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Julio Alejandro

 

Nunca conocí a Julio Alejandro, y sin embargo creo tener de él la imagen entrañable que sólo percibe la mirada de un niño. Un hombre sosegado y discreto, poseedor de recónditos saberes, de impolutos ideales, de cultivada sensibilidad. Diríase que fue un hombre al que le hubiera gustado pasar por la vida sin importunar a nadie, cumpliendo su tarea con aplicación, y le tocó un mundo revuelto e inclemente. Su peripecia fue como la del paseante tras su sombrero, que el viento aleja una y otra vez.

 

Julio Alejandro Castro Cardús –lo anecdótico lo cuentan las biografías– se hizo marino y muy joven circunvaló el mundo sin querer inscribir su nombre en esfera alguna. Miembro de esa generación culta y libre que alumbró la República, comenzó a escribir poesía en el mar, en sus largar travesías. “Yo vi caer la Bahía de Alhucemas y presencié la entrada de Chang Kai Chek en Shangai al mando de sus cantoneses. Recibí calor y afecto de Antonio Machado; estreché una vez la mano de Unamuno y oí a Bergson en la Universidad de Madrid. Cuando me vaya, ¿qué quedará? ¿En quién quedará algo de este resplandor?”, escribe.

 

Colgó su uniforme de marino para estudiar Filosofía y Letras en la Universidad Central de Madrid, y publicó un primer libro de poemas (La voz apasionada, Madrid, 1932) que Antonio Machado prorrogó con versos esperanzadores: “Tu libro dice lo que el mar nunca revela”. Los tambores de guerra, en 1936, provocaron su reingreso en la Marina, llamado por el ministro José Giral, amigo de la familia, que buscaba un asesor de confianza. Se encontró de pronto Julio Alejandro en un mar de conspiraciones y fue sospechoso para ambos bandos. Indalecio Prieto le confirmó en el cargo pero resultó herido en el frente de Madrid y salió de España. Se instaló en Toulouse, donde se ganó la vida como lector de español y recogió a sus hermanos pequeños. Su economía de subsistencia fue lo que le impulsó a aguzar su ingenio en la cocina.

 

Terminada la guerra y con un pasaporte de tránsito por España, camino de Lisboa, a punto estuvo de ser detenido; de milagro logró llegar a la capital portuguesa, donde sobrevivió gracias a otra de sus pasiones insospechadas: dando clases de baile. Quería alejarse lo más posible del horror patrio y aceptó una plaza de profesor en la Universidad de Manila. De nuevo el destino le arrebató el sombrero y la ocupación japonesa casi le cuesta la vida. Encarcelado en terribles condiciones, enfermo, confiesa que vio el rostro de la muerte, pero logró salir y lo que quedaba de él –apenas cuarenta kilos– embarcó en un crucero estadounidense que arribó en San Diego. Allí es donde confundieron su segundo nombre con su apellido, guiño del azar que Julio Alejandro, renacido, nunca quiso corregir.

 

Rechaza la nacionalidad norteamericana y se traslada a Santiago de Chile y Buenos Aires esperando aires favorables de España. A su regreso –a finales de los cuarenta– comprueba que ya no es marino ni profesor y tiene que emplearse en oficios diversos. Prueba como autor teatral y obtiene un éxito fulgurante. Las compañías montan sus obras –llega a estrenar dos en un día–, entre ellas Shangai-San Francisco, una comedia de amor y nobles sentimientos que recrea la vida de la ciudad asiática, y en cuyo libreto se especifica la dinastía de la porcelana china (otra de sus aficiones). Pero aquella España miserable y rencorosa, que desprecia cuanto ignora, le responde con maledicencias e infamias, entre ellas que es un testaferro de Alejandro Casona, al que nunca conoció. Su hermano contó que un director de cine mexicano, de paso por Madrid, le pidió ayuda para resolver el desenlace de una película y Julio Alejandro, siempre solícito, le respondió gustoso. Como no pudieron terminar el trabajo, el director le ofreció un contrato de seis meses en México y aceptó, dice el hermano, por no ser descortés con aquel señor tan amable.

