Fuiste capaz, nos diste la medida, que también necesitamos,
del letrado deletreando los nombres de los mártires,
el libro de los héroes, la poesía pura de la patria;
y ardiendo por los pobres, defendiendo con tu nombre la justicia,
nos entregas ahora tu vida completa, enteramente útil.
Cintio Vitier (1921-2009)
Siempre supe que tu obra nos abriga, que tu mejor obra sos vos.
Juan Gelman (1930-2014)
Quizá debemos considerar la muerte de Cortázar
como el final de una prodigiosa historia de amor.
Félix Grande (1937-2014)
Mi propósito es evidenciar de qué manera busqué el conocimiento
a través de una avalancha de tinieblas
y mi propia potencia en la infinita debilidad que me acompañó hora tras hora.
Roberto Arlt (1900-1942)
Yo creo que desde muy pequeño mi desdicha y mi dicha, al mismo tiempo, fue el no aceptar las cosas como me eran dadas. A mí no me bastaba con que me dijeran que eso era una mesa, o que la palabra madre era la palabra madre y ahí se acaba todo. Al contrario, en el objeto mesa y en la palabra madre empezaba para mí un itinerario misterioso que a veces llegaba a franquear y en el que a veces me estrellaba. En suma, desde pequeño, mi relación con las palabras, con la escritura, no se diferencia de mi relación con el mundo en general. Yo parezco haber nacido para no aceptar las cosas tal como me son dadas.
Julio Cortázar (1914-1984)
Esta no es una cátedra sobre Julio Cortázar, ni una muestra de erudición sobre su obra. Entre otras cosas porque nuestra cultura es lacustre, está siempre llena de lagunas. Y este trabajo no aspira a llenar las de nadie. Cortázar mismo reconoce que tenía una especie de visión muy planetaria de las cosas (…), con grandes lagunas. Se trata entonces, simplemente, de un ensayo personal (con la libertad que ello entraña), un punto de vista que aspira a ser acogido con tolerancia, en torno al quehacer del que, para mí, es el cronopio mayor… y mayor en este caso no es título castrense o bélico pues no iría bien para uno de los hombres más pacifistas que hubo en este planeta. Se trata de una invitación a la lectura de sus libros (no de todos, claro) encaminada a escoger para que los lectores no corran el riesgo de volverse eruditos… Esta es mi experiencia con su obra, reflejada a través de un afecto no incondicional, pues es posible criticar lo que se quiere sin denostarlo. Es posible polemizar, sin que ello signifique persecución, ni mucho menos muerte, como tanto se ve en Colombia. El orden aquí no es lo determinante: recuérdese, orden es la palabra preferida en el diccionario de la tiranía. Sólo espero cumplir en torno a los temas prometidos: he aquí, pues, un ensayo en clave jazzística, aunque también tanguística… Mi Buenos Aires querido, en la voz del Zorzal Criollo Carlos Gardel…
En el intento por abordar la vida y la obra del escritor Julio Cortázar hay que hacer mención de su importancia como autor latinoamericano y en particular argentino, al lado de su padre putativo Roberto Arlt, Jorge Luis Borges y Ernesto Sabato, para no citar sino tres de los más grandes creadores rioplatenses. De él como heredero del autor de El juguete rabioso, escritor romántico, autor para jóvenes, hombre de letras comprometido, poeta casi desconocido (Florencio de Bruselas); en fin, de la relación entre literatura y política (si es que la hay); de sus vínculos con otras expresiones artísticas, en especial jazz, tango y cine y con un deporte, el boxeo, que también se relaciona con el jazz y con su literatura. Nacido en Bruselas, el 26 de agosto de 1914, y fallecido en París, el 12 de febrero de 1984, aquél enormísimo cronopio llamado Julio Florencio Cortázar es uno de los representantes del llamado boom latinoamericano, explosión editorial alimentada con el fuego de la explotación económica.
Al final de este fugaz recorrido, se sabrá si cuando regresó del autoexilio a su Buenos Aires querido no hubo más penas ni olvido o si, por el contrario, como dice Fito Páez en Buenos Aires nos acechan los fantasmas del pasado y cada tango es una confesión/ en Buenos Aires la política… qué falta de respeto, qué atropello a la razón. La alusión a Mi Buenos Aires querido se justifica al recordar que el propio Cortázar en Buenos Aires, Buenos Aires, de 1968, puso textos a una serie de fotografías de dos amigas, Sara y Alicia, intentando presentar una imagen más auténtica de la capital argentina. Las fotografías estaban en las paredes y en la mesa de su casa hasta que los textos vinieron, dice, como un tango que acompañaba a Buenos Aires. Mi Buenos Aires querido, podría agregarse, máxime cuando se sabe que a principios de diciembre de 1983, con el retorno de la democracia, tras la segunda década sucia, Cortázar regresó a la Argentina por última vez… para despedirse de su mamá, de esa patria que es la infancia, de sus enemigos los militares. En fin, a oler por última vez los jazmines de su país, un país, Argentina, que, como diría Osvaldo Soriano, nunca terminó de aceptarlo porque le debía demasiado. Un país que se corresponde ya no con el de Gardel sino con el que Páez describe, precisamente, en su canción Buenos Aires, el mismo lugar en el que he perdido mil batallas/ pero hay una guerra que pienso ganar…
¿Todo ser estético es ético?
No sobra recordar que Julio Cortázar es una de las figuras emblemáticas de la literatura latinoamericana, junto a Onetti, Rulfo, Carpentier, Roa Bastos, Fuentes, Ribeyro, Arguedas, Monterroso, García Márquez, Macedonio Fernández, Felisberto Hernández, entre muchos otros, y desde luego Roberto Arlt, padre putativo literario no sólo de Cortázar sino de la llamada Generación intermedia: Onetti, Mujica Láinez, Sabato, Marechal, Di Benedetto.
Considerado un escritor tardío, Julio Cortázar publica su primer libro, Presencia, en 1938, bajo el seudónimo de Julio Denis, libro de sonetos destinado, por timidez o por seguridad, a sus amigos, con una tirada de apenas 250 ejemplares. Libro del cual es probable nunca se arrepintió pero del que tampoco se sintió satisfecho y por ello lo escamoteaba en su bibliografía. Su primer relato publicado, El examen (que no creyó pasar), presentado a Borges y escrito entre 1944 y 45, ofrecía como mayor novedad el aproximar el lenguaje de los personajes al de la vida cotidiana, al del hombre de la calle. Es decir, como si se tratara del Roberto Arlt de El juguete rabioso, texto ya citado, pero también de El jorobadito, volumen de cuentos del que Cortázar extraerá no pocas de sus armas y temáticas literarias: el problema del doble; el desgarramiento interior; el encierro (como en Los premios); las laceraciones de la infancia; el extravío metafísico; la angustia existencial; el gusto por la excentricidad y lo fantástico (esto último anclado siempre en la realidad).
Realidad de la que Cortázar parece alejarse en El examen para introducir al lector en la actual, con todo lo que tiene de cursilería, frivolidad, estupidez. Atención a lo que allí se atrevió: “Había [sic] que curarse en salud y escribir pensando en eso, en las circunstancias en que seremos leídos. Capítulos para el café, para el tranvía y otros para el fin de semana en que nos perfumamos y elegimos el buen sillón, la buena pipa y la cultura”. Texto que remite a una posición burguesa que si bien no es reprobable del todo, no se compadece con su posterior actitud vital ni con su postura política posterior al triunfo de la revolución cubana, por la que se declaró socialista, de la que fue defensor incondicional hasta su muerte y a la que, sin embargo, criticó cada vez que lo creyó necesario.
La crítica ubica sus orígenes literarios hacia 1949, fecha en que publica Los reyes, poema dramático sobre el mito griego de Teseo y el Minotauro, al que aquél mató en el laberinto por encargo de Egeo y con la ayuda de Ariadna. Mito que Cortázar invierte, para desquitarse, en especial de Teseo: así, en el Minotauro ve al poeta, al hombre libre (cronopio), marginado y condenado por la sociedad, frente al cual Teseo es el perfecto defensor del orden (fama) que entra en el laberinto para seguirle el juego a Minos, al poder (esperanza). Esta forma de aproximarse a lo archiconocido desde una perspectiva nueva y por ello distinta, anuncia una de las claves de su estética: la necesidad de interpretar la realidad (o el mito, en este caso) desde un ángulo inusual, no intervenido por la costumbre.
En uno de sus textos collage, La vuelta al día en ochenta mundos (1967), afirma: “Mucho de lo que he escrito se ordena bajo el signo de la excentricidad”, y añade: “escribo por falencia, por descolocación”. Ya en 1963, entrevistado por Luis Mario Schneider, Cortázar había dicho algo que recuerda a Roberto Arlt (quien vendrá luego): “Es muy fácil advertir que cada vez escribo menos bien, y ésa es precisamente mi manera de buscar un estilo. Algunos críticos han hablado de regresión lamentable, porque naturalmente el proceso tradicional es ir del escribir mal al escribir bien. Pero a mí me parece que entre nosotros el estilo es también un problema ético, una cuestión de decencia. ¡Es tan fácil escribir bien! ¿No deberíamos los argentinos (y esto vale no solamente para la literatura) retroceder primero, bajar primero, tocar lo más amargo, lo más repugnante, lo más obsceno, todo lo que una historia de espaldas al país nos escamoteó tanto tiempo a cambio de la ilusión de nuestra grandeza y nuestra cultura, y así, después de haber tocado fondo, ganarnos el derecho a remontar hacia nosotros mismos, a ser de verdad lo que tenemos que ser?”. Aquí ya se advierte lo estético asociado a lo ético. Concepto que se puede extender para decir que todo ser estético es ético, pero no al revés, en el camino hacia la representación de la existencia del hombre como búsqueda: idea contenida en la figura del laberinto y que le viene a Cortázar a través de otra de sus más grandes influencias, la de Borges, para quien el laberinto surge bajo la forma de una galería de espejos, los que junto a las palabras son la mentira del mundo, y a la cópula, abominables, porque multiplican el número de los hombres. La afirmación en torno a que palabras y espejos son la mentira del mundo no es gratuita, ni está desligada de lo dicho por el propio Cortázar respecto al ataque al lenguaje en Rayuela: “Toda Rayuela fue hecha a través del lenguaje. (…) Hay un ataque directo al lenguaje en la medida en que, como se dice explícitamente en muchas partes del libro, nos engaña prácticamente a cada palabra que decimos”. He ahí una posición ético-estética.
