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Mientras tantoJuramento hipocrático

Juramento hipocrático


Suena, I’m okay, de Seamus Blake

Todo el mundo sabe que los médicos lo saben todo sobre cualquier tipo de dolencia o patología. Uno tiene un amigo médico y si se levanta una mañana con el ojo irritado puede consultarle con absoluta confianza. “A ver, tú que eres médico…”. Qué tienes dudas sobre algún antibiótico porque has tenido una infección bucal, puedes consultarle con absoluta tranquilidad a tu amiga, que es psiquiatra. De la amoxicilina al diazepan tampoco debe haber tanta diferencia. A los médicos, al fin y al cabo, les pasa como a los críticos de cine, que han visto todas las películas que se estrenan y, sobre todo, las que uno ha visto.

En el caso de los galenos, pero, la situación se ha complicado todavía un poco más debido a la ficción televisiva, que nos acostumbró, en su momento, a que la rutina laboral propia de la medicina se convirtiera en un continuo juego de acertijos, donde el sufrimiento tenía la misma trascendencia que la resolución de un sudoku. Gracias al sherlockiano Dr. House la leyenda sobre las capacidades de cualquier médico para curar cualquier enfermedad alcanzaron su cénit. La cosa se salió de madre cuando, además, todo el mundo empezó a creer que el personal sanitario vivía en un permanente culebrón, con continuos romances, celos sentimentales y demás desvaríos emocionales, gracias a series como Anatomía de Grey (Grey’s Anatomy; 2005-2020). Muy atrás quedaba ya una serie a considerar como Urgencias (E.R; 1994-2009) a la que, por mucha autenticidad, le faltaba credibilidad. Nadie iba a creerse que al acudir al pediatra con su prole o al padecer un ataque de apendicitis fuera a ser atendido por alguien como George Clooney.

Por suerte para la televisión (y el cine) y la comunidad médica existe alguien como Thomas Lilti, de quien hace unos meses se estrenó su serie televisiva Hipócrates (Hippocrate, 2018) –disponible en la plataforma Filmin-, que a lo largo de 8 capítulos nos cuenta las vicisitudes que viven 3 médicos residentes, ayudados de un forense, cuando todo el equipo de médicos titulares de medicina interna de un hospital parisino debe guardar cuarentena debido al contagio de un virus a través de un paciente. Aviso: todo esto se llevaba a cabo meses antes de que se produjera la pandemia ocasionada por el Covid-19.

Así las cosas, son los residentes los que deben sacar adelante todos y cada uno de los casos clínicos, de los más sencillos a los más complejos, y son ellos solos los que deberán hacer frente a sus propias dudas, sus miedos, sus inseguridades y sus frustraciones. Frente al caos, solo queda sacar adelante aquello que dictamina el juramento hipocrático. Y lo hacen sin que Lilti, en colaboración con su equipo de guionistas, haga demasiado hincapié en ello, porque, como es habitual en sus películas, la épica está absolutamente ausente. Así como Jules Renard decía que a las personas que tienen talento no hace falta decírselo, al personal sanitario tampoco es necesario recordarles que son héroes. Lilti es consciente de que la épica resta la autenticidad que tienen sus historias, la veracidad de sus imágenes.

Claro, y es que se nota que Thomas Lilti no solo es un buen cineasta, sino que también es médico. El suyo es el caso de alguien que decidió seguir los pasos de su progenitor, ginecólogo de profesión, y estudiar medicina. Durante su formación, como complemento, devoró la citada serie Urgencias  –de la que se confiesa un admirado defensor-, lo que le llevó a descubrir su pasión por el cine y la televisión. Su doble sueño pareció cumplirse cuando, en el momento que preparaba y defendía su tesis, estrenó su primer largometraje, The yeux bandés (2007), un policiaco protagonizado por un camionero. Sin embargo, a la obtención de su licenciatura se contrapuso el fracaso absoluto de su película, ninguneada por todos, hasta el punto de eliminarla de su propio currículum. La decepción le hizo pensar en abandonar definitivamente la cámara, los rodajes y recluirse en un quirófano o una consulta. Nada de actores y actrices, solo pacientes.

Entiendo que la obstinación y la perseverancia a un médico se le suponen. Así pues, Thomas Lilti, afortunadamente, no se rindió y se dio cuenta de la estupidez de haber creído que medicina y vida debían ser como las venas y las arterias, que van por separado. Entonces, realizó su segunda película, Hipócrates (Hippocrate; 2014) –germén de la serie antes citada-, en la que nos contaba, a partir de experiencias personales, la historia de iniciación de Benjamin, un joven médico residente que debía superar una circunstancias adicional, la de ejercer en el ala que dirige su padre. Ahí ya aparecían muchos de los aspectos del cine de Lilti, como el hecho de no buscar convertir en héroe a su protagonista, como tampoco pretende que se erija en portavoz de un cierto discurso crítico en torno a las deficiencias del sistema sanitario. Todo eso resultaría demasiado obvio y sencillo, casi más propio del cliché. Lo que prevalece es ese aspecto del que muchas veces nos olvidamos, el humano. Tal y como pasa con los críticos de cine.

Después de Hipócrates, la película, llegarían Un doctor en la campiña (Médecin de campange, 2016) y Mentes brillantes (Premiére année, 2018) dos largometrajes también adscritos al ambiente médico, pero de temáticas diferentes, y la citada Hipócrates, la serie, de la que habrá que esperar si finalmente nos llega una segunda temporada, cuyo rodaje, que se llevaba a cabo en un edificio contiguo y en desuso de un hospital parisino, fue interrumpido, ahora sí, por la crisis del Covid-19. Desalojado el set, apagadas las cámaras, detenida la ficción, Lilti decidió que era el momento de dejar a un lado la labor de cineasta para recuperar el ejercicio de la medicina en la sección de urgencias del centro hospitalario Robert Ballanger, donde cumple con el juramento hipocrático. No sabemos si pensará él: “como George Clooney”.

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