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AcordeónJulia, vida mía. Un paseo por el mundo amoroso de Rousseau

Julia, vida mía. Un paseo por el mundo amoroso de Rousseau

Desde mediados del siglo XVII, con el acceso al trono del Luis XIV, en París se impusieron las pelucas para los hombres, generalmente largas, rizadas y caídas sobre los hombros, espectaculares, horribles, y toda una vestimenta que ha hecho decir que por primera vez los hombres se vestían mejor que las mujeres. Aunque tímido y torpe en el trato social y en su “aliño indumentario”, Jean-Jacques también había decidido hacía tiempo usar estas ropas, incluido el espadín, las medias blancas y el reloj, ese objeto tan presente en su infancia y en las casas de sus antepasados. Ya en Venecia, como secretario del embajador francés, aceptó con gusto emperifollarse y exigir incluso lo que se debía a su “posición” administrativa. Tras varios años en París, inmerso en lecturas serias, en vida de salones, amores cuyo lecho real solía ser su acogedora mente, y largas discusiones privadas sobre este y los otros mundos, Rousseau decidió reformarse. Su vieja dolencia urinaria había vuelto con crudeza y estuvo varios meses muy enfermo. Le llegó la noticia de que su médico creía que le podían quedar seis meses de vida. ¿Perder el tiempo en su trabajo actual de contable de M de Frascueil, recaudador general de finanzas? Gracias a la fama enorme y totalmente inesperada que inicialmente le había otorgado la publicación de su Discurso premiado por la Academia de Dijón, decidió cambiar de vida. ¡Fuera el reloj! “Inicié la reforma por la apariencia, prescindí del oropel y de las medias blancas, me puse una peluca redonda, dejé la espada y vendí mi reloj, diciéndome con una alegría inconcebible: ‘Gracias al cielo, ya no tendré que saber la hora que es’”. Para ganarse la vida, artesanalmente, comenzó a copiar música, a un precio un poco más alto de lo que se estilaba –al fin y al cabo, era él–, y se trataba de una tarea casera, que podía hacer a su aire, regido por un tiempo interno. Nunca le habían gustado las normas que no eran las suyas, ni los horarios que no eran de su tiempo. Así comenzó el año 1751, cuando tenía treinta y ocho años bien cumplidos. El hijo y nieto y tataranieto de relojeros suizos decidió quitarse el reloj del bolsillo, consultado para medir con esa cucharilla de tiempo sus días laborales, sociales, el tiempo que de los otros. “Renuncié para siempre a cualquier proyecto de fortuna y de ascenso” –nos cuenta con orgullo– y “apliqué todas las fuerzas de mi alma a romper las cadenas de la opinión, y a hacer animosamente cuanto me parecía bien, sin preocuparme para nada del juicio de los hombres”. Jean-Jacques había dejado paso a Rousseau, alguien que iba a firmar todos sus libros, un reformador social, un crítico radical de las costumbres, un converso al catolicismo que nunca lo fue del todo y que, vuelto a su originaria fe, tampoco sería un protestante asimilable en ninguna tendencia, en definitiva: alguien que quería caminar por sus propias circunstancias, como un espíritu moderno, en pleno reinado del Luis XV que había hecho de París, del aristócrata y burgués, un eco de Versalles. Este proceso en realidad duró varios años, en los que no dejó de alternar, de acudir a salones, además estrenó con mucho éxito su ópera El adivino de aldea, que le dio aún más fama, dinero, y suscitó envidia, esa que le perseguiría, con más razón de la que sus detractores quieren pensar. Hasta que, ya cansado de París, del salón de Holbach y de tantos otros, aceptó el ofrecimiento que le hizo Madame d´Épinay en sus propiedades, y en abril de 1756 se instaló en el Ermitage, colindante con el bosque de Montmorency, donde escribiría varias de sus grandes obras asistido por una pasión sostenida y una inspiración ordenada, con un tiempo regido por la antorcha y la brújula.

El irreductible Rousseau quería vestir a su manera, quitarse el reloj y, como es evidente en los libros que iba a escribir en esos años, inventar al hombre moderno, atendiendo al valor conformador de los sueños; un ser asentado en los sentimientos lúcidos y en una idea de la naturaleza plena de dinamismo vivo, inspirador, cuya expresión humana sería el amor de pareja, no el amor a Dios por encima de todas las cosas, sino el amor pasional y erótico, porque eso iba a ser la novela que marcó, en 1761, un momento antes y otro después en su siglo.

Rousseau era un novelero, una mente que se congratulaba (y se torturaba) con las tramas, escenas y aspectos de la psicología de los personajes, y como hombre que no había logrado realizarse en pareja, porque Thérèse fue primero ama de llaves con la que tenía relaciones sexuales estrictas, y luego, cuando en la vejez fue su mujer, ya no se acostaba con ella. Era un frustrado soñador, y, añado, pero también un soñador realizado, porque a diferencia de la sublimación en Freud, en su caso las compensaciones de las ensoñaciones responden con mayor amplitud a su deseo, en cierto modo autosuficiente, quizás porque en Rousseau, que era un artista, estas ensoñaciones tenían forma, una narración favorable a su cumplimiento. Sí, Rousseau, el filósofo, el teórico político, tan citado por personajes y personajillos de la historia del poder social, era un artista, que no quiso ser, que decía hacer mejor nada. En cierto modo este fue su signo, un pensador que no respetaba la filosofía, sobre todo de su tiempo, un músico desde su juventud, y un narrador fiel a las primeras lecturas en voz alta de su infancia, presente no solo en su notable novela, y en el Emilio, sino en las casi dos mil páginas que forman sus textos memorialísticos. Que leyera tantos libros en voz alta en su primera infancia, creo que es algo que se podría tener en cuenta a la hora de valorar la importancia renovadora de su prosa.

Lo vemos en la primera época del Hermitage, en las propiedades de Madame d´Épinay, tras haber estado ocupado en algo que le había solicitado Madame Dupin, un resumen amplio, lleno de consideraciones del propio Rousseau, de las extensas obras del abate Saint-Pierre, recientemente fallecido. No me resisto a citar un párrafo de sus memorias, penetrante, que podemos aplicar a muchos intelectuales. Dice de Saint-Pierre que “no tuvo más pasión que la de la razón, sin embargo no hizo otra cosa que caminar de error en error por todos sus sistemas, por haber querido hacer a los hombres semejantes a él en vez de tomarlos tal cual son y seguirán siendo. Trabajó sólo para seres imaginarios cuando pensaba trabajar para sus contemporáneos”. También, y sobre todo para nosotros, se entretuvo en pergeñar algunas historietas sentimentales, hasta que comenzaron a aparecer, en esos paseos arrebatados por el bosquecillo de Montmorency, en el año de gracia de 1756, Julie y Claire y Saint-Preux. Por medio, el terremoto de Lisboa, el poema de Voltaire contra la Providencia, y la carta de Jean-Jacques diciéndole que no se podía pedir que la naturaleza estuviera ajustada a nuestras leyes. Estamos excesivamente cerca de los detalles… Voltaire le contestó con una amable evasiva. ¿Qué pedía el deísta a un Dios del que nada podía saber? Rousseau tampoco sabe, pero descansa su ignorancia en ese todo que está bien para el todo. Pero la evasiva respuesta se convirtió en algo importante, porque la carta de Rousseau dio origen a su Cándido. Es invierno, llueve mucho, los campos están inundados, y Rousseau está aislado con Thérèse y la madre de esta, la señora La Vasseur. Escribe sin parar, siguiendo en vilo las cartas que se cruzan sus personajes, casi leídas por Rousseau antes de escribirlas, o que lee cuando las pasa a limpio, con letra muy clara sobre un papel dorado. Conforme el texto crece lo va cosiendo formando volúmenes con unas cintas azules. A veces le leía a las dos mujeres algunos fragmentos y al mismo Jean-Jacques se le llenaban los ojos de lágrimas ante algunos pasajes.