La estética vinculada a la ética se puede observar también en Roberto Arlt, en el prólogo a Los lanzallamas. Allí señala algo que se corresponde perfectamente con la idea del escribir bien o mal, del estilo como problema ético, del privilegio del ser sobre el deber ser: “Se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de sus familias. Para hacer estilo son necesarias comodidades, rentas, vida holgada. Pero, por lo general, la gente que disfruta tales beneficios se evita siempre la molestia de la literatura. O la encara como un excelente procedimiento para singularizarse en los salones de sociedad”. Si lo anterior no entraña una posición ética frente a la escritura, y antes frente a la vida, entonces los conformes pueden seguir tranquilos evitándose la molestia de la literatura, la angustia de la razón, pueden continuar en la frágil nave del statu quo… que en cualquier momento, por la segunda ley de la termodinámica, se les puede volver mierda…
Para algunos, Cortázar alcanza la madurez literaria en 1951 con Bestiario, cuando tiene 37 años. En dicho libro, se despoja de su retórica tradicional para adecuar su prosa, como Arlt, al habla corriente y oral, a la vez que se define como escritor de cuentos fantásticos. No se puede pasar por alto que a él le impresionó mucho La luna roja, cuento fantástico que habla de las obsesiones arltianas por el averno que en la Europa de la I Guerra Mundial describían Barbisse y Remarque en El infierno, precisamente, y en Sin novedad en el frente. Allí alcanza la cumbre de la fascinación y del horror frente al anuncio de las bombas atómicas que caerían tres años después de su muerte. De antemano, Arlt había visto lo que luego mostrarían los noticieros sobre las infames explosiones en Hiroshima y Nagasaki: las víctimas tratando, inútilmente, de escapar, con los cabellos erizados en posición vertical. Y, dice Cortázar, “vaya a saber qué posición tomarán nuestros cabellos cuando caigan las bombas de neutrones, tan entusiastamente aprobadas por Estados Unidos, Francia y otros países democráticos” (el subrayado es mío). Y recuérdese a Quino, para quien los estados democráticos o, mejor, el Estado, a secas, sólo debe ocuparse de resolver problemas del Estado, no de la gente, como esta ingenuamente se imagina debe ser. O sea, no hay estados democráticos. Y no los hay por estar inscritos dentro del capitalismo, sistema económico antes que político que al ser excluyente, no puede ser democrático; máxime cuando se sabe su motivación esencial: “El poder real es económico, entonces no tiene ningún sentido hablar de democracia”, como siempre sostuvo José Saramago. O el godito Jorge Luis Borges: “Democracia: es una superstición muy difundida; un abuso de la estadística”. A propósito de esa entelequia, la democracia, acude el poeta, cantante e instrumentista Leonard Cohen, con el tema titulado, justamente, Democracy: en él recuerda, con ironía similar a la de Quino: “La democracia está llegando a los Estados Unidos”.
Es sabido que para Cortázar la fantasía creadora y la imaginación no son contrarios al realismo sino que permiten reforzar la verosimilitud. Y aquí se habla de la imaginación imaginante, no meramente reproductora de lo real manifiesto, que, como señala el crítico Saúl Yurkievich, en Cortázar es múltiple y multiforme. Múltiple en cuanto a la variedad de componentes que la integran: experiencia sensible, sueños, recuerdos, proyecciones fantasiosas, fantasmas, asociaciones sorpresivas, iluminaciones, alucinaciones. Multiforme, por la variedad de combinatorias y de configuraciones que adopta en su traslado a la escritura. Cortázar se caracteriza por la versatilidad formal y estilística de sus cuentos y novelas. Por eso no le disgustaba que calificaran su literatura de fantástica, como agente de renovación e integrante del humanismo liberador, aunque sea tanto o más que eso, como testimonia Osvaldo Soriano, a quien después de dejarle en claro que deploraba la solemnidad y le sabían a cacho (no de marihuana, esta vez) los cultores de la literatura útil, Cortázar le dijo algo que al menos a quien escribe le produce mucho regocijo, sobre todo por el segundo texto mencionado: “Te cambio Rayuela, Cien años de soledad y todas las otras por Paradiso”. Cosa que no le hubiera hecho gracia a Monterroso, quien cambiaría a Paradiso por todas las otras. Sí, por ininteligible… y conste, es la opinión de Monterroso.
En la mayoría de relatos, Cortázar expresa lo fantástico mediante un elemento irreal que poco a poco comienza a formar parte de la vida de los personajes y se instala en su cotidianeidad, como ocurre en Casa tomada, con esa presencia inmanente nunca descubierta que termina por desalojar a aquel simple y silencioso matrimonio de hermanos. Metáfora en la que algunos han querido ver al espectro del peronismo. Explica Cortázar: “Lo fantástico puede darse sin que haya una modificación espectacular de las cosas. Simplemente para mí lo fantástico es la indicación súbita de que, al margen de las leyes aristotélicas y de nuestra mente razonante, existen mecanismos perfectamente válidos, vigentes, que nuestro cerebro lógico no capta, pero que en algunos momentos irrumpen y se hacen sentir. Lo fantástico enriquece la realidad, pero sin la realidad se disuelve y no tiene ningún sentido”.
En Cortázar hay un intento, dice Carlos Fuentes, de conducir con una sola mano dos caballos: el estético y el político. Pero, antes de ir con este vínculo en su obra, valga anotar que por encontrarse ella en un mundo culto y refinado, con habitual dedicación a lo fantástico, absurdo y, sobre todo, humorístico (como en Arlt, recurso que Cortázar le niega en el prólogo a su obra completa) por oposición a la línea realista, castiza y telúrica que ha sido la tradicional en la narrativa hispanoamericana, quizás no se trate de una obra para lectores-hembras sino para lectores-machos, en tanto participantes o comprometidos (Cortázar, citando a un humorista, decía: “Los escritores comprometidos harían mejor en casarse”). No en la prejuiciosa perspectiva de lectoras (feministas: tranquilas) sino de lectores pasivos. Tampoco en la de una exaltación particular de su virilidad… sino desde la óptica de lectores activos y cocreadores del discurso literario. No obstante, por la dificultad que entraña leer Rayuela, debida a su ropaje intelectual, sus múltiples referencias a múltiples autores de distintas disciplinas y a otros textos, no sólo literarios, autorreferencias o citas intertextuales, plurilingüismo, etcétera, Cortázar podría decir como Ch. García, con Sui Generis…: para quién canto yo entonces/ si los humildes nunca me entienden.
Lo político excluye lo artístico
Sobre la relación literatura-política en la obra de Cortázar habría que empezar diciendo que fuera del intento por conducir con una sola mano dos caballos, el estético y el político, el principal compromiso del autor de Reunión (un tributo sincero al inspirador del hombre nuevo, Che Guevara, el último revolucionario romántico), El Libro de Manuel (mucho más que la anécdota trivial del secuestro de un embajador por parte del grupo revolucionario la Joda, texto solidario con los presos políticos: en noviembre de 1974 recibió el premio Médicis étranger y entregó el dinero respectivo al Frente Unificado de la resistencia chilena) o Nicaragua tan violentamente dulce (uno de sus últimos textos comprometidos, en particular con la revolución sandinista), fue siempre el de escribir bien (y pese a lo dicho sobre escribir mal), ser fiel a sí mismo hasta el final, ofrecer resultados sin obedecer a intenciones. El arte no obedece a intenciones, produce efectos. Y eso tal vez lo sabía Cortázar, conocedor del cine, de los vínculos entre política y delito y de los que pueden afectar al arte cuando se pretende relacionarlo con la política. En este sentido, quizás no ignorara lo que Tolstoi anotó en su diario: “Lo político excluye lo artístico, porque lo primero tiene que ser partidista para poder conseguir algo”.
Argumento difícilmente discutible cuando se sepa, además, que para poder ser verosímil, creíble, el arte en general no puede ser partidista pues tiene que conjugar en sí el carácter contradictorio de los procesos artísticos. Lo que tiene de posible, no de probable. Y la política no puede permitirse la duda ni la ambigüedad de la ficción, por más comprensiva y amplia que quiera ser: en realidad, sus bases están ancladas en la estrechez de miras, el provecho económico de las circunstancias, la inmediatez de los resultados para atesorar riqueza y poder. No en el espacio insondable de la imaginación, con sus infinitas posibilidades, renuncia consciente al usufructo y al poder, rechazo no deliberado al oportunismo. El arte vive en el asombro permanente ante el acoso de las sorpresas. La política sobrevive acorralada frente a la inminencia de la traición que vuela por los corredores del poder. A los dogmas de éste último el arte se resiste, subrayando que no hay ni puede haber dogmas pues el rostro siempre cambiante de la verdad impide que los haya. El arte puede ser y de hecho es político, en tanto obra enigmática, no dogmática como sí lo es la política si se halla al margen del tratamiento artístico. El enigma, el misterio, la resistencia al dogma, en la obra de Cortázar, continúan vigentes en sus novelas y en los cuentos censurados por la dictadura y llevaron al escritor del autoexilio al exilio forzado.
