta. Pero aquella soledad que no puede iluminar el amor, tan profunda que el amor no tiene acceso a ella, es el infierno.”
La respuesta que dará Ratzinger a esta pregunta ilumina no sólo su teología, sino todo el diálogo que establece Benedicto XVI con el mundo moderno: en una humanidad encerrada en sí misma, ¿existe la esperanza? O como plantea el Primado Anglicano Rowan Williams, ¿se puede confiar en la esperanza? La judía Etti Hillesum dijo algo muy hermoso al respecto. Inmersa en el horror de los campos de exterminio nazi, Hillesum comprobó la debilidad de Dios en los Läger. Su respuesta fue que si Dios no actuaba en los campos, era porque no podía y que entonces alguien tenía que enarbolar en el infierno la bandera de ese Dios de amor. En sus meditaciones del Sábado Santo, Joseph Ratzinger ofrece una respuesta que nos recuerda lejanamente a la de Hillesum: “El infierno ha sido superado desde que el amor se introdujo en las regiones de la muerte, habitando en la tierra de nadie de la soledad. En definitiva, el hombre no vive de pan, sino que en lo más profundo de sí mismo vive de la capacidad de amar y de ser amado. Desde que el amor está presente en el ámbito de la muerte, existe la vida en medio de la muerte.” Y en su famoso discurso de Subiaco, leído la misma noche que murió Karol Wojtyla, Ratzinger concluía hablando de la esperanza creíble, de la necesidad de esa esperanza encarnada en el amor: “Lo que más necesitamos en este momento de la historia son hombres que, a través de una fe iluminada y vivida, hagan que Dios sea creíble en este mundo. Necesitamos hombres que tengan la mirada fija en Dios, aprendiendo ahí la verdadera humanidad. Necesitamos hombres cuyo intelecto sea iluminado por la luz de Dios y a quienes Dios abra el corazón, de manera que su intelecto pueda hablar al intelecto de los demás y su corazón pueda abrirse al corazón de los demás.”
* Daniel Capó Laisfeldt es periodista. En FronteraD ha publicado los siguientes artículos: Un sol ártico. Ernst Jünger en Mallorca y Warren Buffet, el titán tranquilo