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Juan Gabriel Vásquez: El decepcionante ruido de las cosas al caer

 

Aceptar que el narcotráfico es un tópico que nos define como nación es partir de un lugar común tan obvio que no merece ni una letra. Que un autor joven de renombre y prestigio sucumba al impulso de convertir ese tema sucio en objeto de gran literatura merece al menos unas cuantas palabras. Hay que volver al tema de la droga como vuelve el adicto: forzado por la abstinencia, obligado por las circunstancias de este país que busca la truculencia con desespero, igual que se buscan jeringuillas usadas en la caneca de la basura.

 

Vuelve así Juan Gabriel Vásquez a su fría Bogotá, muchacho brillante, con cierto renombre en el extranjero por Los informantes, pero sobre todo por Historia secreta de Costaguana, un inteligente juego con la vergüenza patria del canal de Panamá, donde combina maestría, escritura impecable, gran conocimiento de la historia y un exquisito humor tan bogotano como él.

 

De una generación destruida por el fenómeno del narcotráfico – nació el año que los norteamericanos le declaraban una de sus tantas guerras a las drogas–, Juan Gabriel fue espectador bastante sensible del desmoronamiento colosal de la cotidianidad colombiana desde mediados de los 80, permeada hasta los poros por la cocaína. Dicha inquietud lo arroja a una apuesta peligrosa: abordar la vida de uno de los primeros pilotos de Pablo Escobar a través de una novela en dos partes. Provocaré con un símil muy sucio: la apuesta de tomar el narcotráfico como tema literario se parece a un cargamento de droga: si pasa, se corona el paraíso. Si cae en la travesía, se pierde todo. El título de la novela será pues una prefiguración sobre ella misma: El ruido de las cosas al caer.

 

La trama va en dos: explora primero la relación de un joven profesor universitario, ingenuo y prepotente, con un misterioso piloto retirado, pobre, amargo, solitario. La relación distante, en ocasiones francamente hostil, limitada a jugar billar y emborracharse en el barrio de La Candelaria, con encuentros cada vez más tensos, nos revela un viejo atormentado que suelta, con gotero, pequeñas dosis de pasado tan agrias que tomarán una relevancia absoluta al momento de aclarar el hecho trágico que parte en dos los acontecimientos de la trama. Una noche, dos sicarios en motocicleta asesinan al piloto mientras su amigo de circunstancias, el joven profesor, dobla el cuerpo herido de gravedad, por puro accidente. Tedioso tener que escribir otra vez sobre balas y muertos, pero uno no escoge el país en que nace.

 

La sola evocación de esa motocicleta alumbrando en la penumbra bogotana que apenas se cierne sobre La Candelaria, los fogonazos de la pistola que no se oyen pero brillan como certeza mortal, el cuerpo del viejo que se dobla, que se derrota inerte, ese sólo episodio comprime toda una época. La novela debería llegar solamente hasta ahí.

 

La forma como Juan Gabriel Vásquez elabora la primera parte de su relato, con penetrantes descripciones del terror nocturno, de la zozobra continua de la década fúnebre de los noventa, esos detalles del barrio de La Candelaria, del miedo cuando el teléfono suena de noche, ese presentimiento que el próximo tiro puede venir en esta dirección, esa actitud de sujetos indolentes que ven masacrar ministros o pueblos enteros por el televisor mientras continúan su chico de billar y agarran una nueva cerveza, todo eso, toda esa apuesta inicial es sencillamente demoledora. Magistral aunque producto de un país terrible. Imposible no sentir esas páginas como propias, dolorosamente íntimas, cercanas.

 

La segunda parte extravía la narración, con un encadenamiento de hechos que siguen una línea de continuidad en la historia nacional a través de la aviación, hasta la irrupción del narcotráfico con los Cuerpos de Paz. Aparecen los primeros viajes cargados de coca en las avionetas Cessna, los gringos viciosos que trajeron el negocio, luego las consabidas fincas en el Magdalena Medio y esa enfermedad enloquecida de la ambición ostentosa y el derroche. Fiebre sangrienta, demente, incurable. En este tramo del relato el joven profesor va a aclarar el pasado del piloto asesinado –pasado que termina donde comienza su propia tragedia– reuniéndose una noche con una hija que le sobrevive y le permite encajar todos los datos, armar todo el misterio. Y acá la novela empieza a tambalearse. Pierde credibilidad un relato cuya mayor pretensión era la verosimilitud. No hay conexión fuerte de la primera parte infectada de zozobra y miedo con la segunda, donde el recuerdo, la mesura y la reflexión sobre el pasado pretenden desenredar el trauma creado antes, como destapando una caja negra, idea original que Vásquez sin duda toma prestada de Amos Oz.

 

No hay consistencia con el relato originario del narcotráfico: la sucesión de hechos no condensa la historia fantástica y alucinante del surgimiento del fenómeno, sino que más bien la apaga, la extingue y entorpece, en una larga enumeración de anécdotas, eventos, datos históricos, que tal vez dan gran testimonio de la capacidad investigativa de Juan Gabriel Vásquez, pero que revelan un descuido al momento de plasmar el trabajo de archivo como relato cohesionado, como todo compacto en la novela, con una lógica que debería ser antes que apegada a la precisión histórica, coherente con sus personajes y su trama. El relato adquiere pues un sabor forzado.

 

Es evidente que hay una cuidadosa labor del autor por tejer con la aviación toda una secuencia de símbolos que articulen su escritura, empezando con el mismo título que vuelve una y mil veces sobre el episodio –real– de un vuelo comercial estrellado contra la cordillera occidental, lo que nos lleva a imaginar, una y mil veces, el ruido de las cosas al caer, el ruido del país que se derrumba también una y mil veces desde aquellos años, el ruido del piloto con su cargamento de cocaína que se “cae” cuando la policía estadounidense lo atrapa, el ruido de un accidente aéreo en el temprano siglo XX, durante una muestra de aviación en Bogotá, el ruido de un cuerpo inerte que se derrumba asesinado.

 

También está el ruido de la novela al caer. Ruido con sensación agridulce, que comienza en el momento en que uno, lector que al fin y al cabo puede caminar por La Candelaria y jugar billar dentro de esas páginas, siente que los sucesos no fueron tan coincidentes como los narra Vásquez, ni esos personajes tan transparentes, ni los hechos tan claros, como para concordar sin ambigüedades en un rompecabezas perfecto, que encaja sin mayores dificultades tras una noche de conversación entre dos sujetos que no se conocían. Las cosas Juan Gabriel, no fueron tan fáciles. 

 

El ruido de las cosas al caer (Premio Alfaguara 2011). Alfaguara, de Juan Gabriel Vásquez

 

Camilo Alzate es colombiano por convicción. Nació y vive en Pereira, una ciudad dónde las únicas letras valiosas son las letras de cambio. Enamorado de las montañas. Escribe porque no sabe hacer otra cosa. En FronteraD ha publicado Sitiados por un ejército invisibleLa escritura y el viento y Como los cóndores. En Twitter: @camilagroso

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