En consonancia con el oficio de escribir, con el hecho artístico en general, como acto de resistencia, se escuchará la Milonga del tartamudo, con letra y música del cineasta F. Solanas, en la voz de Alfredo Zitarrosa, pieza incluida en la banda sonora del filme Sur. Milonga que recuerda que “cuando calla el tartamudo/ seguro que va a pelear… Milonga del tartamudo/ que siempre dijo que no/ sigo pobre y no me vendo/ la puta que lo parió…”.
Aunque no se pueda evitar que la política con su omnipresencia en la vida, lleve al escritor a tocar realidades que son políticas, no hay duda de que alguien como Cortázar prefiera escoger sus temas en un ámbito de aparente indiferencia política. Ya se conocen los riesgos que se corren cuando el panfleto suplanta a la denuncia, el panegírico al homenaje, cuando el reconocimiento se oculta tras el velo de la hipocresía. De todas maneras, podría decirse que Cortázar fue siempre un escritor sin mandato, uno de aquellos autores que tienen la posibilidad de señalar, aun con sus flacos medios, el rumbo desastroso de los sucesos que dibujan el porvenir y dificultan la percepción correcta de los qués, cómos y porqués de cuanto sucede. La ofensiva del capitalismo contra la formación humanista, la instrucción, el conocimiento de las lenguas clásicas y la obligatoriedad de la literatura en la enseñanza media, son índices alarmantes de la desposesión progresiva en el ser humano, de sus facultades más nobles: la conciencia crítica frente a sí mismo y al mundo que le rodea; el amor a las artes y a toda forma de saber desinteresado; la posibilidad de disentir frente a tantos y discutibles productos de la industria cultural o, peor dicho, mediática.
En torno a todo esto, Cortázar siempre estuvo alerta hasta convertirse en conciencia crítica de su generación, signada por la guerra de Vietnam, los conflictos sociales, el apartheid, la lucha contra la represión política en Chile, Uruguay y Argentina, a partir de 1973, es decir, de aquel 11 de septiembre cuando fue asesinado el primer presidente socialista de la historia elegido por votación popular: una muestra apenas de la tolerancia de la política tradicional frente a la diferencia. De ahí que Cortázar termine por encontrar en el socialismo, continuamente sometido a crítica eso sí, la única posibilidad de crear el hombre nuevo, a través de un proceso de renovación y de invención constantes.
El boxeo también es música…
Ese mismo proceso de renovación e invención constantes, que tanto tienen que ver con la libertad como acción del deseo, no sin límites, encuentran correspondencia en los vínculos de Cortázar con el jazz, el cine e incluso el boxeo. A propósito, en Algunos aspectos del cuento relata que un escritor argentino, muy amigo del ring, le decía que en ese combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana por puntos, mientras el cuento debe hacerlo por knock-out. Por el mismo lado, Cortázar estaba de acuerdo, quizás sin saberlo, con Miles Davis, quien consideraba que la música (pues ampliaba el concepto más allá del jazz) estaba estrechamente relacionada con el boxeo: “El boxeo se puede comparar con la música. En ambos casos es preciso dominar el ritmo, poseer un buen tempo. Entrenarse, practicar, clarifica las ideas y mejora la circulación sanguínea, lo que permite pensar con más fuerza, percibir las sensaciones con más intensidad y actuar con mayor vigor, cualquiera que sea el instrumento que uno utilice. Cuando miro a un baterista es como si mirase a un boxeador, evalúo sus reacciones, su velocidad…”.
Cortázar, gustador del jazz, del boxeo y segunda (o vigésimoquinta) trompeta, expone a su vez un argumento análogo, referido al jazz y la escritura: “El jazz me enseñó cierto swing que está en mi estilo e intento escribir en mis cuentos, un poco como el músico que enfrenta un take, con la misma espontaneidad de la improvisación”. Swing (el elemento, no el estilo), espontaneidad, improvisación, términos básicamente jazzísticos, que van muy de acuerdo con una escritura basada en la libertad creativa, en la distancia frente a la academia, en el rechazo a toda pompa deliberada, a toda circunstancia limitante. Por si subsiste alguna duda respecto a los vínculos entre escritura y música, cuyo ritmo y cuya melodía emanan esta vez del lenguaje, no de los sonidos, agrega Cortázar: “Para mí, la escritura es una operación musical. Lo he dicho ya varias veces: es la noción del ritmo, de la eufonía. No de la eufonía en el sentido de las palabras bonitas, sino de la eufonía que sale de un dibujo sintáctico (ahora hablamos del idioma) que al haber eliminado todo lo innecesario, muestra la pura melodía”. En 2013 se publicó Clases de Literatura. Berkeley, 1980 (Alfaguara), libro que recoge ocho clases que Cortázar impartió entre octubre y noviembre de 1980 en la Universidad de Berkeley, California, y que están prologadas por Carles Álvarez Garriga, quien sostiene: “el Cortázar oral es extraordinariamente cercano al Cortázar escrito: el mismo ingenio, la misma fluidez, la misma ausencia de digresiones”. Allí, el autor belga-argentino señala la necesidad de darle a la escritura esa libertad que es inherente al jazz por su creación permanente, por su infinito fluir de la invención, en la búsqueda de nuevas cosas, así se corra el riesgo de equivocarse: “El elemento de creación permanente en el jazz, ese fluir de la invención interminable tan hermoso, me pareció una especie de lección y de ejemplo para la escritura: dar también a la escritura esa libertad, esa invención de no quedarse en lo estereotipado ni repetir partituras en forma de influencias o de ejemplos sino simplemente ir buscando nuevas cosas a riesgo de equivocarse”.
En cuanto a la relación de Cortázar con el jazz bastaría citar el capítulo 17 de Rayuela, un homenaje a quien se autoproclamaba creador del ragtime y a la vez inventor del jazz, el señor Jelly Roll Morton; el relato largo o nouvelle El perseguidor, en memoria del más grande saxo alto de la historia, Charlie Parker, pero no recreación de éste, toda vez que Johnny Carter es, en primera instancia, una caprichosa conjugación cortazariana entre Johnny Hodges y Benny Carter, dos de los más relevantes exponentes del sonido ellingtoniano, del swing y del clasicismo jazzístico y, en segundo término, el protagonista se remite al propio Cortázar antes que al Pájaro del jazz (como se verá luego); y el tributo a aquél enormísimo cronopio llamado Louis Armstrong en La vuelta al día en 80 mundos. En dichos textos sale a flote la razón última del jazz: la libertad de expresión. El jazz que vuela como un pájaro libre, una música que permitía todas las imaginaciones, una definición de libertad distinta a la que enseñan en las escuelas: eso que el jazz alude y soslaya y hasta anticipa es, en últimas, la libertad auténtica. La libertad como sentimiento, no concepto, de afirmación vital. La misma libertad que encarna, precisamente, Armstrong, de quien Cortázar en el texto ya citado dice: “De la trompeta de Louis la música sale como las cintas habladas de las bocas de los santos primitivos, en el aire se dibuja su caliente escritura amarilla, y detrás de esa primera señal se desencadena When the saints go marchin’in y nosotros en las plateas nos agarramos todo lo que tenemos agarrable, (…) y en el medio está Louis con los ojos en blanco detrás de su trompeta, con su pañuelo flotando en una continua despedida de algo que no se sabe lo que es, como si Louis necesitara decirle todo el tiempo adiós a esa música que crea y que se deshace en el instante, como si supiera el precio terrible de esa maravillosa libertad que es la suya”. Como si supiera, se agrega, el precio astronómico de esa terrible libertad que es la nuestra… Del trompetista y cantante Louis Armstrong comienza a dibujarse en el aire su caliente escritura amarilla, la de When the saints go marching in (Cuando los santos entran marchando), precisamente, jubileo (o spiritual) que, en un acto de licencia creativa, ha reemplazado a Muskrat Ramble o El correteo del almizclero, tema originalmente citado en el párrafo anterior…
Sobre el tango y en particular sobre sus letras, Cortázar confiesa: “Algunas me hacen reír porque son completamente absurdas, muy mediocres y muy malas. Pero cuando el autor se llama Homero Manzi, cuando el autor es Celedonio Flores, la cosa es distinta. Para mí, el poema de Mano a mano es absolutamente admirable como texto lunfardo o semilunfardo… (Tema) que prefiero a cualquier otro tango y a todas las grabaciones de Gardel…”.
Cortázar, el perseguidor
Antes de ir con El perseguidor, que es más bien El perseguido, y a fin de que cada oyente pueda crear su propia atmósfera, quizá valga la pena entrar en la de Dizzy Gillespie, con el tema Dizzy atmosphere, es decir, la atmósfera creada por los Dióscuros del bebop: Charlie Parker en el saxo alto y Gillespie en la trompeta.
Dentro de la relación Cortázar-jazz-juego-humor-búsqueda no podría quedar fuera una mención a El perseguidor, aquel relato que a través del personaje Johnny Carter devuelve un reflejo problemático, existencial, metafísico. Personaje con quien, de paso, Cortázar homenajea a Charlie Parker en un pretexto perfecto de tributo a sí mismo pero nunca de autoalabanza o de espejo narcisista. En efecto, Johnny, quien pese a la apariencia no es Charlie sino Julio, tras su penoso periplo vital, lleno de angustia y dolor, se convierte en el punto de partida de muchos otros personajes de la obra cortazariana, siempre perseguidores por buscadores de un sentido para la existencia del hombre en el mundo. Cortázar recuerda: “En El perseguidor quise renunciar a toda invención y ponerme dentro de mi propio terreno personal, es decir, mirarme un poco a mí mismo. Y mirarme a mí mismo era mirar al hombre, mirar también a mi prójimo. Yo había mirado muy poco al género humano hasta que escribí El perseguidor”. Recuerdo que, además, apunta a diferenciar entre ver y mirar.
