
La de Juan Aranzadi (Santurce, España, 1949) es una vida de desencantos y descubrimientos. Como otros tantos de su quinta –la que se hizo adulta entre la agonía del franquismo y la primerísima democracia– Aranzadi se hartó de muchas cosas y se marchó lejos para recobrar el ímpetu, la ilusión o simplemente la curiosidad. Tras tantas mudanzas y desilusiones, tras los desengaños sucesivos, las amistades rotas y tantos libros que deslumbraban en la juventud y avergüenzan ahora en la vejez, queda de él una inteligencia vivaz y socarrona; un insoslayable acento vizcaíno; un vago aspecto unamuniano y un arraigo en los campos de Castilla. En su casa de Alboreca (Guadalajara), donde vive con su mujer y otra docena de vecinos, Juan Aranzadi enciende la chimenea y afuera solo hay silencio y un frío azul de noviembre.
Lo rápido es decir que Juan Aranzadi es filósofo y antropólogo; docente ya jubilado, primero de filosofía en la Universidad del País Vasco y luego, tras huir de Euskadi cuando supo que ETA pretendía “darle un toque”, de antropología en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) en Madrid. Que ha escrito libros minuciosos y libérrimos y ha sacudido el debate público –enervado a unos, entusiasmado a otros– sobre violencia, nacionalismo y religión. En torno al nacionalismo vasco y sus mitos: Milenarismo vasco: Edad de oro, etnia y nativismo; Auto de terminación: raza, nación y violencia en el País Vasco, junto a Patxo Unzueta y Jon Juaristi; y Good Bye ETA. Su obra magna son los dos volúmenes de El escudo de Arquíloco: sobre mesías, mártires y terroristas, un manual de ética para fugitivos y desertores y un alegato contra las Causas Sagradas –llámese Euskal Herria en el primer tomo; Israel y Estados Unidos en el segundo– que legitiman el sacrificio y el asesinato, la penitencia propia y el martirio del prójimo.
El último de ellos es Recuerdos y reflexiones de un antifranquista, donde reúne dos entrevistas y varios artículos que obran a modo de balance vital e ideológico. Nacido en una familia de la burguesía católica bilbaína, más o menos nacionalista y republicana, a los 17 Aranzadi era novicio de jesuita en Loyola; a los 19 simpatizó con ETA, lanzó piedras a la policía en los funerales de Txabi Etxebarrieta y sufrió las palizas de Melitón Manzanas; luego fue militante maoísta en la clandestinidad, periodista de Pueblo, sindicalista de CNT (Confederación Nacional del Trabajo), hippie en Formentera. A los 30 se marchaba con su segunda mujer a vivir en la montaña segoviana dedicado al estudio y la contemplación: “Ahora me doy cuenta de que mi vida ha consistido en periodos de actividad frenética seguido de otros de pausa y reflexión sobre lo vivido”.
Y hubo de irse más lejos todavía, hastiado y descreído de tantas promesas, de tan distintos relatos. Tan lejos que llegó incluso hasta allí donde nunca comenzó la Historia, a los llamados pueblos primitivos, que él llama sin estado ni escritura. Como antropólogo y por puro azar llegó a Guinea Ecuatorial, que ha sido su principal ocupación el último cuarto de siglo. Ha escrito numerosos artículos y dictado infinidad de conferencias y seminarios sobre el parentesco entre los fang, el trabajo forzado de los braceros en las fincas de cacao y madera en Fernando Poo, las repercusiones del colonialismo, la “mafia nguemista” o el Bwiti, un movimiento religioso en el que llegó a iniciarse pasando sus varios días y sus varias noches bailando hasta arriba de eboga. Los principales de estos trabajos se recogen en Viviendo con Guinea Ecuatorial. Aportaciones a una conversación antropológica y en varios libros colectivos editados por el Centro de Estudios Afro-Hispánicos (CEAH) de la UNED: Guinea Ecuatorial (des)conocida, Perspectivas antropológicas sobre Guinea Ecuatorial y Nuevas investigaciones sobre y desde Guinea Ecuatorial.
“Porta un tracio, ufano, mi escudo, que, yo en una mata,/ irreprochable arnés abandoné sin querer./ Pero salvé mi pellejo. ¿A mí qué me importa el escudo?/ ¡Púdrase! Otro que no sea peor compraré”. Aranzadi, epicúreo y libertario, también arrojó su escudo y abandonó el frente para pensar y pasear sin prisas. Reconoce que cada vez comprende menos y le aterroriza más el mundo que está naciendo, pero no por ello renuncia a su primera y más genuina vocación: “Para mí el desafío ha sido siempre entender. Ya que no parece fácil dejar de pensar, como querría un buen budista, habrá que seguir haciéndolo”.
—¿Diría que la suya, como la de tantos otros de su generación, es la historia de la utopía y el consiguiente desencanto?
—Lo que me llevó a apartarme de la militancia no fue tanto la desilusión o eso que se dice se puso de moda del desencanto…Muchos de los críticos de la transición hablan de la traición a los ideales revolucionarios, pero para mí fue una cosa mucho más sencilla. Fue darme cuenta de que lo que yo quería no era posible políticamente, y que lo que era posible políticamente no me seducía. Entonces me distancié, incluso de los mismos compañeros de militancia. Recuerdo una conversación en el diario Pueblo con uno de los trabajadores de talleres, un miembro de la mitificada clase obrera. Me dijo que lo que más le preocupaba era ahorrar para comprarse una casa y casarse, y yo pensé ¿cómo es posible? Yo vivía en la ilusión de que todavía la gente no se había dado cuenta de que se aproximaba una revolución que suprimiría la propiedad privada, y que por lo tanto no tenía ningún sentido ahorrar para comprar una casa, y que tampoco tenía sentido la institución matrimonial. Yo lo creía sinceramente, y vivía en ese mundo ilusorio de la expectativa inminente de una revolución. Pues de repente me doy cuenta de que la misma gente que estaba a mi lado combatiendo tenía expectativas muy diferentes. La política que en CNT [Confederación Nacional del Trabajo] proponíamos para Pueblo durante la transición, que era un diario del sindicato vertical, era que la propiedad pasase a ser de una unión de sindicatos democráticos, y que de la gestión del periódico se ocupase un consejo elegido por los redactores. Obviamente, la gente del PCE [Partido Cominista de España], del PSOE [Partido Socialista Obrero Español], de UGT [Unión General de Trabajadores], de USO [Unión Sindical Obrera] y de CCOO [Comisiones Obreras] estaban totalmente en contra. Había una disputa con gente recién convertida a la democracia. Allí andaba, por ejemplo, Raúl del Pozo, que ahora es de derechas, aunque entonces era del PCE.
—¿Había sido corresponsal en Moscú, verdad?
—Hace tiempo que no le veo, pero era un vividor, un golfo total. Un hombre de extracción popular: su padre había sido pastor en Cuenca o algo así, y él vino a Madrid y se abrió paso en la literatura y tal. Yo creo que él era sinceramente comunista. No consigo tener respecto a él la actitud claramente negativa que sí que tengo, por ejemplo, con [Arturo] Pérez Reverte, que ya entonces era un pequeño facha; a mí siempre me cayó mal.
—A propósito de Pueblo: asegura que un libro de reciente aparición, Nido de piratas, transmite una visión un tanto parcial o adulterada de lo que fue el periódico
—Sí. Yo entonces malvivía de hacer encuestas y traducciones, y fue una salvación económica entrar en Pueblo. El caso es que en Pueblo les fascinó cómo Le Monde ponía, junto a las noticias, un recuadro con contexto histórico y antecedentes de la noticia. Mi amigo José Antonio Ugalde les vendió la moto de que unos amigos suyos habíamos trabajado en Le Monde, y nos contrataron. En Pueblo se daba una característica que había en toda la prensa del movimiento: había una gente que cobraba y no iba al periódico; y los que trabajábamos cobrábamos en mano y en negro a final de mes. Así se contrataba, y Emilio Romero, que era un mafioso total, disponía del dinero a su antojo. Romero era un personaje siniestro, pero en ese libro aparece retratado como un gran periodista, maestro de periodistas y cosas de esas. El caso es que entramos allí a fundar el servicio de documentación del periódico. Fue un trabajo en el que aprendí un montón, con unos horarios muy flexibles, casi siempre de noche, que fue cuando más migas hice con Raúl del Pozo y todos esos. El trabajo consistía en recibir toda la prensa nacional e internacional, seleccionarla, meterla en carpetas y hacer los informes que te pidiesen. El primero que me tocó hacer, recién salido de un grupo maoísta, fue sobre la revolución cultural china (Risas). Allí intentamos todo lo que se pudiese crear de democrático, pero al principio con escaso éxito. Hasta que no se vio claro que el franquismo se terminaba eran pocos los que se animaban ni siquiera a recibir un panfleto. Entonces me fui dando cuenta de que la gente con la que luchaba por cosas aparentemente comunes tenía perspectivas que nada tenían que ver con las mías. Entonces me dije, ¿qué cojones pinto yo aquí?
