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Julio Ramón Ribeyro, la tentación del fracaso

 

Al leer a Julio Ramón Ribeyro tiemblan ligeramente las rodillas. Uno de sus cuentos más famosos, Los gallinazos sin plumas, relata cómo el abuelo Don Santos envía todos los días al amanecer a los hermanos Efraín y Enrique a buscar comida entre las basuras para cebar a su cerdo Pascual. Mientras, los dos niños pasan hambre, reciben insultos, enferman, se debilitan. Y cuando, por fin, se liberan de esta ausencia de humanidad y emprenden la huida, cuando abren el portón de la calle, “la ciudad, despierta y viva, abría ante ellos su gigantesca mandíbula”. El lugar no les acoge, sino que les engulle ferozmente. La pena se mete en el intestino del lector que termina este cuento, como una reacción no solo emocional sino física ante el destino de los protagonistas inocentes. Y al finalizar, por ejemplo, Sólo para fumadores, otro relato de referencia, el lector que dejó de fumar volverá al menos a darle una calada a un cigarro, a la salud del autor. Ribeyro fue fumador empedernido, de los que ante la muerte prefieren morir a dejarlo. Su primer pitillo fue un rubio marca Derby. Después vinieron los Chesterfield, Inca, Lucky, que estaba en boga. Viaja a Europa y se adapta al rubio español Bisonte. En París fuma Gauloises y Gitanes, Pall Mall, Marlboro. La vida de Ribeyro está ligada íntimamente a los cigarrillos: no puede escribir sin fumar, y nunca fue capaz de vivir sin escribir.

       Mientras se pasan las páginas de sus apuntes autobiográficos, La tentación del fracaso (qué gran título, recrea bien el significado de su persona y de su obra, en él separados por una línea muy estrecha) no sucede nada, no hay reacción física; solo que, de tanto en tanto, hay que cerrar el libro y respirar hondo antes de proseguir. Es la tremenda sacudida de reconocerse en lo que dice otro, en lo que percibe otro y en cómo lo percibe. ¡Qué extraña audacia la del escritor! Al verse tan certeramente retratado como ser humano, el lector se siente menos original, más vulgar, y también un poco menos solo. Al azar: “Quizás hay besos que llegan demasiado tarde”, o: “De Berlín pensaré en Morstel como en una pequeña ciudad donde fui feliz algunas horas. Suficiente”, o: “Cada vez que me siento a trabajar no sé por dónde comenzar. Cojo un cuaderno, pongo unas líneas, lo cierro para coger otro y así, entre correcciones, añadiduras, me paso la jornada sin haber podido concluir nada. (…) Vivo prisionero, limitado por mis viejos proyectos”.

       Ribeyro escribe de una manera sencilla, sin aspavientos, tímida incluso, certera y ágil. Impresiona su sinceridad: parece que no pasara las palabras por ningún filtro posterior. Mira escéptico a la realidad; más escéptico que pesimista, no responde exactamente al clásico esquema de enfant maudit. Instalado en el fragmento (en el cuento, enemigo de grandes teorías totalizantes), observa sin hacer apuestas concluyentes, como quien no se fía demasiado pero se resigna a seguir viviendo; tampoco descarta que las cosas puedan mejorar, aunque la realidad desmiente demasiado a menudo esta posibilidad.

       Tal vez porque se convirtió en apátrida como sus Prosas, y dejó el barrio de Miraflores de su Lima natal en 1960, vagabundeó por Alemania, España, Bélgica y se asentó en París con nada más que una maleta llena de libros, una máquina de escribir y un tocadiscos portátil. O tal vez por su carácter intermitentemente solitario. O porque no le guiaba la fama: “produzco para mi propio consumo. Soy autárquico desde el punto de vista literario y este grave defecto, este anacronismo, merece un castigo ejemplar”. O, incluso, por su manera de escribir, lejos de alardes formales, centrado en la dificultad del contenido. Alguien le llamó “el último escritor del siglo XIX”, porque, como quien dice, tenía a Flaubert y Maupassant en la mesilla de noche. Y alguien dijo que no había sido invitado al “festín del boom latinoamericano de los 60 y 70”, así lo llamó. Tal vez por todo ello, el lugar de Julio Ramón Ribeyro fue una elegante segunda fila hasta el final de su vida, cuando su fama traspasó las fronteras que él ya había cruzado en solitario, antes.