Y ponerse en el propio terreno personal significa mirar hacia adentro. Y mirar al prójimo significa que el yo está en el otro. Que hay que ponerse en el lugar del otro, principio elemental de la tolerancia, una de esas palabras violadas hasta la saciedad por los sátiros de la política, huelga decir, los de la intolerancia… la única que no discrimina (en Colombia, por ejemplo). Podría decirse que en El perseguidor no son Johnny ni, mucho menos, Charlie los perseguidores… sino Cortázar. Es él quien desde el comienzo del relato percibe la miseria del ser humano en la de Johnny. Es él quien a fuerza de fumarse sus porros es capaz de contraer o dilatar el tiempo. Es él quien se para en una esquina a ver pasar lo que piensa pero es angustiosamente impotente de pensar lo que ve. Es él quien se pregunta cómo se pueden pensar quince minutos en minuto y medio… y, lo que es más grave, llega a vivirlo. Es él quien al tiempo cronológico, el de los relojes, le opone el tiempo interior, el del ocio… quien descubre (aunque no se diga) que el tiempo es el reloj de la muerte.
En últimas, Carter no es Parker sino Cortázar, quien es el “dueño de una música que no facilita los orgasmos ni las nostalgias, de una música que me gustaría poder llamar metafísica y quien parece contar con ella para explorarse, para morder en la realidad” que, por la rejilla de la angustia, “se le escapa todos los días”. Cortázar que es Carter que es Balder, podría decir, como éste último, que siempre buscó el conocimiento en medio de las tinieblas y la potencia en la debilidad pues de esa incoherencia, de esas debilidades, nacerá siempre la interminable, indestructible fuerza de la gran literatura, como diría Cortázar en el prólogo a la obra completa de Arlt. Aquella literatura que aunque mal escrita tendrá siempre la violencia de un cross a la mandíbula de los defensores del statu quo, esto es, de la mediocridad, de la ignominia, de la violencia. De esa inconmensurable violencia del poder, disfrazada de búsqueda de soluciones, que cierra escuelas y hospitales para abrir cuarteles y cementerios. Que cambia saber por guerra, salud por dolor, vida por muerte.
Contra esto, Cortázar propone que si el hombre quiere ser libre deberá despojarse de los hábitos adquiridos, recuperar la capacidad de asombro, sustituir el pragmatismo por la gratuidad de los actos. En fin, cambiar la razón por la imaginación, actitud que lleva a Johnny Carter, alias Charlie Parker, alias Julio Cortázar, a decir: “En realidad las cosas verdaderamente difíciles son otras distintas, todo lo que la gente cree poder hacer a cada momento. Mirar, por ejemplo, o comprender a un cerdo o a un gato. Esas son las grandes dificultades”. Para entender mejor estas cosas difíciles, como comprender a los gatos, nada mejor que citar a Cortázar mismo, quien los adoraba y, como prueba, bautizó a uno de ellos Teodoro (por Adorno): “A mí me ocurrió que en mitad de una reunión de negocios pensé, sin saber por qué, en los gatos, que no tenían nada que ver con el orden del día y descubrí bruscamente que los gatos son teléfonos. Así nomás, como siempre las cosas geniales”.
Un grito repetido por mil centinelas
Sobre la relación de Cortázar con el cine, valdría citar apartes de un texto publicado originalmente en la revista Sur (marzo/abril, 1952) pero escrito en París sobre Los olvidados de Buñuel, en 1951, cuando Cortázar es becado por el gobierno francés y se hace luego traductor de la Unesco. Texto publicado en Colombia por el Magazín Dominical No 561 (30 de enero, 1994): una poderosa declaración de principios contra el maniqueísmo, muestra sin par de poesía y análisis, de crónica como novela de la vida, de observación detallada sobre lo que pasa en la calle, sobre quienes juegan al gran juego de la realidad, caso perfecto de dialéctica entre palabra e imagen y de sensibilidad que no distrae ni engaña, sobre el personaje malo en teoría, el Jaibo: “El Jaibo se ha escapado de la correccional y vuelve entre los suyos, a la pandilla, sin dinero y sin tabaco. Trae consigo la sabiduría de la cárcel, el deseo de venganza, la voluntad de poderío. El Jaibo se ha quitado la niñez de encima con un sacudón de hombros. Entra en su arrabal al modo del alba [sic] en la noche, para revelar la figura de las cosas, el color verdadero de los gatos, el tamaño exacto de los cuchillos en la fuerza exacta de las manos. El Jaibo es un ángel: ante él ya nadie puede dejar de mostrarse como verdaderamente es. Una pedrada en la cara del ciego que cantaba en la plaza, y la fina película de las formas se triza en mil astillas, caen los disimulos y las letanías, el arrabal brinca en escena y juega el gran juego de la realidad. El Jaibo es el que cita al toro, y si la muerte alcanza también para él, poco importa; lo que cuenta es la máquina desencadenada, la hermosura infernal de los pitones que se alzan de pronto a su razón de ser. Esta noche me acuerdo del Sr Valdemar. Como las gentes del arrabal de Buñuel, como el estado universal de las cosas que lo hace posible, el Sr Valdemar está ya descompuesto, pero la hipnosis lo retiene en una estafa de vida, una apariencia satisfactoria. El Sr Valdemar está todavía de nuestro lado, y todos rodeamos el lecho del Sr Valdemar. Entonces entra el Jaibo”. Esto es como si Cortázar hubiera escrito él mismo su parte en Los olvidados a partir de una reflexión humana, humanística y humanizante en la que no caben equívocos ontológicos ni perversiones racistas o de clase sino simplemente la mirada sobre el hombre sin distinciones de raza ni de sexo ni de credo político o religioso.
Con el exclusivo ánimo de ampliar (no de mejorar) la comprensión del problema tratado por Cortázar, se menciona parte del ensayo que sobre la obra de Buñuel escribí para Magna Terra, de Guatemala: “Como los 20 personajes de El ángel exterminador que no pueden salir de un espacio hacia otro, los muchachos de Los olvidados y con ellos toda esa constelación de mendigos, putas, ladrones, y demás ángeles negros marginales del cine de Buñuel, no pueden salir de su atolladero con las dádivas seudo altruistas, seudo filantrópicas y sentimentaloides-burguesas que la sociedad les procura, conociendo de antemano su inutilidad. En tal sentido, Buñuel ha expresado: ‘Para mí, la verdadera inmoralidad es el sentimentalismo burgués’. Aquí debe señalarse que la clave de Los olvidados no está en descubrir la existencia o no de la felicidad sino en averiguar hasta qué punto es capaz de llegar el hombre en su desgracia, hasta qué punto se hace imposible encerrar su miseria, hasta qué punto la traición es hija legítima de la carencia. Al final, cuando el cadáver de Pedro (el bueno, en teoría), asesinado a tubazos por el Jaibo, es conducido por Meche y su abuelo sobre un burro a un basurero y arrojado allí… todo parece detenerse. Hasta el hipócrita tren de la misericordia cristiana se descarrila. Y es que aquellos seres abandonados, sin posibilidad alguna de identificación con progenitor ninguno, incapaces de realizar el más mínimo movimiento (y ni hablar de crecer) mueren tal como nacieron: de un incontrolable impulso sexual, sin un verdadero sentido, cubiertos de antemano con el asfixiante manto del olvido, del silencio, de la desidia…”.
Buñuel termina Los olvidados como seguramente a Cortázar le pareció que debía hacerlo: sin concesiones a ese sentimentalismo burgués de que hablaba el primero. Por el contrario, con un irrefrenable deseo de despojarse de falsos moralismos, idea avalada por Cortázar mismo al decir del filme que quizá su proyección en las pantallas del mundo lo convierta en un grito repetido por mil centinelas. El filme concluye con una terrible e irrefutable sentencia del viejo ciego, cuando al infecto estercolero es arrojado el cadáver de Pedro, apenas uno de tantos niños que siempre han querido salir de la suciedad física y moral que los rodea, olvidando en su inocencia que antes de haber nacido ya han sido abandonados… De manera que sí, pese a la crueldad de su aserto, el viejo ciego tiene razón: “¡Ojalá los mataran a todos antes de nacer!”. Y también Cortázar: “No sé que un asesinato sugerido por gritos y sombras sea más meritorio o excusable que la visión directa de lo que ocurre”.
Servir al lenguaje, trabajar sobre él
En estos países, en los que la política absorbe prácticamente todo, resulta casi natural que ciertos críticos quieran, por un lado, más política en lo que los escritores escriben; y, por otro lado, al hacer éstos lo que aquéllos quieren (olvidando que los escritores hacen lo que quieren), entonces se les declara autores panfletarios, al servicio de intereses partidistas, lacayos del comunismo (o del imperialismo, que también los hay) y entonces… estamos en tablas, declaran los critiquillos, chiquillos, pobrecillos.