En ese retiro que le era criticado por algunos de sus amigos, como Holbach o Diderot, un hombre de ciudad, que solo salió de París en una temporada para ir a Rusia, Rousseau, que al fin y al cabo había nacido en una ciudad pequeña y vivido por regla general en aldeas y pueblos, y que amaba realmente el campo, las montañas, los lagos, los arroyos (nunca el mar ni las llanuras), los caminos escabrosos y escarpados, un mundo natural que acabó conociendo bien, el Hermitage y luego en Montlouis se siente en un medio favorable y desarrolla en pocos años un conjunto de obras prodigiosas, un verdadero tour de force, que incluye La professions de foi du Vicaire Savoyano, y proyectos que luego articularía de otro modo, como el que llevaría el título tan sugestivo de La morale sensitive ou le materialisme du sage, además de Julia, el Emilio en el Contrato social. Quien llega a este retiro, propiciado por Madame d´Épinay, a quien nunca podremos los lectores agradecérselo lo bastante, es alguien que ha apartado de sus lecturas las novelas y poemas, empujado por una búsqueda moral, de filosofía política, y junto a obras de estos géneros, escribe una novela “romántica” que estalla de inmediato en el corazón de los lectores y lectoras de lengua francesa, en un siglo pujantemente científico y, en cierto modo cínico, aunque con un lado de novela sentimental que venía desde el XVII. ¿Se ignoraba Rousseau a sí mismo como escritor? Es algo que vengo preguntándome de distinta forma desde que comencé estas páginas. Es cierto que escribió teatro, poemas, óperas, cuentos, textos morales y políticos, ensayos técnicos sobre música (sobre una nueva notación y un diccionario), y que, tardío y devoto herborista, escribiría un diccionario de botánica. Pero creía que se había apartado, y más, que había renegado de la literatura. Había escrito contra el teatro, como un Platón moderno, ajustado a su crítica moral. Y, sin embargo, qué entrega minuciosa y apasionada a la hora de escribir Julie… Mi sospecha, que vale solo como tal, es que en el fondo fue una novela escrita para su madre, la sensible e inteligente lectora, a la que no pudo conocer salvo por lo que contaba su padre (y ambos lloraban entonces al evocarla en el taller del relojero) y por esos libros de narraciones, algunos en varios volúmenes, novelas río, como esta que él escribe en seis libros y más de mil quinientas páginas en la primera edición de Rey en Ámsterdam. La primera mujer que Rousseau tuvo que imaginar había muerto al nacer él, y era su madre. Nada podía recordar de ella, salvo los recuerdos adquiridos por las evocaciones de sus mayores, incluidas, debemos suponer, las de su díscolo hermano, del que tan poco sabemos.

De niño había sentido ya todo, como nos dice en sus memorias, antes de haber conocido nada. También la debió de escribir para Madame de Warens, cuyo recuerdo emotivo y votivo, alcanza el décimo paseo de sus Reveries, acabado nada más haberlo iniciado, porque la muerte vino a tocar su hombro. Y al paso, pero de manera apasionada, escribió muchas páginas para Madame d´Houdetot, por quien estuvo “ebrio” de amor; “ella por su amante, yo por ella”. Y es una novela escrita para sí mismo, como se debiera escribir de verdad una novela, a pesar de lo que pudieran pensar sus amigos filósofos, que lo había escuchado despotricar del género. Como en el amor trovadoresco, el amor-pasión de Rousseau se da fuera del matrimonio. ¿Es un amor frustrado lo que expresa en su narración, como algunos comentaristas han pretendido? No lo creo: es un amor logrado, porque para Rousseau la pasión amorosa no se extiende en un proceso social (el matrimonio, los hijos, el trabajo), sino que, como la poesía, ilumina sin convertirse en alumbrado público. Si hay un soñador romántico (avant la lettre) en ese siglo, ese fue Rousseau, una paradoja dinamitadora y dinamizadora en un tiempo de entronamiento de la razón, incluso en el juego de las pasiones.

Principalmente los libros de Rousseau se editaban en Holanda, aunque a veces se hacían ediciones copiadas de la original holandesa en París y sobre todo en Ginebra. En Ámsterdam se editaron obras individuales, reuniones de libros y obras completas de Rousseau, pero también, es obvio, de gran parte de los ilustrados, que encontraron en Holanda un país mucho más tolerante y abierto a las nuevas ideas, y en esto tuvo mucho que ver la oposición reactiva que habían tenido frente a la monarquía española, signada por un catolicismo arcaico y extremadamente beligerante. Desde el tratado de unión de Utrecht (1579), se reconocía la libertad de creencias y gracia a la presencia judía (una parte importante era española y portuguesa) y sus buenos contactos e iniciativas económicas, el comercio marítimo creció enriqueciendo a los Países Bajos, al tiempo que sus instituciones políticas y morales se hacían permisivas, tolerantes. Holanda se convirtió en un espacio favorable para el librepensamiento, y solo hay que pensar en Descartes, Spinoza y Leibnitz en el siglo XVII para hacernos una idea. Las ediciones de Rousseau del librero Marc-Michel Rey, con el que también acabó tarifando, se difundieron por Europa, y las Cartas de dos amantes, vecinos de una pequeña ciudad al pie de los Alpes (1761), recogidas por J. J. Rousseau, como firma con orgullo su autor, penetraron en muchas casas aristocráticas y burguesas, pero sobre todo en otras más sencillas. Quizás tuvo más éxito en las lectoras –de hecho, eso afirma su autor en sus recuerdos– como creo que ocurrió en el siglo siguiente con Madame Bovary, cuyo autor fue, como Chateaubriand, Madame de Stäel, Stendhal, Saint-Beuve, Balzac (este con alguna reticencia), un admirador del novelista Rousseau.