—Y se marcha a un pueblo en la montaña segoviana para dedicarse al estudio, que es una imagen muy ilustrativa del desencanto
—Debo decir que nunca he conseguido comulgar con esa actitud de los profetas del desencanto y su pureza traicionada por los políticos de la transición. No: tú tenías tus ilusiones y no se cumplieron, ya está. De mi período de militancia leninista, no así anarquista, puedo decir que afortunadamente fracasé, porque hubiera sido mucho peor haber triunfado. Para mí el fracaso fue una cura de dogmatismos ideológicos, un abandono obligado de la prepotencia de presumir que el comportamiento de la gente se debía a la conciencia o inconsciencia de sus intereses objetivos. De tal modo que si la gente no se comporta con arreglo a como yo quiero está engañada y alienada. Pues no. ¿Qué te puede producir que ahora en Estados Unidos sesenta y pico millones de personas hayan votado a Trump? Pues tristeza, ¿pero qué les vas a decir?, ¿que se equivocan?, ¿que están alienados?, ¿y tú qué sabes? Mi actitud desde entonces, que es la que acabé formulando en El escudo de Arquíloco, es que lo inteligente es tener en cuenta dos cosas: primero, que la maldad del enemigo no es garantía de tu bondad, eso que Rafael Sánchez Ferlosio llamaba el fariseísmo, el “gracias te doy, Señor, porque no soy como ese publicano”, porque la bondad de una causa tiene que justificarse por motivos intrínsecos; y segundo, que cuando la realidad te desagrada y te conduce a la apoteosis de la lucha, la actitud más inteligente quizá sea la de huir en lugar de luchar y darte cabezazos contra el muro. Es decir, si en la lucha del periódico estoy combatiendo, por una parte, al sistema, y por otra, a la oposición, y yo no coincido con ninguna de las dos posturas, ¿qué sentido tiene reconvertirse a una de las dos? Pues te vas. Yo me fui. Podría decirse que me vendí. Me pagaron un dinero y me marché.
—Es esa ética para fugitivos que usted defiende, ¿verdad?
—Huir adonde se pueda, y yo sólo he confiado en lo que nunca me ha defraudado: el amor y la amistad. Lo importante no es el retiro a la soledad, sino al grupo formado por las relaciones amorosas y de amistad. Vivir cerca de la gente que quieres sabiendo que en la sociedad en la que vives y que te disgusta vas a tener que pagar algún precio para sobrevivir. En ese sentido hay cierta continuidad con los planteamientos revolucionarios situacionistas de que lo que importa es cambiar la vida. Pero te das cuenta de que lo que en mayo del 68 se planteaba como revolución contra el espectáculo se convirtió en el espectáculo de la revolución. Entonces la cosa se convierte en vivir, dentro de la posible, como quieres vivir. Para mí era claro que quería trabajar lo menos posible; procurar no entrar en ninguna relación de poder, ni como sumiso ni como poderoso; y dedicarle el tiempo a lo que quiero, que, teniendo curiosidad intelectual, es estudiar y leer. Nada de formulaciones abstractas sobre el retorno a la naturaleza. Yo no sé si esto es la naturaleza, solo que hay pueblos de Castilla que me atraen y por los que me gusta pasear.
—Hay una cosa que me llama la atención de su trayectoria vital, y que quizás comparta con otros miembros de su generación, y es cómo en poco tiempo probaron y se hartaron de los diferentes relatos de sentido que ofrece la cultura occidental. Usted, en menos de una década, pasó de ser novicio jesuita, nacionalista vasco próximo a ETA, maoísta, luego anarcosindicalista y, por último un hippie que toma LSD en Formentera…
—Sí, eso es así. Si lo veo en perspectiva veo claramente que desde muy pequeño siento una insatisfacción con lo que vivía. Lo cual es extraño, porque yo tuve una infancia totalmente feliz y con mi familia me llevaba perfectamente. Esto se manifestaba fundamentalmente por tomarme muy en serio el cristianismo. Era una tortura para mis padres, porque les decía “nosotros aquí tenemos camas para meter a la gente que no tiene” y tal. Mi padre era médico: catedrático de Farmacología y director del Hospital de Basurto antes de la guerra, pero le desposeyeron de ambos puestos tras la contienda, y acabó en Santurce, donde era, al principio, el único médico. En esa época en Santurce, en la margen izquierda del Nervión, terminaban todos los emigrantes que venían a la industria y se hacían chabolas en el Serantes y así. Yo recuerdo la consulta de mi padre, que la pasaba en casa, en un tercero, y la cola que baja hasta la calle. Yo veía a esa gente pobre, y les decía a mis padres que nos sobraba una habitación, que por qué no metemos en casa a uno de estos que está en las chabolas. En general, una actitud entre ética y estética de desagrado de lo que me había tocado vivir, y sobre todo de desagrado de lo que parecían que eran las únicas alternativas de vida que se abrían ante mí. Yo, paradójicamente, tengo muy claro que me metí a cura porque me parecía lo más subversivo que se podía hacer entonces.
—¿Por curiosidad intelectual, por afán de aventura…?
—Yo quería ser misionero para irme a África (Risas). Sí eso era así, y más en Bilbao con la relación con la Misión Obrera y los primeros curas obreros. Lo más subversivo, lo más alternativo que se le ofrecía a un joven de la burguesía bilbaína media-alta era meterse a cura. Hay una cosa, y aquí enlazo con Guinea, de la que me doy cuenta muy tarde, después de iniciarme al Bwiti con eboga, y es que eso en mi memoria se vinculaba directamente con las experiencias con LSD en Formentera y con los ejercicios espirituales de san Ignacio que hice en Loyola. San Ignacio, basándose en su experiencia mística, propone a todos los optantes a jesuita que pasen por un mes de silencio y ensimismamiento haciendo una serie de ejercicios espirituales y de meditación, acompañados de algunos ejercicios somáticos: tumbarse en el suelo, levantarse, ponerse cerillas en la mano para fingir el infierno… Es una teatralización que creo que está vinculada a que, en tiempos de san Ignacio, el hermetismo y el esoterismo aún no estaban enteramente marginados de la cultura occidental, sino que competía con el cartesianismo. Se trata de una promoción del ejercicio del pensamiento simbólico-teológico con dramatización que está destinada a producir una transformación del iniciando, que en el caso de los ejercicios de san Ignacio es simplemente una abdicación de la subjetividad individual en la voluntad de Dios.
—Abandonar el ego
—Abandonar el ego y la voluntad individual para convertirse en instrumento de la voluntad de Dios, para lo cual hay que ir suspendiendo la atención a la voz propia para dejar que dentro de uno hable Dios. Eso es algo que los jesuitas hacen solo dos veces en su carrera: cuando entran al noviciado y cuando se ordenan. Es un mes en silencio orientado por las charlas de un maestro, que te orienta en las meditaciones básicas-de las cuales la más importantes es la de la lucha de las luces contra las tinieblas, convertirte en un guerrero de Dios –y con lecturas evangélicas seleccionadas–. Es importante, como testimonio de que vas avanzando, lo que se llama el don de lágrimas, y hasta que no te encuentras ante el sagrario postrado llorando por tus pecados no se considera que esa iniciación está consumada. Hubo cosas de la iniciación al Bwiti que me recordaron poderosamente a aquello.
—Al final todas las místicas, bajo sus conceptos y contextos culturales, aspiran a lo mismo, que es la suspensión del yo.
—Bueno, sí, pero, por ejemplo, en el caso del Bwiti no hay ego. La teoría de la personalidad varía entre las diferentes místicas. Ahí entran las simplificaciones abusivas, en las que todo se vierte en los moldes de una mística universal, que en definitiva es lo que hizo Aldous Huxley en La filosofía perenne.
—Ese fue un libro influyente en su época más hippie, ¿verdad?
—Así es. Pero lo que yo he rememorado luego de los ejercicios espirituales en Loyola no tuvo efectos por la vía mística, en mi caso, sino por la vía místico-pragmática. Los jesuitas, en relación con los dominicos y otras órdenes, se caracterizan porque aspiran a ser contemplativos en la acción: ni se retiran a la intelectualidad pura y a la contemplación mística, ni se entregan a una acción no iluminada por la intelectualidad. Se trata de convertir esa mística en una acción de la voluntad que se acomode a la voluntad de Dios y al servicio del pueblo de Dios.
—Que en su caso fue la militancia política
—Que fue el maoísmo. Ves las sesiones de crítica y autocrítica dentro del maoísmo, y ves los textos de Mao contra el liberalismo y el individualismo, y es la misma satanización del egoísmo individual. Se trata de sumergirse en un proceso colectivo en el que las fuerzas de la historia te arrastran. Es la sustitución de Dios, y la parte mística quedó en suspenso.
—¿Debido también a la influencia del Concilio Vaticano II?
—Eso fue decisivo. Se dio en toda España, pero con la intensidad con que se dio en Euskadi, en ningún lado. La gente que se tomaba en serio el cristianismo en el País Vasco no podía evitar asumir un compromiso vital en el que tiene mucho que ver un concepto cristiano que es la entrega de la vida. Si unes la idea cristiana del sacrificio de la voluntad individual a la voluntad colectiva, y recuerdas que en ese mismo momento se produce la eclosión internacional del mito de la revolución –Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon, que a mí me influyó mucho, y que influyó en ETA– encuentras que entregar la vida es entregar la vida con las armas en la mano. Hay una vía expedita hacia la lucha armada, a la que a mucha gente no le cuesta acceder. Ten en cuenta que en el noviciado de Loyola, el año anterior al que yo entrase, se había celebrado clandestinamente una de las asambleas de ETA.
—Sin embargo, cuenta que en esa misma época y en los círculos de la burguesía vasca, el ambiente en el Opus era muy diferente.
—Eso es lo que yo pienso y cuento en El escudo de Arquíloco refiriéndome a Juaristi, que estudió en el Opus y ahora se ha convertido al judaísmo. Aunque la verdad es que fundamentalmente se ha convertido al sionismo, porque todavía no sabemos a qué judaísmo se ha convertido. Yo seguía siendo amigo suyo cuando se convirtió y muchas veces intenté que me contata qué era eso de su conversión. Él estaba muy fascinado con Lévinas, que también es un sionista incorregible.
—¿Cree que el cristianismo ha determinado toda su trayectoria vital e intelectual?
—Yo creo que sí. Creo que los Evangelios han sido la lectura que más ha influido en mi vida. Aparte de la experiencia tan intensa con los ejercicios y los nueve meses que estuve en el noviciado, donde solo puedes leer la Biblia y una vida de san Ignacio.
—Pero había una escuela de filosofía adyacente al seminario, ¿no?