Los mismos que han dicho que Cortázar se sirve del lenguaje para producir una literatura para adolescentes, engañosamente comprometida, perecedera. Olvidan los desdichados, Cortázar escribió siempre para los jóvenes, sobre todo, de manera comprometida, es decir, fiel a sí mismo como corresponde a un gran hombre que escribe no a un mero malabarista de la palabra, y a favor del lenguaje y en defensa del lenguaje. Para poner un solo ejemplo en Las palabras violadas (texto del libro Años de alambradas culturales), en el que se refiere a aquellas que por fuerza del abuso terminan perdiendo completamente el sentido o adquiriendo otro, el que le otorgan sus nuevos poseedores, los que las desfiguraron, con la pasiva complicidad de aquellos a quienes ya esas mismas palabras (política, democracia, justicia, lucha contra la corrupción y la politiquería, empleo, paz, libertad, salud, vivienda, educación, etcétera) no les dicen nada. Por encima de cualquier cosa, hay en la obra de Cortázar un indeclinable deseo por servir al lenguaje, trabajar sobre el lenguaje, antes que servirse del lenguaje. Para crear el lenguaje, hay que destruirlo, pensaría Cortázar. Pero, para que ello ocurra, agrega Perogrullo, antes hay que dominar el lenguaje. El dominio de la palabra significa la soberanía del espíritu, enseña la Paideia. Y Roa Bastos, en homenaje a Cortázar: kuimbaré (en guaraní, hombre) es aquél que sólo se humaniza por el dominio de su lengua. Para crear uno nuevo hay que transgredir el lenguaje anterior. Como lo demuestra en Rayuela, su segunda novela, al incorporar el glíglico, lenguaje musical analógico a base de palabras con y sin sentido y de sugerencias fonéticas, al parecer inventado por la uruguayita Lucía –tango de Daniel López–, es decir, La Maga (capítulo 68), o sea, la escritora alemana Edith Aron: “Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias”. O al crear el ispamerikano, en una arremetida contra el lenguaje normativo, tal como figura en el diccionario, para Cortázar el cementerio del lenguaje vivo, como en el prólogo a los capítulos Del lado de allá: “Siempre que viene el tiempo fresco, al medio del otonio, a mí me da la loca de pensar ideas de tipo esotérico y esótico, como ser por egenplo que me gustaría venirme golondrina para agarrar y volar a los paíx adonde haiga calor, o de ser hormiga para meterme bien adentro de una cueva y comer los productos guardados en el verano o de ser una víbora como las del solójicO, que las tienen bien guardadas en una jaula de vidrio con la calefacción para que no se queden duras de frío que es lo que les pasa a los pobres seres humanos que no pueden comprarse ropa con lo cara questá, (…) ¡Y ojalá que lo que estoy escribiendo le sirbalguno para que mire bien su comportamiento y que no se arrepienta cuando es tarde y ya todo se haiga ido al corno por culpa suya! César Bruto, lo que me gustaría ser a mí si no fuera lo que soy (capítulo: Perro de San Bernaldo)”.
Como se puede sentir, en Rayuela la existencia de los personajes se identifica con el juego: así, Morelli, alter ego intelectual del autor (como vivencial es Oliveira), sueña con un ajedrez indio de sesenta piezas a cada lado porque esa sería la partida infinita. Y al final del capítulo 93: ya sabemos que el juego está jugado. Similar identificación propone Cortázar: el hombre es un animal que juega (…) me sería absolutamente imposible vivir si no pudiera jugar. Actividad que se extiende al oficio literario: para mí escribir forma parte del mundo lúdico. En el texto hay varias menciones a Johann Huizinga, autor del Homo ludens. Jugar, entonces, supone sobre todo destruir los muros (del trabajo, obligación, deber), salir de la cárcel y ejercer la libertad… como dice Cortázar: “Otra libertad más secreta y evasiva lo trabaja, pero solamente él (y eso apenas) podría dar cuenta de sus juegos. Rayuela es de por sí juego: la rayuela se juega con una piedrecita que hay que manejar con la punta del zapato. Ingredientes: una acera, una piedrecita, un zapato, y un bello dibujo con tiza, preferentemente de colores. En lo alto está el Cielo, abajo está la Tierra, es muy difícil llegar con la piedrecita al Cielo, casi siempre se calcula mal y la piedra sale del dibujo”. Definición que se antoja más metafísica que remitida a la realidad inmediata o al juego de la rayuela propiamente dicho. De todas maneras, en Rayuela, como sostiene el crítico Yurkievich, “Cortázar juega con todo y se juega el todo por el todo con el riesgo de perder la partida. En Rayuela juega a todo o nada”. En efecto, entiende que lo lúdico reconcilia el mundo interno con el externo; que ello implica tener conciencia de estar separado de la vida corriente, de la rutina; oponerse a los trabajos serios; guardar vínculos estrechos con los actos gratuitos liberadores de que se habló en relación con los gatos.
¿Qué historia cuenta Rayuela? Hay que leerla, para saberlo. Sin embargo, va aquí un adelanto para interesados, no para perezosos. En la primera parte, Del lado de allá (capítulos 1 a 36), en París, Horacio Oliveira vive rodeado de dos mujeres, La Maga y Pola, y por ello de una serie de amigos e intelectuales, oyentes extáticos del jazz y ante todo disentidores vocacionales, que forman el Club de la Serpiente. Muere Rocamadour, el hijo de la uruguayita Lucía-La Maga-Edith Aron, y Oliveira, después de varias crisis, se separa de ella. En la segunda parte, Del lado de acá (capítulos 37 a 56), Horacio ha decidido volver a Buenos Aires, vive con su antigua novia, Gekrepten, especie de Penélope bonaerense, que lo esperó. Realmente, se pasa la vida con sus amigos Traveler y Talita, trabaja con ellos en el circo, primero, y luego en un manicomio. En Traveler reconoce a su doppelgänger y en Talita cree ver de nuevo a La Maga y eso le conduce a otras crisis. Una tercera parte, De otros lados (capítulos prescindibles, del 57 al 155), agrupa materiales heterogéneos, a la manera de novela-collage: complementos de la historia anterior, recortes de periódico, citas de libros y textos autocríticos atribuidos a Morelli, escritor al que Horacio visita después de un accidente de tráfico. Pese a la síntesis anterior, este texto se limita a averiguar qué significa Rayuela como literatura, es decir, lo que no está en plena calle, lo que es falso e inventado. Lo que como arte crea una segunda realidad, tanto o más creíble que la primera, la inmediata. Sobre pocas novelas se han elaborado tantos panegíricos como sobre Rayuela. Se la ha tildado de magistral, un paradigma dentro de su género. Difícilmente podría ser novela magistral una obra que en sentido estricto no es novela (no tiene unidad narrativa, ni temporal, ni espacial… claro que si se juzga desde el hoy, cualquier cosa es novela…) y cuya originalidad, discutible, anula de entrada el epíteto magistral, en cuanto pieza irregular, ambiciosa quizás, mas no redonda ni, menos, contundente. Ahora, ¿cuál género? Novela, anti novela, contra-novela, des-novela, meta-novela, para-novela, texto-collage, novela-collage, novela tipo rollo chino, contranovela de lectura variable, vaya a saberse cuál… He aquí la primera descripción del futuro proyecto de Rayuela que Cortázar le hace al traductor franco-uruguayo Jean Barnabé, tras decirle que ha terminado la redacción de Los premios (carta del 17 de diciembre de 1958): “Quiero escribir otra, más ambiciosa, que será, me temo, bastante ilegible; quiero decir que no será lo que suele entenderse por novela, sino una especie de resumen de muchos deseos, de muchas nociones, de muchas esperanzas y también, por qué no, de muchos fracasos. Pero todavía no veo con suficiente precisión el punto de ataque, el momento de arranque; siempre es lo más difícil, por lo menos para mí” (Tomado de Para un diccionario Cortázar-París-Rayuela, por Juan Manuel Bonet). En cartas dirigidas posiblemente al mismo Barnabé, Cortázar pretende acabar con los sistemas y las relojerías y sostiene que el libro será una especie de bomba atómica, como recuerda Carles Álvarez en Rayuela, el estudio pendiente; “y [agrega] que de no haberla terminado se hubiera arrojado al Sena, pero sólo al estudiar ese periodo creativo en detalle confirmamos nuestras sospechas: la audacia del proyecto (‘Quiero acabar con los sistemas y las relojerías para ver de bajar el laboratorio central y participar, si tengo fuerzas, en la raíz que prescinde de órdenes y sistemas’, se lee en una carta de 1959) y la confianza en el resultado (‘Si te interesa saber lo que pienso de este libro, te diré con mi habitual modestia que será una especie de bomba atómica en el escenario de la literatura latinoamericana’, escribe en 1962)”. Aunque, cabe recordar, poco tiempo después Cortázar confesaría que escribir Rayuela fue “el súper exorcismo”…
Se ha dicho también que a partir de una escritura de neto cuño literario, capaz de todas las gamas y galas estilísticas, Cortázar procura librarse de la fascinación de las palabras. Y, ¿cómo lo logra? A través de lo que, según el crítico Yurkievich, no se propone, que es dejarse fascinar por las palabras. Que cada vez que Cortázar entra en contacto con lo axial, vira de lo reflexivo o narrativo a lo puramente poético, al lenguaje que desvela, poseído por fuerzas inquietantes, y dotado de una conformación mántica nada tranquilizadora. Todas, lucubraciones interesantes, retórica elaborada, poética del guijarro o de lo puro por anodino, pero que echan por tierra la razón esencial de Rayuela: el juego y el humor. El juego, serio, y el humor, negro, para olvidarse del autoexilio en tránsito al exilio verdadero, el que empieza para Cortázar cuando en 1976 sube al poder el milico Jorge R. Videla. Uno de los enemigos a muerte que, sin querer, Cortázar va a despedir a su regreso a Buenos Aires, en diciembre de 1983. Dicho de otro modo, en no pocos apartes de Rayuela, al contrario de lo que había hecho en muchos otros textos (no necesariamente de neto corte político: El perseguidor), Cortázar va a servirse del lenguaje (ya no a servirlo o a trabajar sobre él). En tal sentido, Rayuela también podría ser un equivalente del gólem, leyenda judía relacionada con Adán, hombre artificial hecho de barro, en el sentido de cosa inacabada, informe…
Aunque, desde luego, no se pueda negar la exuberancia estilística, la validez de sentido, la trascendencia poética, lo que recuerda que el arte es emoción, no coherencia, de capítulos como el siete (Toco tu boca); el 17, dedicado a Jelly Roll Morton y en general al jazz; el 23, homenaje a Berthe Trépat, quien hace ostentación de una misoginia, una xenofobia, un clasismo inusuales que, tratándose de franceses, ya no sorprende a nadie: “Aquí solamente están esas viejas inmundas, los argelinos del ocho, la peor ralea”. En fin, el 26, que podría titularse París, una metáfora, ciudad en la que Horacio anda como loco buscando una llave que no sabe si la hay o que si la hay no sabe, mientras otros se hacen iniciar en cualquier fuga, el voodoo o la marihuana. Cuya terapéutica ayuda literaria es imposible despreciar en relación con Cortázar y la escritura o anti o contraescritura de Rayuela, texto con el que sencillamente el autor dio en el clavo, sin proponérselo, y enseguida los críticos comenzaron a hablar de obra precursora del hipertexto, happening literario, incomparable collage (del francés, coller, pegar; en español, colaje) cuando en realidad ya la precedían Picasso, Braque, Gris, Arp, Duchamp, Hoch, Grosz, Joyce y el Ulises, Cage, Dos Passos, Döblin, Canetti, Schwitters, etcétera. La obra más madura de Cortázar, tal vez, que de todas maneras sigue siendo, sobre todo, para jóvenes. Para espíritus jóvenes… Al respecto, decía: “Me consideraré hasta mi muerte un aficionado, un tipo que escribe porque le da la gana, porque le gusta escribir. La literatura ha sido para mí una actividad lúdica, una forma de amor. Me ha hecho feliz sentir que en torno a mi obra había una gran cantidad de lectores, jóvenes sobre todo, para quienes mis libros significaron algo, fueron un compañero de ruta. Eso me basta y me sobra”.
