1. Subyace a la escritura de este libro una triple motivación. En primer lugar, que es un tema de actualidad. El nacionalismo está en todas las agendas. No me refiero sólo al catalán o vasco o a la ola nacionalista de la extrema derecha o al español, húngaro o americano, sino a su capacidad de contagio que invade todo. Durante años he colaborado en El Periódico de Catalunya y he podido ver cómo la vis nationalista enturbia lo que es claro sin que aclare lo turbio. La segunda motivación es menos coyuntural. Creo que la figura del Estado Nación, meca de todos los nacionalismos, tanto de los ya constituidos como de los aspirantes, es incapaz de responder a los retos de nuestro tiempo, empezando por el de la emigración y siguiendo por los territorios en guerra. Tareas que en el pasado ha podido desempeñar con mayor o menor fortuna, le resultan hoy imposible. Hay una tercera razón que en mi caso ha tenido su peso, aunque me resulte difícil trasmitirla: porque hubo Auschwitz, un acontecimiento epocal en el que el nacionalismo demostró que no sólo excluye, sino que, dejado a su aire, también extermina. Lo que el deber de memoria nos dice es que Auschwitz no es sólo parte de la historia del nacionalismo, sino que forma parte de su naturaleza.
2. Tengo que aclarar que por nacionalismo no sólo entiendo y atiendo lo que dicen los nacionalistas vascos o catalanes sino algo mucho más amplio, a saber, la pretensión de una comunidad humana de considerarse titular o propietaria del territorio que ocupa, de suerte que, a la hora de reconocer derechos, distinga entre los míos y los otros, los de dentro y los de fuera, arruinando de hecho el alcance de los derechos del hombre. Esa apropiación del territorio por la comunidad que le habita puede tomar la forma de una polis, una civitas, una patria, un Estado o una nación. Esa idea, pues, de que “esta tierra es mía” y yo me debo a ella hasta el punto de que por ella uno mata o muere. A eso podemos llamarlo nacionalismo o pertenencia.
Esta ideología de la pertenencia, tan arraigada en nuestra historia, es la que creo está en crisis. Lo que pretendo con este libro es explicarme por qué está tan arraigada, por qué está en crisis, y si hay alternativa.
3. Su arraigo se manifiesta en la historia del pensamiento. Hay un hilo conductor que va del origen de la filosofía política, que podemos situar en Aristóteles, hasta Hegel, su culminación, que avala su legitimidad. Y hay en la conciencia de cualquier español un relato que le identifica con lo que es España. Lo que quiero decir es que el sentimiento identitario tiene hondas raíces filosóficas e históricas.
Lo que puedo decir, después de haberlas examinado cuidadosamente, es que esas bases no se sostienen. Las trato en el libro de “equívocos originarios”. Aristóteles dice que el ser humano que no pertenezca a una polis no es un ser humano, es decir, que humanidad y pertenencia se solapan. La consecuencia de esta idea es que el que no tiene polis, es decir, el a-polis (el exiliado o el apátrida, por ejemplo) no son seres humanos. Esta relación entre humanidad y pertenencia explica que la palabra humanidad y territorio tengan la misma razón: ambas vienen de humus. Bueno, pues esta idea, tan fundante, me parece más que discutible. Tampoco merece mayor aprecio la explicación de la identidad española. Sigo aquí las huellas de Américo Castro para quien esto que llamamos España tiene todo que ver con la experiencia musulmana en Hispania. Entonces, en el siglo XIII, aparece el término “espagnol”, un mote con el que los franceses designaban a esa parte de Hispania, compuesta de pequeños reinos que trataban de sobrevivir al margen del coloso musulmán, distintos entres sí pero que tenían en común ser cristianos. Sólo levantaron cabeza cuando tomaron nota del enemigo y elevaron la creencia a motor político y bélico. Como dice el Mío Cid “si ellos tienen su Mahoma, nosotros a San Yague”. Esta sustitución de Mahoma por Santiago fue una operación de alcance histórico. Si su presencia confirma la idea de que la religión es la substancia de la política de cada comunidad, tendrá más derecho al territorio aquella religión que sea autóctona y no importada de fuera. En esto los cristianos fueron mucho más avispados pues nacionalizaron el cristianismo al hacer de Santiago uno de los nuestros. Lo que en el fondo pretendía el mito de Santiago era decir que Santiago, el hermano mayor de Jesús, había fundado el cristianismo en España, como su hermano, Jesús, lo había hecho en Palestina. De esta forma se nacionalizaba el cristianismo, identificando ser cristiano y ser español, convirtiendo de golpe a judíos y moriscos en extranjeros. Este momento fundante de la identidad española, totalmente inventado, nos dice dos cosas: la profunda implicación en el ser español de lo político y de lo religioso o, dicho, de otra manera, la naturaleza religiosa de la identidad política, y, en segundo lugar, la necesidad de excluir a la hora de afirmarnos. De eso no nos hemos repuesto.