—Sí, estaban los filósofos y yo me pasaba allí la mayor parte del tiempo. Yo me escapaba a su biblioteca para leer otras cosas y tener otras discusiones, porque allí muchos jóvenes de la época empezaron a evolucionar a posiciones de izquierda o nacionalistas radicales. Pero sobre el cristianismo, la ventaja que tiene para mí es que… ¿qué es el cristianismo? ¡Hay tantos cristianismos! Y los Evangelios tienen una virtud respecto al Corán o la Torá y sobre todo el Talmud, y es que son historias y parábolas, por lo que están abiertas a la interpretación. No hay una doctrina dogmática ni ética. Hay una frase de San Pablo que me gusta: “Ama, y haz lo que quieras”. Claro, es una frase peligrosísima, porque puede llevar a la legitimación de cualquier cosa por un sentimiento interior, incluido del asesinato. Hace años lo hubiera negado, pero ahora en la vejez reconozco que esos nueve meses en Loyola me marcaron como pocas cosas en la vida.
—Por cierto, Unamuno, que era primo de su abuelo, tenía una opinión nefasta sobre los jesuitas.
—Unamuno es de una religiosidad más protestante que católica. Es un personaje al que tuve idolatrado en la adolescencia, y al que posteriormente he ido poniendo muy en cuestión. Un personaje de una preocupación luterana y calvinista por su propio yo. Recuerdo su ‘Oración del ateo’, que termina diciendo: “A ti te imploro dios inexistente, porque si tú existieras existiría yo también de veras”.
—¿Cuándo conoce a Fernando Savater?
—De la época de Agustín [García Calvo] y los ácratas de Madrid, y también a través de Tomás Pollán. Hubo una época en la que Fernando era una especie de patriarca, y llenaba auditorios. Él explica su evolución como si alguna vez hubiera sido un hombre de izquierdas cuyo paso a la derecha fue motivado por la supuesta solidaridad de la izquierda con ETA. Pero su cambio fundamental, que tiene interés filosófico, y que nunca ha justificado racionalmente, es pasar de ser “ácrata”, entre comillas, a lo que vino en su última etapa. Digo entre comillas, porque filosóficamente sus grandes maestros fueron Cioran, que está muy lejos de ser de izquierda, Nietzsche y García Calvo. Una síntesis del pensamiento de aquel Fernando está en el Diccionario de Filosofía, dirigido por Miguel Ángel Quintanilla en 1976, en el que yo también colaboré. Ahí tiene Fernando un artículo sobre el “pensamiento negativo” que condensa bien su filosofía de entonces. Luego vienen La piedad apasionada y El panfleto contra el Todo, que es un libro muy influido por La sociedad contra el Estado, de Pierre Clastres, y por la seducción por el profetismo tupí-guaraní. Su siguiente libro ya es La tarea del héroe, que es un disparate teórico: ¿la tarea del héroe es establecer una democracia? El héroe griego nada tiene que ver con eso. Y luego está el tema de Fernando con el País Vasco, que en un principio pretendía hacer una interpretación supuestamente libertaria de Herri Batasuna, y decía que el único lugar del mundo en el que la revolución estaba en marcha era en Euskadi. Y él estuvo con esto hasta muy tarde, ¿eh? No sé si exagero, pero si tengo que señalar la causa de la degeneración de bastantes intelectuales españoles diría que es la vanidad. Fernando, hasta muy tarde, aspiró a cumplir un papel en las conversaciones de paz con ETA. Tuvo bastante relación, por ejemplo, con uno de la ejecutiva de ETA, de los que cayó en Bidart, y que fue el que tradujo a Wittgenstein al euskera. A este chico, luego en la cárcel, se le apareció la virgen y se convirtió al cristianismo. [Se refiere a él Gregorio Morán en su libro El cura y los mandarines. Se trata de José Luis Álvarez Santacristina, ‘Txelis’].
ETA y El País Vasco
—De sus años como docente en el País Vasco cuenta que tuvo una experiencia nefasta en la universidad.
—Sí, estuve entre el 83 y el 89. Yo ya había publicado y discutido el Milenarismo vasco, y en principio provocó cierta expectativa que yo fuese a convertir aquello en foco de atención teórica, pero me negué. Creo que nunca he dado clases más académicamente intachables que en aquella época. Los alumnos esperaban discutir de eso, pero yo les hablaba de la teoría del simbolismo o del Tratado de semiótica general de Umberto Eco, y no venían. Pero eso no quitaba que cuando había cualquier incidente las huestes de Herri Batasuna circulasen por toda la facultad, te abrían la puerta con bates de béisbol, diciendo que había que hacer huelga y tal… muy muy desagradable.
—¿Y el profesorado?
—Había un sector del profesorado probatasuna, y había otro sector que no era probatasuna, pero que estaba domeñado, domesticado, y que no estaba dispuesto a abrir la boca.
—¿Entonces ya era usted el enemigo público de la izquiera abertzale?
—Sí, por Milenarismo vasco, que es la primera interpretación no estándar del nacionalismo vasco. Hasta entonces se había interpretado desde el punto de vista nacionalista o marxista, pero nadie había introducido una perspectiva antropológica o simbólica. Inicialmente, el libro fue entendido como una defensa de la democracia frente al terrorismo, pero la verdad es que no hace ninguna defensa del estado democrático-liberal. Es un diagnóstico del trasfondo simbólico que hay en ese milenarismo. Y es curioso, porque Herri Batasuna no lo entendió así, e incluso me invitó a hablar en algún acto. O sea, unos entendieron que era una denuncia del fanatismo religioso desde un planteamiento democrático-racional; y otros entendieron que se trataba de enaltecer el trasfondo antropológico de esa idea milenarista. A partir de todo esto ya me fueron invitando a más sitios, di una conferencia en Bilbao sobre ETA, y eso desembocó en que un día Fernando Savater me dice, en plan jocoso, “oye, Juan, ¿ya sabes que los presos de ETA de Herrera de la Mancha han dicho que nos tienen que pegar un toque a ti y a mí?”. “Fernando, no me jodas”. “Ah, sí, sí, jaja”. Tenía una publicación pendiente de salir en París sobre ETA, y llamé para pedir que la cancelasen. Porque si los de ETA habían dicho eso, y yo iba cada quince días a Euskadi, cuanto más desapercibido pasase, mejor. Yo me retiré, pero Fernando siguió.
—¿Le llegó directamente la amenaza?
—Me llegó a través de Fernando. Y luego, implícitamente, el vicedecano de la facultad de filosofía, que era de Herri Batasuna, me dijo que en la facultad tenían un proyecto de filosofía vasca en el que yo no tenía cabida. Pero lo que determinó que yo movilizase a todas mis amistades y conocidos para buscar una plaza fuera del País Vasco fue el asesinato de Yoyes, que era muy amiga mía y de mi hermano Claudio. Para mí ese es el punto central de mi cambio total en mi relación con el País Vasco.
—¿Qué significó para usted?
—Para mí todavía… yo no pensaba… O sea, por críticas y por distancias que yo tuviera con ETA, no pensaba que pudiera llegar hasta ahí. Hasta tal punto pensaba que no era posible que, no te voy a decir que tenga mala conciencia, pero… Yo a Yoyes la conocí en México, después de su exilio, como mujer de un amigo mío de toda la vida, Juanjo Dorronsoro. No digo que tuviese participación, pero de alguna manera, en su decisión de volver… Cuando vino a España Yoyes estuvo en mi casa en Huertas, en Segovia, y yo solía comer en la suya cuando iba a Donosti a dar clase unas lentejas que tenía fama de hacer muy bien. Yoyes no se acogió a la reinserción, que para ella implicaba un pacto con el Estado. Simplemente, se informó de si había alguna causa penal contra ella, y al saber que no tenía ninguna, porque se habían amnistiado, volvió con discreción y pidiéndole una cierta seguridad a ETA. Ella era muy amiga de Txomin Iturbe, y sobre todo de Argala. Iturbe, que se conocía el terreno en ETA, le dijo que por él no iba a pasarle nada, pero luego murió en Argel. Los que rodeábamos a Yoyes no pensábamos que pudiera pasar nada. Y cuando pasó pensamos que cómo habíamos sido tan ciegos de permitir que esta mujer volviese con su hijo. Ella estaba empeñada en que Akaitz debía criarse en Ordizia, y allí la mataron estando ella con su hijo de cuatro años en las fiestas: se le acercó un tío por detrás y le pegó un tiro.
—Describe el funeral con un adjetivo muy elocuente: “un ambiente siciliano”.
Así era. Con todas las persianas cerradas, la gente sin atreverse a salir… ¡Buah! Fue desgarrador.
—¿Qué balance hace de su breve relación con ETA?
—Yo cada vez desconfío más de los dualismos morales. Todo lo humano es fundamentalmente gris, una mezcla de bueno y malo. Cuando rememoro mi relación con mis parientes etarras en San Juan de Luz no puede salir de mi boca la frase “son todos unos no sé qué”, aunque sé que es posible que alguno de ellos [fuera/se convirtiera en] un asesino. Mi primo Javier, el Trepa, al que visité alguna vez en la otra parte, recuerdo que me decía cosas como que no era tan fácil ametrallar a un guardia civil… ¡Bueno! Cada vez tengo más dificultades para hacer juicios morales sobre nada. Cuantos más datos tienes sobre algo, cuanta más experiencia vital acumulas, más cuenta te das de lo mezclado que está todo. Lo que está justificado desde el punto de vista de la intención no lo está desde el punto de vista de las consecuencias, entonces a mí no me sirve de nada. Se dice eso de que “tienen que condenar su pasado”, pero, ¿qué es eso de condenar?, ¿condenar para qué y por qué? Eso implica una mentalidad de juicio final, y del infierno…
—Paradójicamente, usted agradece que le hayan metido en la cárcel en el verano del 68, tras resultar detenido en unos disturbios durante los funerales de Txabi Etxebarrieta, porque dice que no sabe qué habría sido capaz de hacer de seguir en esa dinámica.