Cortázar, incurable romántico
Si se tiene en cuenta que tras la muerte de Carol Dunlop, el 2 de noviembre de 1982, con quien coescribió Los autonautas de la cosmopista, Cortázar ya nunca más se repuso hasta su muerte el domingo 12 de febrero de 1984, en París, se puede decir que el autor de Salvo el crepúsculo (título de su último libro, de poemas, que en ese momento se imprimía en México y que proviene de un poema japonés que dice: Este camino ya nadie lo recorre/ salvo el crepúsculo) murió, sencillamente, de pena moral… Pero eso, decirlo hoy en día, en tiempos egoístas y mezquinos, de todos contra todos, en los que siempre estamos solos, en los que se ha cambiado ética por moral, honestidad por piratería, amor por traición, da una pena mortal: la modernidad y su bastarda hija la posmodernidad nos confirman, cada día más, que el amor y el humor son las más subversivas de las armas. Que por lo mismo generan muchos conflictos entre los defensores del orden, de la disciplina, del deber, en últimas, del statu quo, esto es, del incuestionable estado de cosas actual.
Del actual y caótico estado de cosas que, contra lo que se piensa, no es un estado para la paz sino para la guerra. Ya lo dijo Camus en El primer hombre: “Siempre hay guerra. Pero uno se acostumbra enseguida a la paz. Y termina por creer que es normal. No, lo normal es la guerra”. Sí, entonces lo anormal es el amor y por ello cuando uno mismo oye hablar de él se ruboriza. El amor seguirá produciendo rubor siempre… Y eso quizás nunca dejó de tenerlo en cuenta Cortázar cuando él y Carol Dunlop emprendieron un viaje (un raro viaje iniciático pues se conocía el destino de antemano) de París a Marsella, por la autopista del sur, a bordo de una destartalada camioneta Volkswagen Combi roja: Faffner, por el nombre del dragón guardián del tesoro de los Nibelungos. Viaje que debía durar 33 días y en cuyo transcurso los exploradores no debían abandonar jamás el trazado de la ruta, o sea, el itinerario del compromiso, o sea, la trayectoria del amor. La misma trayectoria a la que a través de su arte Cortázar fue fiel hasta la muerte, como hacia Carol Dunlop. Pero, como diría Paco Ibáñez en La mala reputación: A nadie le gusta que/ uno tenga su propia fe. Mucho menos una común, como la de Julio y Carol, quienes en su viaje seguramente muchas veces estuvieron al lado del camino y al final de su prodigiosa historia de amor, quizás hubieran sido cómplices del tema de Fito Páez que a continuación se escuchará… y cuya pertinencia en relación con Carol y Julio el lector/oyente sabrá extrapolar…
Tras la muerte de Carol Dunlop, Cortázar regresó por última vez a su país, no para quejarse por la pérdida de su esposa, sino para confrontar sus recuerdos con lo que de ella quedó en su memoria. No para regodearse en su dolor, sino para sacar fuerzas de su debilidad, de lo poco que en él quedaba de placer. Las cosas no existen por sí solas. Necesitan encarnar en alguien para que se pueda recordar que estuvieron ahí, que, efectivamente, fueron ciertas. Como dice el poeta chileno Raúl Zurita: “Los objetos nos definen no porque sean objetos sino porque son las formas que le damos a nuestra fragilidad”. Además, el dolor de la muerte no es para el que se va… La desdicha de un amante no es perder el amor, sino quedarse con su memoria. De ahí el dolor de ese incurable romántico llamado Cortázar, la impotencia para hacer su duelo frente a la pérdida de Carol Dunlop, la imposibilidad de recuperarse estando muerto en vida, la hartera de ya recuperado estar sin aquélla.
Como un testimonio del amor del Lobo por su Osita, es decir, de Julio por Carol, viene en breve Una carta de amor, texto del cuasi desconocido poeta Florencio de Bruselas que apareció en internet al lado de otro titulado Nuevo elogio a la locura, parodia, obvio, del original de Erasmo de Rotterdam… Una carta de amor: “Todo lo que de vos quisiera/ es tan poco en el fondo/ porque en el fondo es todo/ como un perro que pasa, una colina, esas cosas de nada, cotidianas,/ espiga y cabellera y dos terrones,/ el olor de tu cuerpo,/ lo que decís de cualquier cosa,/ conmigo o contra mía,/ todo eso, tan poco/ yo lo quiero de vos porque te quiero./ Que mires más allá de mí,/ que me ames con violenta prescindencia del mañana,/ que el grito de tu entrega se estrelle/ en la cara de un jefe de oficina,/ y que el placer que juntos inventamos/ sea otro signo de la libertad”.
El compromiso es individual
Tal como refiere Soriano, Cortázar escribió varios textos comprometidos, eficaces por la perfección de su metáfora (Graffiti, Reunión, Segunda vez) y también una novela, la ya citada Libro de Manuel, que en 1973 fue como una bofetada para muchos guerrilleristas solemnes que, de inmediato, renegaron del Padre literario. Cortázar no lograba ser ceremonioso ni siquiera con los revolucionarios y quizá el futuro de las revoluciones se lo agradecerá. Y como cada vez hay menos revoluciones (la única en realidad es la de ricos contra pobres, para acabarlos, pero de esa no se habla), menores son las posibilidades de que el futuro se lo agradezca. Mis hijos y yo, al menos, se lo agradecemos ya. No se olvide, además, en caso de que triunfe alguna revolución, las palabras de Sabato (1911-2011): “No hay peor conservatismo que el del revolucionario triunfante”. Y aquí no se confundan los que quieran ver en mí a un reaccionario: reaccionarios son los que intenten ver en mí a un reaccionario. Lo que sucede, sencillamente, es que ahora sólo hay una retórica para camaleones, aquellos que detrás de su sonrisa esconden su rencor, toman el color del partido que convenga o, igual, se declaran independientes (¿de qué, en asuntos de política?). A quienes Rubén Blades, quien ya comprobó que el arte no va con la política y por eso volvió a aquel, se refiere en una canción que vendrá más adelante…
Sostiene Monterroso, el compromiso social es de todos. El del escritor, pienso yo, es individual. El auténtico escritor primero se da gusto a sí mismo, se complace, y no necesariamente por intervención del narcisismo (salvo ciertos casos que no vale la pena citar) o lo que ha dado en llamarse, en la jerga posmoderna, nuevo narcisismo: el del individuo que adora su cuerpo; que no utiliza su cabeza (cosa razonable, pues no le sirve para nada); que no piensa en otra cosa que en técnicas de masturbación, físicas y mentales. Una vez entregada su obra a los lectores, el problema es de ellos con la obra y no con el autor aunque, desde luego, es deseable una mayor identificación entre éste y aquella. De manera que sí, el compromiso social es de todos, el del escritor es individual. Y sí, los escritores demasiado comprometidos primero que todo deberían pensar en casarse…
Julio Cortázar: cronopio mayor…
¿Qué son los cronopios? Se ha dicho que son globos de colores, preferentemente verde y azul, como quienes no cambian naturaleza por progreso, ni tranquilidad, agua, playa o mar por riqueza, barro, acera o calle. Que son humanoides pero representan rasgos indeterminados y combinan características de animales dispares. Que son húmedos, con algo de gusano o rana (eso sí, nunca sapos), lo que no quiere decir que por gustarles la tierra les guste a su vez arrastrarse o que vayan a renunciar a su parte femenina, por envidia de los otros, aquéllos que no merecen ser nombrados. Si bien su apariencia es indeterminada, la misma se esboza dentro de un marco zoológico. Luego psicológicamente, igual que en las fábulas, los cronopios obran como humanos. Los que no merecen ser nombrados, no. Obran como bestias o, sencillamente, no obran. Los cronopios son líricos, idealistas, oníricos. Los demás son prácticos, pragmáticos, burócratas reales o potenciales.
