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Jugar a la peonza

Suena Lost in the dream, de The War On Drugs

Ha pasado ya una década desde que a raíz del estreno de Origen (Inception, 2010) se dijera aquello de que su director, Christopher Nolan, había revolucionado de nuevo el cine y que el futuro del séptimo arte debería pasar irremediablemente, y como si lo sentenciara el mismísimo Jacques Rivette, por sus imágenes. Tras diez años, ¿qué queda de toda aquella premonición?

Sin duda, poca cosa, si atendemos a las numerosas listas que fueron apareciendo el primer trimestre del año y que pretendían ofrecer a la vez repaso y síntesis de lo que ha sido el cine desde el año 2010. En ninguna de las listas consultadas por humilde servidor -entre las cuales están las de Cahiers du cinéma, Positif, Caimán. Cuadernos de cine o Film Comment– aparece entre los diez primeros lugares. ¿Qué ha ocurrido con ese supuesto futuro del cine? Claro, una década da para mucho,  como para que por el camino aparezcan películas admirables y maravillosas, desconcertantes y apasionantes, súblimes como El hilo invisible (Phantom thread, 2017), de Paul Thomas Anderson, Boyhood (Ídem, 2014), de Richard Linklater, Holy Motors (Ídem, 2012), de Leos Carax o Toni Erdmann (Ídem, 2016), de Maren Ade. Títulos, algunos, en las antípodas de los propuesto por el film de Nolan, aunque, evidentemente, no se trata de que el futuro del cine deba ser unidireccional.

Pero, tal vez no haga falta recorrer tanto. Coetáneas de Origen son dos películas -estas sí aparecen en alguna de las listas- que no dejan de compartir algunos de los planteamientos que nos hace Nolan, no solo director sino también guionista de la película. Por un lado, tenemos Copia certificada (Copie conforme, 2010), de Abbas Kiarostami; por el otro, Tío Bonmee recuerda sus vidas pasadas (Lung Boonmee raluek chat, 2010), de Apichatpong Weerasethakul. En ambas se produce el efecto mágico de convertir las imágenes en un terreno ambivalente donde las fricciones entre lo real y lo ficiticio (o soñado, o mítico) nos llevan al terreno de lo misterioso, de la incertidumbre. La diferencia es que mientras Nolan necesita elaborar un complejo artefacto narrativo y visual, al maestro iraní le basta con sentar a Juliette Binoche frente a un espejo y cambiar de plano; al cineasta tailandés, no le hace falta ni eso.

Algunos, y sin ánimo de ser ventajista y jugar con la complicidad del paso del tiempo, nos mostramos reticentes, incrédulos ante la posible trascendencia de un film como Origen. De hecho, solo hacía falta tener algo de memoria para recordar que algunos de los planteamientos hechos por Nolan, a partir del juego consistente en superponer varios estados oníricos hasta no saber discernir entre el sueño y la vigilia, no se hubiesen compartido ya con los espectadores. Cinco décadas atrás, Alain Resnais, con la colaboración del novelista Alain Robbe-Grillet, nos ofreció en El año pasado en Marienbad (L’Annèe dernière à Marienbad, 1961) un fascinante e hipnótico relato en el que era imposible discernir la veracidad de lo que se nos estaba contando. Sin embargo, existe una diferencia fundamental entre una y otra propuesta. Si bien ambos se organizan a partir de laberintos narrativos, el film de Resnais da vueltas sobre sí mismo, encerrado en un bucle en el que acaba el propio espectador a través de una puesta en escena enigmática; el film de Nolan sigue una lógica implacable cuya pirotecnia visual no es más que la forma de camuflar un determinismo perfectamente cálculado. Tampoco es que se trate de elegir entre los misterios o los acertijos.

Con la trama de Origen, enmmarcada dentro de un contexto que bascula entre la ciencia-ficción y el techno-thriller, Nolan parece tener la excusa perfecta para organizar un nuevo artefacto cinematográfico que ponga de manifiesto su enorme talento visual y su capacidad para organizar piruetas narrativas. El ejercicio de malabarismo que realiza el director de Memento (Ídem, 2000) es admirable, ciertamente, pero no menos cierto es que una actitud vanidosa parece pasarle factura y lo que en principio se nos ofrece como deslumbrante acaba resultando aparatoso. La desmesura parece confundirse con el atrevimiento.

Tras una década, Origen permence intacta como apasionante y extenuante juego narrativo al que puede que le sobren algunas reglas y le falte algo de humor, al que le afecte demasiado cierta autoconciencia y sus aspiraciones de trascendencia. Está claro, pero, que eso es lo que tiene participar en el juego que ha diseñado el más listo de la clase y que, además, está dispuesto a hacérnoslo saber.

Años después, y tras otro film monumental como Interstellar (Ídem, 2014), Nolan dirigió Dunkerque (Dunkirk, 2017), donde prescindió de lo aparatoso sin dejar de resultar espectacular, donde apostó por la sencillez y la aparente concisión, donde dejó de tratar de demostrarnos lo que supuestamente sea y elaboró una película asombrosa. Allí donde había necesitado de todo un entramado argumental que le diera pie a organizar el relato a partir de cinco niveles narrativos, cuyos tiempos internos eran diferentes, y conectados por el montaje paralelo, ahora no necesitaba más que tres escenarios diferentes para confeccionar un magnífico puzle del que resulta imposible rastrear los bordes de las piezas. De nuevo un laberinto, pero en el que no somos conscientes que hemos entrado hasta que el relato hace confluir los tres escenarios y reconocemos que lo ocurrido en tierra ha transcurrido a lo largo de una semana, la peripecia marítima ha durado un día y la aventura del aviador solitario se ha desarrollado durante una hora.

Puede que Origen no haya sido el futuro del cine, como puede que Nolan haya aprendido, tal y como demuestra en Dunkerque, que de lo que no se trata es de ser como uno de los dos magos que protagonizaban otra de sus películas El truco final (The prestige, 2006), intentando superar a su rival, pero también a sí mismos con el más difícil todavía. Porque aquí lo que no exigimos es que nos pongan de manifiesto un truco que nos sorprenda, sino de que hagan magia sin que seamos conscientes de ello, sin que sepamos si hay que despertar o no del sueño, sin que sepamos cuando caerá la peonza, o si lo hará.

 

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