—Sí, sí, yo llevaba un camino horroroso. Estuve en manos de Melitón Manzanas en comisaría, y ahí me hice el propósito de que al salir no volvería a la lucha. Los primeros meses tras salir de la cárcel me despertaba por la noche recordando algunas de las sesiones de palizas y me precipitaba a romper los panfletos que tenía. Luego, a la mañana siguiente, me decía “joder, qué frágil soy”. Eso de heroificar la resistencia no me parece bien. Pero yo he querido contar todo esto a ras de tierra, sin juicios ni arrepentimientos. Para mí el desafío ha sido entender. Ya que no parece fácil dejar de pensar, como querría un buen budista, habrá que seguir haciéndolo, aunque no creo que haya ninguna conclusión. La única es la muerte.
—En relación a la violencia, usted ha sido muy crítico con esas ideas –expresadas por Bernard-Henry Lévy o André Glucksmann– que señalan el nihilismo como la supuesta causa del terrorismo. Usted dice que es todo lo contrario.
—Yo no sé qué entiende esta gente por nihilista. El nihilismo difícilmente puede justificar una conducta martirológica o heroica, porque es la ausencia de sentido y de motivación. Decidirse a matar a alguien es una acción a la que hay que darle un sentido. El terorrismo, que es el crimen ideológico, exige una formulación ideológica antitética del nihilismo. Uno debe creer que al recurrir a la violencia está haciendo el bien, como lo puede plantear el Che, por ejemplo. Hay una salvedad, que es el tipo particular de legitimación de la violencia que hace Fanon en Los condenados de la tierra. Aunque luego le han querido salvar de la interpretación que hace Sartre en el prólogo, donde dice que matar a un colono es la primera obligación del colonizado, tú lees a Fanon y no hay la más mínima duda de que apoya la violencia. Es algo que se corroboró en la práctica política de Fanon cuando era delegado del FLN [Frente de Liberación Nacional] en Acra. Fanon discrimina entre movimientos anticoloniales verdaderos y falsos, y los auténticos son los que llegan al poder por la vía de las armas; mientras que los falsos aceptan el atajo pacífico. Pero independientemente de la práctica –y lo digo porque esto es algo que se vivía en ETA en los orígenes– la legitimación de la violencia para Fanon no es una legitimación instrumental, no es un instrumento que nos impone el enemigo para llegar al poder; la legitimación de la violencia por parte del colonizado y del alienado es un acto existencial de liberación. Es decir, es un fin en sí mismo, es una terapia psicológica. Lo toma de la dialéctica del amo y del esclavo de Hegel: el esclavo ha de aceptar la lucha a muerte con el amo para liberarse. Si no asume el riesgo de morir y la voluntad de matar nunca será libre. Para Fanon, la libertad del oprimido exige matar al opresor. Es una cosa incomprensible, más aún cuando él viene de ser psiquiatra en Argelia y confiesa que ha tratado a víctimas de la violencia, tanto a luchadores anticoloniales que no resisten haber ejercido la violencia, como a torturadores franceses que no resisten haber torturado. Él trató a los desechos humanos que produce la violencia en las dos partes. En ese caso, la violencia no depende del exceso de filantropía. Una cierta legitimación de la violencia la ofrece también Camus en Los justos y El hombre rebelde, en donde el terrorista se ofrece como testigo de la justeza de la causa por la cual arriesga la vida en el acto terrorista. El Che se convence de que los males ante los que reacciona tienen un origen social, que es la opresión de una clase sobre otra, y nunca podrá obtenerse la libertad si no se le contrapone al estado vigente otro aparato de violencia. Ahí hay una instrumentalización, una violencia ejercida racionalmente como un medio eficaz de alcanzar un bien. Hay una voluntad filantrópica bajo el ejercicio de la violencia, incluso cuando se formula que es algo que uno ha concebido como necesario en contra de sus instintos, es decir, que uno nunca hubiese querido recurrir a la violencia. Lo formula Maurice Thorez: “no se puede amar al proletariado sin odiar a la burguesía”. En el caso de ciertas formulaciones de marxismo se considera una necesidad histórica: se decía que la salvación de la URSS y la limpieza de los males de la burguesía implicarían un saldo de diez millones de víctimas. El Che llega a escribir en los diarios del Congo una cosa espeluznante, como que el hombre nuevo debe convertirse en una fría máquina de matar.
—¿Y entre la gente que ha conocido?
—En la gente que yo he conocido que ha legitimado y practicado la violencia ninguno de ellos era cercano al nihilismo. Era gente que formularía su voluntad de violencia bajo la forma de dar la vida por el proletariado o por el pueblo vasco. Porque el etarra no dice “voy a matar por el pueblo vasco”, sino “voy a dar mi vida por el pueblo vasco, como Cristo”. Hay una presunción de virtud y una exaltación de la muerte como instrumento de redención, algo a lo que acostumbra la estética cristiana. En ese sentido, nada de nihilismo: filantropía. Si en el País Vasco no hubiéramos sido tantos curas y cristianos deseosos de redimir a la gente y de hacer el bien, ETA no hubiera durado tanto tiempo. Ha habido un exceso de virtud. Se habla de pérdida de valores, pero no es así. Es al revés: valorar algo tanto por encima incluso de la vida ajena y de la vida propia. Nadie está tan dispuesto a matar como el que está dispuesto a morir por una idea. Yo me hinché a recibir insultos de los de ¡Basta Ya! por decir que no estaba dispuesto a morir por ninguna causa, que no estaba dispuesto a morir por la Libertad como no había estado dispuesto a morir por Euskadi. Decían “Aranzadi defiende la pura supervivencia, como las sabandijas, es simplemente un cobarde. Sin arriesgar la vida en la lucha por la libertad no hay vida digna de ser vivida”… Pues, chico, yo no sé…
—Esa actitud suya es algo budista y algo epicúrea, que son dos tradiciones de pensamiento que a usted le han influido mucho.
—Mis primeras lecturas sobre budismo vienen de Formentera, de la época hippie. Como no puedes estar todo el día en ácido, al recuperar la conciencia te pones a pensar sobre lo que te ha pasado, y eso me llevó a leer sobre budismo. Sobre todo budismo zen, que es paradójicamente el más intelectualizado, el más entregado a la dialéctica negativa nihilista. Llegué a acercarme a algún grupo budista, estuve por las Alpujarras y tal, pero me echó para atrás el ambiente de comunidad cerrada y la asunción de un ritual culturalmente impenetrable. Y sobre todo cómo el budismo, a medida que va pasando por contextos culturales, va asimilando cosas que quedan a años de luz de lo que pueda ser el pensamiento de Buda. Es un poco lo que quería que habláramos sobre lo que está pasando con el Bwiti en Occidente.
Guinea Ecuatorial y el Bwiti
—¿No está de acuerdo en definir el Bwiti como un movimiento anticolonial?
—No es correcto definir el Bwiti como un movimiento anticolonial. Son los colonos los que son anti-Bwiti; pero el Bwiti no es antinada. Es un movimiento fundamentalmente positivo de revitalización cultural. El colonialismo provoca una quiebra de la cultura mítico-ritual fang. Sus rituales tradicionales ya no dan respuesta a los problemas que se encontraban. Entonces hay un intento de abrirse alrededor e intentar reconstruir una cultura en la que vivir. Ellos lo que hacen es organizar bandjas –aquí los llamamos templos, pero ellos los llaman salones–, y son las autoridades coloniales las que piensan que eso puede ser peligroso. Se percibe como un movimiento amenazador, pero no hay la más mínima intención por parte del Bwiti de oponerse a nada. Al revés, se acercan a las manifestaciones culturales del colono con curiosidad, como demuestra que integren partes de la liturgia cristiana. Esto tiene relación también con la otra parte, digamos atractiva a ojos de los occidentales, de calificarlo como un culto psicodélico. Pues tampoco es cierto. Eso es en lo que se ha convertido después a ojos occidentales: en un culto que se centra en el consumo de eboga. Y el eboga es muy importante, pero no es el centro exclusivo del Bwiti. Comer eboga fuera del contexto ritual en el que adquiere sentido no es Bwiti. Eso es algo parecido a lo que pretenden algunos antropólogos que intentan reconstruir lo que llaman la ontología de la ayahuasca a partir de los efectos del consumo de ayahuasca en cualquier contexto cultural o ritual. El problema es que hacen como si la ayahuasca o el eboga en cuanto plantas al interactuar con cualquier ser humano generasen por sí mismas una ontología, y como si esa ontología fuese común a los indios que la tomaban antes del colonialismo en la selva, a los que la toman después en suburbios miserables, a los occidentales que la toman aquí en una capilla urbana con música grabada… a todos. ¿Cuál es el elemento de etnocentrismo que subyace a esto? Pues el considerar que hay un individuo humano universal con las mismas preocupaciones y necesidades en todo el mundo, y una planta con propiedades químicas que tiene determinados efectos en el individuo. Si tú le hablas a un bandji sobre las propiedades de la planta, no te entiende: te dirá que es una planta divina. Pretender que el eboga es un objeto susceptible de ser comprendido por la ciencia química y neurológica es un presupuesto occidental.
—¿Es el Bwiti un movimiento exclusivo de la etnia fang?