Seres que por naturaleza tienen el orden en la cabeza, no en el armario, los cronopios son también por naturaleza tibios (pero nunca mezzotintas ni calculadores) y pesimistas (en cuanto optimistas bien informados) que compensan con su fantasía e imaginación, las deficiencias de lo factible, las incoherencias de lo que se ha planeado, las mezquindades de lo ejecutado. Morelli lanza un vistazo al inconformista, en el capítulo 74 de Rayuela: “Este hombre se mueve en las frecuencias más bajas y las más altas, desdeñando deliberadamente las intermedias”. Los cronopios, a su vez, desdeñan los aparatos producidos por la tecnología deshumanizante, por la modernidad tecnológica, lo que no implica desprecio de la civilización tecnológica. Desprecio sí de la tecnología que poco a poco, pero seguro, se devora a la civilización o lo que queda de ella. Al contrario de los demás, hacen gala del humor, la sátira, la ironía, son tiernamente traviesos, tienden trampas a los otros, quizás, para descubrir cómo son; pero, eso sí, sin ser jamás hipócritas ni pensar en traicionarlos. Son personajes de cuento, novela, teatro, cómic o dibujo animado. Tienen algo o mucho de Chaplin, Buster Keaton, Harold Lloyd, Harry Langdon, Groucho Marx, Cantinflas.
Los cronopios son también aquellos seres para quienes el fuego sólo habrá empezado en serio cuando el hombre entienda que, pese a tanta bosta, hay que seguir al rescate de cuanto romanticismo sea posible, de tanto romanticismo necesario y desenfrenado, así sea peligroso. Y si no que lo diga el Che Cortázar en Reunión, relato que no le parecía interesante al Che auténtico, al único. Pero, eso hay que leerlo, no contarlo. Qué sería de este mundo sin los románticos: sin Baudelaire, Beethoven, Armstrong, Charlie Parker, Miles Davis, John Coltrane, Julio Cortázar. Seres que dejan atrás el odio tal vez porque no tienen miedos, que pueden mirar al enemigo con una nobleza tal (la de los aristócratas de espíritu), que el enemigo desaparece al no poder sostener la mirada, al darse cuenta de su mezquindad, al comprender que de él se habla cuando se dice al bagazo poco caso. Así, los cronopios suscitan en el enemigo la imagen de un juez que no juzga, a la vez acusado y testigo, que simplemente sabe separar verdad perceptible de verdad demostrable. Para que por fin nazca una patria de hombres, si no nuevos, más limpios, menos turbios.
Los cronopios se preocupan por vivir, no por morir poco a poco como los otros que no merecen ser nombrados. No envidian la vida de nadie, más bien la compadecen, al contrario de ciertos miserables que se olvidan de la suya y pasan metidos en la de los demás. Quizás porque son idealistas, soñadores, utopistas (sin importar que entre más caminen, más se les corra el horizonte), a los cronopios no les preocupa ni la fama (esa estatua que cagan las palomas), ni el reconocimiento (salvo el de la gente a la que quieren), ni la esperanza (esa puta que se parece a la desesperanza), porque son conscientes de la fugacidad de la vida, no tanto del paso del tiempo. Les preocupa, únicamente, dejar obra y morir tranquilos. Los cronopios aman la vida. Los otros no, porque ni siquiera estiman la suya. Les ocupa más la ajena, ya se dijo, pero siempre hay que repetir lo obvio…
A los cronopios les gustan la libertad, la tolerancia, la utopía (otra vez) y no se resignan a la opresión ni al borreguismo, pues bien saben que la resignación es la cuota inicial de pago por la pérdida de la dignidad. Respecto a esto último, Cortázar se mantuvo incólume e invicto hasta el final. Motivo por el cual es el cronopio mayor. Que, en este caso, no es título marcial, sino de dignidad, la que hay que conservar a toda costa, para no convertirse en uno de aquellos que no merecen ser nombrados. Para morir como se ha vivido, apartado de la fama y del éxito, avaro de esa libertad que desaparece cuando comienza el exceso de bienes. Tanto Juan Goytisolo como Cortázar sabían que Borges tenía razón: “La mejor manera de no pasar de moda es esforzándose por no estarlo nunca, por eludir el éxito”. Y Cortázar nunca estuvo de moda, siempre eludió el éxito, jamás cambió discreción por publicidad, por vanidad, por mediocridad. Para él mismo no es fácil ser cronopio pues bien sabía de los fracasos, las renuncias, las traiciones, mientras ser fama o esperanza es simplemente una cuestión de inercia; ser cronopio, en cambio, implica ir en contra de todo y de todos, de lo acostumbrado y de lo establecido, incluso por ley (la del Procurador, por ejemplo): “No es fácil ser cronopio. Lo sé por razones profundas, por haber tratado de serlo a lo largo de mi vida; conozco los fracasos, las renuncias y las traiciones. Ser fama o esperanza es simple, basta con dejarse ir y la vida hace el resto. Ser cronopio es contrapelo, contraluz, contranovela, contradanza, contratodo, contrabajo, contrafagote, contra y recontra cada día contra cada cosa que los demás aceptan y que tienen fuerza de ley”.
Los cronopios saben que la derecha no tiene ni idea de un mundo ético, participativo, plural, sino de otro que tiende cada día más al individualismo, a la competitividad, al éxito y que, sin embargo, pregona la unidad familiar, la solidaridad, la convivencia. Aunque los cronopios también saben que la izquierda no tiene ni idea del mundo (como sostiene Saramago) ya no sólo ético, sino social, económico y, sobre todo, político. Y es que la izquierda no ha sabido formar las circunstancias humanamente, para un hombre formado por las circunstancias. Lo único que ha hecho, al llegar a las instancias de poder, es reproducir los peores vicios de la derecha que antes había criticado. De todas maneras, los cronopios saben que estamos en tiempos en los que no hay izquierdas ni derechas, sólo excusas y pretextos, en tiempos de una retórica maltrecha, para un planeta de ambidextros. Y conste que cualquiera sabe que habito a la izquierda, sobre el rojo, igual que dice Cortázar después de darle la vuelta al día en 80 mundos. A esos ambidextros se refiere Rubén Blades, ahora sí, en Hipocresía. Diciente metáfora sobre la política de estos tiempos. Y política aquí se dice en el mal sentido del término pues en realidad no tiene otro.
Sin conocer aún la globalización, los cronopios ya sabían que estos son los tiempos de la globalización de la injusticia, los tiempos de inquietud, el tiempo de los asesinos. Por eso ha llegado el momento de la Policrítica en la hora de los chacales, texto del cual se cita apenas un fragmento. La explicación del título, para acabar con chacales y con hienas, lagartos y camaleones, hidras y basiliscos, la da el propio Cortázar: “Hablando de los complejos problemas cubanos, una amiga francesa mezcló los términos crítica y política, inventando la palabra policritique. Al escucharla pensé (también en francés) que entre poli y tique se situaba la sílaba cri, es decir, grito. Grito político, crítica política en la que el grito está ahí como un pulmón que respira; así la he entendido siempre, así la seguiré sintiendo y diciendo. Hay que gritar una política crítica, hay que criticar gritando cada vez que se lo cree justo: sólo así podremos acabar un día con los chacales y las hienas”.
Policrítica en la hora de los chacales
“De qué sirve escribir la buena prosa,/ de qué vale que exponga razones y argumentos/ si los chacales velan, la manada se tira contra el verbo,/ lo mutilan, le sacan lo que quieren, dejan de lado el resto,/ vuelven lo blanco negro, el signo más se cambia en signo menos,/ los chacales son sabios en los télex,/ son las tijeras de la infamia y del malentendido,/ manada universal, blancos, negros, albinos,/ lacayos si no firman y todavía más chacales cuando firman,/ de qué sirve escribir midiendo cada frase,/ de qué sirve pesar cada acción, cada gesto que expliquen la conducta/ si al otro día los periódicos, los consejeros, las agencias,/ los policías disfrazados,/ los asesores del gorila, los abogados de los trusts/ se encargarán de la versión más adecuada para consumo de inocentes o de crápulas,/ fabricarán una vez más la mentira que corre, la duda que se instala,/ y tanta buena gente en tanto pueblo y tanto campo de tanta tierra nuestra,/ que abre su diario y busca su verdad y se encuentra/ con la mentira maquillada, los bocados a punto, y va tragando/ baba prefabricada, mierda en pulcras columnas, y hay quien cree/ y al creer olvida el resto, tantos años de amor y de combate,/ porque así es, compadre, los chacales lo saben: la memoria es falible/ y como en los contratos, como en los testamentos, el diario de hoy con sus noticias invalida/ todo lo precedente, hunde el pasado en la basura de un presente traficado y mentido./ Entonces no, mejor ser lo que se es,/ decir eso que quema la lengua y el estómago, siempre habrá quien entienda/ este lenguaje que del fondo viene,/ como del fondo brotan el semen, la leche, las espigas./ Y el que espera otra cosa, la defensa o la fina explicación,/ la reincidencia o el escape, nada más fácil que comprar el diario made in USA/ y leer los comentarios a este texto, las versiones de Reuter o de la UPI/ donde chacales sabihondos le darán la versión satisfactoria,/ donde editorialistas mexicanos o brasileños o argentinos/ traducirán para él, con tanta generosidad,/ las instrucciones del Chacal con sede en Washington,/ las pondrán en correcto castellano, mezcladas con saliva nacional,/ con mierda autóctona, fácil de tragar. No me excuso de nada, y sobre todo/ no excuso este lenguaje,/ es la hora del Chacal, de los chacales y de sus obedientes:/ los mando a todos a la reputa madre que los parió,/ y digo lo que vivo y lo que siento y lo que sufro y lo que espero”.