       Hay una buena fotografía en la que aparece caminando a la vera de un muro, erguido y flaco como una vara, con la nariz prominente como el pico de un ave. Era un hombre atractivo, amante de los placeres de la vida, que en su juventud vivió intensamente la bohemia. Desconfiaba de quienes parecían no tener ningún vicio, de aquellos que no fumaban ni probaban el alcohol. Las mujeres recorren sus memorias: “ahora, mientras almorzaba en un restaurante del bulevar Saint-Michel, comprobé que me gustan todas las mujeres, todas. Renacimiento primaveral de mis cualidades viriles, pero empobrecimiento de mi capacidad de selección”. Marcan su trayectoria, por ejemplo, la misteriosa C., la joven Mimí, y Alida Cordero, con quien se casará, y se volverá más hogareño, un animal más doméstico. Escribe: “Las relaciones que uno tiene con su mujer, por hermosa que sea, llegan con el tiempo a hacerse tan rutinarias como las que uno mantiene con su ciudad”.

       Julio Ramón Ribeyro está de actualidad porque acaba de publicar Seix Barral La palabra del mudo (de nuevo qué gran título), la recopilación de sus cuentos completos (que no veían la luz en España desde la edición de Alfaguara de 1998) y de algún inédito. Hablan los mudos. Ribeyro da voz a los sin voz, a los olvidados, a los fracasados, a los marginados, a los protagonistas frustrados. “Yo les he restituido este hálito negado y les he permitido modular sus anhelos, sus arrebatos y sus angustias”, escribe en una carta al editor.

 

 

       Sus personajes buscan algo, y encuentran una ausencia radical. Al final se instala siempre un silencio. Pero Ribeyro no los mira desde arriba, con lástima ni paternalismo. Los mira de frente como a iguales, como quienes se encuentran en el mismo camino. Simplemente les hace justicia al darles voz y después calla ante la condición humana que se impone: lo esencial se muestra, no se explica. Relata grandes sufrimientos sin caer en el sentimentalismo ni en grandes muecas, y así logra esa expresión certera del dolor sin aspavientos. En el cuento Mar afuera, Janampa y Dionisio salen a pescar antes de que amanezca, a esa hora incierta que significa la  batalla entre la luz y las sombras. De camino a altamar Dionisio va comprendiendo que Janampa le quiere matar, y espera resignadamente la hora de la puñalada.

       Otros personajes deciden rebelarse ante el destino: “A pesar de ser zambo y de llamarse López, quería parecerse cada vez menos a un zaguero de Alianza Lima y cada vez más a un rubio de Filadelfia”. Así comienza el cuento Alienación (magistral). El caso es que Roberto López se enamoró perdidamente, como todos los que jugaban a la pelota en la plaza Bolognesi, de Queca y de sus legendarias piernas. Un día Queca no logra alcanzar una pelota, y Roberto corre a recogerla. Cuando se la entrega, ella se le queda mirando un instante y le dice -escribe Ribeyro- las cinco palabras que decidirían su vida: “Yo no juego con zambos”. Ella los prefiere rubios y de cutis sonrosado. El cuento relata la vida del protagonista empeñado en convertirse en otro, perdiendo su identidad a cada paso, esforzándose hasta la muerte en una absurda tarea. La rebelión de nada sirve al personaje: funesto es su destino y funesto el destino de la Queca de largas piernas.

       Al leer a Julio Ramón Ribeyro se advierte una cadencia limeña, como una canción triste de lugares que no mueren. Él vivía en contacto con su pasado, fiel a esos paisajes, fiel a su temprana vocación de escritor, terco en la realización de esta tarea. Su modo profundo de enfrentarse a la literatura le retrata: la escritura como un modo de vida, correr por las calles como si se dirigiera a una cita ineludible para terminar frente a su escritorio poniendo una palabra al lado de otra de modo que la frase tenga sentido. Y el pozo de angustia, y estar dispuesto a abandonar “borracheras y acostadas con extrañas mujeres” si ello perjudica a sus proyectos. Una dedicación febril, un apego a la escritura que marca su rumbo, y una mirada como crítico a la narrativa propia ajena.

       En el inédito que se publica ahora, titulado Surf y que Ribeyro escribió durante su último año de vida, en 1994, se cuenta la vida de Bernardo, un escritor que pensaba que un libro es como el mensaje en una botella lanzada al mar. La botella puede estrellarse en un arrecife y perderse para siempre o, después de un largo y secreto viaje, arribar a una playa desierta donde alguien la encontraría y gritaría a los cuatro vientos la belleza de su contenido. Parece que nuestro tiempo está rescatando a Julio Ramón Ribeyro, releyéndolo y revelándolo al mundo.

 


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