“¿Os gustaría oír una historia de amor y muerte? Nada nos gustaría más en el mundo” (Bedier). Un resumen de Julie podría ser este: En una aldea al pie de los Alpes suizos, en los años treinta del siglo XVIII, había una vez una familia noble y aceptablemente acaudalada, con dos hijos. El hijo ha fallecido cuando comienza el tiempo de la novela. La mayor, Julia, de unos diecisiete años, bella, inteligente y sensible como pocas, estudia con un preceptor, Saint-Preux, plebeyo, de alrededor de los veinte años. Ambos se enamoran, creen que podrán incluso realizar su sueño, pero su padre, el barón de Étange, que ignora todo el asunto, ya tiene pensando un esposo para ella, un viejo amigo suyo, mayor treinta años que Julia, al que le debe la vida en un episodio de guerra. El preceptor había dejado la casa con el fin de no enredar las cosas y, alejados, ambos se escriben. Julia no puede desobedecer a su padre, a pesar de que su madre parece tácitamente comprenderla (ha vivido un buen matrimonio, pero no el amor). La protagonista tiene una amiga del alma, su prima Clara, con la que se cartea tanto ella como Saint-Preux. Clara es vivaz y algo entrometida, fiel, entusiasta y un poco frívola. Julia había tenido relaciones sexuales (al menos una vez) con Saint-Preux de las que queda embarazada, finalmente resuelto en un pronto aborto. Julia y el señor de Wolmar, amigo de su padre, se casan cuando ella tiene veinte y tres años y él cincuenta y tantos, y llegan a tener tres hijos. Mientras, el preceptor, con un amigo inglés de la familia de Étange, Milord Éduard, que, tras una pelea inicial, sostienen una amistad tan estrecha como singular, viaja a París y Londres, y finalmente, desesperado, en un acto suicida se enrola durante varios años en la marina llevando una vida dura y rica en aventuras. Cuando regresa de su periplo, el mundo de ambos ha cambiado. Julia quiere a su marido, un hombre con un perfil filosófico muy propio de las Luces: ateo, empirista, pero no licencioso sino extremadamente virtuoso. Sin embargo, a pesar del amor que profesa a su marido, Julia sabe que conoció el amor, y que será fiel a ese sentimiento, es decir: como algo que fue y es en la medida en que no tiene lugar en la vida familiar. Tras varias peripecias, vuelven a verse. El marido de Julia conoce ya toda la vida sentimental de su mujer y acoge al antiguo preceptor en su casa con una tolerancia tan compleja como una cadena de silogismos. Casi hay un ménage á trois, aunque sin contacto. Todos son fieles a su resolución, pero inevitablemente todo el pasado está presente. Tras esos meses de convivencia, tan cívicos como desafiantes, Saint-Preux vuelve a viajar. Julia (ya madame de Wolmar) intenta casar a su querida amiga Claire con Saint-Preux, algo que sugiere la necesidad de neutralizar las posibilidades de sus deseos. Transcurre el tiempo y Julia, en un paseo familiar, ante la caída de uno de sus hijos al agua de un río, se tira a salvarlo, lo consigue, pero ella enferma y, tras unos días en los que alcanza, para admiración de toda la casa y allegados, una reconciliación moral y religiosa de una virtud extrema, muere en la fe protestante de su infancia. En su agonía pronuncia el nombre de Saint-Preux.

Otro resumen: Un preceptor (plebeyo) y su alumna (noble y rica) se enamoran a comienzos del siglo XVIII en Clarens, un pequeño lugar de los Alpes suizos cerca del lago Leman. La familia (sobre todo el recto y austero padre) lo impide y ella es casada finalmente con alguien de su nivel social. El matrimonio es feliz, tienen hijos, pero ella siente que una vez conoció el amor con alguien, que no es su marido, y fue para siempre, aunque sea un amor casto. Es fiel porque ha situado al amor como algo que fue y no puede desenvolverse en el tiempo (del matrimonio). Ambos estarán enamorados hasta el final de su vida, pero aceptan la imposibilidad de la consecución amorosa por respeto propio y mutuo. Tras un accidente, Julia enferma y fallece, crisol de un mundo entorno que se había hecho más virtuoso gracia a su belleza y ejemplo.

Otro más: Un preceptor y su alumna (a comienzos del siglo XVIII, en una aldea suiza) se enamoran, pero todo lo impide, posición y voluntad paterna. Por decisión del padre asumida por ella, se casa con alguien de su nivel social. Lleva una vida virtuosa y feliz. Pasados algunos años, ella muere tras un accidente, y antes de morir pronuncia el nombre de su amante, no de su marido.

Apostilla: En esta novela está comprendido todo el mundo de ideas políticas, teológicas, estéticas, educativas, filosóficas y eróticas de Jean-Jacques Rousseau.

Algunos datos precisos, complementarios serán preciosos para el lector que tenga un poco lejana –como es normal– la lectura o la haya hecho un poco de prisa, buscando el momento siguiente, como es habitual en una novela. El tiempo de la acción transcurre entre 1732 y 1745. Por lo tanto, Julia muere con unos treinta años. Vicios de baja erudición: Stravinsky compuso en Clarens La consagración de la primavera, villa donde Rousseau sitúa la acción principal de la novela, Chaikovski el Concierto para violín en re mayor. Es el lugar de veraneo que aparece en The waste land, el poema de Eliot. Rousseau (sus personajes) cita siempre en la novela a poetas italianos, Petrarca sobre todo y no por casualidad en este libro de amor cortés, seguido de Metastasio, Tasso, Marini… Al comienzo de la correspondencia, en una carta instructiva, Saint-Preux le dice a su alumna que “aparte de Petrarca, el Tasso, Metastasio, y los maestros el teatro francés, no quiero ni poetas ni libros de amor, contra los acostumbrados en las lecturas aconsejadas a las mujeres”, y por esta razón: son libros que enervan el alma, la sumen en la molicie y la privan de toda la fuerza del amor. Su lenguaje –piensa el preceptor– resulta imitado y frío para cualquier ser apasionado. Esta aclaración es valiosa para entender un acto de censura que en realidad es un sí a favor de una poesía más elevada. Además de esta tradición poética, las referencias a la música italiana se reiteran. Es sabido su amor por ella y el desdén que profesaba por la francesa de su tiempo, y no le faltaba razón, creo, salvo honrosas excepciones: Rameau. Como Stendhal luego, el ginebrino, tan cerca geográficamente, ama Italia, sobre todo por sus sentimientos y pasiones. Denis de Rougemont, el autor El amor y occidente, ese valioso estudio sobre el amor cortés, que a su vez es un libro de reacción moral contra esa herejía del amor pasión dentro de la tradición cristiana del matrimonio, dijo de La nueva Eloísa que era el Cancionero en prosa. Es excesivo por lo reductor. Petrarca estudió de joven en Provenza y se apasionó por la poesía del amor cortés. Se enamoró de Laura de Sade (antepasada del famoso libertino), de manera puramente ideal, aunque el amour cortois no es puramente espiritual y sin sexo, como se cree wikipediamente, y solo hay que recordar las albadas para desmentirlo. Añadamos lo muy sabido, que Rousseau era un admirador de Las cartas de Eloísa y Abelardo, que había tenido repercusión en Dante, Boccaccio, Villon, y sobre todo en Petrarca, que anotó en latín los márgenes de su ejemplar de Historia calamitatum. En esta obra, el preceptor, enamorado de la pupila, y ella de él, acaba siendo castrado. Eloísa se hace monja, pero sigue soñando con su pasión, y aunque Abelardo en sus cartas trata de aleccionarla contra las tentaciones del cuerpo (Eloísa le había contado una fiesta que habían tenido en el convento, con vino…) ella es fiel a su apasionado enamoramiento.