Sí, hay que gritar una política crítica, protestar contra la injusticia, hablar para que el silencio no siga siendo el principal alimento de la impunidad. El compromiso es no callarse ante nada, hablar frente a todo. Ser inconforme es una virtud. Conforme, un delito. Esto es lo que, en esencia, debe recogerse de un texto como Policrítica en la hora de los chacales. Una cátedra sobre lo que no debe ser el periodismo, que continúa vigente. Como vigente continúa, salvo algunas (des)honrosas excepciones, la obra de Cortázar, una obra que, eso sí, no tiene por qué ser perfecta, ni satisfacer a todos. No. La gracia del arte está en que divida opiniones, como pensaba el bizco, no El Bosco. Al respecto, Tarkovski señala: “Un genio no se manifiesta en la perfección absoluta de una obra, sino en la fidelidad absoluta a sí mismo, en la consecuencia frente a su propio apasionamiento. El ansia apasionada de verdad, de conocimiento del mundo y de sí mismo concede un significado especial incluso a partes no especialmente buenas o incluso a las llamadas páginas erradas”.
Claro, hay muchas páginas erradas en Cortázar, como las había en su compadre Arlt: páginas de las que, justicia poética, aquél no pudo liberarse jamás pues, víctima de sus temores, terminó encarnando los errores de éste. Es decir, Cortázar con respecto a Arlt acabará preguntándose como Lowry en Bajo el volcán: ¿Cómo convencerá el asesinado a su asesino de que no ha de aparecérsele? Acabará representando en su obra, la aventura de la inacción, la de aquellos personajes que, como Estanislao Balder, se pasan esperando que un suceso extraordinario se produzca. Balder, magíster en pereza e inacción, no busca solucionar nada, simplemente escribirá en el aire la suite de la queja y el ensueño. En este sentido, basta un fragmento de Rayuela (capítulo 124): “Era fácil advertir el empobrecimiento de su mundo novelístico, no solamente manifiesto en la inopia casi simiesca de los personajes, sino en el mero transcurso de sus acciones y sobre todo de sus inacciones”. Acabará por atribuir a uno de sus personajes, Oliveira, mi fuerza está en mi debilidad, palabras cuya esencia, una vez más, como lo hace Cortázar en el prólogo a la obra completa de Arlt, Balder asume: “Mi propósito es evidenciar de qué manera busqué el conocimiento a través de una avalancha de tinieblas, y mi propia potencia en la infinita debilidad que me acompañó hora tras hora”. En dicho prólogo, Cortázar sostendrá: “Si de alguien me siento cerca en mi país, es de Roberto Arlt”. Y en Rayuela (capítulo 21) dirá: “Mi mano tantea en la biblioteca, saca a Crevel, saca a Roberto Arlt, saca a Jarry”.
En aras de la justicia, Cortázar también tiene páginas ya no sólo admirables sino imprescindibles: los cuentos que se quieran escoger y en Rayuela los capítulos ya citados, más, entre muchos, el 105, dedicado a las obras del tiempo, con el que se cierra este sincero y a la vez crítico homenaje al cronopio mayor quien, justo, en Rayuela (capítulo 40) señala algo muy elocuente en torno al criticar sin denostar: “…en esas críticas había una cantidad tal de amor que solamente dos tarados como ellos [Traveler y Talita] podían malentender sus denuestos”. Va pues el capítulo con el que Cortázar pasa de la dimensión real, subjetiva y objetiva al tiempo, a la dimensión mítica, a través de un sutil tributo a esa especie de cuarta dimensión que es la memoria, ese único tribunal incorruptible, a la vez un eficaz dardo contra la desidia humana en torno a sus ancestros, así como una ontológica declaración, mediante una prosa poética sin tacha: “Morelliana. Pienso en los gestos olvidados, en los múltiples ademanes y palabras de los abuelos, poco a poco perdidos, no heredados, caídos uno tras otro del árbol del tiempo. Esta noche encontré una vela sobre una mesa, y por jugar la encendí y anduve con ella en el corredor. El aire del movimiento iba a apagarla, entonces vi levantarse sola mi mano izquierda, ahuecarse, proteger la llama con una pantalla viva que alejaba el aire. Mientras el fuego se enderezaba otra vez alerta, pensé que ese gesto había sido el de todos nosotros (pensé nosotros y pensé bien, o sentí bien) durante miles de años, durante la Edad del Fuego, hasta que nos la cambiaron por la luz eléctrica. Imaginé otros gestos, el de las mujeres alzando el borde de las faldas, el de los hombres buscando el puño de la espada. Como las palabras perdidas de la infancia, escuchadas por última vez a los viejos que se iban muriendo. En mi casa ya nadie dice ‘la cómoda de alcanfor’, ya nadie habla de ‘las trebes’ –las trébedes–. Como las músicas del momento, los valses del año veinte, las polkas que enternecían a los abuelos. Pienso en esos objetos, esas cajas, esos utensilios que aparecen a veces en graneros, cocinas o escondrijos, y cuyo uso ya nadie es capaz de explicar. Vanidad de creer que comprendemos las obras del tiempo: él entierra sus muertos y guarda las llaves. Sólo en sueños, en la poesía, en el juego –encender una vela, andar con ella por el corredor– nos asomamos a veces a lo que fuimos antes de ser esto que vaya a saber si somos”.
Morir sin haberse vendido: en dignidad…
“A mí me gustan los viejos tangueros, en eso soy un perfecto reaccionario que no ha tenido realmente tiempo de estudiar un poco más, lo que está sucediendo en este momento. Cuando es medianoche, estoy cansado y es la hora del último trago antes de dormir, yo sé que casi siempre pongo un disco de Pichuco”, recuerda Cortázar, un hombre que pese a haber vivido en París 33 años, jamás se fue de su barrio… Al final de su vida, podría haber dicho lo mismo que Monterroso: He estado fuera de mi país, pero mi país nunca ha estado fuera de mí. En este sentido, quizás baste decir que Rayuela es el libro por excelencia del exilio. Para confirmarlo basta traducir los epígrafes que acompañan los capítulos Del lado de allá y Del lado de acá: Nada mata tanto a un hombre como el estar obligado a representar un país; Hay que viajar lejos pero amando su casa. Este último, cuenta Juan M. Bonet, fue extraído de Les mamelles de Tirésias (1917) y encabeza la parte porteña de Rayuela, novela en la que el autor, sin citarlo, cita a Apollinaire (Onze mille verges) y en la que lo cita Morelli, personaje inspirado en el poeta español José Bergamín.
Cortázar murió sin aceptar las cosas tal como le fueron dadas, sin haberse vendido y por ello pobre, eso sí, en dignidad. Como diría Tomás Eloy Martínez, apegado a unas pocas posesiones felices: entre ellas, quizás, el recuerdo de su mujer, Carol, un gato o una gata, una pipa… de picadura o de bareta, ¡qué importa! O Soriano, quien señala que Cortázar para vivir se conformaba con lo necesario y lo cita: mis discos, un poco de tabaco, un techo, una camioneta para gozar del paisaje, es decir, como quien sin querer hace recordar a Miller en El tiempo de los asesinos (o sea, el de siempre): “Entre más elevada sea la condición espiritual de un hombre, en peores condiciones materiales está”. Lo que en el acto conduce al revés de la frase y, al mismo tiempo, a los políticos, los que con los bolsillos llenos siempre han llevado a los demás a la miseria y al mundo a la debacle.
[En el centenario del nacimiento de Cortázar y en los treinta años de su muerte, quiero dedicar este trabajo a mi padre, Luis Jorge, quien murió en 1979, no a su memoria; a mi madre, Cecilia, quien, desde aquel desolador 20 de junio, sólo hasta el 1 de junio de 2005, tras su muerte en Barranquilla, renunció al recuerdo del Gatico; a mi hermano Jaime, cuya nobleza le ha permitido superar la que para mí sería una insoportable adversidad; a Marthica, por su insobornable afecto e inclaudicable apoyo; y, por supuesto, a mis hijos Santiago y Valentina, amigos hacedores de mis alas, de quienes siempre dependerá el vuelo que pueda tomar. Todos ellos tan cronopios como Cortázar y quienes recuerdan que ante los seres verdaderamente grandes (es decir, no propiamente a causa de la acromegalia) no nos sentimos inferiores, sino misteriosamente afines].
Luis Carlos Muñoz Sarmiento (Bogotá, Colombia, 1957), padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico de cine y de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo y, por encima de todo, lector. Realizador y locutor de Una mirada al jazz y La Fábrica de Sueños: Radiodifusora Nacional, Javeriana Estéreo y U. N. Radio (1990-2004). Fundador y director del Cine Club Andrés Caicedo (1984). Colaborador de ‘El Magazín’ de El Espectador. Hoy, director del Cine-Club & Tertulias Culturales de la Universidad Los Libertadores. En FronteraD ha publicado La mirada onírica de Luis Buñuel, Una ‘naranja mecánica’: la posibilidad de cambio que niegan los políticos…, Arnaldo Palacios, el Joyce del Trópico: génesis de la narrativa afro-colombiana y No legalizar las drogas es hipocresía