—El Bwiti no tiene límites étnicos, sino que tiene vocación universal. En sus orígenes, es un rito de iniciación masculino de los mitsogo y los apndji que se transforma en un movimiento ritual sincrético que los fang recogen y reeleboran de los astilleros de Libreville, en Gabón, donde se mezclan todas las etnias. Sin embargo, sí hay otro movimiento de revitalización cultural que protagonizan los ntumu, el Elat-ayong, que sí que nace entre los fang de Camerún. Es un movimiento de reunificación clánica, y ese sí que lo interpretaron los colonos como peligrosamente político. El Elat-ayong celebra rituales en donde se hace una especie de mímesis de la administración colonial en la que el objetivo fundamental fue recomponer la solidaridad clánica, y este es un movimiento que tiene un fundamento escrito, que es La peregrinación de los hijos de Afiri Kara, publicado como el primer documento escrito en bulú, y editado por la misión presbiteriana en la década de los 40 del siglo XX. En mi opinión, esto tiene muchísima importancia, por lo que se refiere al influjo distintivo de la religión y la colonización. Los fang que crean el Bwiti han sido parcialmente aculturados por la Iglesia católica; pero los fang-ntumu que se adhieren al Elat-ayong han sido evangelizados por protestantes presbiterianos, y eso cambia mucho. Sobre todo en el valor de la escritura: para los protestantes es fundamental, para los católicos lo que importa es el ritual. Ese documento –el Dulu Bon Be Afiri Kara– es una especie de prolongación del Génesis en la historia legendaria del pueblo Fang. En el Bwiti la escritura no cuenta nada. Otra diferencia es lo que reciben del cristianismo. En el Bwiti el aspecto ritual externo, algunos elementos de asimilación mítica –Adán y Eva, algunos elementos de la Trinidad– mientras que el Elat-Ayong recoge del cristianismo protestante sobre todo, y esto es lo más importante, un sentido del tiempo y del movimiento histórico centrado en el futuro, no en la actualización presente del pasado como el Bwiti. El Elat-ayong es un movimiento que busca un futuro mejor, mientras que el Bwiti no tiene ambiciones políticas o de futuro de ningún tipo. Para el Bwiti el futuro no cuenta, y de lo que se trata es de una recreación ritual de un presente eterno. De tener una orientación en el tiempo, es una orientación regresiva, hacia el pasado mítico anterior a la creación. El objetivo del Bwiti es recrear ritualmente un mundo armónico pues, de modo muy parecido a los gnósticos, para el Bwiti el mal es el mundo tal como ha sido creado. El eboga aporta a esa recreación ritual unas características de hiperrealidad y de eternidad, de suspensión del tiempo. El eboga en las pequeñas cantidades que se consumen en toda sesión ritual produce un poderoso efecto estimulante, te sientes ligero y aéreo como un ángel. Te vuelves más ágil, y te pasas la noche bailando. Una comunidad de Bwiti es un camino colectivo y ritual que aspira a redimir el mal del mundo creando en el presente un microcosmos análogo al macrocosmos. Y los fieles, los bandjis, viven en ese mundo de jueves a domingo, el tiempo que duran los rituales. Los otros días… pues tienen que comer, poner un puesto en el mercado y cosas de esas: atender a la supervivencia; pero la vida real –que eboga convierte en hiperreal– es la vida ritual.
—¿Qué puede decir sobre la iniciación al Bwiti y su interpretación?
—Lo primero que hay que decir al respecto es que en el Bwiti hay dos modos de “comer eboga” muy distintos y con muy distintos efectos. En las pequeñas cantidades que todos los bandjis consumen en todas las sesiones rituales los efectos son, como ya he dicho, estimulantes, euforizantes y “aéreos”, de ligereza y agilidad corporal; y no se pierde el control del cuerpo ni de la mente, aunque la percepción visual y acústica se agudice. En la iniciación se consume una cantidad muchísimo mayor de eboga que finalmente produce una especie de inmovilidad y catatonia corporal y la separación con respecto al cuerpo yacente del nsisim –más o menos equvalente a nuestra “alma”– que emprende un largo e incontrolado viaje “alucinógeno” por regiones “espirituales”. La experiencia iniciática es tan intensa que lo normal es que un bandji solo coma iboga en esas cantidades una vez en su vida. Llama la atención la parquedad de las narraciones sobre las experiencias del viaje. Lo que es característico es que dos días después del término del ritual la comunidad se reúne en torno al iniciado para escucharle. Porque, lejos de imponerle una ortodoxia del tipo “vas a ver esto”, lo que hay es curiosidad por saber qué has visto. Hay una especie de acracia neumática, pero tampoco es posible una interpretación individual completamente idiosincrásica: el contexto ritual condiciona poderosamente las visiones. Aunque el Bwiti ha tenido varios intentos fracasados de crear una iglesia unificada, esa acracia pneumática es colectiva, no individual. Carmelo Makoso, máxima autoridad (kambo) de la comunidad de Bwiti en que me inicié me insistía en que yo no podía seguir por mi cuenta, individualmente, el camino del Bwiti en España, fuera de la comunidad y sin ritual, por mucho eboga que comiera. Incluso me traje unas raíces de eboga para plantarla aquí, pero se secó enseguida. No deja de ser curioso que Eboga se niegue a crecer fuera del bosque tropical africano.
—Uno de los líderes de la comunidad bandji en la que usted se inició terminó convirtiéndose al cristianismo años después…
—En mi iniciación, irresponsablemente, incité algunos de los conflictos que había en la comunidad. Percibí tensiones, y me acerqué a los que eran más reacios a iniciarme, y fue uno de ese sector quien terminó siendo mi padre en eboga. Con el tiempo, se acercó a la iglesia nueva baptista, una iglesia africana que está muy arraigada en el territorio. Lo hizo poco antes de morir, en una época en que yo había dejado de ir por allí, después de que la comunidad se escindiera y él no lograra recomponer otra. Supongo que ese fracaso debió influir en su conversión, que tampoco llegó a entender nunca el kambo Carmelo Makoso, su padre en eboga. Carmelo era hijo de un catequista, y había heredado de su padre una capilla en su pueblo, Ikuku, en la que tenía un altar de mármol enviado por Pío XII en premio a su fidelidad a la Iglesia en la época de la Segunda República. Un hermano suyo había seguido los pasos de su padre como católico, y él y otro hermano se habían hecho bandjis del Bwiti. Este hombre, con el que yo resolvía mis dudas, me confesó que no conseguía entender la evolución de Misangi, su hijo en eboga y mi padre en eboga. También Carmelo tenía esperanzas de reconstruir la comunidad, pero no lo logró. En una ocasión le regalé un libro sobre la historia del Bwiti, y le intenté convencer de que me ayudase a escribir otro, pero me manifestó su absoluta indiferencia. Me dijo que la sabiduría del Bwiti no cabe en un libro. El Bwiti atraviesa una crisis, al menos en Bata, donde diferentes comunidades se acusan a otros de no ser más que brujos disfrazados. Recientemente, Melibea ha presentado su tesis sobre terapias de conversión a LGB en Guinea. Ella cuenta que los bandjis de Bwiti han colaborado con el Estado en la persecución de los gays y los trans. Hace poco me dijo que tenía una buena noticia. Resulta que había desaparecido una persona de la comunidad LGTB, y se temían lo peor. Pues resulta que estaba en una comunidad en la que todos los bandjis eran homosexuales que habían hecho una reinterpretación bajo la iniciación con eboga y lo habían convertido en una comunidad de acogida LGTB, ¡es de una plasticidad ideológica bestial!
—¿Cuál ha sido la relación del régimen de Macías y de Obiang con el Bwiti?
—Obiang es simplemente el poder por el poder y como medio de obtener dinero con el que comprar a la gente. La base del nguemismo es el cinismo más absoluto. Entre otras cosas, ha comprado a la Iglesia católica, entonces va de católico, pero como a Macías le dio por ir de antiimperialista. Pretender encontrarle una ideología al nguemismo, ni en tiempos de Macías ni hoy, es estúpido. Son lo suficientemente inteligentes para saber cuál es el ropaje legal que necesitan para tener legitimidad internacional: es como una mafia que tuviera un Estado. Eso es algo que hay que tener cuenta, y no te puedes equivocar y creer que hay alguna posibilidad legal o pacífica de acabar con la dictadura. La pena es que tampoco hay ninguna posibilidad no legal o no pacífica. Hay historiadores que consideran que Macías estaba iniciado al Bwiti, y yo me preocupé por preguntarlo. Carmelo Makoso, que era bandji en época de Macías, estuvo eencarcelado y en campos de trabajo, como todos los bandjis que yo he conocido y que estuvieron activos en esa época. Macías persiguió el Bwiti porque cualquier elemento de poder no controlado era para él peligroso. Lo persiguió tanto o más que las autoridades coloniales españoles, que lo persiguieron más que las autoridades coloniales francesas. En las primeras capillas del Bwiti en Gabón en donde se recordaba a los mártires, buena parte de ellos eran de Guinea Ecuatorial, no de colonias francesas.
—¿Y en cuanto a Obiang?
—Dentro de la supuesta apertura tras el golpe a Macías liberaliza el Bwiti. De hecho, la congregación de Bwiti en la que me inicié se decide, al igual que otras que se habían refugiado en la selva en los años de Macías, a bajar a Bata y a los alrededores urbanos. Obiang tolera el Bwiti, pero no lo legaliza. De hecho, un policía intentó extorsionar a unos de mi comunidad diciéndoles que sabían que estaban iniciando a un blanco, y que eso es ilegal. Obiang no consta que tenga relación con el Bwiti, pero sí parece que al amparo de esa liberalidad algunos miembros de la mafia nguemista intentan crearse una clientela autoproclamándose profetas del Bwiti en algunas capillas de Malabo.
—¿Cómo llega a interesarse por Guinea Ecuatorial?
—En el año 89 de casualidad, buscando un lugar en el que hacer trabajo de campo. Antes había hecho un viaje por Brasil con Tomás Pollán y llegamos a entrevistarnos con Megaron Chukarramae, un líder de la FUNAI [Fundación Nacional del Indio], un intento conjunto, frustrado, de estudiar la brujería entre los cuicuru, en el río Xingú; y también había tenido la descabellada idea, afortunadamente también frustrada, de irme a Ayacucho, en Perú, para estudiar la síntesis de maoísmo y brujería indígena de Sendero Luminoso. Cuando me marcho de Euskadi y encuentro plaza en la UNED, en Madrid, me encuentro con que una compañera de departamento le está dirigiendo la tesis a un chico fang, Joaquín Mbana. Me hice amigo suyo, y así tuve las primeras noticias del país.