Volviendo a la novela, en la carta XXIV cuenta Rousseau que el libro de estos predecesores medievales llega a las manos de Julia, y Saint-Preux le expresa su debilidad por Eloísa, “que poseía un corazón hecho para amar, pero Abelardo –añade– nunca me pareció más que un miserable que merecía su suerte”. Por lo tanto, ¿cómo va a imitarlo él?, le dice a Julia. Saint-Preux condena a todo aquel que predica una moral sin practicarla. “El amor se ve privado de su mayor encanto cuando pierde su honestidad; para sentir todo su valor el corazón tiene que complacerse en él, y realzarnos al tiempo que encumbra el objeto amado. Suprimid la idea de perfección, y desaparecerá el entusiasmo; eliminad la estima y el amor ya no será nada”. Realzar, en el sentido de elevarse, y perfección, son dos términos, como sabemos, caros a Rousseau y que dinamitan el tópico del buen salvaje o de la vuelta a un origen animal, o a un tiempo determinado, así sea el imaginado en la antropología de su autor. No hay tal cosa sino una visión compleja en la que la imaginación, sin abandonar las emociones primigenias, atendiéndolas como Baudelaire las resonancias del bosque de las correspondencias, construye la identidad y el sentido humanos. Esta concepción del personaje desde un horizonte de virtud, así sea de su búsqueda y su exaltación creativa, que no es lo mismo que el héroe o heroína que atrae pero de quien no se nos muestra su excepcionalidad, es lo que caracteriza a Julia, y tiene poco que ver con Manon Lescaut, la excelente novela de Prevost, en la cual Manon es un ser que suscita la pasión del Chevalier des Grieux, pero de la que no se enamora el lector. Manon es lo contrario de Julia: la heroína de Prevost existe, es alguien con quien podemos encontrarnos dos veces al día en un concierto o en el mercado, tan viva como huidiza incluso cuando se entrega. En cuanto a Julia, en rigor no existe. Salvo si leemos la novela de Rousseau. Como tampoco existen Laura o Beatriz o Esplendor, en El mono gramático, de Octavio Paz, y tantas otras mujeres que solo el amor y la literatura (y en ambos la imaginación es el pivote que nos lleva de un lado al otro de la realidad) descubre. Entre imaginar y descubrir hay una tensión que abre las puertas de las perturbaciones de la pasión amorosa en relación a la identidad y el estatuto de lo real.

El petrarquismo amoroso, tan evidente en ese fragmento de carta antes citado, tocado por el lenguaje de la pasión, había fluido por la obra de Garcilaso, de Lope, y a través de Rousseau (poeta en prosa) inspira el romanticismo alemán de manera convulsiva. Inmediatamente, es retomado por Nerval y otros franceses y en el siglo XX estalla en el surrealismo, sobre todo en André Breton. Los españoles lo olvidamos o lo aguamos durante dos siglos, y hay que esperar a algunos poetas de los años veinte y treinta del siglo XX para que esa chispa del amor pasión vuelva a iluminar de verdad el lenguaje de la poesía. Pero me he desviado mucho y muy rápido.

La novela está precedida por dos prefacios, el segundo es una composición dialogada entre N. y R. y es una curiosa defensa de la novela, un establecimiento de los preceptos narrativos que sustentan a la misma. N., encarnación mínima del crítico, afirma que en realidad las cartas no lo son, y que la novela no es una novela. Además de que, añade, los “personajes son gentes de otro mundo”. Es cierto que las cartas no son como las de Madame de Sevigné o Du Deffand, tampoco las de Voltaire. Es evidente que tienen elementos de cartas comunes en las que alguien cuenta o pide noticias de algo, pero también suponen, porque así lo siente el lector y puede pensarlo en el curso de la lectura, que cada una de las cartas, y cada emisor, tuviera conciencia de un mundo a construir. Son cartas que se saben partícipes de una novela, de un destino. Las cartas de unos y otras cubren huecos, estructuran la narración para que esta tenga un sentido, es decir, una dirección, hasta el punto de que cuando llegamos al final, todas ellas forman parte de una trabazón necesaria en la narración. Dicho de otro modo, todo es conducente: por un lado, la historia sentimental, por el otro, y de manera paralela, el mundo filosófico del autor. Se podría afirmar que es una novela muy consciente de sí. En ese sentido, a pesar de que Rousseau finge ser el editor de estas cartas encontradas (de manera retórica y solo como un guiño para darle un aire de mayor viveza), son en realidad el producto de una elaboración muy pensada y vivida del autor, sin el cual esta armazón coherente, que satisface al lector ante sus expectativas de los hechos, no se habría dado. No es una novela en el sentido en que lo eran las de Richardson o las de Prevost, plenas de escenas y aventuras, de acontecimientos diversos, además de diálogos. No es que no haya diálogos en Julia, solo que están insertos en el testimonio del emisor en cuestión.

No es una novela, sigue objetando N., porque está llena de reflexiones, casi de pequeños ensayos sobre las pasiones, la virtud, la educación, el amor, lo natural y lo artificial, los modos de la gran sociedad y de la vida sencilla campestre, la política, incluso sobre el duelo (y en este caso en la pluma de Julia, que se nos revela como una experta). Una reserva más de N.: esos personajes no son de este mundo. Exagera, creo; pero sí es verdad que están vistos en función de encarnar virtudes excelsas. O, mejor dicho: no son ajenos a caídas y errores, pero acaban alcanzando siempre, gracias a una nobleza de sentimientos apoyados en el valor y una psicología muy afinada el cumplimiento ético que, en la filosofía de Rousseau, supone el desarrollo de la conjunción de sentimiento, belleza y verdad. Hay que matizar que personajes como Clara, la prima y amiga íntima de Julia, o el padre de Julia, están lejos de estar dibujados como ejemplares. Rousseau es astuto como escritor. En cierto modo son los más humanos, los más parecidos al resto de los hombres y mujeres que podemos conocer. Clara carece de sentimientos fuertes (salvo la fidelidad a la amistad, que no es poco), aunque es sensible; es alegre pero algo frívola, pragmática; pero no se ignora a sí misma. El padre de Julia, el barón de Étange, inclina la libertad y el sentimiento de amor de su hija al yugo de una jerarquía social artificial y al imperio de la opinión. Frente a la luz solar del amor-pasión, representada por Julia/Saint-Preux –siguiendo el mito platónico–, el padre ve y sostiene las apariencias. La madre, por su parte, sensible, es un ser débil, enfermo, que intuye la verdad, pero no tiene fuerza para cumplirla y sigue la voluntad de su marido. Aunque no comparten las mismas ideas, todos hablan (escriben) más o menos con el mismo estilo, y tanto Saint-Preux como Wolmar y Julia, además de Milord Eduardo, son igual de inteligentes e ilustrados, con visiones distintas, pero con un fondo semejante. Aunque hay anécdotas sueltas, observaciones cotidianas, en realidad toda la obra supone la visión de la vida de los personajes desde una intensidad poética. R. rehúsa aceptar que los personajes deban de ser “más humanos” y critica esa filosofía que encoge los corazones y empequeñece a los hombres. El prólogo es admirable entre otras razones porque se adelanta a muchas de las críticas que sufrió la novela. Dice N.: “Todo está calculado desde mucho tiempo antes, todo sucede como se había previsto”. Y en otro párrafo: “Si vuestros personajes existen en nuestra naturaleza, confesad al menos que vuestro estilo no es nada natural”, tras lo cual se pregunta N.: qué se puede aprender en ese pequeño grupo de amantes o amigos ocupados solo de sí mismos. A lo que R. responde, adelantando su Emilio: a amar a la humanidad, porque en las grandes ciudades solo se aprende a odiar a los hombres. Y aquí expone su idea del mundo social y el individual o de pequeños grupos. Hay que aclarar que se aprende a amar a la humanidad porque se siente moralmente al otro, a un individuo concreto. En Rousseau solo hay relaciones concretas, de ahí su crítica de todo aquello que al negar los sentimientos ocluye el acceso moral al otro. Incluso en el orden de lo político, la voluntad general es el resultado de mi voluntad particular, no podría ser en dejación de ella ni de mi libertad, aunque una vez lograda esa voluntad general la particular se disuelve, por decirlo así, en ella. Si cedo en algo particular en el bien común es porque así lo siento, porque lo que afirmo en lo general me afirma como ciudadano. Por cierto, la noción “voluntad general”, en su sentido de bien público, fue utilizada por Diderot antes de que lo hiciera Rousseau, en su artículo ‘Citoyen’, Encyclopédie, III.