4. Estos dos equívocos han pesado y pesan mucho en el ser español. Son como genes originarios. Pero hay acuerdo en pensar que los nacionalismos modernos donde se cuecen es en el siglo XIX, al amparo del romanticismo, por eso dedico una parte del libro al estudio de ese momento, aunque relativizo su importancia. Supuso ciertamente un arreón del nacionalismo, pero sobre las bases originarias. Aparecieron, en efecto, una serie de viejas comunidades que querían emanciparse de su matriz nacionalista anterior y ser independientes. Es el caso de catalanes y vascos. Querían ser, en cuanto catalanes o vascos, lo mismo que eran los españoles. No cambiaba la esencia identitaria, solo su distribución cuantitativa.
Digo que el nacionalismo romántico fue un arreón porque se produjo como reacción a un intento ilustrado, ciertamente fallido, de superar el nacionalismo. Con la llegada a Europa del aire fresco que supuso la Ilustración se puso en circulación, de la mano de la razón, un discurso universalista que por primera vez cuestionaba la querencia nacionalista. No se explica el romanticismo sin la alarma que provoca la Ilustración con sus propuestas universalistas que ponían en peligro las identidades canónicas. Citemos al menos estas dos: por un lado, la idea kantiana de una federación de pueblos y, por otro, el proyecto napoleónico de crear una unión europea con ideas ilustradas, pero a punto de pistola. Lo de Kant fue un ataque en toda regla que daba en la línea de flotación de la ideología de la pertenencia. Él hablaba, en efecto, de un Estado de los pueblos (Völkerstaat), es decir, de una gobernanza mundial que “abarcaría a todos los pueblos de la tierra”. Y esto lo decía no sólo para poner fin a las guerras –causadas en último término por colocar el “interés nacional” por encima de todo– sino por una exigencia de la razón práctica. Era un golpe mortal a la idea aristotélica que ligaba el ser humano a pertenecer a una polis: si Aristóteles basaba su ecuación (ser humano=pertenecer a una polis) en una exigencia de la naturaleza, Kant le devolvía el golpe basando la gobernanza mundial en una exigencia de la razón moral. Napoleón, con su guerra europea empeñada en crear una unión por la fuerza, acabó de movilizar todas las energías identitarias que se sentían amenazadas desde la filosofía y la política. La reacción fue una corriente que llamamos Romanticismo y que alimentó un nacionalismo alemán, otro francés, otro español…
El nacionalismo alemán, inspirado en Herder y Fichte, es antirrevolucionario y antilustrado, basado en la sangre, la tierra, la religión y la lengua, es decir, marcadamente étnico. El nacionalismo francés, propiciado por Renan, quería estar, al contrario que el alemán, inspirado en la Ilustración, pero que se reveló imposible porque sus dos condiciones (compartir memoria y recurso al plebiscito) resultaron imposibles ya que la memoria se tradujo en olvidos voluntarios y el plebiscito en arma no de la comunidad sino del poder. Finalmente, el nacionalismo español inspirado en esa versión latina del romanticismo que es el tradicionalismo que tenía sus propias características: si el romanticismo ponía el acento en el sentimiento (contra el racionalismo ilustrado) y en la comunidad (contra lo abstracto ilustrado), el lema del tradicionalismo era “no la contrarrevolución sino lo contrario a la revolución”. Nada de revolución, ni conservadora, es decir, nada que altere el orden natural, inspirado por Dios: prioridad, pues, del orden natural sobre el racional; del mundo dado o creado al por hacer o por producir; prioridad de la geografía sobre la historia… En una palabra, prioridad de la religión sobre la política. Quien encarna el tradicionalismo en España es el carlismo, que no es tanto un pleito dinástico cuanto una concepción del mundo alternativo al que supuso la Revolución Francesa, de ahí su lema: Dios (no razón), Patria (no Europa) y Rey (tradición, no libertad). El carlismo intentó asaltar el Estado, con siete años de guerras, que perdió. Tras la derrota se refugia en lo local: del lema “Dios-Patria-Rey” pasa, sin solución de continuidad a “ Dios y Fueros”, animando o creando los nacionalismos vasco (Sabino Arana) o catalán (el obispo de Vic Torres y Bages, el autor del emblema de Monserrat, “Cataluña será cristiana o no será”, era uno de ellos). Estos nacionalismos son antirrevolucionarios, antiliberales, antiilustrados y antidemocráticos (lo que no quiere decir que los partidos nacionalistas lo sean pues integran en su ideario otro tipo de tradiciones, ya sean democristianas (el Partido Nacionalista Vasco, PNV) o socialistas (Esquerra Republicana de Cataluña, ERC), de ahí que se hable de sus “dos almas”).
5. Lo que estas reflexiones demuestran es que las bases teóricas de la pertenencia son hartamente discutibles. Habría que mirar en el lado pragmático explicaciones para su milenaria persistencia. Y es verdad que la polis nos ha dado mucho. Pero sus prestaciones parecen agotarse. No parece que levantar fronteras sea ya la solución al mayor problema político del futuro, según muchos. Me refiero al problema migratorio que crece exponencialmente. Sin olvidar otro aspecto –este de naturaleza histórica– de gran calado: Auschwitz, una estación terminal del nacionalismo que no sólo forma parte de su historia sino también de su naturaleza.
