No ha tenido suerte Lorca con sus biógrafos. El espectáculo en que se ha convertido su tumba sigue deparando nuevos documentos de los buitres carroñeros de la noche oscura española. Más que dejarlo enterrado dónde cayó, o dónde se supone que está, como es el deseo de la familia, ese coro griego de la memoria colectiva quiere resucitarle, saber si es él , preguntarle a su calavera cómo está el infierno, quién era el pelotón, cómo brillaban los tricornios…
No tiene suerte Lorca con esta súbita necrofilia que pide pruebas de ADN por doquier, que no respeta ni a los muertos. Su barranco es la metáforia de la recuperación de la memoria, como si esta se pudiera recuperar súbitamente reuniendo a todos los cadáveres, mostrando su osamenta en los espacios televisivos del prime-time. Siempre he pensado, por reaccionario que parezca, que era mejor no remover esa tierra, no aventar ese rescoldo, no respirar por la herida, sobre todo para evitar este lamentable espectáculo de necrofilia, esa mezquina ficción de llegar a la verdad «hasta el fondo».
Otro compañero del siglo XX, que hoy parece más que nunca un tiempo pasado y polvoriento, Albert Camus, sufre la misma codicia de los gobernantes y de los adoradores de la memoria en la República vecina. En su napoleónico afán de ser siempre protagonista, Sarkozy, quiere llevar sus restos al Pantheon ante la oposición de sus hijos. La paradoja es notable: el gran autor del desarraigo moderno, el extranjero de las letras contemporáneos, es homenajeado a la postre por el hombre que ha criminalizado mejor que nadie a la emigración y a los sin papeles, y que no ve con buenos ojos esa Francia africana.
Lorca y Camus, víctimas de los juntacadáveres y de sus pompas fúnebres, Lorca y Camus, mordiendo el polvo de nuevo. Y lo peor de todo es que está muy mal decir que los dejen en paz de una vez por todas.