Pero lo más interesante en este prólogo es que explica su poética del lenguaje. La vida de un pequeño grupo tiene la posibilidad de expresar las pasiones a su modo, afectada la imaginación por un puñado de “objetos” idénticos que gracias a su relación continuada se intensifica mezclándose con las ideas, y todo esto produce “esa manera de hablar algo extraña y poco variada que suele percibirse en los discursos de todos los solitarios”. Este lenguaje –explica– no es el suscitado en sociedad, asistido por la persuasión y la vanidad, pleno de colorido, que suele admirarse en tantas novelas, sino el que está más cerca de la pasión verdadera, cuya expresión ignora que pueda dudarse de ella, porque en realidad solo pretende el alivio, la confesión. El lenguaje de la pasión (opuesto al lenguaje de la vanidad social y la persuasión) será desordenado, difuso, abundante, estará lleno de repeticiones, “dice siempre lo mismo, y nunca acaba de decirlo, como una fuente viva que brota sin cesar y nunca se agota”. Creo que el término desorden debe entenderse como opuesto al término lógica: es el cuerpo el que habla, es ese manojo de sentimientos que luchan por expresarse y vuelve sobre ellos mismos una y otra vez sin lograr su culmen. Rousseau está definiendo aquí lo que poco más tarde vamos a encontrar en el Goethe romántico, en Novalis, Hölderlin o Nerval. Quiero hacer hincapié en lo oportuno de hablar de las imágenes de los “objetos” (por oposición relativa a la subjetividad) mezclándose con las ideas, sin las cuales la pasión es confusa. Ese torrente verbal que supone inacabamiento provoca la emoción sin que se sepa por qué, y de este modo la comunicación se establece entre un corazón y otro. No es la verborrea de las efusiones sino la belleza de una pasión lúcida.

R. afirma que si bien los pensamientos (aceptando la crítica de N.) pueden ser vulgares no lo es el estilo. En realidad, no pretende que los sentimientos sean lógicos, que el corazón sea ergotista y filósofo. El amor traduce sus sentimientos en imágenes, y su lenguaje es figurado. A su vez, estas imágenes “carecen de sentido común y de lógica”. Cuanto menos razona más prueba, afirma alejándose en esto de su admirada República. Rousseau no desdeña la razón en cuanto que pensamiento, sino que participa de aquello que remachó tantas veces Antonio Machado: niega que la lógica de la razón sea la lógica de la realidad, aunque en absoluto supone que la realidad no se pueda conocer. Según el poeta sevillano el pensamiento tiende a la homogeneización (abstracción desprovista de tiempo) y la realidad es heterogénea (concreción viva, aliada siempre a la temporalidad), de ahí su aserto aflamencado de que el pensar y el ser no coinciden ni por casualidad, una frase que, sospecho, le habría gustado a Rousseau, entre otras razones porque forma parte de su dilema filosofía/vida, o ciencia/felicidad o virtud.

El amor llegado a su límite toma el lenguaje de la devoción, nos dice R., y por lo tanto el estilo no puede ser bajo sino responder a ese movimiento último de la pasión que reconoce la virtud de su objeto. Ese lenguaje no es meramente una transposición de una experiencia, sino una invención. Por la imaginación, el hombre completa su naturaleza originaria. Lo que Rousseau escribe son cartas que son himnos. ¿Pero es cierto siempre? No lo creo, o mejor dicho: solo lo es en ocasiones, porque aquí como de manera explícitamente metódica en el Emilio, Rousseau nos da sus ideas sobre lo divino y lo humano (literalmente), y de ahí que el lenguaje, sin dejar de ser eficaz, tenga por misión ser claro y ordenado en función de las ideas que quiere transmitir, en contraposición con los tramos en los que el lenguaje poético se hace cargo de un mundo de pasiones que solo gracias a su invención verbal y lógica poética logra su más colmada manifestación. Por eso R. apela a la emoción general de la obra (un poco, tal vez, anunciando la manera simbolista).

La nueva Eloísa (en algún momento quiso llamarse la moderna Eloísa) es un obra de formación, una Bildungsroman. Jóvenes, tanto el preceptor como la muchacha, se adentran en un mundo de pasión que los transforma y los enfrenta a los códigos establecidos de la sociedad. Conocen intrigas y forcejeos, prueban los límites y no tardan en sentir el rigor de normas que vienen de una “perversión” de los sentimientos forjados en la sociedad, no productos de una escucha sincera y reflexiva, desprejuiciada, algo que solo se puede llevar a cabo en soledad y con el método de desalienación roussoniano, cuyas premisas trata de establecer o de señalar, de un modo u otro en casi todas sus obras significativas. Estas premisas están enfocadas a la liberación de las trampas sociales y suponen reconocimiento y valor (virtud) para llevar a cabo los dictados del corazón. Una operación de la subjetividad que encuentra en su más arcano interior un mandato moral y estético. La pareja al enamorarse, como en el poema de Octavio Paz Piedra de sol, tocan la raíz y se recobran, recobran la inocencia y la libertad arrebatada o pervertida por ladrones de vida hace mil siglos (parafraseo el poema), en este caso por la hipocresía y vanidad social. Enamorados y habiendo aceptado ese fuego que los ánima, subvierten, sin siquiera pretenderlo, el orden vertical y fuente de desigualdad de su sociedad inmediata, que encarna, a pesar de su edénico aislamiento de Clarens, la complejidad de la urbe parisina, epítome para Rousseau de muchos bienes (aunque lo son como la religión para el pueblo según Marx, como un opio, una mentira piadosa), pero sobre todo y especialmente del olvido y perversión de las pasiones puras, originarias, que deben informar los modos modernos. En la sociedad, el tejido estructural de las relaciones (de los tres estados: la nobleza, el clero y el pueblo llano) imponen la medida del tiempo, siempre demasiado rápido, y las actitudes que obligan a un código externo. En las relaciones más solitarias el hombre se oye a sí mismo (no desconectado de la naturaleza), atiende a una temporalidad henchida de realidad, y no a la mecánica del reloj social cuyo curso es ruidoso. Por el hecho de reconocer el enamoramiento que les ha sobrevenido y han aceptado (“la libre aceptación de un vértigo”, llamaría André Breton al enamoramiento), no torna primitivos sus actos y costumbres, como de algún modo ridiculizaría Voltaire las ideas sobre el hombre natural, sino que percibe que solo siendo fieles a esas emociones auténticas podrán dotar a los actos de hoy de una fuente verdadera. El amor los iguala (preceptor de familia pobre y muchacha de alcurnia) y por lo tanto pretenden vivir su pasión unidos y en libertad. Todo se les opone, todo lo que tiene poder sobre ellos, al menos, y les obliga a hacer lo que no quieren, pero en lo que claudican con el fin de preservar la llama pura de lo vivido.

