Nos pasamos la vida decidiendo entre estar dentro o estar fuera, entre involucrarnos o ignorar, entre penetrar el interior de las cosas o distanciarnos de ellas, entre actuar o no. De esta elección depende descubrir quiénes somos y a quién servimos. En función de ello construimos la realidad que nos rodea, para jugar, según mercado, a ser primera o tercera persona (nunca segunda, es peligroso). Es un territorio a menudo inhóspito, proclive a la duda y a las asperezas de la conciencia.
Hoy la tecnología resuelve este problema cimentando un sistema concéntrico de realidades simultáneas en el que poder estar dentro y fuera a la vez con toda comodidad. Por eso internet es el paraíso de lo social y los videojuegos son la primera industria mundial del entretenimiento. Con ellos han crecido y crecen la mayor parte de los soldados, y con aplicaciones muy similares aprenden a matar de verdad. La diferencia, conceptual y visualmente, es mínima.
El reciente video publicado por Wikileaks sobre la matanza de 12 personas en Irak, ametralladas en 2007 por el ejército norteamericano desde dos helicópteros ilustra a la perfección este asunto. Si usted necesita que sus jóvenes maten, póngalos cachondos, siéntenlos ante una pantalla, preséntenles la realidad a baja resolución, como si fuera una simulación 3D, convierta a la población en bots enemigos, y tendrá una masacre. Eso lo saben bien los jefazos militares. Muchos de esos jóvenes soldados no soportarían el enfrentamiento directo, la mirada a los ojos, el olor del miedo y la sangre, pero métanlos en un videojuego y entonces sí sabrán qué hacer. Es su mundo, su vida, sus imágenes, sus referencias, no importa que los enemigos sean zombies, nazis o iraquíes. Son malditos bastardos a los que aniquilar para poder pasar al siguiente nivel. Convertir la realidad en videojuego es la forma perfecta de entrar en ella manteniéndose fuera. El confort del jugador reside en sentirse dentro y fuera a la vez.
De realidades anidadas habla Origen, una película infinitamente menos afectada, aburrida y pretenciosa que Matrix, con la que absurdamente se la está comparando. La película de Nolan, excesiva y divertidísima, casi un James Bond, es claramente post-digital. En ella la tecnología, que se da por supuesta, tiene muy poca presencia –apenas un maletín y unos cuantos cables– y lo realmente difícil no es crear realidades sino poder acceder a las que ya existen, tan antiguas como nosotros mismos. El acierto de Inception (título mucho más sugerente que su traducción española) es ahorrarnos pirotecnia geek y demostrarnos que en las infinitas capas de nuestro viejo y desaprovechado cerebro biológico residen todas y cada una de las aventuras posibles. Entrar en ellas ha sido, es y será el gran anhelo de la humanidad. Estar dentro y fuera a la vez, dormido y despierto,… jugando y matando.