 

Se quedó allí 34 años. Trabajó en lo que tocaba, en este caso el emergente cine mexicano, que le absorbió el tiempo y el talento: llegó a firmar más de un centenar de películas. El de guionista es un oficio ingrato, siempre al albur de las genialidades del director o de los caprichos de las estrellas, que aceptó de buen grado: “Yo a veces ponía un naufragio para ver si me daban un paseo por el mar, pero ellos lo convertían en un accidente en la carretera de Cuernavaca”. Luis Buñuel le pidió las adaptaciones de algunas de sus mejores películas, como Nazarín, Viridiana, Tristana y Simón del desierto, a las que Julio Alejandro se aplicó con su minuciosidad de orfebre y su mirada de poeta. Y por este resquicio circunstancial le llegó a su regreso definitivo a España, en 1986, un reconocimiento postrero (y una estatua en su Huesca natal). Siempre tuvo claro sin embargo el orden en el que debía colocarse su obra: “…por encima de todas las cosas soy poeta; después, escritor de teatro; después, escritor de cine; después, escritor para televisión, y después… nada”.  

 

Nos legó Julio Alejandro, además de su poemario de juventud, dos libros luminosos, arrancados por sus allegados a su tradicional aversión no solo a la fama sino a cualquier tipo de exposición pública. Allí están sus dos pasiones inmarcesibles: los amigos y la poesía. El Breviario de los chilindrones (Zaragoza, 1985; hay reedición: Zaragoza, 2006) mezcla condimentos y recuerdos para construir su memoria, de la que forma parte la casona y los paisajes de Bulbuente –de donde era originaria su familia–. Entre tanto empacho de gastronomía televisiva, el libro de Julio Alejandro propone un viaje interior en el que participan todos los sentidos. “El pollo al chilindrón se come sin aspavientos, sin alharacas de preguntas mal hechas y contestaciones peor pergeñadas, porque no es comida de elevada conversación”, escribe.

 

Sabremos que “los pimientos dan, en un cortísimo espacio de tiempo, la imagen perfecta de cómo envejece un hombre”, que la cebolla es digna de “una secreta admiración” y que el tomate nunca pierde “su carácter de orador de pueblo”. No debe usarse, en ningún caso, en el chilindrón berenjena, “la parienta ricachona que se cuela en la fiesta con su aire jactancioso de ofrecer codicilos en su testamento a los parientes pobres”. Julio Alejandro buscaba complacer a sus amigos y que volviesen a su casa, pues eran su bien más preciado. De su hospitalidad y generosidad han escrito Adolfo Marsillach, Rafael Azcona, José Luis Borau, Víctor Erice, Agustín Sánchez Vidal y Manuel Vicent, entre otros.

 

La poesía fue la sustancia de todos los guisos de su vida. Degustador de la soledad, escribía todos los días, “como el café bebido al compás de salir el sol”, en cuadernos grandes, en papeles dispersos, la mayoría de los cuales se perdieron en los sucesivos naufragios de su devenir. Cuando, para su sorpresa, se convirtió en “el guionista de Buñuel”, reconocido a su pesar en un país que tiende al exceso, un amigo le pidió que publicase sus poemas, y de nuevo (con ochenta años) no pudo negarse, aunque siempre había esgrimido una razón contundente para sí: “Se escribe como se expulsa el aire en la respiración. Es una acción que regula necesidades vitales. Una vez saciada la sed se olvida el agua por un tiempo”.

 

Entre mis libros más preciados tengo un ejemplar de Singladura (Zaragoza, 1987), regalo de un querido y añorado amigo que nunca quiso saber de homenaje alguno, que me contó sus aventuras con frecuencia y en el que siempre reconocí el resplandor de Julio Alejandro. (Habría puesto un gesto de resignación si le digo que iba a hablar de su tío en este rincón de la red, pero lo hago con cierto aire de venganza, por haberme dejado tan solo, “preso en este edificio/ de cegados balcones”).

 

En Singladura dejó Julio Alejandro escrito su Epitafio:

 

          Quizás fui como otros fueron.

          Con sólo la diferencia

          de tener más inocencia

          en el soñar que vivieron.

 

          ¿Fui más tierno? ¿Más piadoso?

          ¿Fue sólo que no intenté

          engañar cantando hombrías

          o fue que, siendo amoroso,

          amé con profunda fe

          hasta las almas baldías?

 

 

Julio Alejandro Castro.

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