Julia tiene en Clara a una amiga que no solo le profesa amistad sino verdadera admiración y amor: ambas son confidentes, y a pesar de que Clara es poco enamoradiza, vive vicariamente el amor de Julia, hasta el punto de que parecen por momentos un ménage à trois en el orden imaginario. En cuanto a su madre, tal vez se podría pensar que, por la frustración amorosa de su biografía (¿conoció el amor o solo el matrimonio?), tiene un atisbo de comprensión, diría que una reminiscencia; pero, inserta en el mismo tejido social que su marido (que es quien ejerce el poder y la fuerza, la legitimidad), representante del estado dado de la alta sociedad de su tiempo, cede ante lo necesario. La pronta muerte de la madre nos hace vislumbrar una vida que se había cerrado ya y a la que no puede sobrevivir.

Julia ha cometido un crimen, lo ha cometido Saint-Preux, ese es el término que usan en numerosas ocasiones, y lo es porque el amor, tal como ellos lo sienten y lo entienden, se clava en el corazón mismo de una sociedad desigual, que reduce los sentimientos originarios. Hasta el final de la extensa novela, Rousseau nos va mostrando a personajes que cambian y maduran (Julia, Saint-Preux, Clara, Milord Eduardo), o que sin cambiar expresan complejidades en su actos y reflexiones que revelan la dimensión dramática de sus personalidades (el barón de Étange, Wolmar…). En cuanto a la pintura de los jóvenes, La nueva Eloísa es una novela de formación, que pronto tanto en suiza como en Alemania, con Goethe, y hasta el siglo XX con una cumbre en Herman Hesse y Thomas Mann conocerá momentos de felicidad literaria. Lo mismo podríamos decir en las literaturas inglesas y francesas. En la española, la ausencia es alarmante, penosa, significativa, pero no es el momento de hablar de esto.

Un viejo lugar común presente en el siglo XVIII aparece en La nueva Eloísa, y en las memorias de su autor: las novelas perturban la cabeza. El mito está bien establecido en el Quijote: hidalgo que embotado de libros de caballerías y sus códigos de honor sale al mundo viéndolo todo con el prisma novelesco de esas obras que divirtieron a tantos. Rousseau hace algunas alusiones a este libro y a lo largo de toda su vida. Él también creía que era cierto que en las novelas y el teatro (recordemos su primer y exitoso Discurso y las cartas de respuesta a las reservas de D´Alembert) “A fuerza de querer ser lo que no se es, se llega a creer que se es otra cosa distinta de la que se es, y así es como se acaba loco”, afirma R. en el prólogo. Sorprende esta lectura chata del imaginario (presente en su mencionada crítica del teatro), pero muy propia –y cedo por un momento a la psicología– de una mente paranoica. En el paranoico, todo juego serio de ser otro es un riesgo que puede pagarse con una crisis grave, salvo esas otredades que ponen en juego su imaginación sublime o complaciente. Rousseau nos cuenta en sus Confesiones que en su infancia lectora se identificaba con todos los héroes de sus libros. Entonces su imaginación le permitía ser otro sin que el otro le persiguiera, solo lo acompañaba y lo guiaba haciéndole sentir confiado en el curso intenso de la fantasía. Su novela, como la de Cervantes, proclama, o eso parece, locura el mundo, y nos hace ver una sabiduría distinta, más acorde con la naturaleza humana. En el caso de Cervantes, nos abre portillones críticos en la sociedad (representada por pequeños grupos o gente aislada en la novela) y, lejos de concluir claramente una moral o una visión filosófica y política de su tiempo, nos sitúa ante la ambigüedad propia de la paradoja. Rousseau, en la alusión a la novela cervantina, parece leerla como crítica del mundo y sabiduría de la locura. Ha pretendido hacer una obra de crítica moral y una propuesta de vida real con unos modelos de vida de aldea, campestres, donde los ritmos de las estaciones y de la casa coinciden, donde el tiempo del ocio y del habla atienden a otros resortes que, en el tráfago de la gran urbe y sus demandas y obligaciones, de su erótica espejeante y ancilar, son ocultados o deformados hasta el desconocimiento.

¿Quién era, según Rousseau, el lector ideal de esta novela? Pues las parejas, los matrimonios. Ya sabemos que su paideia objeta que los jóvenes lean antes de los quince años. ¿Podría una joven honesta leer Julia? No, se apresura a decirnos, porque podría dejar de serlo, o más bien, dice con sus célebres retruécanos: si lo hace no hay peligro, porque el daño ya estaba hecho… A Jean-Jacques le sale el cura calvinista en muchas ocasiones, aliado a este gusto por las simetrías inversas y la totalidad tan atractivo por el lado poético y tan peligroso por el social, como se hace evidente en los puntos más intransigentes ya mencionados del Contrato social y otros textos políticos suyos. Su libro quiere ser una visión reformadora de las costumbres y por lo tanto va dirigido a aquellos en los que tal acción puede ejercerse, a los que encarna con mayor culpa la vanidad de la sociedad, padres y adultos en general. Ese es el origen del mal, del desorden. No propone que los jóvenes se instruyan leyendo su novela (su paideia no es tanto propositiva como negativa), sino que es a los adultos a los que dirige su persuasiva propuesta y su método progresivo. No se aprende en el libro, no son datos enciclopédicos y recetas, sino en la experiencia, y por lo tanto es una suerte de guía que apela a la acción apoyada en una nueva psicología evolutiva. La nueva Eloísa supone una reforma de las costumbres eróticas en una sociedad fuertemente erotizada como la francesa de su tiempo, pero que ha hecho del erotismo el resorte de la vanidad, la fuerza para utilizar al otro para un fin ulterior o reducido a un uso meramente carnal; eros es un medio que, diríamos hoy, es puesto al servicio del yo. En realidad, Rousseau se vio horrorizado ante las costumbres sexuales de su tiempo (no por puritanismo), por la figura del amante naturalizada en las casas de matrimonios nobles y burgueses, por la retórica verbal conducente a los más complicados juegos de espejos y reflejos sostenidos por el ingenio y la afectación. Ya saben, dejó su peluca y espadín, vendió su reloj, adoptó un hábito armenio, un oficio humilde y casero, de copista de música, regido por un horario personal; se fue alejando más y más de la ciudad; incluso cuando vivía en ella, hacía excursiones por las afueras y herborizaba siempre que podía, paseaba por el campo y soñaba, esa mezcla de ensoñación y pensamiento que conforman sus reveries.