Por todas estas razones se impone la necesidad de plantearse una alternativa, asunto nada fácil pues la pertenencia, en cualquiera de sus versiones, se nos revela como algo natural y, por tanto, imprescindible. Pero esa es una falsa apreciación, por eso recurro a la sabiduría del mito de Babel. Ahí, en los orígenes de la humanidad, ya se dibujan dos modelos bien diferenciados: el de la ciudad cerrada, monolítica y monolingüe, que fracasó; el que propuso la minoría que supo sacar las consecuencias de ese fracaso, a saber, uno que reconociera la pluralidad de lenguas y modos de ser, y que ocupara pacíficamente el vasto mundo de la tierra. Frente a la polis, la diáspora.
Entiendo que para dibujar un modelo alternativo al de la pertenencia, hay que seguir el rastro de la minoría diaspórica (que llamamos “pueblo judío”) porque esta gente ha dado cuenta de los límites y contradicciones de la polis, al tiempo que apuntaba detalles y momentos de una alternativa posible.
Me fijo en tres, aunque son muchos más, a modo de ejemplos. De Franz Rosenzweig –un filósofo judío alemán, clave en este empeño– tomo dos apuntes. En primer lugar, que “todos tenemos una casa, pero que somos más que la casa”. “Todos tenemos una casa”, es decir, todos nacemos en un contexto particular (con su lengua, sus costumbres, su cultura, sus gustos…) de suerte que no le vale ni el nomadismo permanente ni el cosmopolitismo abstracto. El segundo, que si todo el mundo tiene su casa, su lengua, sus costumbres etcétera, no hay que absolutizar ninguna. No hay tierra, ni lengua sagrada, ni verdadera. O, mejor, la tierra verdadera es siempre una por venir. Ahora bien, si la tierra verdadera es una prometida, la tierra que habitamos o la lengua que hablamos son “simbólicas”, es decir, señales provisionales o símbolos de la que vendrá. Rosenzweig desacraliza las bases del nacionalismo.
También me refiero a Simone Weil, otra pensadora judía que propuso sustituir los Derechos Humanos por Deberes Humanos. Es una propuesta muy osada porque los derechos humanos son como la Biblia en valores del hombre contemporáneo. Para ella, sin embargo, son una trampa porque esa doctrina da mucho, pero sólo a los suyos. Dice, por ejemplo, que todo ser humano nace igual y libre, pero enseguida precisa que eso afecta sólo a los “ciudadanos”, es decir, a los de casa, a los nacionales, pero no a los de fuera (algo que bien saben los que llegan en pateras a las costas de España o Italia). Los Derechos Humanos son, en el fondo, recomendaciones morales que los Estados pueden asumirlas o no. Por eso ella habla de Deberes Humanos, que no dependen de la voluntad de los Estados, sino que surgen de las necesidades de los individuos… Traigo también a colación a María Zambrano, que no era judía, pero sí una exiliada que reflexionó seriamente sobre su experiencia llegando a la conclusión de que “el exilio es la verdadera patria”. Doy importancia a su presencia porque es una forma de mostrar que el modelo diaspórico, alternativo a la pertenencia, no es cosa de judíos, sino de quien entienda el sentido de la diáspora, algo que entendieron muchos exiliados, como la propia Zambrano.
Podríamos preguntarnos cómo sería una democracia inspirada en la diáspora. Jacques Derrida la llama “la democracia por venir”. Si la que tenemos está en el fondo sustentada por la pertenencia o, como Derrida dice, por el nacimiento, la otra “por venir” debería basarse en la hospitalidad. La alternativa a pertenencia es hospitalidad porque la pertenencia va ligada al concepto de propiedad (propiedad del territorio) mientras que la hospitalidad, al de universalidad. El huésped no sólo tiene derecho a irse del lugar en el que se encuentra sino a posarse, sin sentirse propietario, en cualquier lugar. El nudo gordiano del problema es el de la propiedad que no es sólo el principio legitimador del nacionalismo sino el principio racional del ser humano. Lo que distinguiría al ser humano del animal en su relación con el mundo es que el animal come hierba porque y cuando tiene hambre, mientras que el ser humano necesita disponer del título de propietario de ese lugar donde crece el trigo. Kant llega a decir quela justificación racional del Estado estriba en que éste garantiza el derecho de propiedad, un derecho que es necesario para el ejercicio de la libertad. Nada más subversivo entonces que la renuncia a ese derecho de apropiación o pertenencia, tal y como propone la hospitalidad de la diáspora. Esto lo entendió bien Hitler, que odiaba al judío por haber renunciado a ese derecho a conquistar su territorio, y también el franciscanismo que conmovió los cimientos de Occidente al predicar la renuncia al derecho a tener derechos, algo que sonó a herejía al Papa Juan XXII porque suponía la renuncia a la condición humana… tal y como se había entendido desde los tiempos de Babel. Pero aquello fracasó y fueron pocos los que aprendieron la lección.