Para muchos, el lanzamiento de tiros desde el punto de penalti constituye una lotería moderna que en poco difiere con la solución que vino a reemplazar, la de decretar un ganador echando una moneda al aire.
Hay equipos, sin embargo, que han acogido la idea con entusiasmo, que han construido su forma de jugar alrededor de la noción, o que al menos la han incorporado a su filosofía de juego. Son equipos con brío, son selecciones que se mantienen al filo, son países que viven al límite las posibilidades del fútbol, que se atreven a arriesgarlo todo –la euforia, el desconsuelo, la vida– en una sesión de disparos a puerta.
Sería osado decir que Italia identifica su estrategia futbolística con el vértigo de lo impredecible. Después de todo, el mundo entero sabe lo que es el catenaccio, principalmente porque en algún momento de la vida todo seleccionado ha sido víctima de algún Pippo Inzaghi que ha definido en el minuto 88. Sin embargo, estas próximas líneas tienen el propósito, incauto, sin lugar a dudas, de hacer precisamente eso: de romper con los estereotipos y rendir homenaje al espíritu aventurero de los italianos, especialmente en los últimos 20 años. Pues ha sido en ese período en el que se ha desarrollado con mayor fuerza aquella atracción por el abismo que ha llevado a la azurra a disputar hasta seis desempates por penaltis en grandes torneos internacionales.
Lo extraordinario radica no solamente en la asiduidad con la que Italia, históricamente, ha colocado su destino en manos de la fortuna, sino que además lo ha hecho estoicamente, en ocasiones sacrificando sin reparo cualquier tipo de ambición ofensiva, y ciñéndose al principio fundamental de que para perder hay que recibir un gol. El lado contrario de la moneda, el que afirma la otra tautología, que para ganar hay que marcar, ha sido desechado por los ítalos, es verdad, junto con la vieja práctica de echar la moneda al aire. Así es como Italia tantas veces ha pasado 90 minutos diseñando un nudo sofisticado y elegante –digno de un Armani o un Rosetti– para luego ponerse la soga al cuello y balancearse por media hora en una silla de poliestireno.
Esa carrera, la del triunfo, la que libera la adrenalina acumulada durante tensos minutos suspendidos sin enganche ni red de protección sobre la ignominia de la eliminación, se asociará eternamente en la memoria colectiva de los italianos con la que corriera Fabio Grosso a manera de celebración tras acertar el último lanzamiento de penaltis en un enfrentamiento que jamás llegará a trascender más allá del momento en el que Zinedine Zidane, inexplicablemente, perdió la cabeza. Se disputaba la final de la Copa Mundial de 2006, por supuesto, entre Italia y Francia en lo que sería el último partido profesional del más grande de los jugadores de toda una generación. Francia perdió por el más fino de los márgenes, por un tiro directo desde el punto de las 12 yardas que David Trezeguet, justamente él, estrelló contra el travesaño. El rebote fue hacia abajo pero el ángulo de la trayectoria del balón fue agudo y por lo tanto acabó delante de la línea de gol. Italia, ligeramente por delante, sufriría casi más con cada uno de los próximos lanzamientos, el de De Rossi, el de Del Piero, antes de permitirse perder los estribos con el gol de Grosso.
Y es que el sufrimiento es el ingrediente fundamental de la tanda de penaltis. Acaso ello explique la atracción fatal que la selección azurra siente por los empates a cero y por el desenlace más dramático concebido en la historia del fútbol. Pues, como lo advertía ya Jovanotti en “Mi fido di te”, el vértigo no corresponde en realidad al miedo de caer de las alturas sino más bien a las ansias de volar. Ha sido precisamente esas ansias de alcanzar la gloria, no de la manera más fácil o directa, sino a través del proceso más apoteósico, en un coqueteo perenne con la tragedia, lo que ha llevado a Italia a sumirse en la más profunda de las tristezas, construyendo mitos de proporciones edípicas en los que gigantes entrañables han pasado a la historia, sobre todo, por sus fracasos.
El primero de ellos, desde luego, es Roberto Baggio, el niño mimado de la afición azul, el prodigio de mediocampo de una generación brillante, el mago con el guante de seda, que elevó las expectativas de toda una nación a niveles insospechados, solo para estrellarlas desde las estratosféricas alturas de un penalti mal cobrado con un balón que no llegó a bajar hasta que Fabio Grosso salió disparado en aquella carrera de júbilo de la que ya se ha hablado. Así, de un momento al otro, Baggio, el hermoso, el arrogante, el chico de la coleta de oro, se convirtió en el héroe trágico que, solo, desahuciado, aguantó todo el peso del mundo, hasta que su rostro finalmente se vino abajo con la desilusión conjunta de un país en el que la política, la deuda pública y los impuestos juegan un papel secundario, supeditado al fútbol.
A día de hoy, Italia sigue enamorada de la tanda de penaltis, no tanto porque pareciera que el hechizo que había sobre los azzurri fue roto en el 2006, sino más bien porque hay algo en el temperamento italiano, una especie perversa de piromanía, que los conduce a jugar con fuego cada cierto tiempo – algo que se plasma íntegramente en el cruel desenlace de la tanda de penales.