En este diálogo entre un crítico y un autor respecto a su novela, la pregunta por la existencia real de los personajes aparece más de una vez, gira y se esconde para aparecer de nuevo, porque Rousseau, como Voltaire, como Diderot, es un maestro en este arte dialéctico, con una capacidad retórica admirable y una audacia propia de un genio. ¿Qué si han existido o aún existen los enamorados de su novela? No, no ha visto por los pueblos y las aldeas de Suiza a ningún Saint-Preux, a ninguna Julia. O sí, me atrevería a afirmar yo, si atendemos a la correspondencia de Rousseau en 1757 donde asistimos a su enamoramiento de madame d´Houdetot, Sophie (cuñada de Madame d´Epinay) sobre todo en una larga carta (num. 380 en Correspondance), con la misma efusión y retórica amorosa que las más intensas de su novela. Una carta que, según una nota de él mismo, sin embargo nunca envió a su destinataria, porque de las enviadas, que al parecer eran mucho más apasionadas y directas, no se conservó ninguna, aunque se sabe que llegaron a ser custodiadas y leídas por algunos hasta el siglo XIX. Pero plantearle esa cuestión (que él adelanta y que no dejarán de hacerle las lectoras una vez publicada la novela), es como si le hubieran preguntado a Cervantes por la existencia de Quijano o Sancho. Conocía los lugares y hasta a los lugareños, y se hizo cargo de esa traducción de una traducción, porque sabía que todos los libros, a pesar de que algunos logran una gran originalidad, como el suyo –como la novela de Rousseau para su tiempo–, son traducciones de cosas, de hechos y de otros libros que, a su vez… El crítico, N. pregunta a Rousseau novelista si ha existido Julia, y, una vez publicado, algunas lectoras y lectores le pedirán que no les desengañe, puesto que han sido hechizados, y que les diga que Julia y Saint-Preux han existido.

Nada me gustaría más en el mundo, podría haber contestado, y nosotros, casi tres siglos después, podemos afirmar que existen, como existen Romeo y Julieta o Fabricie del Dongo, gracias a las obras de autores que supieron imaginar escribiendo con un sentimiento y reflexión afortunados. Quizás hoy la novela de Rousseau peca en algunos momentos de didactismo en beneficio de la filosofía del autor, y esos momentos nos cansan, como ciertos aspectos retóricos que sin embargo leemos cediendo al museo filológico y retórico, algo que no encontramos en una novela definitiva, como La cartuja de Parma, o en otro orden de pasiones, Rojo y Negro. Parafraseando a Rousseau, podemos decir que la naturaleza necesita de la imaginación para cumplirse y, por lo tanto, lo imaginado, cuando se cumple –algo que ninguna premisa garantiza y siempre es, necesariamente, una novedad– pasa a existir, se nos hace ya necesario para poder entendernos, para poder vivir de verdad y no solo matar el tiempo o satisfacer meramente las apetencias, por muy insoslayables que sean. En la novela de Rousseau todos los personajes de la misma acaban estando enamorados de Julia, y si no todos la desean físicamente, como su amante Saint-Preux, desea y celebran sin embargo su virtud, su lucidez y voluntad de ser fiel a los sentimientos más profundos y la libertad de no desear lo que no quiere.

Hace muchos años, cuando era adolescente, leí una suerte de relato histórico, Una sombra donde sueña Camila O´Gorman, del poeta argentino Enrique Molina, y aún recuerdo lo que el autor dice de la heroína: “Los más bellos dones de la imprudencia ennoblecieron su conducta”. Saint-Preux y Julia de Étange se atrevieron a amar, a pesar de las vicisitudes que toman sus vidas, a veces separados, pero en realidad siempre unidos, y, en el proceso convulsivo y rítmico de su amor, dieron sentido a una subjetividad en parte nueva, en la que la persona, irreductible en su dignidad, como una totalidad de cuerpo/alma, se ennoblece expresando una de las mayores y más lúcidas visiones de la libertad.

“El país de las quimeras es en este mundo el único digno de ser habitado, y tal es el vacío de las cosas humanas, que fuera del Ser que existe por sí mismo, no hay nada más bello que lo que no existe”, afirma Julia al final de sus días. Hay algo que es por sí mismo y todo lo demás es causado por otro, incluso nuestra libertad es obra del Ser que lo es por sí mismo y que ha depositado esa paradoja en nosotros, que hace posible a Julia elegir a alguien único en el mundo, Saint-Preux. ¿Ha alcanzado el saber esta joven mujer, ya madre de tres hijos y con un corto pero intenso camino recorrido? He estado a punto de decir que sí, que eso parece, como el filósofo platónico que ha recorrido la escala hasta la contemplación. Pero Julia no aspiró al saber, sino que, al descubrir el amor, perseveró en la acción, que abarca todos los sentidos y la mente; en lograr su virtud, que no es especulativa sino del orden de los sentimientos y la acción. No la sabiduría de la razón sino la del devoto, esa es la que informa a Julia. Pensar supone el sentir, la conciencia de sí es un desvelamiento del corazón, y este no es un órgano sensitivo sino una noción vinculada con lo divino. “El Ser eterno –teologiza Julia en su lecho de temprana muerte– no se ve ni se oye; se deja sentir; no habla ni a los ojos ni a los oídos sino al corazón”. No es el éxtasis de los místicos, que Julia y Rousseau desdeñan (como Antonio Machado, y por las mismas y diversas razones), debido a que la mística olvida la acción en el mundo y en su fusión anula el proceso del tiempo. Saber es caminar, andar por este mundo. Julia niega el Dios de la guerra (de nuevo Machado es heredero de esta idea), “el Dios vengador es el dios de los malvados”. Ah esos devotos profesionales, ásperos, cuyos hábitos les hacen insensibles a la humanidad, y a los que “el amor de Dios les sirve de excusa para no amar a nadie”. Julia es creyente, pero su creencia es tan peculiar como la de Rousseau, un autor que por esos días en los que ella deja este mundo anda ya por París vislumbrando ideas muy semejantes a las suyas. “¿Somos dueños de creer o no creer?”, se pregunta. La filosofía no nos puede mostrar, parece decir, las razones de la fe. La conciencia es la que nos orienta y esta “no nos dice la verdad de las cosas sino nuestros deberes”. La conciencia apoyada en la fe nos ayuda a obrar bien, no a hacer discursos. El Cielo del que ella no duda no nos ofrece recompensas más allá, sino aquí, y estas son la bondad, la rectitud, las buenas costumbres, la honestidad y la virtud. Por sus obras lo conoceremos, no por sus razones. Y entonces dice Julia una frase muy del estilo de Rousseau, de esas que luego cada cual entiende a su manera: “El verdadero cristiano es el hombre justo; los verdaderos incrédulos son los malvados”. De nada vale la fe y adscripción a un credo si no obramos bien (el bien es bello, la belleza es verdad). No dice que los incrédulos sean por ello malvados, aunque hay que recordar que fue una de las discusiones con su amigo Diderot, la dificultad de una buena moral sin fe, es decir, solo apoyada en la sociedad y la cultura, sino que los malvados son incrédulos, con lo cual está desautorizando la adscripción religiosa teórica, institucional, sermonaria si no va acompañada de la virtud de la acción en concordancia con la bondad. Immanuel Weber (1659-1726) cuenta que en las cortes alemanas protestantes discutían la propuesta de Bayle de que los ateos pueden llevar una vida virtuosa. Era, pues, desde hacía más de medio siglo, un tema de discusión que implicaba a Hobbes y a Spinoza.