—¿No sabía nada sobre Guinea Ecuatorial?
—Nada de nada. Es curioso, porque yo sabía cosas de la lucha anticolonial en Angola y Mozambique, porque en la cárcel había coincidido con gente de la LUAR portuguesa [Liga de Unidad y Acción Revolucionaria]. Fíjate, yo estaba en la cárcel el mes de agosto de 1968, cuando la conferencia constitucional de Guinea. Pues en la cárcel de Martutene, siendo adictos a Frantz Fanon y el anticolonialismo, ni una palabra. Guinea Ecuatorial no existía para la izquierda española. Con Joaquín empecé a saber, y me fui allí con él para localizar temas que me interesasen. Así acabé conociendo el Bwiti. No niego que mi primer choque con Guinea fue algo decepcionante. Para la idea romántica de la antropología que yo me hacía, de irme a otra cultura para sumergirme en ella y desprenderme de los prejuicios de la mía, era muy frustrante. Iba con la idea de dedicarme a lo más diferente que pudiera encontrar, y tuve suerte de encontrarme con el Bwiti, que me fascinó estéticamente desde el principio, y que además enlazaba con las pajas mentales que yo me hacía sobre antropología política.
Antropología y búsqueda de lo otro
—Como hablamos antes, usted quemó muy rápido todas las posibilidades que ofrece la civilización occidental; ¿piensa que ese interés suyo por buscar lo más diferente posible es una reacción al hartazgo ante su propia cultura?
—Sí, y eso encaja con mi vocación antropológica, que tiene dos raíces. Una es política, y es el problema de la discusión entre marxistas y anarquistas sobre el origen del Estado, y sobre si es anterior o posterior al origen de la propiedad privada, y por tanto si la revolución debe conformarse con la abolición de la propiedad privada, como dicen Lenin y Engels; o si hay que empezar por el poder, como dirían Bakunin y Kropotkin. Tomás Pollán es quien me llama la atención sobre esta literatura, más o menos en mi última época de militancia ácrata. Esto puede parecer absurdo, pero para mí en aquel momento era un problema práctico: ¿qué hago?, ¿suprimo primero el Estado, o primero la propiedad? (Risas). Así empecé a leer etnografías de sociedades sin Estado. La antropología ahora está renegando de eso: está pasando de especializarse en las sociedades que llaman primitivas y salvajes, que en definitiva son sociedades sin Estado y sin escritura, a coger como objeto todo tipo de sociedades, incluida la nuestra. Luego me entusiasma el descubrimiento de la oralidad en contraposición de las culturas literarias, y esa frase de Lévi-Strauss de que la escritura empezó como un sistema de dominación, no como un medio de comunicación.
—Ese interés en el conocimiento de culturas ajenas y la defensa de la diversidad cultural, ¿fue para usted algo así como un sustituto de la lucha de clases?
—Bueno, no de sustituto, pero sí es un pasar de querer cambiar el mundo a intentar en lo posible habitar otro mundo. Pero yo no tengo la sensación de que haya sido un compromiso derivado de mi condición de ácrata, porque tampoco he profesado nunca el anarquismo como ideología. Yo sigo considerándome anarquista en el sentido de que no encuentro modo de conceder legitimidad a la cesión del poder a una minoría, ni ninguna justificación a ninguna forma de desigualdad social, pero no en ningún otro sentido. Esas cosas de la fidelidad a la idea y tal a mí me sacan de quicio. No creo haber obrado nunca por fidelidad a una idea. En la primera época de tu vida te desagrada la sociedad en la que vives e intentas transformarla. Cuando descubres que para eso hace falta el acuerdo de mucha gente renuncias a la revolución, lo cual no quiere decir que tenga deseos distintos. Yo sigo queriendo vivir de forma distinta, y ahí descubrir la literatura antropológica fue para mí esencial. Coño, he vivido creyendo que solo había una forma de ser hombre, de habitar este mundo, de concebir y valorar las cosas. Y ves que no, que hay otras formas, pero que han ido siendo suprimidas por el avance de la forma capitalista-occidental. Entonces lo primero que surge en mí es la curiosidad intelectual.
—En cierto sentido, los occidentales hemos vivido en una excepción cultural, ¿verdad?
—Eso es, pero nos creemos que es la única posibilidad cultural que hay. Lévi-Strauss dice que la vocación antropológica es una de las pocas genuinas, junto a las matemáticas y la música, y que la precondición para esa vocación es una inadaptación a la propia sociedad. Una inadaptación que lleva a mirar a otros lugares. Así vas descubriendo que, efectivamente, cosas que pensabas inevitables no lo son. “Es inevitable el Estado para vivir en sociedad, es inevitable el dinero”. No es verdad. La humanidad ha vivido la mayor parte el tiempo de modos completamente distintos. ¿Cómo he sido tan tonto de limitarme a no interesarme por otras posibilidades? Los antropólogos que más me han interesado siempre han tenido una fascinación por lo otro, y un cuidado por no proyectar el marco de lo mismo sobre lo otro. La historia de la antropología es la historia del siglo XX, es decir, la historia de cómo se va incorporando un caudal de información etnográfica que la antropología teórica intenta encajar en alguna teoría de validez más o menos universal. Pero ese caudal va acompañado de una progresiva supresión de esa otredad, hasta el punto de que hoy en día apenas hay áreas especiales en las que queden sociedades salvajes o primitivas. Dentro de ese marco, surgen antropólogos que se interesan por hacer algo por la supervivencia de esas culturas, y así nace International Survival, que hace una tarea muy meritoria defendiendo a esas culturas de las agresiones. Y agresiones no ya de las grandes multinacionales, sino de los Estados nacionales poscoloniales que han hecho más en contra de las culturas nativas de lo que hicieron los coloniales.
—¿Por qué cree que es importante la supervivencia de esas otras culturas?
—Pues como ser humano, ya no como antropólogo o intelectual, ver que hay formas de vida alternativas a la que consideras únicas no puedo entender que no pueda parecerle a alguien interesante. No necesariamente para adherirse a ellas, sino simplemente para relativizar tus propias posiciones.
—Quizás relativizar las propias convicciones no sea algo que le agrade a mucha gente.
—Claro, claro. Por ejemplo, hay un momento en que Lévi-Strauss –que siempre se negó a hacer instrumentalización ideológica de la etnografía– reconoce que de la moral [que se desprende de los mitos amerindios es la contraria a la occidental, que se resume en “el infierno son los otros”. En sus mitos, las culturas amerindias se interrogan por el mal que ellos pueden causarle al entorno. Ni tan siquiera por hacer el bien, sino por cómo proteger a otros de la posibilidad de hacerles mal, y es fundamentalmente dejando que el otro florezca. Eso es la antítesis del mandato bíblico: “Dominarás la tierra”. Más allá de su eficacia práctica, sobre la que carezco de cualquier esperanza, veo la antropología como una bendición intelectual. Tampoco es fácil habitar otros mundos, pero es importante hacer un esfuerzo por describir la particularidad de nuestra cultura, que Philippe Descola llama el naturalismo moderno, y que es una excepción entre todas las que ha habido en el universo y que tiene la maldición de haber sido la más poderosa. Mira, hay una cosa que cuenta Descola y que me fascina sobre los achuar y otros pueblos indígenas sudamericanos, y es que consideran que la condición humana sobrepasa a la especie humana, es decir, que los otros animales están dotados de las mismas capacidades de pensamiento e intencionalidad, y que se pueden comunicar con nosotros. ¿Y cuál es el mecanismo que los achuar asumen como ágora de comunicación con otras especies? Son los sueños. Me parece precioso. En los sueños, a los achuar se les manifiestan los animales. Y los sueños son muy importantes, por ejemplo, para cazar. El problema fundamental es seducir a la presa, no perseguirla. Seducirla para que se te presente y tú la puedas matar, pero con la confianza de que luego el esqueleto o la piel o lo que sea lo vas a usar para regenerarle a él. Es un vínculo de intercambio, no un acto de crueldad de hacer desaparecer a otras especies. ¿No es una forma seductora de entender los sueños, que son por lo menos un tercio o un cuarto de nuestro tiempo? Pues hay miles de cosas así.
—Pero el relativismo cultural tiene muy mala fama…
—Ya, pero es curioso que la tenga justamente hoy en día, donde el no relativismo cultural conduce a la multiplicación de riesgos existenciales, a que la humanidad pueda no sobrevivir al cambio climático o a la Inteligencia Artificial. Si hay algo en lo que haya coincidencia hoy en día entre los nuevos historiadores de la humanidad que están de moda –los Harari y demás– es que el camino principal de la historia de la humanidad, el del progreso y del aumento del consumo de energía per cápita, conduce a una situación desastrosa como la actual, con riesgo de guerra atómica y cambio climático. ¿No sería el momento para estar dispuestos a escuchar? Simplemente una escucha, por salud mental.
—De los países africanos que, como Guinea Ecuatorial, tras la independencia acabaron sumidos en dictaduras, se suele decir que es consecuencia del primitivismo salvaje de sus habitantes, pero usted describe esas autocracias como una mímesis de la violencia colonial.
—El Estado nguemista es una mímesis ritual del estado franquista. La barbarie de Macías es directamente herencia de la hispanización y de la colonización. Lo más triste de la situación actual es que los propios colonizados se han dejado seducir por esa idea. Por ejemplo, Trifonia Melibea, que es una librepensadora y buena amiga con la que discuto mucho. Y a mis otros grandes amigos guineanos, Amancio Nsé y Donato Ndongo, les digo que son un producto acabado y exitoso de la aculturación colonial. ¡Nacionalistas! ¿Pero cómo puedes ser nacionalista de una nación inventada por los colonizadores a los que supuestamente rechazas? Y luego está la creencia en la democracia, en el progreso… Si te digo la verdad, para mí el principal motivo de seguir trabajando en estos temas de Guinea –tengo como cinco libros a medias– es el diálogo con estos amigos guineanos aculturados, porque hemos hecho el mismo itinerario en sentidos contrarios.
