Hace unos días el novio de una amiga, fotógrafo de profesión, exponía varias de sus fotos en una exposición conjunta a las afueras de Nueva York. Era Jueves Santo, la tarde era espléndida, y sin otra cosa que hacer, cogí el coche y me fui para allí. Tras una hora y pico de viaje y casi otra para dar con el sitio, entré por fin en un gran hall abarrotado de un público entre familiar y artístico. Debo decir, y espero que no se ofenda nadie por ello, que el público neoyorkino, en Manhattan o en Westchester, suele ser más guapo y más elegante que los públicos de otros lugares, al menos de los lugares que yo conozco.
Nada más entrar busqué con la mirada a mi amiga y a su novio y, mientras miraba a uno y otro lado, una chica muy mona me sirvió vino y otra me entregó el catálogo. Las paredes estaban tapizadas de fotos: fotos de famosos y de desconocidos, de paisajes idílicos y de paisajes urbanos, de fotos digitalizadas y fotos sepia de los años veinte y treinta. En un corrillo estaba mi amiga y me fui hacia ella. De pronto, antes de saludar al novio, que estaba de charla con otro, mi vista se quedó fija en la contemplación de un retrato que colgaba de la pared que tenía delante. Sobre un fondo blanco, un rostro de alabastro, casi cadavérico, me miraba y casi me atosigaba con sus ojos, entre implorantes y resignados. Me acerqué más. El rostro demacrado era el de una mujer casi anciana. Había muerte en todo el retrato y, sin embargo, el retrato era de una enorme e indescriptible belleza.
Estuve contemplándolo todavía un minuto más y luego me informé. El novio de mi amiga, Bob, había fotografiado a su madre un mes antes de morir. Vivía en una residencia de ancianos y fue esa la última imagen que había tenido de ella. La última antes de despedirse de ella para siempre.
Volví a mirar la foto y me acordé de los versos maravillosos de Rilke “Tengo muertos y los dejé partir Y me admiré de verlos así tan resignados Tan pronto hogareños en la muerte… Tan solo tú regresas, Me rozas, me rondas…”, y luego pensé en aquel verso memorable de Wallace Stevens que dice, “Death is the mother of beauty”.
De regreso a casa, esa noche me puse a leer poesía. Empecé por el “Réquiem a una amiga” y a los veinte o treinta versos cambié de tercio y pasé a recitar en voz alta “Sunday Morning”, el poema de Wallace Stevens en donde está incluido lo de “la muerte es la madre de la belleza”, entre otras cosas porque me parecía una buena lectura para celebrar el Jueves Santo y, de paso, meditar algo más sobre la fotografía de mi amigo Bob.
Hay una espiritualidad muy americana en todo Stevens, por más que en este poema lo que se haga, sobre todo, es exaltar el momento presente, a través de una mujer que prefiere quedarse en casa entre “sillas soleadas y la verde libertad de una cacatúa” antes que celebrar “the holy hush of ancient sacrifice” (“El sagrado silencio del antiguo sacrificio”). El propio poeta definió el poema como una expresión de paganismo, sin darle mayor trascendencia, aunque el trascendentalismo emersoniano está presente casi en cada verso.
Cuando uno lee a Stevens, si es que se está algo familiarizado con la tradición poética europea, resuenan los versos de Shelley, de Keats e incluso los de Mallarme, pero lo que a mí me resulta más atrayente, aparte del encantamiento rítmico y musical de sus versos, es esa disputa entre la realidad y la imaginación que aparece en tantos de sus poemas. La agónica madre fotografiada, ¿es la que vio en realidad el fotógrafo cuando hacía la fotografía o es un espectro transformado por las lentes de la cámara y la manipulación de los pixels? Y la muerte en sí, ¿es bella como lo puede ser un montón de hojas arrumbadas en el otoño o lo es porque nos lleva a otra dimensión de orden místico o trascendental? A mi estas preguntas a veces me las responde Wallace Stevens… upon the blue guitar.