Antes de morir, Julia había enviado una carta a Saint-Preux llena de generosidad y de una disposición propia de la santidad filosófico-cristiana, pero nada de esto es lo realmente singular, que en realidad encontramos en la confesión final, que me hace recordar a Juan de Yepes en el momento de su muerte pidiendo que le lean de la Biblia lo que importa, el Cantar de los cantares de Salomón, y también me recuerda el poema de Quevedo, “Amor constante más allá de la muerte”. Veamos lo que le dice Julia a Saint-Preux: “Cuando veas esta carta, los gusanos estarán devorando el rostro de tu amante, y su corazón, donde ya no estarás tú. Pero, ¿existiría mi alma sin ti? ¿De qué felicidad disfrutaría yo sin ti? No, no te dejo, voy a esperarte. La virtud que nos separó en la tierra, nos unirá en la eterna morada. Muero con esa grata esperanza”. La felicidad que espera más allá de la muerte por haber sido una creyente que ha obrado con rectitud de corazón, no la concibe sola…, tampoco la piensa con su esposo, el buen Wolmar, padre de sus hijos, sino con su amante. Se pregunta si su alma puede existir sin su amado, porque, platónica, sabe que el amor revela la otra mitad constitutiva de uno, el viejo mito griego del Hermafrodita. Un alma no lo es del todo si no descubre a través de la pasión amorosa, su otredad, el otro que la completa. Lo que siente y piensa Julia está antes del cristianismo. Mais mon âme existerait-elle san toi? Non, je ne te quitte pas, je vais t´attendre. Esto no es cristiano, es una verdadera y maravillosa herejía que le disputa a Dios mismo que pueda hacerla feliz si no es con su amante. Tampoco es amor platónico, que hace del amor un momento en la escala del saber. El amor en Rousseau no es un momento en la escala del conocimiento, aunque participa de la virtud: el amor pasional por una sola persona. Así pues, ¡Julia se lleva a su amante al cielo, no a su marido! Quiere dejar constancia de ello y se lo dice a su amigo: su alma no estará completa ni podrá ser feliz en la eternidad divina si no es con Saint-Preux, su amante. Como Francisco de Quevedo un siglo antes, Julia podría haber dicho:

Alma a quien todo un Dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
medulas que han gloriosamente ardido:

su cuerpo dejará, no su cuidado;
será ceniza, mas tendrán sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.

“Muero con esa esperanza. Demasiado dichosa de pagar con mi vida el derecho a amarte para siempre, sin cometer por ello un delito, y a decírtelo una vez más”. Julia aceptó las leyes de la ciudad en la que había crecido, las sostenidas por su querida familia y actuó en consecuencia. ¿Lo hizo del todo? Esas leyes no podían obligarla a prescindir de su libertad fundamental, aunque hubiera tenido que limitar la acción a una fidelidad virtuosa. En la carta IV de la segunda parte, Julia le dice a su amiga Clara: “Sabes qué esposo me destina mi padre; sabes qué lazos me ha otorgado el amor; ¿quiero ser virtuosa?… la obediencia y la fe me imponen deberes opuestos. ¿Quiero obedecer a los imperativos del corazón? ¿Entre quién elegir, un amante o un padre? ¡Ay de mí!, mientras escucho ora al amor, ora a la naturaleza, no puedo dejar de desesperar al otro; al sacrificarme al deber no puedo evitar cometer un crimen, y tome el partido que tome, habré de morir a la vez desdichada y culpable”. Su tragedia se resolverá, ya en el Romanticismo, en rebeldía. ¿La moral política estricta del Rousseau del Contrato social se relaja aquí permitiendo la relatividad de las relaciones humanas, su dificultad y al tiempo su heroísmo? No lo parece, porque desde un punto de vista de las leyes de la ciudad –que son las encarnadas en el señor de Étange, su padre– no son violadas. Lo que Julia hizo, incapaz de llevar “los dones de su imprudencia” más lejos, fue aceptar el matrimonio que, por razones de honor y de jerarquía de su padre, le impuso. Desde ese momento actúa con integridad y acaba queriendo a su marido, que se revela como un filósofo ateo lleno de virtud y generosidad. Pero no dejó de amar a Saint-Preux. Julia había pensado sobre la naturaleza del amor, deslindándolo del erotismo de su tiempo (cuya descripción crítica vislumbramos en algunas cartas de Saint-Preux desde París). La joven enamorada defiende el amor único. “Estoy convencida –dice aún en los inicios de su relación– de que el amor de verdad es el más casto de todos los lazos. Es él, es su fuego divino el que purifica nuestras inclinaciones naturales, concentrándolas en un solo objeto”. No se piense que está negando la sexualidad. El corazón no va tras los sentidos; pero lejos de negarlos, los guía. Lo que siente y propugna Julia es una relación vertical de la pasión que va de los instintos sexuales al erotismo amoroso. Si el deseo se agota en el descenso a las pulsiones sexuales, el otro desaparece, se deprava. De manera inversa, gracias al amor, la sexualidad se trasciende sin desaparecer, deja de ser un para mí, para afirmar un ser que se ha constituido en la libertad, que se ha revelado en el enamoramiento. Es lo que se pregunta al final de su vida: “¿Puede existir mi alma sin ti?”. Este padecimiento dichoso de la incurable otredad constitutiva del uno –en lenguaje de nuevo de Machado– es lo que Rousseau supo vislumbrar apoyado en la tradición del amor cortés y, más atrás, en la filosofía del Eros de Platón. Julia descubre en este mundo a otro por el cual se revela y completa a sí misma, le otorga un sentido propiciado por los poderes de la imaginación poética que trasciende los apetitos al deseo de ser. La exaltación de la persona única pocas veces tuvo una expresión tan dramática y bella. Julia de Étange, fiel esposa y madre amorosa, se lleva a su amante al cielo, porque solo así su alma podrá estar completa. El movimiento de esa alma ha sido el del deseo; su virtud, el amor a una persona.

Capítulo del libro inédito El reloj de Rousseau, ‘Julia, vida mía’.

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