—¿Cómo cambió Guinea Ecuatorial tras el descubrimiento del petróleo?, ¿fue lo que terminó de precipitar la extinción de las sociedades tradicionales?
—Las comunidades ya estaban rotas cuando Macías llega al poder. La ruptura de las sociedades indígenas es obra del colonialismo español antes de la independencia. Yo atribuyo buena parte de lo que ha ocurrido después a una particularidad muy curiosa del colonialismo español en África. El colonialismo español crea una sociedad civil y capitalista en las fincas de cacao y madera en la que el capital es exterior –en algunos casos criollo– y los trabajadores son foráneos. Así deja al margen a las sociedades tradicionales segmentarias, entre los que solo los absorbidos por la Iglesia o la educación se incorporan al aparato colonial. De tal forma que, cuando conceden la independencia, se la conceden a esas sociedades marginales, con la pretensión de que se alcen al poder del Estado y gestionen el capital europeo y los trabajadores foráneos a su propio servicio. Pero los capitalistas se marchan, y la independencia deja un estado que tiene que recomponer su fuerza. Esa fuerza física se pone al servicio de un intento de expropiación del capital extranjero, pero eso se va al carajo en muy poco tiempo. ¿Qué es lo que queda en Guinea Ecuatorial? Un Estado que es una mafia controlada por unos cuantos, que no tiene sustrato económico ni social, y que se dedica simplemente a expoliar lo que puede de lo que queda del colonialismo y a triturar todavía más a la sociedad tradicional anterior. El maciismo, pese a esa retórica de indigenismo anticolonial, se carga dos factores muy importantes en la sociedad tradicional fang, que son el respeto a los mayores, y la posición de la mujer. No supone en modo alguno un retorno a la sociedad tradicional, sino su descomposición. Obiang, otro tanto. Lo que hace el petróleo, y luego internet, es machacar aún más. En términos políticos, hasta el descubrimiento del petróleo el Estado guineano se mantenía exclusivamente por el terror. En cuanto maneja una cantidad ingente de petrodólares incorpora a eso la compra de voluntades. El último momento en el que no me pareció inviable un cambio democrático fue a finales de los 90, cuando Francia, España y Estados Unidos se pusieron de acuerdo para supeditar la ayuda económica a Obiang a una reforma política. Entonces es cuando fuerzan a Obiang a hacer unas elecciones mínimamente abiertas, donde gana el máximo de puestos la oposición. Al depender económicamente del exterior, existía la posibilidad de presión económica; en el momento en el que empieza a tener las rentas del petróleo, esta posibilidad desaparece. Entonces la diplomacia occidental se convierte en palabrería, y es Obiang el que hace lo que quiere y compra a los que se le habían opuesto. Es el caso de Joaquín Mbana: cuando yo fui al principio era opositor, y a partir del año 94 le hacen el palo y la zanahoria. Primero le detienen, le medio torturan, le sacan de la cárcel y Obiang le dice: Si te vienes conmigo, te doy un ministerio; si no, te vuelves a la cárcel. Humanamente es difícil resistir ese chantaje. Eso en cuanto a la política, pero, en cuanto a la población, ha habido un despertar de la avaricia. En condiciones de pobreza, cuando no hay modo de hacer el mal para obtener bienes, languidecen algunos de los vicios tradicionales, que se despiertan al aparecer el petróleo. Y luego, geográficamente, fue un disparate, un destrozo urbano.
—Entiendo que ahora no tiene ninguna esperanza de democratización…
—Mira, Bernardo, no veo esperanzas de democratización en Estados Unidos, ya me dirás en Guinea (Risas). Absolutamente ninguna. Cualquier cosa que me pidan Donato, Amancio, Melibea y demás amigos guineanos, la haré. Pero esperanza, ninguna.
—El antropólogo David Graeber tiene la teoría de que muchas sociedades primitivas tienen sus propias tradiciones democráticas, no necesariamente vinculadas a la I
Ilustración occidental.
—Sí, el problema es que ninguna de esas tradiciones resiste a la penetración del capitalismo. Pankaj Mishra me parece un tipo magnífico, sobre todo en la historia de la búsqueda de inspiración de los movimientos anticoloniales en las doctrinas nacionalistas de occidente. Me gustan mucho las últimas cosas que está escribiendo sobre la absoluta caducidad del pensamiento académico político-económico occidental tras el final de la Guerra Fría y las ilusiones de Fukuyama. Pero en los últimos artículos yo le veo una especie de extraño entusiasmo por los intelectuales anticoloniales del llamado Sur Global… Yo no creo que el nacionalismo tercermundista haya sido el gran enemigo de la colonización y el causante de la descolonización. En mi opinión es una ilusión creer que el traspaso del poder político de la metrópoli a una élite político-intelectual nativa se debe a las luchas anticoloniales. Hay elementos suficientes para pensar, por ejemplo en el caso de Argelia, que lo que ocurre en las potencias coloniales tras la Segunda Guerra Mundial, cuando han implicado a poblaciones de sus colonias en la lucha contra el racismo y el supremacismo blanco, y han prometido a esas poblaciones llevarles la civilización y la democracia, es que se han dado cuenta de que lo último que pueden hacer, y que sería el cumplimiento de la labor civilizatoria que habían prometido, es hacer franceses de los argelinos y concederles igualdad de derechos y representación política. Es De Gaulle el que dice: no podemos hacer franceses a todos los argelinos. Entonces hacen un movimiento que consiste en cederles el poder político a una élite intelectual aculturada muy orgullosa de su nacionalismo y de sus fronteras, pero manteniendo la metrópoli el poder económico. ¿Cuál es el resultado de eso? Establecer fronteras entre Europa y esos países, justamente lo que ahora estamos lamentando. Europa concibe que no puede admitir en su seno como iguales a los pueblos colonizados, y el modo de concederles algo supuestamente positivo es concederles la independencia nacional. Pero con una condición: en Europa no entráis. Se trata, al fin y al cabo, de impedir la igualdad. ¿Si los guineanos de 1968 hubieran podido saber qué les deparaba el futuro, no hubieran preferido ser un Estado autonómico en una España democrática antes que ser un Estado nacional? Pues claro, pero ahí está el virus del nacionalismo: ¿orgulloso de ser nacionales?, ¿por qué? ¡Por tener un Estado propio!, te dicen. ¡Si un Estado nunca puede ser propio! Tú puedes ser propiedad del Estado, pero el Estado propiedad tuya no. Es un poco estúpido considerar que es un privilegio que te mande y que te explote una persona de tu mismo color y de tu misma lengua.
—Hablábamos sobre Pankaj Mishra.
—Él está hablando mucho ahora del poder del Sur global. Yo estoy de acuerdo en la decrepitud y el final irremediable de la cultura occidental, pero tengo muchas más dudas de que sean laudables los fenómenos político-ideológicos que se presentan como alternativa. Me refiero al euroasianismo de Putin, al nacionalismo hindú de Modi o a lo poco que sabemos de esa síntesis extraña de confucianismo, capitalismo y maoísmo que es China. ¿Dónde ves motivos de esperanza? Mishra dice que hay que releer a los teóricos anticoloniales. Habla de Fanon y tal. Hace poco que he vuelto a revisar esos escritos, y Fanon es infumable.
—Y eso que a usted le detuvieron en el 68 por llevar encima un libro de Fanon y en comisaría le hicieron comerse sus páginas…
—(Risas). Sí, eso era cuando me lo creía. Con todo esto se cae en el fariseísmo. No porque esos movimientos se opongan a algo que es claramente malo tenemos por qué verlos con simpatía. El islam, por ejemplo. Yo lo siento mucho, pero no tengo ninguna simpatía por ninguna modalidad del islam, que me parece una de las tragedias culturales que le han ocurrido a la humanidad junto al judaísmo, el cristianismo y, quizás, también la filosofía de la Ilustración. Veo muy clara la caída de lo que ha sido hegemónico en las últimas décadas, pero no veo con simpatía lo que viene. Hay un punto, por ejemplo, en el que Mishra habla del uso propagandístico que hacen las potencias occidentales de los derechos humanos y del derecho internacional.
—Algo que usted critica extensamente en El escudo de Arquíloco.
—Sí, como un ejemplo de hipocresía ideológica. Pero Mishra incluye en esa crítica a instituciones que me parecen muy respetables, como Human Rights Watch o Amnistía Internacional. Él dice que las exigencias, por ejemplo, de respeto a las mujeres en Afganistán es un mecanismo utilizado para mostrar la superioridad de occidente. Bueno, eso puede ser verdad, pero en la coyuntura actual, los que están criticando al derecho internacional y a la ONU más que nadie son la derecha más conservadora, como Israel. Vale, la ONU y el derecho internacional pueden ser una hipocresía, pero ¿sería mejor abolirlo? Lo que buscan es un orden internacional basado en la correlación de fuerzas entre los más poderosos. Pues igual, y sin ahorrarse las críticas al doble rasero en su aplicación, es hora de tomarse en serio la ONU y el derecho internacional. Aún aceptando que la ideología de los derechos humanos solo tiene sentido en el marco de la antropología de la Ilustración. Pasa lo mismo con el relativismo cultural y el uso falaz que se hace de él. Porque los principales críticos del universalismo cultural de occidente no son las culturas que han sido víctimas de su dominación –como, digamos, los bubis o los fang–, sino, en este caso, el Estado guineano. O lo que pasa con las reclamaciones de compensación por parte del Estado de Ghana a los Estados europeos por la esclavitud: ¿de qué estamos hablando? ¿Acaso el estado de Ghana es heredero de los africanos que fueron llevados a Europa esclavizados, muchos de los cuales eran entregados por los reyezuelos africanos? Está ahora el caso de México: pero, coño, si los herederos de los que masacraron a los mexicas sois vosotros, no el Estado español del siglo XXI que, además, nada tiene que ver con el imperio de los Austrias del siglo XVII.
