—Lo sorprendente es cómo llegué a El País —recuerda el crítico de televisión Javier Pérez de Albéniz, en ‘La Ventana’, de la SER—. Era el año 84, cuando Bruce Springsteen sacó un disco que se llamaba ‘Born in the USA’. Y yo, desde mi casa, llamé por teléfono y le propuse a Ángel, sin haber escrito nunca antes en ningún periódico, un texto sobre este disco en el dominical de ‘El País’. Ángel me dijo que le mandase el texto, lo hice y lo publicó directamente.
—Y así entraste en ‘El País’ —resume la presentadora Gemma Nierga.
—Ángel confió en mí sin conocerme.
—Ahora esas cosas ya no pasan Javier —bromea la conductora del programa—. Lo digo porque, como bien sabes, la profesión está pasando por uno de sus peores momentos.
—Es que no solo me lo publicaron, sino que me lo pagaron.
—Eran otros tiempos —se escucha decir de fondo a Paco Lobatón.
Con el cierre de la edición impresa del diario ‘Público’ se quedan sin empleo 134 trabajadores de un total de 160. De las 26 personas que se estima quedarán en plantilla, 13 de ellos serán periodistas, quienes llevarán la web. Un nuevo golpe para una profesión que ha visto cómo se han destruido casi 5.000 puestos de trabajo desde noviembre de 2008.
En estos tiempos, «hasta para jugarte el pellejo existen las rebajas». Lo escribe Alberto Arce en ‘Misrata Calling’, la crónica larga que siempre quiso escribir y que ha publicado con la editorial ‘Libros del KO’.
La anécdota que le lleva a esa conclusión «podría tomarse como epitafio» de la profesión. Cubrió durante tres semanas la guerra libia junto al fotógrafo Ricardo García Vilanova, quien tomó una foto «increíble» para el periódico con el que este último suele trabajar. «Pero no la vamos a publicar», le respondieron. Así que Ricardo envió la foto a una agencia, que la distribuyó por todo el mundo. Y el mismo diario que la había rechazado terminó publicando la imagen en primera página.
«La diferencia entre la venta individual o la distribución a través de agencia es que esta última paga tres veces menos», remacha Alberto.
Hasta para jugarte el pellejo existen las rebajas.
Alberto Arce escribe desde las dificultades del ‘freelance’, de lo que hace una actitud vital. Tras cobrar el finiquito de un periódico que no llegó a ver la luz, decidió gastarlo en un viaje a Libia. No de placer, precisamente. «Menos llorar y más actuar. El futuro y el trabajo, en un contexto tan complicado, no dependen solo de uno mismo, pero hay que poner todo lo que uno tiene en el asador. Salir y buscar», defiende.
El resultado es una crónica con mucho ritmo. Arranca con dificultades, pero pronto coge velocidad. Un sprint hacia delante, en línea recta, con un estilo directo y simple. Quizá por eso, por esas ganas de ponerse el mundo por montera, se pasa de frenada cuando decide tomar curvas y contar las historias de quienes lo rodean.
Alberto Arce trabaja con una cámara de vídeo y en ‘Misrata Calling’ lleva al papel lo que quedó en sus cintas: un viaje peligroso entre combatientes, disparos, rencores y trasuntos de historias. La falta de personajes acabados es el principal lastre del texto. De ninguno de los hombres que se cuelan en su periplo dibuja una historia que permita conocerlos a fondo.
El gran protagonista termina siendo Alberto Arce; es el único personaje acabado. Y «la mirada más fértil —suele decir su amigo y colega Plàcid Garcia-Planas— es siempre la mirada del otro». Bien lo sabe Alberto. En una entrevista dice: «Nosotros no somos los protagonistas. Estoy un poco harto del periodismo de adrenalina, del periodista valiente. Lo que importa es que podamos contar las historias de la gente que está allí y no tiene voz. La historia importante no es la mía, sino la de ellos».
Una forma de pensar que le acerca a la de Robert Fisk, que critica en un artículo lo mucho que sabemos del fotógrafo británico Paul Conroy, atrapado en Homs, y lo poco de los «13 voluntarios sirios que fueron presuntamente asesinados por francotiradores y la artillería pesada mientras lo rescataban». «No es culpa de de Conroy, por supuesto. Pero me pregunto si tenemos la intención de descubrir los nombres de estos mártires», añade.
«Hay algo vagamente colonial en todo esto —continúa—. Hemos crecido tan acostumbrados a las heroicas hazañas de una versión cinematográfica de los corresponsales de guerra que, de alguna manera, se convierten en más importantes que las personas sobre las que informan».
Y finaliza Fisk: «Cuando los israelíes comenzaron el cruel bombardeo de Gaza, en 2008, censuraron a todos los reporteros, como los sirios han intentado hacer en Homs. Y los israelíes tuvieron mucho más éxito en impedir que los occidentales vieran el baño de sangre. Hicieron un buen trabajo. Es curioso, sin embargo, que las redacciones en Londres y Washington no tuvieron el mismo entusiasmo en conseguir que su gente llegara a Gaza como lo hicieron en el caso de Homs».
Lo que no sabe Robert Fisk, o no quiere saberlo, es que allí había un tal Alberto Arce.