—¿Qué opina de esa corriente cultural e historiográfica, tan popular en estos últimos años, de revisión de la llamada “leyenda negra” y reivindicación del imperio español?
—El otro día me quedé sorprendidisimo en una Casa del Libro en Madrid: todos orgullosos de España, la historia de España no sé qué… ¡Dios mío!, ¿qué es esto? Creo que esto viene de siempre con los ideólogos de la derecha española: mira a Jiménez Losantos, que su primer libro era Lo que queda de España. Aunque en la transición el hecho de aceptar la herencia de Franco en forma de Borbón se presenta como una superación de las dos Españas, la propia Constitución incluye una ideología naturalista de la nación española. El nacionalismo español queda desterrado durante una época, porque se le relaciona con el franquismo; mientras que los nacionalistas vascos y catalanes, como tienen el prestigio de haberse opuesto a Franco, sí que tienen voz y pedigrí democrático. Pero, durante esos años en los que el españolismo no se atrevía a alzar la voz, la manifestación de que ese nacionalismo seguía vivo en la población fue el V Centenario del Descubrimiento. Aquello sucedió con un gobierno del PSOE y con mucha gente de izquierdas participando en ello –el propio Antoñito, o Pepe Buendía, que había sido secretario general de la CNT y acabó de director general del V Centenario–. A aquello se incorpora todo el mundo. La única voz disidente fue la de Rafael Sánchez Ferlosio, con lo de aquellas Yndias equivocadas y malditas. En aquel festejo ya se parte de que el Estado español de 1992 es heredero del castellano-aragonés de cinco siglos antes. Ahí ya hay un nacionalismo implícito que ni siquiera es el jacobino-liberal, que tras la guerra de Independencia critica a la monarquía de los Austrias y reivindica a los comuneros. Un Estado español liberal y nacionalista debería haberse negado a celebrar el V Centenario. Ahí ya se mostraba hasta qué punto, si se recuperaban, los nacionalistas españoles iban a encontrar un consenso entre la población. Para mí, el siguiente punto de esa regeneración se da en el momento en que el PNV [Partido Nacionalista Vasco], con el Pacto de Lizarra, se distancia del pacto constitucional y pretende llegar a la paz con ETA. Ahí se levantan todas las voces del nacionalismo español con una operación que les ha salido magnífica, que es considerar terrorismo toda forma de nacionalismo vasco, convirtiendo de paso a las víctimas de ETA en mártires de la Constitución. Aquello consistió en un mecanismo de sacralización del nacionalismo español que usa a las víctimas como mártires. Contra esto es contra lo que escribo El escudo de Arquíloco. Yo, por razones éticas, soy antiterrorista; y por razones políticas, antinacionalista. Pero eso no me lleva a defender al PP [Partido Popular]. Ahí fue cuando se sentaron las bases de cómo el nacionalismo español iba a crecer como constitucionalismo contra el terrorismo. El nacionalismo vasco pasó a ser siempre filoetarra, y eso se consuma ahora de la manera más perversa cuando también quieren convertir el anticatalanismo en antiterrorismo. Hay claramente una satanización de los nacionalistas periféricos, a quienes se coloca como enemigos de la Constitución y, por tanto, como enemigos de los mártires de la Constitución, que son las víctimas del terrorismo. A partir de ahí, el nacionalismo español se desarrolla por varias vías, y una es ese revisionismo histórico que arranca en Pío Moa y acaba en esta corriente de la reivindicación del imperio.
—Dice usted que la conciencia nacional se forja siempre muriendo y matando por la patria.
—Sí, y en el caso de España existe la coartada histórica de la España que se construye frente al islam, la España de la reconquista que se pretende resucitar con el tema de la inmigración. Lo de menos del racismo es contra quién se manifiesta, contra cualquiera que sea considerado atentatorio a los criterios definitorios de tu comunidad. Si hay negros, serán los negros; si gitanos, gitanos. Lo que es curioso es el cambio de la derecha española de su tradicional antisemisitmso a su actual prosionismo. La clave es ciertamente la islamofobia, pero no sé si resurgirá de algún modo el antisemitismo. Son tan raros y rápidos los fenómenos que están ocurriendo…
—¿Cree que el trauma del Holocausto y el sentimiento de culpa europeo siguen bloqueando cualquier crítica a Israel?
—Yo creo, pensando mal, que Europa se imagina con espanto una guerra entre Israel y sus vecinos árabes en la que estos resulten ganadores, y los judíos deban ser recogidos en Europa. Europa cree que con la fundación de Israel se ha librado para siempre del problema judío, exportándolo a Oriente Medio. Pero eso fue así porque se renunció a la medida que parecía más lógica cuando los aliados liberaron a los judíos de los campos: devolverles a su lugar de origen y restituirles sus propiedades en Polonia, Alemania, Baviera… Y si querían crear un Estado judío, ¿por qué no en Europa? Hay un montón de falacias en la legitimación del Estado de Israel, una de las cuales es la de considerar que los gentiles siempre serán antisemitas, ¡algunos pensadores sionistas hasta lo consideran un rasgo racial de los gentiles!
—Ha escrito que la fundación del Estado de Israel es el acta de defunción de la Ilustración.
—Sí, es el reconocimiento de que la legitimación liberal-democrática del Estado no se aplica. Una cosa es lo que se vota en la ONU, que es el reparto del territorio, y otra cosa es la declaración de independencia de Israel, que se declara un Estado judío con arreglo a las normas de los profetas y la ley del retorno. Es el reconocimiento del fundamento étnico-religioso del Estado por parte del orden jurídico internacional que se crea tras la Segunda Guerra Mundial, en el que parea mí lo más importante es la introducción, entre los delitos en los que puede incurrir un stado, del delito de crímenes contra la humanidad. Es la primera vez en el derecho internacional en el que un Estado no se puede amparar en la soberanía para legitimar lo que hace con sus súbditos. Es el primer derecho internacional que no es un derecho interestatal. Sin embargo, la aceptación por la ONU del Estado de Israel es un abandono de los principios políticos de la Ilustración. La teoría del Estado sionista de Herzl es incompatible con la legitimación del Estado en el contrato social. Últimamente estoy leyendo a bastantes autores conservadores –quizás a más de la cuenta– y me doy cuenta de que la derecha ya no es hipócrita. Ahora dicen abiertamente cuál es su programa, y es bestial, terrorífico.
—¿Trump es el ejemplo más depurado de ese descaro?
—Trump es el payaso de turno, porque no formula ideológicamente su programa. Lo que a mí me pone los pelos de punta es leer a los que tiene detrás, con grandes conocimientos y un pensamiento muy bien articulado. No sé por qué, a mí eso me da más miedo que los demagogos. Hace poco he descubierto que un movimiento que yo despreciaba, que es el nacionalismo ruso de Putin, tiene detrás una tradición ideológica de euroasianismo en la que Duguin es el último epígono, pero que data de 1920 con Trubetskói, el padre del estructuralismo lingüístico. Es algo que dota al putinismo de un respaldo intelectual, etnográfico y lingüístico que yo pensaba que no tenía. Eso me asusta, pero en la derecha americana no he visto algo parecido.
—Todos esos grupúsculos supremacistas y ultrarreligiosos que usted estudió hace veinte años en El escudo de Arquíloco, siendo entonces marginales, ahora han sido decisivos para llevar a Trump a la Casa Blanca.
—Total, total. El movimiento del nationalchristianism y tal, pero no movimientos intelectuales con gente sólida. Eso por ahora no lo conozco, y estoy atento a lo que sale. Conozco la evolución del nacionalismo popular y del nacionalcristianismo en Estados Unidos, pero de los demagogos más desvergonzados. Hay motivos para asustarse al comprobar la indefensión ideológica del paradigma que deriva de la Ilustración. Creo que la cultura liberal occidental esá en decadencia irremediable.
—¿Y en qué mundo cree que van a vivir sus hijos?
—Pues esto lo tengo comentado con Celia [Montolío, su mujer]. Es algo que me preocupa y me entristece. A veces no sé en qué medida mis propias desilusiones son dependientes de las ilusiones que he tenido, y que ellos no han tenido. Cada vez me sorprendo más por las cosas que pasan en este mundo. Pero quiero pensar que, igual que yo fui capaz de reaccionar a cosas que me tocó vivir, ellos podrán hacer lo mismo, aunque el mundo no sea igual. Lo último que pierdo es la confianza en la capacidad individual de plantearse una crítica frente a lo que ocurre y buscar medios para vivir de otro modo. Pero sí, es una pregunta que me hago muchas veces y una preocupación, porque además tampoco puedo darles consejos que les sean útiles.
—Claro, no puede sugerirles que se metan en un grupo maoísta para hacer la revolución.
—(Risas). No, pero fíjate, mi hija Carmela ha hecho la EVAU este último año, y tenía filosofía. Un día me viene y me dice “aita, ¿me podías explicar esto que no entiendo muy bien sobre trabajo asalariado y capital? (Risas). Y me produjo una sensación doble: por una parte, de gusto; y por otra como de decirle: “hija mía, si esto es prehistoria”.
—¿Considera que el marxismo es prehistoria?
—Bueno, a mí lo sustancial de la obra de Marx me sigue pareciendo sostenible. Pero tuve esa sensación rara, porque yo nunca le hubiera recomendado leer a Marx para entender lo que pasa ahora en el mundo, que ha cambiado de una forma tan rara…